París: 5 de abril de 1994
Las alarmas saltaban por todas partes en el centro de mando de Phantomas, alterando a la horda de ratas que cubría el suelo de la cámara. El vampiro, sentado en su silla frente al monitor principal, podía sentir la ansiedad de los roedores. No le sorprendía, ya que él también estaba inquieto. Como esperaba, sus catacumbas subterráneas habían sido invadidas. Sin embargo, no estaba preparado para la enorme cantidad de enemigos. Ya no se trataba solo de una batalla entre él y Gorgo. Numerosos comodines inesperados habían entrado en la partida.
—Hay intrusos en seis pasadizos diferentes —dijo para sí mientras sus garras volaban sobre el teclado. Primero apagó las alarmas, ya que el sonido molestaba a las ratas, y los chillidos constantes de éstas le impedían concentrarse. Después, con una velocidad y una agilidad sobrehumanas, accedió a la última información recogida por sus cámaras ocultas. El panorama no era muy alentador.
»Esos invasores creen poder atraparme en mi propia guarida —gruñó molesto—. Insensatos. Puede que solo sea uno contra muchos, pero las ratas acorraladas son las más peligrosas.
Cuatro túneles que conducían a su guarida desde cuatro esquinas de la ciudad estaban llenos de escoria de la Mafia. Evidentemente, su plan era rodearle por todas partes. Phantomas se burló con desprecio. Como si no hubiera decenas de salidas de emergencia en aquel lugar. Acorralarle no era precisamente sencillo.
Cada grupo constaba de dos Brujah y de tres vampiros Gangrel. Los primeros eran los líderes y los guerreros. Los segundos, con sus disciplinas lobunas, actuaban como exploradores. Unos seis ghouls acompañaban a cada expedición. Eran ladrones y asesinos armados con lanzallamas y potentes ametralladoras. Los cuatro grupos estaban interconectados por walkie-talkies y teléfonos móviles.
Phantomas nunca había tratado directamente con la Mafia. Era un morador de las sombras que siempre se había creído invisible para el imperio del crimen. Aquel ataque cuádruple dejaba claro que se equivocaba. Sospechaba que la Muerte Roja tenía algo que ver con aquel inesperado revés de la fortuna.
Los grupos ya llevaban casi una hora en las catacumbas. Al principio habían avanzado muy rápido, confiados en que Phantomas no podría hacer nada para detenerles. Sin embargo, en cuanto Gorgo dejó clara su presencia se pararon. La mayoría de los Gangrel y los Brujah de las últimas generaciones ni siquiera sabían de la existencia de los Nictuku, pero los terroríficos aullidos del monstruo bastaban para amedrentar hasta al vampiro más valiente. Los matones habían llegado para buscar a un Nosferatu supuestamente asustado de su propia sombra. No esperaban encontrarse con La Que Aúlla en la Oscuridad.
A pesar de los dispositivos electrónicos de vigilancia extremadamente sofisticados, Phantomas era incapaz de determinar la situación actual de Gorgo en las catacumbas. El aullido de la Nictuku había destrozado las lentes de la mitad de sus cámaras ocultas por todo el complejo. De vez en cuando el mecanismo de enfoque de su monitor principal se volvía loco y no era capaz de ver más que un borrón en los túneles. El monstruo se encontraba en el ala oeste del laberinto, en el anillo exterior de las catacumbas. Estimó que tardaría una hora o dos en escapar del laberinto. Sacudió la cabeza. El único modo seguro de descubrir lo que Gorgo estaba haciendo era salir a buscarla, y no tenía la menor intención de correr ese riesgo.
Dos mortales habían entrado en las catacumbas empleando los pasadizos que las conectaban con el Teatro de la Ópera. Serían aventureros o estúpidos, decidió, atraídos por las historias que corrían sobre el tesoro del fantasma. Los humanos eran imbéciles que creían las cosas más absurdas mientras tuvieran relación con el dinero. Por un momento pensó en inundar el lugar con gas venenoso. Odiaba a los cazadores de fortuna. Después se detuvo, pensando que si la pareja había llegado para buscar un tesoro oculto era por culpa de los rumores que él mismo había extendido. No era justo penalizarlos por su propio sentido melodramático.
—Han entrado por el túnel en el extremo del lago bajo el Teatro —murmuró Phantomas pensativo—. Me pregunto cómo habrán evitado a mis criaturas. —Tres pulsaciones de teclas le mostraron la respuesta—. Muertas —dijo el Nosferatu a las ratas a sus pies. No daba crédito a lo que veía—. Están todas muertas.
Mutadas por su sangre hasta alcanzar cuatro veces su tamaño y su ferocidad, las rémoras habían servido como eficaces guardianes de las catacumbas durante décadas. Ni Vástagos ni mortales podían combatir a aquellos monstruos de colmillos afilados. Le costaba aceptar que hubieran sido exterminados por esos dos mortales de aspecto inocente.
—Es evidente que he cometido un terrible error de juicio —dijo suavemente—. Esos dos no son ni inocentes ni ordinarios.
Sus manos volvieron a volar sobre el teclado. Las cámaras de ese túnel en particular funcionaban bien. La pareja estaba lo bastante lejos de Gorgo como para no haber sido dañada por el grito. Ajustando el foco y la iluminación infrarroja, Phantomas se acercó al rostro de la mujer. Le parecía vagamente familiar.
Ejecutó una subrutina que revisó miles de informes periodísticos. Su ordenador tardó dos minutos en identificar a la intrusa e imprimir su nombre bajo la imagen. Era Alicia Varney, una de las mujeres más ricas del mundo. Su nombre aparecía en letras rojas en la pantalla, lo que indicaba que se la mencionaba en su enciclopedia. Un golpe de tecla recuperó la referencia. Según su monumental obra, Alicia Varney servía como ghoul de Justine Bern.
El Nosferatu sacudió la cabeza, rechazando aquella idea inmediatamente. Llevaba muchos siglos estudiando rostros, y los rasgos de aquella mujer mostraban una increíble fuerza de carácter. Nunca obedecería las órdenes de otro. Podía ser un ghoul, sí, pero nadie era su maestro.
Los dedos volvieron a recorrer el teclado y la cámara enfocó al compañero de Varney. La máquina se centró en él y trató de mejorar la imagen, pero no lo consiguió. Cambió de cámara y sucedió lo mismo. A pesar de todos sus intentos en los minutos siguientes, todas las cámaras del túnel se negaban a lograr una imagen clara.
Phantomas gruñó frustrado. Primero aparecía Gorgo, luego los agentes de la Mafia y por último aquellos dos humanos, uno de los cuales desafiaba a la tecnología moderna. Aquélla era una noche llena de frustraciones. Como siempre, estaba convencido de que los tres acontecimientos estaban relacionados de algún modo. No conocía el motivo, y presentía que rápidamente se le terminaba el tiempo para establecer la relación.
Otra orden en el ordenador le permitió filtrar el sonido de los micrófonos ocultos en los muros del corredor a través de los altavoces. Hacer coincidir voces con archivos de sonido era mucho más difícil que rastrear imágenes, pero aquel sistema conseguía cosas asombrosas. Mientras el ordenador trabajaba, se concentró en la conversación.
—¿Has sentido algo extraño en los túneles? —preguntó la mujer a la que había identificado como Alicia Varney—. Parezco detectar muchísimo movimiento para tratarse de un laberinto subterráneo secreto.
—Es cierto —dijo el hombre sin rostro—. Aquí abajo no estamos solo Gorgo, tú y yo. Hay muchos más Vástagos dando vueltas.
—Son matones de la Mafia —dijo Alicia Varney—. Si Don Caravelli sabe sobre nosotros dos, McCann, probablemente también sepa de Phantomas. He combatido desde hace años al Capo de Capi. Es un hombre muy cuidadoso.
—Tiene sentido —dijo el hombre llamado McCann—. Al menos tenemos algo a favor. Puede que los dos juntos no logremos derrotar a Gorgo. Tiene fama de ser la más poderosa de todos los Nictuku. No estoy seguro de que nada pueda sobrevivir a un encuentro contra sus aullidos. Sin embargo, tenemos muchas más posibilidades que esos grupos de asalto.
Alicia Varney rió.
—Y que lo digas. No hay duda de que va detrás del Nosferatu. Sin embargo, su misión no le impedirá detenerse a tomarse algunos aperitivos por el camino.
La mandíbula de Phantomas se abrió asombrada. Trataba de hablar, pero era incapaz de emitir sonido alguno. Pasaron varios segundos antes de que notara siquiera que un nombre en letras rojas parpadeaba en la pantalla de su ordenador, bajo la imagen borrosa del hombre que acompañaba a Alicia Varney. Era Dire McCann. La referencia de su enciclopedia le identificaba como un mago renegado y detective que trabajaba para Alexander Vargoss, Príncipe de San Luis. Recordaba que Vargoss y los suyos habían sido el primer objetivo de la Muerte Roja.
Aquella idea le hizo solicitar una revisión rápida de Justine Bern. La arzobispo de Nueva York también había estado entre los primeros Cainitas en combatir al monstruo. Una revisión de los dos ataques confirmó las sospechas de Phantomas. Tanto McCann como Varney habían estado presentes en aquellas apariciones de la Muerte Roja.
Una revisión más en profundidad de los informes recibidos desde Washington hizo aún más tupida la red. El detective y la ghoul habían estado en la ciudad durante el asedio del Sabbat, así como la Muerte Roja. No era posible encontrar relación alguna que los uniera, pero a Phantomas le preocupaba menos lo posible que lo probable.
Ahora los dos estaban en las catacumbas, buscando su guarida. Parecían saber sobre Gorgo y los grupos de la Mafia, y solo unos pocos humanos conocían la existencia de los Vástagos. Eran menos aún los que sabían algo sobre la raza Cainita, y era imposible que tuvieran información sobre los Nictuku. Sin embargo, así era. En aquellos mortales había algo claramente inhumano. No tardó mucho en descubrir la verdad.
—Máscaras —susurró—. Son Máscaras.
Corrían historias, nunca confirmadas pero tampoco negadas, que indicaban que determinados vampiros de la Cuarta Generación eran maestros de la disciplina conocida como Dominación. Sus mentes eran tan inconcebiblemente poderosas que, aun en letargo, podían alejarse del cuerpo y tomar el control de un mortal ordinario. En esencia, poseían el cuerpo de su anfitrión. Volvían a vivir, experimentando codiciosos todos los placeres de la vida mortal, desde la caricia del sol hasta la emoción del sexo. Para asegurar la protección de sus nuevos cuerpos, los Matusalenes les otorgaban una cierta cantidad de su poder. La leyenda denominaba Máscaras a aquellos vampiros.
Mientras creaba su enciclopedia, Phantomas se había encontrado con numerosas referencias a tales seres. Nunca había encontrado pruebas reales de que existieran, pero ahora estaba convencido de que dos de ellos se encontraban en sus catacumbas.
Había estado buscando desesperadamente alguna pista sobre el paradero de Lameth y Anis. Según su obra, eran los dos únicos vampiros que le podían ayudar a derrotar a la Muerte Roja, pero había sido incapaz de encontrar rastro alguno de los dos Matusalenes. Quizá hubieran estado claramente a la vista durante toda su investigación, solo que no en la forma que él esperaba.
Gorgo volvió a gritar, haciendo que su atención regresara al presente. El monitor tembló, pero no estalló. El aullido parecía más alto. La Nictuku se estaba acercando. Una rápida comprobación indicó que menos del diez por ciento de sus cámaras ocultas seguía en funcionamiento. Los cuatro grupos de la Mafia discutían nerviosos si debían seguir o retirarse. Temían a los monstruos que pudieran habitar en los túneles, pero también les aterraba la idea de enfrentarse a Don Caravelli. En aquel momento estaban quietos, tratando de reunir el coraje necesario para continuar.
Alicia Varney y Dire McCann se apresuraban por los pasadizos, acercándose cada vez más a su sanctum. El Nosferatu estaba seguro de que le buscaban por el mismo motivo por el que él quería dar con ellos: para destruir a la Muerte Roja.
Por desgracia, nunca había pensado en la necesidad de comunicarse con alguien en las catacumbas, por lo que no había altavoces en las paredes de los túneles. Podía seguir el avance de los mortales, pero no hablar con ellos directamente. No había modo alguno de pedirles que se apresuraran. Se trataba de una carrera a tres bandas hasta su guarida, y si no ganaban ellos aquello se convertiría en un infierno... literalmente.