Tel Aviv, Israel: 1 de abril de 1994
Elisha alzó la mirada confundido. Podía notar que algo marchaba terriblemente mal. La muerte se dirigía hacia ellos. El aire nocturno hedía a destrucción y desesperación. "¡Cuidado!", gritaba una voz inaudible en su mente. "¡Cuidado!"
Sin pensar, se puso en pie tirando al suelo la silla. En el vestíbulo, el reloj anunciaba las tres de la madrugada.
—¡Cuidado! —gritó mientras observaba a sus seis compañeros—. ¡Cui...!
Nunca pudo terminar. Con el estruendo de la madera y la albañilería estallando, una esquina de la cubierta de la casa se redujo a escombros como si se tratara de una hoja de cartón. Dos gigantescas manos esqueléticas atravesaron el techo, abriendo un gran agujero. Un rostro monstruoso observaba a los atónitos ocupantes de la estancia, buscando con sus grandes ojos rojizos entre los siete conspiradores. Con un grito que pareció sacudir la tierra, la criatura pronunció palabras en una lengua que Elisha no pudo reconocer... pero que sonaban terriblemente familiares.
—Es árabe antiguo —declaró el mago canoso conocido como Ezra. Elisha no se sorprendió al verlo en pie, cerca de Moisés Maimónides, Rambam. Al otro costado de éste se encontraba Judith, la famosa erudita, hermana de Ezra y también una maga de increíble poder. Juntos, los tres eran probablemente los más poderosos del mundo—. El monstruo está buscando a su antiguo enemigo, al que dice sentir en esta habitación. Esa... cosa... le llama el Carcelero.
El horror esquelético volvió a rugir su desafío. Los dedos huesudos aferraron los restos del muro que le impedía la entrada. Con un crujido, los ladrillos se redujeron a escombros y llenaron el lugar de polvo blanco. Con un rápido movimiento de la mano, Rambam dispersó la nube. Elisha tragó saliva mientras el monstruo aparecía por completo ante ellos.
La criatura irradiaba un poder puro y primordial. Medía tres metros hasta los hombros y su inmenso cuerpo tenía una forma vagamente humanoide. El pecho era inmenso y los anchos hombros medían unos dos metros. Los brazos largos y huesudos llegaban hasta las rodillas y terminaban en manos gigantescas con dedos esqueléticos.
La enorme cabeza no recordaba ni remotamente a algo humano. Tenía unas fauces grandes y poderosas, como las de una bestia depredadora, y la boca estaba llena de temibles colmillos. Sus ojos ardían con la furia del infierno y se encontraban muy separados en el cráneo. Dos gigantescos cuernos surgían de la cabeza. A Elisha le pareció una horrenda abominación, mezcla de un hombre y una cabra, pero sin recordar a ninguno de los dos.
—Azazel —dijo Dire McCann. El misterioso detective observaba al monstruo con una sonrisa tensa. En una mano sostenía su pequeña pistola ametralladora. Elisha ya le había visto emplearla. Disparaba una ráfaga continua y potente capaz de derribar a un vampiro, pero el joven mago dudaba de que tuviera mucho efecto sobre la criatura a la que se enfrentaban ahora. Por la expresión de McCann, él sentía más o menos lo mismo—. La Muerte Roja dijo que los Nictuku se estaban alzando. Tenía razón.
—Los Nictuku —susurró la alta y atractiva rubia platino que se encontraba junto al detective. Estaba vestida con un mono de cuero blanco y tenía los ojos negros y los labios de un rojo rabioso. Solo la palidez sobrenatural de su piel y la expresión felina indicaban que se trataba de una vampira. En cada una de sus manos sostenía los lagos cuchillos de su clan. Flavia, el Ángel Oscuro, servía como guardaespaldas de Dire McCann. Solo ella entre todos los presentes parecía casi complacida con la aparición del monstruo. Elisha sospechaba que no lo consideraba más que un nuevo reto para sus habilidades—. Creía que no eran más que leyendas que contaban los Nosferatu para asustar a sus chiquillos.
—Evidentemente no es así —respondió seca Madeleine Giovanni. Era delgada y baja, con una melena negra y lisa que caía sobre sus hombros, y se encontraba a la derecha del detective. Se la conocía como la Daga de los Giovanni y, aunque era menos espectacular que Flavia, era igual de mortal. Se encontraba entre los vampiros más peligrosos de todo el mundo.
El monstruo al que McCann había llamado Azazel volvió a gruñir sus demandas, pero nadie respondió. El aire estaba sobrenaturalmente tranquilo. No se oían sirenas a lo lejos, ni gritos, ni los aullidos aterrados de los vecinos. De algún modo la criatura había conseguido sellar la casa de Rambam del resto del mundo natural. Se enfrentaban totalmente solos a aquel monstruo.
—Nuestros poderes mágicos apenas afectan a la bestia —anunció Judith con voz acongojada—. Es increíblemente viejo y le rodea algún tipo de aura que anula las leyes de la causalidad en sus cercanías. Hemos probado todos los trucos que conocemos para detenerle, pero nada funciona. Es demasiado fuerte.
—Los Nictuku son vampiros de la Cuarta Generación creados por un Antediluviano, Absimiliard, para buscar y destruir a su progenie original, los Nosferatu —dijo Dire McCann—. En su locura, Absimiliard abrazó a criaturas monstruosas e inhumanas. Su fuerza es legendaria, y por lo que se dice no son fáciles de derrotar.
El suelo tembló cuando Azazel dio un paso al frente con la mirada encendida. Elevando una mano colosal, la criatura dirigió un dedo huesudo hacia Elisha. No hacía falta que nadie tradujera el ultimátum.
—El monstruo cree que Elisha es su antiguo enemigo —dijo Ezra con voz temblorosa—. Le llama el Carcelero.
—Mierda y más mierda —respondió Dire McCann con aparente asombro—. El Nictuku ha confundido a Elisha con el Rey Salomón, el mayor mago de la antigüedad... ¡CUIDADO!
Los brazos de Azazel surgieron disparados a cegadora velocidad. Elisha apenas tuvo tiempo de tragar saliva mientras los dedos monstruosos volaban hacia su cara, tratando de clavarle aquellas uñas de quince centímetros en los ojos. El aire silbó y pensó que era hombre muerto, pero antes de que pudiera parpadear se encontraba en el suelo, bajo un cuerpo vestido de negro. Sobre sus cabezas, las garras del Nictuku golpearon el vacío.
La ametralladora de McCann comenzó a disparar. El monstruo gritaba no por el dolor, sino por la furia. El suelo temblaba y los ladrillos y los paneles de madera volaban por todas partes.
—No estás seguro en esta estancia —dijo Madeleine al oído a Elisha—. El Nictuku está destrozándolo todo.
Para la Daga de los Giovanni pensamiento y acto eran uno. La vampira se movió a cegadora velocidad y arrastró al joven mago con ella. En un instante Elisha se encontró de pie sobre el umbral que conectaba el comedor con el vestíbulo frontal. Madeleine estaba a su lado con la mirada encendida.
—Vamos —ordenó—. Al monstruo le llevará algunos minutos destrozar el centro de la casa. Los demás están esperando en la biblioteca. Debemos reunimos y reagruparnos mientras McCann contiene a Azazel.
El detective se encontraba en el centro del comedor destruido.
Ya no sostenía su arma, sino que tenía los brazos extendidos a la altura de los hombros, como si estuviera empujando una barrera invisible. Con los dedos de cada mano había formado un patrón: el pulgar apuntaba hacia el interior, los dedos índice y corazón estaban juntos y el anular y el meñique formaban una segunda pareja. Se trataba de la antigua señal de Kohan. El aire que le rodeaba brillaba y restallaba como si estuviera vivo. Elisha tardó un segundo en comprender que McCann no luchaba contra un muro transparente, sino que lo estaba creando. Al otro lado, el monstruo llamado Azazel no dejaba de rugir, golpeando sin éxito la barrera mágica con sus enormes garras.
McCann estaba totalmente quieto, como una tensa estatua de carne humana. Sus ojos estaban fijos en el Nictuku y no se permitían ni un solo parpadeo. Su expresión era sombría, pero decidida. Elisha ni siquiera le veía respirar.
A su lado estaba Flavia, acuclillada, empuñando sus espadas con una fuerza brutal. Su mirada alternaba entre el monstruo y el hombre. La Assamita sabía que no debía interferir, y solo esperaba el momento en el que McCann flaqueara con una expresión expectante. A Elisha nunca le pareció haberla visto más viva que en aquel momento, mientras esperaba una batalla que no podía ganar.
—Es el sueño de todos los asesinos Assamitas —dijo Madeleine como si pudiera leer sus pensamientos. Sus dedos gélidos le tiraban constantemente del brazo—. No hay mayor honor que morir en combate contra un enemigo implacable.
Sin una palabra, Elisha dejó que Madeleine le arrastrara hasta la biblioteca. Allí, rodeados por miles de libros, los tres magos esperaban alrededor de la mesa de Rambam tratando de decidir su siguiente movimiento.
—Elisha —dijo Maimónides aliviado al ver a su alumno entrar en la estancia—. ¡Gracias a Dios! Por un momento creí que habías muerto bajo las garras del monstruo.
—Está vivo y aparentemente ileso —declaró Ezra—. Muy bien, no hay tiempo para preocuparse. Si no damos con un modo de destruir al monstruo, dentro de unos minutos no podremos ni permitirnos ese lujo.
—Sin que sirva de precedente —intervino Judith—, estoy de acuerdo con mi hermano. Debemos pensar un plan de inmediato. A pesar de sus poderes, McCann no podrá contener a Azazel mucho tiempo. Siento cómo su barrera mística empieza a resquebrajarse.
—Están entre los magos más poderosos del mundo —dijo Madeleine Giovanni—. Tres contra uno. ¿Cuál es el problema?
—El Nictuku rechaza nuestros hechizos más potentes —gruñó Ezra—. No le afecta nuestra magia. No podemos dañarlo.
—Las leyes de la causa y el efecto parecen retorcerse a su alrededor —añadió Judith—. Es invulnerable a la causalidad y a la circunstancia.
Elisha tembló. No podía imaginarse a una criatura lo suficientemente poderosa como para resistir la voluntad de Moisés Maimónides y sus camaradas.
—La mente de McCann está flaqueando —dijo Judith con una voz neutra, pero cargada de temor—. Solo nos quedan unos segundos.
—Entonces huyan —dijo Madeleine—. Usen cualquier habilidad especial de la que dispongan para escapar, y llévense a Elisha. Me quedaré y retrasaré al monstruo lo suficiente como para darles tiempo.
—Nunca —dijo el joven mago liberando todas sus emociones—. Te destruiría. No dejaré que luches sola contra esa cosa.
—Mi sire me ordenó que protegiera a Dire McCann —respondió Madeleine girando a Elisha y mirándole a los ojos. Su voz era tensa—. Cuando sepa que estás a salvo podré obedecer los dictados de mi clan.
—¡Ja! —dijo Ezra con un bufido—. Podéis dejar de haceros los nobles, porque el aura del monstruo nos impide utilizar nuestros métodos de escape. Estamos atrapados como moscas en una gigantesca tela de araña. No podemos huir, así que pelearemos o moriremos. —El mago barbudo sacudió la cabeza con una mirada de humor siniestro—. Si morimos, al menos habremos presenciado un verdadero milagro. En todos los días de mi vida nunca imaginé que vería a un vampiro expresar tanta preocupación por un simple mortal.
—No es un simple mortal —dijo Madeleine a Ezra con la más ligera de las sonrisas—. Creo que es bastante especial.
—Por supuesto —dijo Judith inquieta—, igual que Azazel. Quiere venganza. El monstruo vino aquí buscándolo y le llamó Carcelero. El Nictuku le ha confundido con el enemigo que lo apresó hace miles de años.
—¿Y? —preguntó Ezra—. Eso ya lo sabemos. ¿Adónde quieres llegar?
—Azazel creyó que Elisha era el Rey Salomón, el Carcelero de los Demonios —respondió Judith—. Salomón el Sabio nunca destruía monstruos: ¡los encerraba!
—No podemos dañar a esa criatura —exclamó Ezra—. Es demasiado fuerte para afectarla con nuestros poderes... ¡Y ahora dices que este muchacho, por su cuenta, puede atraparlo!
—El monstruo le teme —intervino Rambam—. Reconoce su perdición. El hechizo podría...
No tuvo ocasión de terminar la frase. Una oleada de odio puro y elemental barrió la biblioteca como una onda de choque. Los muros y el techo gimieron como protesta antes de derrumbarse como un castillo de naipes. Las vigas atraparon a Rambam, Ezra y Judith y los derribaron mientras la puerta a la espalda de Elisha era arrancada de sus goznes y le golpeaba en la espada, haciéndole caer de rodillas. El joven lanzó un grito agónico cuando el pesado marco de madera cayó sobre sus piernas, impidiéndole moverse. Solo Madeleine, con sus reflejos sobrenaturales, consiguió esquivar los cascotes mientras se preparaba para hacer frente al Nictuku, que entraba en la biblioteca con la furia reflejada en sus enormes ojos rojos.
No había señal alguna de Dire McCann o del Ángel Oscuro. Las dos espadas clavadas a los lados del cuello del monstruo eran el testimonio mudo de la determinación de Flavia, aunque las hojas no parecían tener efecto alguno.
Al ver a Elisha, Azazel lanzó un rugido triunfal. Una enorme mano se dirigió hacia la cabeza del joven para aplastarle el cráneo como si fuera una fruta madura. Madeleine llegó primero, aunque a duras penas.
No había tiempo para liberar a Elisha, y ninguna de sus disciplinas funcionaba contra aquella criatura. Se trataba de su fuerza contra la de un monstruo titánico con varios milenios de antigüedad. Era un enfrentamiento desigual, pero se prometió que haría todo lo posible.
De pie sobre Elisha, con una pierna a cada lado del cuerpo del joven, apresó el brazo descendente de Azazel por la muñeca. En vez de intentar detener su movimiento, la Giovanni tiró hacia delante con todas sus fuerzas, dejando que la gravedad y el propio peso del monstruo le ayudaran. Al mismo tiempo cayó al suelo y giró sobre sí misma, realizando una perfecta llave de judo. El Nictuku gritó sorprendido al verse repentinamente volando por los aires. Como un tren desbocado, el monstruo pasó sobre la cabeza de Elisha y se estrelló contra los restos de un muro a unos metros de distancia.
—Arriba —ordenó Madeleine mientras liberaba al joven del marco de madera como si no fuera más que una ramita. Le puso en pie, pero Azazel ya estaba levantándose y sus enormes dientes castañeteaban furiosos—. Si recuerdas algún hechizo de atadura es el momento de utilizarlo, porque no habrá segundas oportunidades.
Elisha gimió lastimado. La pierna le dolía tanto que no podía sostenerse sin ayuda. Está herido, dolorido y sangrando. Se sentía como si le acabara de atropellar un camión, y era incapaz de concentrarse.
—Enfoca —le dijo Madeleine nerviosa mientras Azazel se ponía en pie. Las fauces del monstruo se abrieron, y a la vampira le pareció contemplar las puertas del infierno—. Enfoca tus pensamientos.
—Salomón —susurró el mago, tratando de ordenar sus ideas. Cerró los ojos—. El Rey Salomón.
—Enfoca —repitió Madeleine desesperada. Sus dedos se clavaron en el hombro de Elisha como lanzas de hielo.
—Salomón el Sabio —volvió a susurrar el joven, recordando las palabras de Judith—. El carcelero de los monstruos.
Esa frase pasó como un ciclón por su subconsciente. Carcelero... apresar... sellar... El sello... ¡El sello de Salomón el Sabio!
Aunque aún era muy joven, Elisha poseía poderes mágicos casi más allá de toda comprensión. Para él, voluntad y realidad eran lo mismo, por lo que una vez llegó a la sorprendente conclusión su deseo se hizo realidad. Pensamiento y acción fueron simultáneos.
Abrió los ojos para ver las fauces del Nictuku a meros centímetros de su cara, pero no sintió miedo. Los dos podían haber estado separados por miles de kilómetros. Azazel no podía moverse. Conservaba su conciencia y sus ojos aún ardían con furia sobrenatural, pero estaba congelado.
Con cuidado, liberó los fríos dedos de Madeleine Giovanni de su hombro y le bajó los brazos. La mujer no se resistió. Parecía atónita, incapaz de actuar por cuenta propia. Se había preparado para la Muerte Definitiva y tenía problemas para adaptarse a aquella salvación inesperada en el último segundo.
—¿Qué has hecho? —consiguió preguntar al fin mientras la cordura regresaba a su expresión—. ¿Cómo lo detuviste?
—Muchas leyendas hablan del poder de Salomón sobre los genios y otras presencias demoníacas —respondió Elisha con una ligera sonrisa en los labios—. Fuera lo que fuera Azazel antes de que Absimiliard lo convirtiera en un Nictuku, seguía siendo vulnerable a las magias de atadura del Rey. Eso fue lo que Judith comprendió cuando el monstruo entró en la biblioteca. Aunque no se le podía dañar mediante la hechicería, sí era posible apresarlo. Me llevó un tiempo descubrir cómo podía hacerlo.
—¿Cómo? —preguntó Madeleine, que miraba por encima del hombro de Elisha en dirección a Azazel, atrapado como una mosca en el ámbar.
—Sí, Elisha, ¿cómo? —preguntó Moisés Maimónides. El maestro del joven estaba cubierto de polvo, pero por lo demás parecía ileso, igual que Ezra y Judith, que surgían trabajosamente del caos de vigas rotas y tejas. Hacía falta algo más que un edificio derrumbado para dañar a un mago—. Nosotros no pudimos detener a la criatura. ¿Qué hechizo utilizaste?
—Yo también estoy interesado en saberlo —dijo Dire McCann desde las ruinas de la puerta que conducía al vestíbulo. El detective parecía exhausto y pálido, pero básicamente ileso. Apoyado contra él estaba Flavia, también agotada—. Cuando mi barrera se derrumbó, el monstruo nos apartó sin problemas de su camino. Te quería a ti y no deseaba perder tiempo en distracciones. Sospecho que temía que hicieras lo que terminaste haciendo.
—Deja hablar al muchacho —gruñó Ezra, aparentemente enfadado—. Quiero oír su respuesta.
—Mirad el polvo —dijo Elisha, sintiéndose incómodo siendo el centro de atención—. Observad atentamente y podréis ver el patrón.
Con Azazel anulado, el poder que tuviera sobre la casa de Maimónides había desaparecido. La luz de la luna se filtraba por los enormes boquetes en las paredes y el techo, y miles de motas de polvo flotaban en el aire nocturno, formando un símbolo místico que encerraba totalmente al Nictuku: dos triángulos cruzados combinados para crear la familiar estrella de seis puntas.
—El sello de Salomón —dijo Rambam—. Qué obvio. Empleaste sabiamente el sello de la autoridad suprema sobre las criaturas del infierno para encerrar al monstruo. Nunca antes había visto a nadie que controlara el polvo de ese modo.
—Tenía que ser Elisha el que formara el sello —dijo Judith—. Azazel sintió que controlaba las mismas magias que Salomón, reconociendo a su peor enemigo.
—Como dije —intervino Madeleine Giovanni—, Elisha es especial.
—Ha sido una noche de revelaciones —dijo Ezra mirando directamente a Madeleine. Pasaron unos segundos antes de que bajara la mirada al suelo y su voz se suavizara—. Podría apostar a que en algún lugar del desierto hay una tumba vacía en la que este monstruo ha reposado durante los últimos milenios. Algún estúpido debe haberlo liberado destruyendo el sello de Salomón que lo mantenía prisionero.
—La cuestión ahora no es saber cómo llegó aquí —dijo la Giovanni—, sino qué hacer con él.
—Un problema menor —respondió Rambam alisándose la barba cubierta de polvo—. Estoy saturando la zona con sensaciones de paz y tranquilidad. Nadie en el vecindario sabrá que ha ocurrido algo extraño. Mañana, mis amigos en el gobierno harán reparar la casa. —Observó pensativo las estanterías destrozadas de la biblioteca—. Algunos de estos libros tenían cientos de años. Reemplazarlos me costará una fortuna.
—¡Ja! —dijo Ezra, ya sin el menor asomo de enfado—. Te recuerdo diciendo las mismas palabras exactas cuando huiste de Egipto hace setenta años. Dos meses más tarde tenías las estanterías llenas.
Rambam mostró una ligera sonrisa.
—Junto a mis socios, llevaré a Azazel de vuelta a lugar del que procede. Hay numerosas perforaciones abandonadas por los especuladores de petróleo en el Sinaí. Con las salvaguardias apropiadas, el Nictuku debería permanecer dormido durante otros cuantos miles de años
—Es el momento de partir —dijo Flavia cansina—. Se acerca el amanecer y necesito descansar... y beber algo de vitae mortal. —La vampira rió al ver las miradas incómodas de los magos.
—No os preocupéis. Localizaré a algún asesino múltiple o un violador. Encontrar a ese tipo de escoria es una especie de talento. Es una pena que haya perdido mis espadas, pero prefiero que se las quede Azazel antes que arriesgarme a sacárselas. Ya conseguiré unas mañana.
—Mañana por la noche volveremos a reunimos —dijo Rambam—. Aún hay mucho que discutir, asuntos de una importancia suprema... cuestiones de vida o muerte.
Elisha no pudo dejar de notar que, al decir estas últimas palabras, la mirada de Rambam se encontró con la de Madeleine Giovanni.
La mujer asintió como respuesta.