Sicilia: 1 de abril de 1994
Dos vampiros se encontraban firmes frente a Don Caravelli, Capo de Capi de la Mafia, esperando a que éste hablara. Llevaban así, inmóviles y silenciosos, los últimos treinta minutos. Con los ojos cerrados, el Jefe de Jefes aún no había dicho palabra alguna a ninguno de los dos Cainitas. A Don Caravelli le gustaba mantener a sus subordinados en suspense. Ponerlos al límite. Los prefería nerviosos, ya que en ese estado eran más fáciles de manipular.
Don Torazon era bajo y achaparrado, con hombros amplios, pelo oscuro y piel morena. Su rostro plano y vulgar ocultaba una mente maquinadora. Antes de convertirse en vampiro había sido dueño de uno de los principales bancos de Italia, y le gustaba decirle a sus socios que había sido un chupasangres mucho antes de convertirse en vampiro. Tenía un cínico sentido del humor.
A su derecha estaba Don Brusca, un inmenso Vástago de casi dos metros diez que debía pesar unos ciento cuarenta kilos. Exudaba una sensación de fuerza bruta. Tenía los pómulos muy marcados, nariz prominente y una gran frente que hacía que su rostro pareciera tallado en granito. El corte de su caro traje no ocultaba los grandes músculos de su pecho y sus brazos. Antes del Abrazo, Don Brusca había sido un asesino de alquiler, y ahora que se encontraba entre los Condenados había seguido con su vocación.
Los dos gángsteres eran Cainitas extremadamente peligrosos, tenían puntos fuertes y débiles y servían bien a Don Caravelli. Sin embargo, en la Mafia había veces en las que el servicio no bastaba.
La pared tras el Capo de Capi daba a los dos vampiros algo que contemplar mientras esperaban. Estaba cubierta por una increíble variedad de armas de filo, desde espadas, cuchillos, hachas, lanzas y picas hasta hoces y guadañas. Era una colección formidable, una de las mejores del mundo en el campo de la destrucción. Don Caravelli sabía que entre sus hombres circulaba el rumor de que había empleado muchas de aquellas armas en su violento ascenso hasta el liderazgo de la organización. Otros aseguraban que era el mejor espadachín del mundo, un luchador sin compasión ni misericordia. Todos esos rumores eran ciertos, y algunos los había difundido él mismo. Habría otros que gobernaran mediante la astucia y la política, pero él mantenía el control absoluto de los suyos gracias al terror.
—En poco más de una semana abandonaré esta ciudadela por primera vez en varios años para atender a un Cónclave de los Vástagos —declaró, decidiendo finalmente que la presión había alcanzado el punto deseado. Su voz era suave y tranquila, carente de toda emoción. Quería que los dos se relajaran, pero no demasiado—. Los más poderosos príncipes de Europa planean estar allí. Yo acudiré como líder de la Mafia y antiguo del clan Brujah. Como los dos bien sabéis, el viaje no está exento de riesgos.
Abrió los ojos y dejó vagar la mirada entre sus lugartenientes.
»Estas reuniones las dirigen los Justicar de la Camarilla y sus arcontes, y la violencia entre los clanes está estrictamente prohibida. Sin embargo, las venganzas personales no están sujetas a estas reglas. En ocasiones se emplean los Cónclaves como terreno neutral en el que solventar duelos de sangre, y como sabéis, desde hace un siglo estoy involucrado en uno de estos conflictos. —Se detuvo, dejando que sus palabras fueran adecuadamente asimiladas. Tras él, aquellos dos vampiros eran los jefes más poderosos de la Mafia. Eran inteligentes, feroces y muy, muy decididos. Si él fuera destruido, uno de los dos asumiría el control de la organización—. Durante décadas Madeleine Giovanni, del clan Giovanni, ha tratado de destruirme para vengar la muerte a mis manos de su padre. Es implacable y despiadada, y está totalmente obsesionada con esta meta. Nunca tendré paz hasta que haya sido aniquilada.
Don Caravelli sonrió. Sus dos ayudantes, que no estaban seguros de dónde quería llegar, asintieron y también sonrieron.
»He descubierto por medio de diversos canales que la Daga de los Giovanni estará presente en ese Cónclave. El destino ha permitido por fin que esa zorra llegue hasta mí, y tengo la firme intención de que encuentre la Muerte Definitiva en la reunión, preferiblemente por mi mano. —Don Caravelli rió, inundando la estancia—. Destruirla será un placer que llevo décadas esperando. Espero que su muerte sea extremadamente lenta y dolorosa. La venganza es mucho más dulce si se saborea con pausa.
No vio motivo alguno para mencionar su trato con Elaine de Calinot, del clan Tremere, que le había prometido la cabeza de Madeleine a cambio de que él matara al detective mortal, Dire McCann. El Don no era ningún idiota. Estaba seguro de que podía derrotar a la Daga de los Giovanni en combate, pero era consciente de que el menor error en una batalla así podría representar su fin. Hacía muy poco Don Lazzari, su ayudante más competente, había subestimado la habilidad de Madeleine y había pagado el precio... de forma eterna.
A Don Caravelli le parecía mucho más seguro matar a un humano, por muy poderoso que fuera como mago, que enfrentarse a su Némesis. No le resultaba extraño que Elaine de Calinot prefiriera encargarse de Madeleine a vérselas con McCann, asumiendo que se debería a un problema de magias en conflicto. Le daba igual. Se había cerrado el trato y él y la Tremere eran aliados, al menos hasta que se produjeran las muertes.
Se puso en pie.
—Es posible —declaró solemne—, aunque poco probable, que no sobreviva al encuentro. En ese caso es bien conocido que, tras la eliminación de Don Lazzari, uno de vosotros dos ascendería a la posición de Capo de Capi de nuestra hermandad. —Su voz había perdido cualquier humor. Era el momento de ofrecer el regalo definitivo—. ¿Serías tú, Don Torazon, o tú, Don Brusca?
Ninguno de los dos dijo una sola palabra, ya que no parecían seguros de lo que se esperaba de ellos. Eran hombres precavidos y astutos que se guardaban cuidadosamente sus ideas. Hablar en el momento equivocado era peligroso, y ninguno de los dos estaba dispuesto a sufrir riesgos innecesarios.
Ambos llevaban más de dos siglos perteneciendo a la Mafia, por lo que habían sido Abrazados en los tumultuosos tiempos anteriores a la Primera Guerra Mundial. Don Torazon era el más taimado, y estaba especializado en la extorsión y el chantaje. Don Brusca, que a menudo tenía dificultades para controlar la Bestia Interior, se encargaba de los asesinatos. Los dos poseían las habilidades necesarias para dirigir la organización, y en secreto manipulaban su entorno para que llegara esta oportunidad, reclutando a los miembros menos poderosos de la hermandad para su causa. Ninguno de los dos era tan estúpido como para reclamar abiertamente la posición de Capo. Don Caravelli gobernaba con puño de hierro.
—¿Y bien? —preguntó el Capo de Capi más alto—. ¿Quién sería? ¿Quién sería mi sucesor?
—Y-yo soy su hombre, Don Caravelli —dijo Don Brusca, sorprendiendo al jefe de la Mafia. Estaba convencido de que sería Don Torazon, el banquero, el que hablara en primer lugar.
—No —respondió éste inmediatamente, observando disgustado a su mayor rival—. Mi nombre es respetado en toda Europa. Yo merezco gobernar.
—Mi nombre —respondió Don Brusca volviéndose hacia su compañero— es susurrado con miedo en todo el continente. El respeto no significa nada sin el miedo.
—Tú... —dijo Don Torazon con los labios torciéndose en una sonrisa burlona— eres un animal y un loco. No puedes controlar a la Bestia. Bajo tu gobierno, la Mafia se derrumbaría como el cascarón del ganado vacío.
Don Brusca sonrió, revelando los colmillos. Sus manos se convirtieron en garras.
—Tu sangre es mía —declaró con una máscara de odio.
Don Torazon rió. Aunque era treinta centímetros más bajo, no parecía preocupado. Se volvió hacia Don Caravelli.
—¿Mi Capo?
—Dos rivales por el liderazgo de la Mafia romperían nuestra hermandad —dijo éste alejándose de su escritorio—. Antes de partir hacia el Cónclave debo tener un sucesor claro. El poder da el derecho. El que sobreviva será mi elección.
Aullando sediento de sangre, Don Brusca saltó hacia Don Torazon, pero sus manos se encontraron con el aire vacío. El otro vampiro, moviéndose a una velocidad sobrenatural hasta para los Vástagos, se encontraba en la espalda de su rival. Sus manos volaron hacia el cuello de Don Brusca y comenzaron a apretar con una fuerza monstruosa.
El más alto gritó ante el inesperado dolor. Inmediatamente cayó al suelo y giró, arrastrando a su enemigo. Don Torazon tenía la ventaja de la velocidad, pero el otro conocía todos los trucos de la lucha callejera. Rodaron por el suelo de una esquina a otra atacando y cortando, tratando de hacerse pedazos mutuamente. Las disciplinas vampíricas no significaban nada. Los dos estaban igualados tanto en poder defensivo como ofensivo. Se enfrentaban la fuerza bruta de Don Brusca contra la astucia y la velocidad de Don Torazon.
Don Caravelli observaba con el interés casual de un espectador en una carrera de caballos. El ganador se llevaría el premio definitivo, y el Capo no tenía ningún favorito.
Gruñendo como un animal salvaje, Don Brusca logró ponerse en pie. A su espalda, con las manos aún aferradas alrededor del cuello, estaba su enemigo. Las piernas del Vástago menor rodeaban la cintura de su rival, asegurando la posición. Si conseguía partirle la columna a Don Brusca la lucha habría terminado.
Éste aferró un dedo de cada una de las manos de Don Torazon, y con un fuerte tirón se deshizo de la presa. Intentó arrancar brutalmente los dedos de su enemigo, pero éste se retiro a tiempo.
Ágilmente, el vampiro menor cayó al suelo y aferró los tobillos de Don Brusca, tirando con toda su fuerza y logrando que su oponente se tambaleara. Sin pausa, Don Torazon se lanzó hacia arriba, golpeando con su cabeza los riñones de Don Brusca. Desequilibrado, el enorme vampiro se estrelló contra la chimenea de obra con un impacto demoledor. El gigante no se movía, y de su garganta surgían ruidos ininteligibles.
Don Caravelli estaba impresionado. Nunca había sospechado que Don Torazon poseyera una habilidad así para el combate. Asesinar a un mortal era fácil, pero no tanto destruir a un Vástago.
Con una expresión decidida, Don Torazon se acercó para rematar el trabajo. Don Brusca se giró con una mirada salvaje. Tenía la nariz rota, aplastada contra la cara. La mandíbula no se encontraba en un ángulo correcto y de la mejilla izquierda le surgía un trozo de hueso. Los extraños sonidos provenían de su laringe aplastada. No importaba. Lo que contaba eran los pesados ladrillos que tenía en cada mano, arrancados de la chimenea.
Trazó dos cortos arcos mortales con los brazos directamente hacia la cabeza de Don Torazon. Éste, incapaz de cambiar de dirección, trató desesperado de agacharse para evitar el ataque, pero solo lo logró en parte. El hombro izquierdo absorbió uno de los golpes, pero el otro le golpeó la sien derecha con una fuerza demoledora. Aullando de dolor, se derrumbó a los pies de Don Brusca.
Moviendo la cabeza arriba y abajo como la de una muñeca, el gigante se arrodilló (más bien se derrumbó) frente a su enemigo. Profiriendo ruidos guturales levantó los ladrillos una vez más, exponiendo un breve instante el cuello. Don Torazon no necesitaba más tiempo. Sacó a cegadora velocidad un cuchillo de filo serrado de su chaqueta y atacó con la fuerza que le quedaba.
—¡Muere, hijo de puta! —gritó mientras realizaba un movimiento cortante hacia la garganta. La hoja, forjada con el mejor acero del mundo, cortó fácilmente carne y hueso. No había salvación: Don Torazon tenía la fuerza de diez hombres. Como una fruta podrida, la cabeza de Don Brusca cayó de su cuerpo. Los ojos del gigante aún estaban torcidos en una expresión de asombro y horror cuando su cara se estrelló contra el suelo.
Con una maldición, Don Torazon apartó a un lado el cadáver de su rival. Después se puso en pie tembloroso. Había perdido la oreja derecha y gran parte de su cráneo se había convertido en pulpa, pero eso no le preocupaba ahora. El tiempo y la sangre humana restañaban esas heridas. Había sobrevivido y Don Brusca descansaba en el infierno.
—Una lucha espléndida —dijo Don Caravelli. El Capo de Capi sonreía con un enorme hacha de batalla de la pared posterior en sus manos—. Tomé la decisión correcta. Dejarte atrás en la fortaleza conspirando contra mí mientras yo estaba en el Cónclave hubiera sido un terrible error.
Las manos de Don Torazon aún estaban levantándose para protestar cuando el hacha le separó la cabeza de los hombros.
—No confíes en nadie —dijo Don Caravelli dirigiéndose a los cadáveres decapitados de sus dos consejeros más peligrosos—. Cuidaos especialmente de aquellos que podrían clavaros un cuchillo en la espalda. —Rió mientras limpiaba la hoja del arma y la devolvía a su lugar en el expositor—. Sois tan idiotas que creísteis que me preocupaba quién me sucediera como líder de esta hermandad. La Mafia no me importa nada. Mi única preocupación es asegurarme que en mi ausencia no surjan rivales potenciales.
Se dirigió hacia el cuerpo sin cabeza de Don Torazon, propinándole una brutal patada en el costado. Despreciaba la estupidez.
»Un líder fuerte permanece en el poder destruyendo a cualquier posible rival antes de que se haga demasiado ambicioso. Es una filosofía sabia que me ha servido muy bien a lo largo de los siglos.
Los dos cadáveres que se disolvían a sus pies eran el mudo testimonio de la verdad de sus palabras.