Linz: 11 de abril de 1994
Tres minutos después de que Karl Schrekt diera la bienvenida a los antiguos de la Camarilla al Cónclave, Madeleine Giovanni se puso en pie y exigió su derecho a hablar. Su acción cogió a casi todos los presentes por sorpresa.
El gran salón del castillo tenía la forma de una gigantesca herradura. Cuatro hileras de sillas formaban una enorme U, con el podio del Justicar en el centro de las dos ramas. Los oradores se dirigían a los congregados desde el viejo suelo de piedra y tierra en medio del anfiteatro. Hacía siglos, brujas y hechiceros habían sido quemados en la hoguera en ese mismo lugar.
El Justicar era un vampiro de pocas palabras. Era fuerte y pequeño, de hombros anchos y rostro sombrío y severo. Hablaba de forma pausada y comedida, y había agradecido a los príncipes de las principales ciudades europeas su asistencia a la conferencia, pretendiendo que habían acudido por preocupación hacia la seguridad de la Camarilla, y no hacia la suya propia. Les confirmó la importancia de la reunión y declaró la tregua entre todos los clanes. Fue después cuando cometió su error.
—Estamos aquí reunidos para discutir los ataques del renegado conocido como la Muerte Roja —declaró el Justicar, barriendo con la mirada el semicírculo que albergaba a todos los reunidos—. Sin embargo, antes de comenzar nuestras investigaciones, debo seguir la tradición y hacer una pregunta. ¿Algún miembro de esta Asamblea ha venido buscando justicia?
Fue ese el momento en el que Madeleine se puso en pie. Estaba sentada en el lado izquierdo de la cámara.
—Exijo justicia —dijo con una voz gélida que llenó toda la estancia—. La sangre llama a la sangre. Reclamo el derecho de venganza contra el asesino de mi padre. Reto a duelo a Don Caravelli, del clan Brujah. Hasta la Muerte Definitiva.
—Esa puta no puede hablar —respondió el aludido desde el anfiteatro. El Capo de la Mafia estaba en pie, con los ojos encendidos por la furia—. Es una Giovanni, y por tanto no pertenece a la Camarilla.
Madeleine sonrió mientras miraba a su enemigo. Podía sentir su miedo... y su confusión. Por algún motivo desconocido, no esperaba que estuviera presente en la reunión.
—La Camarilla asegura que todos los vampiros, independientemente de su clan, son miembros de la secta —respondió mirando a Karl Schrekt—. ¿No es correcto?
—Lo es —respondió el Justicar, sin mostrar sorpresa ante la pregunta de Madeleine—. Sin embargo, para dirigirte al Cónclave y realizar tal petición necesitas el apoyo de dos miembros de la Asamblea. ¿Dispones de ese apoyo?
—Yo respondo por ella —dijo Flavia inmediatamente, poniéndose en pie al lado de Madeleine—. Déjales pelear.
Nadie más habló. Madeleine había contado con que Dire McCann fuera su segundo valedor, pero no estaba allí. Ningún otro vampiro se atrevía a despertar la furia del jefe de la Mafia. Su propuesta parecía condenada.
—Reconozco el pesar de la chiquilla —dijo una voz de mujer al otro lado del enorme salón. De pie, junto a Don Caravelli, había una mujer rubia con las túnicas de un mago Tremere. En una mano sostenía un largo bastón—. Déjales pelear.
Karl Schrekt enarcó las cejas. Para el impasible Justicar, aquél era un gesto de extrema sorpresa.
—Elaine de Calinot, del clan Tremere, ha secundado la demanda. El duelo tendrá lugar. Don Caravelli, avanza y enfréntate a tu acusadora.
Con el rostro contraído por la furia, el Capo de la Mafia giró para enfrentarse a su compañera. Los rasgos de Elaine eran serenos. Antes de que Don Caravelli pudiera decir una sola palabra, la mujer le susurró unas frases rápidas. Instantáneamente, la rabia pareció fundirse en su cuerpo. Asintió y una gran sonrisa se extendió por su cara. Se volvió y contempló a Madeleine. Elaine seguía susurrando, y la sonrisa se hacía cada vez más amplia.
—Esa puta no me asusta —dijo, acercándose al centro de la herradura—. No temo a nadie.
Madeleine sonrió. Al fin se enfrentaba a su enemigo. Sus palabras no significaban nada para ella.
—Como es costumbre, el duelo será hasta la Muerte Definitiva, y no se dará ni se aceptará cuartel —dijo Karl Schrekt observando a la concurrencia con rostro severo—. Cualquiera que ose interferir en la lucha pagará el precio definitivo.
—La tradición del Cónclave permite a los duelistas emplear cualquier arma en su posesión —dijo rápidamente Don Caravelli, antes de que el Justicar pudiera señalar el comienzo de la pelea.
—Es la ley —admitió éste.
—Bien —Alrededor de los hombros vestía una capa negra que, con un rápido movimiento de las manos, cayó al suelo. Lentamente, Don Caravelli se llevó la mano a la espalda y extrajo un hacha de batalla de acero de doble filo—. Vine preparado para cualquier problema.
Sostenía la enorme arma con ambas manos. Los dedos de la mano derecha aferraban la parte superior del mango, mientras que la izquierda se encargaba de la zona baja. De aquel modo tenía un control perfecto del arma, permitiéndole imprimir una considerable potencia a cada golpe.
—Maté a tu padre, zorra, y te mataré a ti —declaró el Capo—. Arrancarte esa bonita cabeza de los hombros será un verdadero placer.
Madeleine se alisó el vestido negro. El material ajustado dejaba bastante claro que allí no había lugar para armas ocultas.
—Para alguien como tú —respondió—, me bastará con las manos desnudas. —Miró a Karl Schrekt—. Que comience el duelo.
—Que así sea —asintió el Justicar—. A muerte.
Don Caravelli atacó instantáneamente, trazando con la enorme hacha una curva descendente que trataba de acabar la pelea con un solo golpe; no llegó a conectar. Madeleine, moviéndose con cegadora velocidad, se apartó a la derecha y esquivó el golpe con facilidad. La hoja de acero se hundió en la piedra y la tierra, haciendo saltar las chispas.
Madeleine extendió la mano y chasqueó los dedos contra la muñeca derecha de Don Caravelli. Era una maniobra capaz de partir todos los huesos e inmovilizar la mano. El Capo gruñó ante el inesperado dolor, pero no soltó su presa sobre el hacha. Gruñendo, liberó el arma del suelo y se volvió para encararse a su enemiga. Era mucho más fuerte y resistente que su protegé, Don Lazzari, al que Madeleine había matado hacía pocas semanas.
La Giovanni saltó en el aire y lanzó una patada dirigida contra la cabeza de su rival, que sabiamente se apartó sin intentar desviar el golpe. Aunque era mucho más alto y pesado que ella, Don Caravelli sabía con certeza que su enemiga era más que capaz de terminar la pelea con un solo golpe.
Cambiando el peso de su cuerpo de un talón a otro, el Capo trazó con el hacha una curva baja que no apuntaba al torso de
Madeleine, sino a sus brazos ligeramente extendidos. La hoja de acero reflejaba las luces del anfiteatro, y el arma se movió a tal velocidad que el aire cantó a su paso. La maniobra hubiera amputado ambas manos a un vampiro ordinario, pero nada en Madeleine Giovanni era ordinario.
Doblando las rodillas, la vampira se echó hacia atrás con las manos trazando un arco sobre su cabeza. Con increíble suavidad, tocó el suelo tras su cabeza con los dedos y formó un puente con su cuerpo. Mientras el hacha golpeaba el espacio ocupado hacía un instante por las manos, lanzó una pierna hacia arriba. La curva del tobillo golpeó el centro de la empuñadura, arrojándola hacia arriba. Don Caravelli, propulsado por su propia inercia, salió volando por los aires y aterrizó con un fuerte crujido a varios metros de su rival. Madeleine cayó sobre el suelo, giró sobre su estómago y adoptó una posición sentada. Abrió los ojos sorprendida. El Capo de la Mafia también se estaba poniendo en pie. La caída, que debería haberle partido la mitad de los huesos del cuerpo, no había hecho más que aturdirle ligeramente. Sacudiendo la cabeza como si quisiera recuperar el equilibrio, Don Caravelli alzó el hacha a la altura de los hombros con una leve sonrisa en sus labios crueles.
—Eres increíblemente rápida, puta —dijo—, pero yo soy más fuerte. Al final, la fuerza siempre derrota a la velocidad.
Madeleine no dijo nada. No tenía palabras que malgastar con el Capo. Entrecerró los ojos. Más allá de Don Caravelli, en los asientos que rodeaban el campo de combate, un hombre alto y vagamente familiar estaba arrodillado al lado de Flavia, susurrándole algo al oído. La expresión del Ángel Oscuro indicaba que no le gustaba lo que estaba oyendo.
—Darrow —musitó Madeleine mientras el Capo daba un lento paso hacia delante, luego otro. En sus ojos brillaba un humor feroz. No tenía prisa; recordaba a un depredador hostigando a su presa.
El hombre que hablaba con Flavia era Darrow, ayudante de Alexander Vargoss. Fuera lo que fuese, parecía que el Ángel Oscuro había cedido por fin a sus demandas. Doblando los brazos sobre el pecho, Flavia asintió con la cabeza. Darrow se sentó en la silla a su lado con una mirada satisfecha. Después terminó el tiempo de las distracciones.
Don Caravelli fintó con el hacha a la derecha de Madeleine, que se agachó ligeramente, inclinándose hacia atrás y girando los hombros en un ángulo de cuarenta y cinco grados. Proyectando la mano izquierda hacia delante, el Capo lanzó la empuñadura del hacha en un rápido y violento golpe apuntado hacia el rostro desprotegido de su rival.
Madeleine, ya desequilibrada, no tenía modo de evitar por completo el golpe. La empuñadura forrada en acero golpeó su mentón con un crujido que pudo oírse en toda la estancia. Trastabilló con un grito de dolor, tratando desesperada de conservar el equilibrio.
Ansioso por aprovechar su ventaja, Don Caravelli bajó ambas manos a la base del hacha y lanzó un golpe contra la piernas de la vampira. Un corte incapacitante en cualquiera de las dos extremidades le pondría a merced del Capo, y Karl Schrekt había dejado claro que en aquella pelea no había más que un fin.
Los reflejos nacidos de miles de horas tomaron el control y Madeleine se desvaneció. El hacha atravesó el aire vacío. Don Caravelli maldijo. Gruñendo con rabia, golpeó con su arma las pesadas losas que componían el suelo.
—La muy zorra emplea Fusión con la Tierra para esconderse —declaró furioso con la mirada fija en el punto donde Madeleine había desaparecido—. No podrá escapar tan fácilmente.
Para casi todos los vampiros, la disciplina que permitía hundirse en la tierra en busca de protección permitía exactamente eso; fusionar la forma física con el suelo, pero no moverse del sitio. Solo unos pocos poseían la habilidad para moverse estando fundidos. Era la principal capacidad de Madeleine, la que le convertía en una de las asesinas más peligrosas del mundo.
Sin un solo sonido, una sombra oscura se alzó del suelo a la espalda de Don Caravelli. Tan rápidamente como se había hundido en el suelo, Madeleine reapareció. La atención del Capo no abandonaba el punto donde su rival había estado momentos antes, y no comprendió que estaba tras él hasta que fue demasiado tarde.
Con una elegancia inhumana, Madeleine saltó y plantó los pies en la espalda del Capo de la Mafia. Al mismo tiempo, sus manos se enroscaron alrededor del cuello del rival y los dedos se encontraron bajo la barbilla. Con su traje negro y corto, la Daga de los Giovanni recordaba a una gigantesca viuda negra enganchada a la columna de su víctima.
Atónito, Don Caravelli soltó el hacha y golpeó los dedos que se cerraban alrededor de su tráquea. Sus huesos eran más fuertes que el acero, pero no le sirvió de mucho. Hasta los barrotes de hierro se partían si se ejercía presión en el lugar adecuado, y Madeleine era una experta encontrando dichos puntos.
La vampira tiró de los brazos con fuerza hacia ella y contrarrestó su movimiento con la fuerza de las piernas contra la espalda. Don Caravelli lanzó un gorgoteo sorprendido cuando su columna vertebral se rompió y los dos se desplomaron sobre el suelo.
Gimiendo, el Capo extendió los brazos para aferrar el hacha. Sorprendentemente incluso con la espalda rota era capaz de moverse. Madeleine, apenas afectada por la caída, fue más rápida. Saltó sobre el cuerpo de Don Caravelli, cogió el arma con ambas manos y giró suavemente con una voltereta frontal. Siguiendo su movimiento perfecto, se puso en pie con el hacha en su poder.
—Puta —gruñó Don Caravelli con los ojos rojos observándola desde el suelo—. Me derrotaste con un truco. Sabía que aceptar tu reto era un error. Eres mi pesadilla. La otra zorra, Elaine, me prometió que no podría perder. Nunca debería haber confiado en ella.
Madeleine recorrió a la concurrencia con la mirada. No había señal alguna de la misteriosa hechicera del Consejo Tremere, ni de Alexander Vargoss, el jefe de Darrow. Era evidente que ambos habían abandonado la sala durante el combate. Estaba segura de saber dónde se habían dirigido.
—Elaine mintió —dijo—. Te usó como un peón y luego te dejó a tu destrucción.
—La mataré —gruñó Don Caravelli, tratando de moverse en el suelo—. ¡Os mataré a las dos!
—Tus días de muertes han terminado —corrigió Madeleine.
La hoja de acero cortó sin esfuerzo el músculo y el hueso del cuello expuesto de Don Caravelli. Golpeó con tal fuerza que la empuñadura del hacha tembló al introducirse varios centímetros en el suelo. La cabeza del Capo, con los ojos muy abiertos, descansó un instante sobre el pavimento antes de convertirse en polvo. Su cuerpo resistió decapitado unos segundos más antes de desintegrarse.
—La justicia está servida —anunció Karl Schrekt, con la misma voz fría y distante de costumbre—. Habrá un breve receso antes de reiniciar la reunión. Espero que no haya más interrupciones.
Cansada, Madeleine se acercó al lugar en el que esperaba Flavia. Al lado del Ángel Oscuro se encontraba Darrow. La Assamita tenía una de sus mortales espadas cortas en cada mano.
—Bien —dijo Flavia al ver a Madeleine—. Tras décadas de espera, ¿fue la venganza tan dulce como esperabas?
La Giovanni se encogió de hombros.
—El honor de mi clan ha sido reparado. Personalmente no siento nada. No luchó tan bien como había esperado. Sus sentidos parecían embotados, sospecho, por la traición.
—Este tipo —dijo señalando con la cabeza a Darrow— me trajo un mensaje del Príncipe Vargoss relativo al duelo. Según su orden, debo matar al vencedor. —El Ángel Oscuro frunció el ceño—. Según el código Assamita, no puedo desobedecer una orden directa de aquél que tiene mi contrato. En tu actual estado sería muy sencillo destruirte.
Madeleine asintió. Había visto pelear a Flavia, y no estaba segura de poder derrotarla ni siquiera en su mejor momento.
—No puedo pedirte que renuncies a tu honor —respondió.
—No habrá necesidad de ello —dijo Flavia girándose y clavando una espada en el estómago de Jack Darrow. El enorme vampiro lanzó un suspiro de asombro y se dobló por el dolor. Mientras la cabeza descendía, la segunda espada la separó limpiamente de los hombros.
—Alexander Vargoss era muchas cosas —dijo la Assamita, sacando su arma del cuerpo en descomposición—, pero ante todo era un caballero que luchaba sus propias peleas. Quien haya dado esa orden no es el príncipe. Que Darrow obedeciera al impostor sin titubeos le señala como otro traidor.
—Más nos vale que encontremos a Dire McCann —dijo Madeleine—. Sospecho que mi duelo con Don Caravelli no ha servido más que como distracción. La verdadera batalla, la que involucra a la Muerte Roja, está teniendo lugar arriba, en este mismo instante.