Capítulo 15:
Influir en nuestro entorno

Cuando las personas nos volvemos fuertes y sensatas… ¡dejamos de exigir al mundo y a los demás que nos concedan todos nuestros deseos! Así, de forma radical.

Pero cuando no somos tan maduros, nos sucede algo parecido a lo que le pasa a un niño pequeño malcriado: «¡Quiero chuches! ¡Cómprame chuches!… ¡Te odio si no me compras chuches!»

Sin embargo, si ese niño crece y cambia, estará más preparado para ir por el mundo. Y lo mismo pasará con nosotros: si dejamos de exigir, aceptaremos mucho mejor nuestra situación, nos sosegaremos y empezaremos a disfrutar de las ventajas de nuestra vida. Por supuesto que seguiremos teniendo deseos, pero no los convertiremos en exigencias: si los conseguimos, bien y si no, también.

En el capítulo 13 («Mejorar las relaciones») vimos las ventajas de adoptar esta visión de las relaciones, especialmente en el ámbito de la pareja. Básicamente dos:

  • No amargarse cuando no obtenemos lo deseado.
  • Ser capaces de emplear otras estrategias diferentes a la exigencia para obtener mucho mejores resultados.

En este capítulo vamos a ver una de estas estrategias alternativas. Cuando queramos obtener algo de los demás, propongo desenfundar nuestras armas de seducción. O dicho de otra forma: convencer antes que vencer.

Seducir para crear un mundo mejor

Si deseamos que nuestra pareja acceda a ir de vacaciones a Cancún el próximo verano, es mucho mejor intentar seducirle para que lo haga, que no insistir en que «debe» ir para complacernos. Nuestro trabajo consistirá, entonces, en convencerle de que en Cancún se lo pasará genial, pese a sus reticencias: «¿Sabes? La vecina fue a Cancún el verano pasado y se lo pasó genial; la gente es maravillosa allí y se pueden hacer unas excursiones estupendas. Qué guay debe de ser bañarse en playas superlimpias».

El buen seductor insistirá veladamente hasta que el otro llegue a hacer suya la propuesta: «Oye, ¿por qué no vamos a Cancún este verano?».

Si no conseguimos convencerle, así, en positivo, de las ventajas de eso que queremos, mala suerte. También podemos ser felices en el camping de nuestra provincia. Entonces, nos toca a nosotros convencernos: ¡nadie necesita ir a Cancún para tener una vida genial!

La estrategia de la seducción es, en realidad, el método del diálogo no terribilizador, la forma de ver las cosas de la persona cuerda y fuerte. Si todas las personas de este mundo dejasen de exigir a nadie y sólo intentasen convencer…, ¿no sería éste un planeta mucho más tranquilo? No creo que nosotros vayamos a presenciar un cambio de paradigma de estas dimensiones en ninguna sociedad, pero al menos podemos transformar nuestra vida de pareja y relaciones más cercanas.

Muchas veces, apelando al concepto de justicia, exigimos que nuestros amigos, pareja o familiares hagan «lo que deben», y perdemos de vista que ésa es la peor solución: gastamos mucha energía en ello, nos estresamos, y la otra persona —aunque acceda— no llevará a cabo lo que le exigimos con entusiasmo ni eficacia.

Esta estrategia me recuerda uno de los episodios de la vida de Tom Sawyer, según se puede leer en la obra de Mark Twain.

La valla que se pintó sola

Un radiante mañana de verano, la tía de Tom le ordenó pintar la larga valla que rodeaba la casa familiar. Era un día perfecto para pasarlo bañándose en el río, como seguramente iban a hacer los demás muchachos del pueblo, pero su tía estaba «cruelmente» convencida de que la diversión podía esperar.

Refunfuñando, Tom se puso a la tarea brocha en mano. En aquel instante, su amigo Ben, el más guasón del grupo, apareció por allí comiendo una manzana:

—¡Hola, compadre! Te hacen trabajar, ¿eh? —le dijo Ben con su típica sorna.

A Tom le reventaba estar allí aguantando las bromas de su amigo; además, se le hacía la boca agua pensando en la manzana; pero no cejó en su trabajo. Al cabo de unos segundos, le dijo a su amigo:

—¡Ah!, ¿eres tú, Ben? No te había visto.

—Oye, me voy a nadar. ¿No te gustaría venir? Pero, claro, te gusta más trabajar…

Tom se quedó mirándole un instante y dijo:

—¿A qué llamas tú trabajo?

—¡Qué! ¿No es eso trabajo? —replicó Ben.

Tom siguió pintando y le contestó, distraídamente:

—Bueno; puede que lo sea y puede que no. Lo único que sé es que me encanta.

—¡Vamos! ¿Me vas a hacer creer que te gusta?

—No sé por qué no va a gustarme. ¿Es que le dejan a un chico pintar una cerca todos los días?

Aquello puso el asunto bajo una nueva luz. Ben dejó de mordisquear la manzana. Tom movió la brocha, graciosamente, atrás y adelante; se retiró dos pasos para ver el efecto; añadió una mano allí y otra allá; juzgó de nuevo el resultado. Y mientras tanto, Ben no perdía de vista un solo movimiento, cada vez más y más interesado. Al fin dijo:

—Anda, Tom: déjame pintar un poco.

Tom alargó la brocha…, estaba a punto de acceder, pero cambió de idea:

—No, no; eso no podría ser, Ben. Ya ves…, mi tía Polly es muy exigente. No sabes tú lo que le preocupa esta valla; hay que hacerlo con muchísimo cuidado; puede ser que no haya un chico entre mil, ni aun entre dos mil que pueda pintarla bien.

—¡Qué dices!… ¿Lo dices de veras? Venga, déjame que pruebe un poco; sólo un poquito. Si fuera yo, te dejaría, Tom.

—De verdad que quisiera dejarte, Ben; pero la tía Polly… Mira: Jim también quiso, y ella no le dejó. Sid también quiso, y tampoco. ¿Ves por qué no puedo dejarte?

—Anda…, lo haré con cuidado. Déjame probar. Mira, te doy la mitad de la manzana.

—No puede ser. No, Ben; no me lo pidas…

—¡Te la doy toda!

Tom le pasó la brocha, con cara de desgana. Y mientras Ben sudaba al sol, se sentó sobre un viejo tonel, a la sombra, balanceando las piernas, se comió la manzana y planeó la ampliación de su nuevo negocio. No escasearon los inocentes: a cada momento aparecían muchachos; venían a burlarse, pero se quedaban a pintar. Para cuando Ben ya estaba exhausto, Tom había vendido el siguiente turno a Billy Fisher por una cometa en buen estado; cuando éste quedó reventado, Johnny Miller compró el derecho por una rata muerta, con un palo para hacerla girar; así siguió hasta la tarde.

Tom, que por la mañana estaba en la miseria, ahora nadaba en riquezas. Tenía, además de lo mencionado, doce tabas, un cornetín, un trozo de vidrio azul para mirar las cosas a través de él, un carrete, una llave que ya no abría nada, una tiza, un tapón de cristal, un soldado de plomo, un par de renacuajos, seis petardos, un gatito tuerto, un tirador de puerta, un collar de perro y el mango de un cuchillo.

Además, había pasado un día delicioso sin hacer nada, con grata compañía, y la cerca tenía ¡tres manos de pintura! De no habérsele agotado las existencias de pintura, habría dejado en la quiebra a todos los chicos de la zona.[2]

En esta maravillosa historia de Mark Twain, Tom seduce a los chicos para que hagan su trabajo. Los muchachos lo llevan a cabo y disfrutan de ello. De otra forma, «exigiendo», hubiese sido imposible conseguirlo. Esto nos demuestra que la mente humana es flexible y lo que, de una manera determinada, parece una tortura, con un envoltorio reluciente, puede convertirse en un goce.

Levantar pesas en un gimnasio es un deporte que engancha a mucha gente, pero, por otro lado, mover piedras en una carretera es un trabajo penoso. Podemos aprovechar ese potencial de la mente para disfrutar de casi cualquier cosa.

En el mundo de la pareja, de la amistad, es mucho más efectivo renunciar al conflicto e intentar convencer al otro, que empeñarse en hacer justicia. Claro que tenemos que aprender a seducir, pero podemos empezar a practicar ya mismo. Cuando nos hayamos convertido en maestros de la seducción, nuestras relaciones mejorarán muchísimo.

Por otro lado, esta estrategia también implica renunciar realmente a lo que desearíamos si el otro al final no accede. Renunciamos hoy, pero seguiremos pidiendo el cambio en las siguientes ocasiones. La estrategia de la seducción es una estrategia a medio plazo, que nos otorga mejores resultados en general, aunque perdamos algún deseo en el camino. Y, sobre todo, nos libra del estrés de querer imponernos al otro.

La vida es para jugar

La estrategia de la seducción me recuerda a un magnífico libro del doctor Eduardo Estivill y Yolanda Sáenz de Tejada que lleva por título ¡A jugar![3] Se trata de un compendio de actividades diseñadas para enseñar buenos hábitos a los niños. La idea es educarlos sin presionarles, mediante la seducción, esto es, mediante el juego. Veamos un ejemplo que nos servirá para captar el espíritu de la propuesta.

En el prólogo se dice:

Si a un niño le decimos: «No pongas los codos sobre la mesa mientras comes», puede que entienda el mensaje, pero no vivirá la necesidad de realizarlo. En cambio, si utilizamos un juego para inculcar un hábito de buena educación en la mesa, seguro que no lo olvidará porque habrá vivido la experiencia como protagonista.

Uno de los juegos que nos enseñan en este libro se llama «Enséñame a comer». Con él se persigue que el niño se siente a la mesa de forma correcta y aprenda modales a la hora de comer. Se trata de un método divertido y que salva la dignidad del niño, si es que hay que corregirle en algo.

Para empezar, elaboramos una lista corta de normas de comportamiento aplicables a la hora de comer. Por ejemplo, cuatro reglas fáciles de aprender. Luego, aumentaremos el número a medida que avancemos. Por ejemplo: «No poner los codos sobre la mesa» o «Ponerse la servilleta en el cuello».

El juego consiste en que cada persona de la mesa debe detectar cuándo uno hace algo incorrecto. Si el niño —o la madre— pone el codo sobre la mesa, diremos CO, CO, CO y a continuación le hacemos una pregunta o frase que empiece por CO. «¿CÓmo se llamaba tu amigo del otro día?»

La pregunta no tiene importancia. Se trata de señalar con el CO que alguien se ha olvidado de cumplir una norma que empieza por la sílaba «co»: codo sobre la mesa.

Si el niño no lleva la servilleta, podemos decir: SE, SE, SE… «¡SER mayor es estupendo!».

Cuando el niño oye alguna de estas sílabas, inmediatamente revisa si es su codo o su servilleta los que no están en su sitio. Con este juego, le enseñamos esas normas de conducta riendo y, además, nadie se da cuenta. ¡Es un código secreto! Su dignidad queda a salvo.

Los padres pueden participar en el juego como jugadores y si de vez en cuando dejan de cumplir alguna norma para que el niño se dé cuenta, éste les corregirá con el mismo sistema: CO, CO, CO… Esta participación les hace sentirse importantes y protagonistas.

Todos los juegos explicados en ¡A jugar! están inspirados en la técnica de la seducción, en lugar de la imposición. Puedo asegurar por experiencia propia que los resultados son muchísimo mejores.

Menos justicia, más amor

La estrategia de la seducción que he descrito aquí es, sin duda, lo más efectivo a la hora de conseguir que los demás hagan lo que deseamos. Es efectiva e indolora. Y es que la estrategia opuesta, la exigencia, suele ser incluso contraproducente. Yo diría que exigir es la manera más directa de estropear una relación que, de otra forma, podría ser maravillosa. Y lo peor es cuando dos personas han aprendido —el uno del otro— a exigirse sin cesar: es entonces cuando la pelea se transforma en un estilo de vida en la pareja.

Claro está que con la seducción buscamos resultados a medio plazo y, muchas veces, al principio, tendremos que asumir que el sistema todavía no ha dado sus frutos. Entonces será incómodo, pero no pasa nada, todo llegará. Y si no llega, al menos no nos habremos estresado. Si Manuel no baja a tirar la basura porque le da pereza, intentemos seducirle para que lo haga y, si no lo hace nunca… ¡mala suerte!

Cuando explico estos principios en público, muchas personas me preguntan acerca del sentido de la justicia. Me dicen: «¡Pero eso no es justo!», y yo les suelo responder que, en la actualidad, la justicia está sobrevalorada.

La justicia es un bien interesante, pero no deja de ser una invención del ser humano. En la naturaleza no existe la justicia. Por lo tanto, algo que no existe salvo en nuestra mente no puede ser esencial.

La justicia tiene sus límites. En ese sentido, es como el chocolate: a dosis pequeñas es buena. A grandes dosis, produce dolor de estómago. Un mundo demasiado regulado sería un mundo sin espontaneidad. Cuando tratamos de conseguir justicia en nuestras relaciones, nos frustramos porque lo que es justicia para mí es posible que no lo sea para ti. ¡Vaya lío!

La justicia es un medio para lograr un fin: la felicidad. Nunca al revés. Dicho de otra forma: la justicia está por debajo de la felicidad. Cuando la justicia me impida ser feliz, es mejor dejarla estar.

Los profesionales de la justicia, jueces y abogados, son los que más relativizan el concepto. Suelen decir: «Es mejor un buen acuerdo que la posibilidad de una gran victoria». Constantemente negocian con la justicia porque perseguir esa quimera sería de lo más absurdo: perderíamos la felicidad en el camino. De todas formas, nunca la alcanzaríamos; al contrario, nos cortocircuitaríamos en el proceso, ya que la justicia completa no encaja en este universo.

Hace poco, los periódicos hablaban de la lucha de unos padres para hacer justicia por el asesinato de su hija. Fue un caso sonado en España. Todo el proceso duró varios años y, finalmente, un juez dictó sentencia. Recuerdo que los padres declararon que no estaban de acuerdo con la pena impuesta al criminal, pero que para ellos, ya era suficiente. No iban a apelar. Me pareció una sabia decisión. ¿Vale la pena malgastar los últimos años de la vida de uno persiguiendo un concepto que no devolverá la vida a nadie? Estoy seguro de que su hija desearía que sus padres intentasen ser felices. Es decir, con un poco de justicia, basta.

Y en fin, en la mayoría de los casos domésticos a los que nos referimos, lo que consigue la justicia también se puede lograr a través de otros medios. Hay alternativas. El amor, las ganas de colaborar y divertirse y el aprendizaje pueden modelar la conducta de los demás mucho mejor que la aplicación de sistemas justicieros como el castigo o el premio.

Además, todo aquello que reclamamos, comodidad, respeto, consideración…, no es tan importante como creemos. Hay otros bienes que arriesgamos luchando tontamente: la armonía, la paz interior y, en definitiva, nuestra preciada salud mental.


En este capítulo hemos aprendido que:

  1. Si queremos obtener algo de los demás, es mejor seducirles para que lo hagan, pero nunca exigirles nuestra voluntad.
  2. La justicia está sobrevalorada. Un poco de justicia está bien…; demasiada es agobiante.