Capítulo 18:
Liberarse de las obligaciones

Desde hacía muchos años, el abuelo Sanjai vivía con un precioso loro que, ufano, enseñaba a todas sus visitas. En una ocasión, acudió un viejo amigo y charlaron durante horas. Durante toda la tarde, el loro estuvo en su jaula hablando. Decía muy alto:

—¡Libertad, libertad, libertad!

El visitante apenas podía concentrarse en la conversación porque le daban lástima las desgarradoras palabras del animal. Decía una y otra vez:

—¡Libertad, libertad, libertad! —y al mismo tiempo, metía el pico entre los barrotes de la puerta señalando su ansiada salida.

El amigo de Sanjai se fue al final de la tarde, pero se quedó pensando buena parte de la noche en el desgraciado loro. También pensó que Sanjai se había vuelto un desalmado por encerrar a un animal que reclamaba libertad de esa manera.

Ya era muy tarde cuando el hombre decidió que, al día siguiente, liberaría al loro de Sanjai. Al amanecer, salió hacia la casa de su amigo y se introdujo sigilosamente en la habitación donde se hallaba el animal. El loro lo miró con los ojos muy abiertos.

Silenciosamente, abrió la portezuela de la jaula y dijo:

—Vamos, bonito, sal por la ventana. ¡Ya eres libre!

Para su sorpresa el animal se fue hasta el extremo opuesto de la jaula y de repente, empezó a chillar:

—¡Sanjai, Sanjai! ¡Socorro! ¡Quieren robar a tu loro!

La historia de Sanjai y su loro loco es famosa en Oriente y nos explica cómo los seres humanos se meten, muchas veces, en su propia jaula mental y se niegan a salir cuando tienen la oportunidad.

El presente capítulo trata de una de las jaulas más corrientes: la de las obligaciones que sólo habitan en nuestra mente. Obligaciones que minan nuestra capacidad de disfrutar y que pueden llegar a robarnos toda la energía.

La maldita cena de navidad

Recuerdo que, en una ocasión, una paciente llamada Ana me explicaba el siguiente problema:

—Mi hermano Miguel ha convocado a la familia, como cada año, a una cena de Navidad en un restaurante carísimo y no me apetece nada ir. Mis hermanos beben más de la cuenta y siempre acaban discutiendo de política, chillándose los unos a los otros… Además, me va fatal económicamente.

Quedaba un mes para la cena de Navidad, pero Ana ya estaba nerviosa. Llevaba años acudiendo no sólo a esas comidas sino a innumerables compromisos familiares y nunca había disfrutado de ellos. Le pasaba como al chiste en el que alguien pregunta a un amigo: «¿Qué tal las navidades? ¿Bien o en familia?».

Es muy común sufrir, durante años, ciertas penosas obligaciones que nos imponemos nosotros mismos, generalmente porque pensamos que «debemos» hacerlo o también por temor al juicio de los demás.

—No vayas, pues —le aconsejé.

—Pero si no voy, mis hermanos me matarán —adujo Ana.

—¡Pues que se enfaden! No tenemos por qué hacer cosas que no nos apetece hacer. La vida es demasiado corta para perderla llevando a cabo obligaciones estúpidas, pero si te comportas con naturalidad, quizá no se enfaden —dije.

—¿Qué quieres decir? —me preguntó.

Lo que quería decir es que, generalmente, las obligaciones son una neura que poseemos más nosotros que los demás. En muchos casos, cuando dejamos de cumplir con ella, vemos para nuestra sorpresa que el mundo sigue igual. En otros casos, la neura es compartida, pero entonces si nos comportamos racionalmente, los demás tienden a entrar en razón y a olvidarse de la supuesta obligación.

—¿A ti te caen bien algunos miembros de tu familia? —indagué.

—Sí.

—¿Te gustaría hacer algo divertido con ellos? —seguí preguntando.

—Sí, pero no ir a un restaurante caro.

—¿Por qué no les propones tú hacer otra cosa que te guste y sea más barato? —terminé sugiriendo.

A la semana siguiente, Ana me explicó que se le había ocurrido la siguiente idea:

—He decidido que no voy a ir a la cena de Navidad. Pero he enviado a todos mis familiares una invitación. Les propongo que el veintitrés de diciembre, que es sábado, vayamos a misa por la mañana a Santa María del Mar (la iglesia más hermosa de Barcelona). Después, iremos a una cafetería a desayunar churros con chocolate.

—¡Muy bien! Pero no sabía que erais creyentes… —le dije.

—No especialmente. De hecho, desde pequeños no hemos vuelto a la iglesia, salvo en bodas y comuniones, pero he pensado que nos sentaría muy bien hacer algo de tipo espiritual, para reflexionar sobre lo que significa ser hermanos de una forma sincera —dijo Ana muy orgullosa de su iniciativa.

—¿Y cómo han respondido? ¿Irán? —le pregunté.

—¡Sí! ¡Me ha sorprendido muchísimo! Mi otro hermano, mis padres y mis sobrinas, que ya son mayores, están encantados. Mi hermano Miguel todavía no ha contestado, pero si no viene, no pasa nada, él tampoco está obligado a seguir mi propuesta.

—Claro que no. ¡Ya sabes, la vida sólo se vive una vez, también para Miguel!

—Sí. Lo entiendo. Ni él se tiene que molestar conmigo ni yo con él. Simplemente, estamos haciendo lo que deseamos hacer —concluyó.

—¿Y cómo te sientes ahora? —pregunté.

—Muy contenta y nada culpable. Si esta velada que he propuesto sale bien, me gustaría instaurarla como tradición navideña: «El desayuno de Navidad de tía Ana».

Más tarde, la paciente me explicó que su encuentro familiar navideño fue entrañable. Su hermano Miguel no acudió, pero la llamó para disculparse. El resto de la familia vivió una jornada divertida, diferente al resto de Navidades, una velada sincera. Pero lo más interesante es que la familia no se molestó por el hecho de que Ana decidiese no acudir a la tradicional cena de Navidad organizada por Miguel. Esto es, la neura compartida por la familia simplemente se desvaneció ante la actitud natural, alegre y constructiva de Ana.

Gran parte de los problemas emocionales que sufren las personas tiene que ver con las obligaciones. Solemos estar convencidos de que tenemos muchas: deberes para con nuestros padres, para con nuestros hijos, para con nuestros amigos, para con la sociedad… Y creemos que «debemos» cumplir con estas obligaciones o las cosas irán mal.

Pues bien, desde mi punto de vista, prácticamente no existen las obligaciones. Lo cierto es que no tenemos por qué complacer a los demás como ellos desearían ser complacidos. Lo más lógico es hacer sencillamente lo que nos apetece de forma honesta. Muchas veces, eso coincidirá con las expectativas de los demás, pero otras, no será así, y no pasa nada.

Como veremos a continuación, el argumento esencial para eliminar todas las obligaciones es que los seres humanos necesitamos muy poco para estar bien. En este caso, nuestros familiares y amigos no necesitan ser complacidos para llevar unas vidas felices. Por eso, no tienen por qué enfadarse.

Y si lo hacen, es su problema. Quizás en un futuro lleguen a ver las cosas de otra forma, lo cual les acercará a su paz interior. Sólo se enfada quien, confundido, cree que «necesita» que vayas a la cena de Navidad para ser feliz. Menuda tontería, ¿verdad?

Cuidar de los padres

En una ocasión, me hallaba explicando esta visión de las obligaciones en una conferencia cuando un joven de entre el público alzó la voz para protestar:

—Tú dices que no hay obligaciones, pero yo estoy cuidando de mis padres ancianos y ¡no puedo aceptar que no exista ese deber para con nuestros mayores!

Y allí iniciamos un debate muy fructífero que sirvió para aclarar todavía más este concepto de los deberes sociales o familiares.

En mi opinión —y creo que hay suficiente evidencia— los padres ancianos se las pueden arreglar muy bien sin sus hijos. Dicho de otra forma: no necesitan tanto a los hijos como éstos, muchas veces, se imaginan. Cuando transmitimos a nuestros mayores que «necesitan» de nuestros cuidados y atenciones les estamos contagiando la absurda idea de que son débiles e incapaces de ser felices por su cuenta.

Pero lo cierto es que todas las personas tienen una gran capacidad para disfrutar de la vida, para hacer proyectos, para divertirse…, a no ser que ellos mismos se digan lo contrario y se convenzan de que no es así.

Sin embargo, especialmente en nuestra sociedad, existe la idea de que los ancianos son unos seres incapaces que siempre necesitan la ayuda de los demás para subsistir. De hecho, impera la creencia de que las personas con alguna debilidad o incapacidad tienen muchas dificultades para realizarse como personas: los ciegos, los enfermos, los que no pueden caminar… Y, una y otra vez, vemos que eso no es así. ¡Las oportunidades de hacer cosas valiosas es enorme en prácticamente todas las circunstancias!

Las personas con alguna dificultad especial pueden asociarse para hacer que la vida sea más sencilla y encontrarle un gran sentido precisamente en esa colaboración. En los grupos de trabajo de la ONCE, la potente Organización Nacional de Ciegos de España, se encuentran montones de personas maravillosas que hacen de su vida algo hermosísimo a partir de la colaboración entre ellos. Casi diría que tienen vidas mucho más interesantes que la mayoría de las existencias de personas «normales». Sus vidas están entregadas al grupo, a apoyar a sus compañeros, su auténtica familia.

¡Los ancianos también pueden hacerlo! Las personas mayores pueden asociarse, invertir juntos su dinero para vivir en comunidad en espacios donde disfrutar de la vida juntos (en vez de acumular herencias para sus hijos), pueden enamorarse, tener una vida sexual satisfactoria, viajar, cultivarse… Y las adversidades que pueden encontrar son oportunidades para ayudarse los unos a los otros.

Pero si en vez de eso les transmitimos la idea de que son débiles, son una inutilidad y no tienen opciones para vivir la aventura de la vida… así será. Si se convencen de esas ideas terribilizadoras, se pasarán el resto de su vida añorando su pasado, quejándose, lamentándose de sus carencias. Y, lo peor de todo, sin ganas de colaborar con sus semejantes, la gente de su edad, ya que los verán, a su vez, como personas inútiles y desechables.

Si las personas con impedimentos serios como los ciegos o parapléjicos consiguen tener vidas emocionantes y valiosas…, ¡cómo no van a poder tenerlas las personas mayores!

Si vemos las cosas de esta forma, entonces, la idea de que tenemos la obligación de atender a nuestros padres ancianos desaparece. ¡Ellos no nos necesitan para ser muy felices! Podemos visitarlos, hacer cosas juntos, vivir con ellos, pero no como una obligación, sino como una fructífera asociación.

Tanto da tener 2 que 92

Si no lo hacemos así, esta colaboración está viciada de buen inicio. Ya no hacemos cosas juntos por placer, sino por pena. ¿Quién se divierte haciendo cosas por pena?

Al final, ese tipo de relaciones son una cosa triste, descafeinada, cargada de sentimientos de culpa e inutilidad. Por eso ¡dejemos que las personas mayores usen las muchas habilidades y recursos que tienen para construirse un mundo maravilloso! Ni ellos nos necesitan ni nosotros los necesitamos a ellos; sin embargo, qué fantástico es colaborar de igual a igual.

Yo he tenido, muchas veces, la oportunidad de conocer a personas que ya han superado los 75 años y que destilan fuerza, inteligencia y atractivo personal. Cuando hablas con ellos, te sientes como si estuvieras delante de un joven de 25 años que ama la vida. Muchos de ellos son intelectuales que siguen trabajando, haciendo arte y literatura, y puedo decir que sus vidas son increíblemente emocionantes y siguen siéndolo hasta el día de su muerte.

Uno de esos seres excepcionales fue Albert Ellis, el psicólogo de Nueva York, padre de la terapia cognitiva. Yo estuve en contacto con él por carta, meses antes de su muerte, pasados los 90 años de edad, e hicimos planes para entrevistarlo cuando saliese del hospital. Estaba mentalmente fuerte, como siempre. Sé que el mismo fin de semana en que murió atendió a un grupo de escolares en la habitación en la que estaba ingresado y les transmitió su fuerza y su sentido del humor. Por eso me gusta decir que, si estás mentalmente en forma, da igual tener 2 que 92.

Las creencias irracionales relacionadas con las obligaciones abundan. ¡De ahí que todavía se organicen tantas cenas de Navidad familiares! Acudimos estúpidamente a un encuentro que no nos gusta, sólo porque pensamos que debemos hacerlo ya que son la familia. Nos olvidamos que la vida dura muy poco y que es un desperdicio malgastarla haciendo cosas que no deseamos hacer. Ni tu familia te necesita a ti ni tú les necesitas a ellos: no existe tal obligación.

Algunas personas esgrimen el argumento de que los abuelos «necesitan» ver a la familia unida una vez al año. Ésa es una necesidad inventada. Los abuelos, como todo ser humano, sólo necesitan la comida y la bebida diarias. ¡Bien podrían organizar una cena con amigos de su edad, bailar, jugar, seducirse los unos a los otros y hacer nuevas parejas entre los que están solteros! Y si alguien más joven de la familia quiere unirse, adelante, pero no existe ninguna obligación de compartir el tiempo de ocio.

Nadie puede hacer feliz a nadie

Otra de las obligaciones que nos inventamos es la de ayudar, aconsejar o ser paño de lágrimas de los familiares, pero olvidamos que nadie puede hacer feliz a nadie. La felicidad es un estado mental en el que sólo uno mismo puede entrar y que no depende de tener más o menos problemas.

Todos hemos tenido la experiencia de estar consolando a alguien durante horas para verlo en las mismas condiciones penosas al día siguiente. O, peor aún, hemos ayudado a alguien con gran esfuerzo y su nivel de infelicidad y queja seguía igual al cabo de poco tiempo.

Por eso creo que la mejor estrategia frente a familiares que se quejan es cambiar de conversación. En ese momento, están terribilizando y no vale la pena entrar en un diálogo tan alejado de la cordura.

Podríamos intentar que entren en razón y que no le den tanta importancia a sus problemas, pero en la mayoría de los casos no lo recomiendo, porque dejar de exagerar es difícil, se necesita un entrenamiento para conseguirlo y, por consiguiente, una corta conversación no servirá de mucho. Probablemente, lo mejor sea no dejarse enredar en terribilizaciones y seguir con nuestra vida.


En este capítulo hemos aprendido que:

  1. La mayoría de obligaciones son neuras procedentes de necesidades inventadas.
  2. Hay que hacer las cosas por disfrute, pero no por obligación.
  3. La gente que nos rodea no necesita nuestras atenciones. Devolvámosles la fuerza y la responsabilidad sobre su vida para que gocen de sus capacidades.