Viena: 11 de abril de 1994
—¡Ha desaparecido! —gritó Madeleine mientras los cinco entraban corriendo en las salas vacías de la Capilla de Viena. Señaló la puerta delicadamente tallada al final del pasillo—. Hace un minuto, Etrius y St. Germain estaban en esa sala. Ahora solo queda el Tremere. ¡La Muerte Roja ha desaparecido!
—¡Al infierno! —gruñó Flavia mientras derribaba con el hombro la enorme puerta, que estalló en mil fragmentos. El Ángel Oscuro entró en la estancia seguida por Dire McCann, Karl Schrekt, Elisha y Madeleine—. No escapará de mí una segunda vez. No lo conseguirá.
Etrius, tirado en el suelo, les miraba con ojos apagados y confusos. No había señal alguna de su compañero, el vampiro que se hacía llamar Peter Spizzo.
—Ahí —dijo Madeleine señalando el agujero oscuro en el lado opuesto de la habitación—. Es un túnel descendente. Puedo sentir cientos de hechizos protegiéndolo de cualquier tipo de magia. Mi poder rastreador es incapaz de detectar a nadie pasados esos muros.
—Ahí ha ido St. Germain —dijo McCann inclinándose cerca del miembro del Consejo—. El pasadizo conduce directamente hacia la tumba de Tremere.
Karl Schrekt señaló la puerta abierta del túnel.
—La llave de ese portal cuelga del cuello de Etrius, y es la única que existe. Solo él puede abrirla. Ése es el motivo de que St. Germain lo haya traído con él. La Muerte Roja no podía entrar por su cuenta en la cripta.
Había sido el Justicar el que les había llevado personalmente hasta Viena, ya que se sentía culpable por la huida de St. Germain, y ansiaba venganza. Su presencia les había permitido entrar inmediatamente en la Capilla Tremere.
—Puedo oírle allí abajo —dijo Flavia—. Puede que aún no sea demasiado tarde.
Sin más palabras, el Ángel Oscuro, con las espadas gemelas desenvainadas, se arrojó a la oscuridad. Estaba decidida a hacer pagar a la Muerte Roja la destrucción de su hermana, fuera cual fuese el precio.
—Quédate aquí —dijo Madeleine mirando a Elisha—. Ahí abajo no estarás seguro, y los contra-hechizos anularán tus poderes mágicos. Flavia necesita mi ayuda. Hay que detener a St. Germain antes de que invoque a los Sheddim para destruir a Tremere. Regresaré en cuanto pueda.
Con esto, también ella desapareció por el túnel.
El detective sacudía a Etrius violentamente por los hombros.
—Despierta —ordenó con una voz de increíble autoridad.
Los ojos del mago se aclararon, y con un rugido de rabia se liberó de la presa de McCann.
—St. Germain —murmuró furioso—. Me trajo aquí. Me insultó. Se rió de mí. Me dijo que iba a ser su esclavo por toda la eternidad. Después me obligó a abrir la puerta de la cripta. Un hechizo maestro garantizaba que nunca pudiera hacerlo estando bajo el dominio de otro, pero yo le obedecí sin protestar.
—Esas garantías son casi inútiles al enfrentarse a la voluntad de un Matusalén —dijo McCann—. ¿Qué planea hacer? ¿Es posible detenerlo?
Etrius se puso en pie tembloroso y se dirigió torpe hacia el túnel.
—Tremere descansa en su cripta, en las cuevas bajo nuestros pies. St. Germain espera beber la sangre del Antediluviano. Si lo logra, sus poderes se multiplicarán por cien. Será totalmente invencible.
—St. Germain necesita tiempo —dijo el detective—. Flavia y Madeleine no se lo permitirán. Le obligarán a luchar.
—La Muerte Roja —dijo Elisha, llegando a la conclusión evidente—. ¡St. Germain se convertirá en la Muerte Roja y las destruirá empleando Cuerpo de Fuego!
—Y si los poderes de la Muerte Roja se multiplican, lo mismo sucederá con los de los Sheddim —declaró McCann—. Podrán entrar en nuestro mundo, lo desee St. Germain o no. No podemos permitir que eso suceda. Vamos.
Los cuatro corrieron por las escaleras que conducían a la cripta de Tremere. Elisha fue contando los escalones: doscientos treinta y siete. Aquel número tenía un significado místico, pero no recordaba cuál era. Lo único que le importaba era que si llegaban demasiado tarde, Madeleine no sería más que un montón de cenizas y que los Sheddim serían liberados sobre un mundo desprevenido.
El túnel terminaba en una pequeña caverna de siete metros de longitud por cinco de anchura. Dos antorchas iluminaban la cámara, arrojando extrañas sombras sobre las paredes. El techo se elevaba diez metros y se perdía en la oscuridad. En el centro de la cripta descansaba un enorme sarcófago de piedra. La tapa había sido abierta, revelando al dormido Tremere en su interior. Más allá, otro pasadizo se perdía en profundidades ignotas. Ahí estaba acuclillada Flavia, empuñando sus espadas gemelas. Sus ojos tenían un tono rojizo y desesperado. Madeleine Giovanni estaba a su lado, y a pocos metros se encontraba la monstruosa forma de la Muerte Roja, brillando con su fuego infernal y con los brazos mortales extendidos en un ígneo abrazo.
—¡Cuidado! —gritó Elisha desesperado cuando los dedos de Muerte Roja se cerraron sobre el hombro de Madeleine. No llegaron a aferrar nada. La mano monstruosa se detuvo a meros centímetros de la carne, como si hubiera encontrado una barrera invisible. Aullando, la criatura se volvió hacia sus nuevos enemigos en la entrada de la cripta.
—¡Demasiado tarde, McCann! —bramó—. ¡Podrás proteger a tus amigos y a ti mismo de mi fuego, pero no impedirás que beba la sangre de Tremere! ¡He vencido!.
Con el cuerpo encendido en una llama blanca, la Muerte Roja se acercó a la tumba, observó el cuerpo inerte del Antediluviano y rió de forma salvaje.
—Aún hay una pequeña oportunidad —susurró McCann con la cara torcida por el esfuerzo de mantener la barrera de fuerza que les protegía del fuego infernal—. St. Germain, con Cuerpo de Fuego activado, no puede tocar a Tremere sin convertirlo en cenizas. Debe esperar hasta el mismo instante en el que el poder se apague. Habrá unos segundos de vulnerabilidad antes de que pueda beber la vitae. Como tengo que mantener mi escudo hasta entonces, no podré reaccionar a tiempo. —Miró a Karl Schrekt y a Etrius—. Golpead en ese momento si queréis conservar vuestra libertad.
El Justicar asintió con el rostro serio.
—Haré lo que esté en mi mano —juró.
Etrius también asintió, pero guardó silencio.
No quedaba tiempo. St. Germain se inclinaba hacia delante, con la mirada fija en Tremere. El fuego impío que rodeaba el cuerpo de la Muerte Roja parpadeó y comenzó a perder intensidad. Schrekt estaba acuclillado, listo para atacar. Etrius había alzado los brazos y comenzaba a invocar un poderoso hechizo de atadura. Elisha se mordía el labio inferior. Al otro lado de la cámara, Flavia reptaba lentamente hacia el sarcófago, con las espadas brillando a la luz de las antorchas.
Con los colmillos desnudos, la cabeza de St. Germain salió disparada hacia abajo. Entonces, con un aullido de terror, se retiró asustado mientras Tremere se incorporaba lentamente en su ataúd hasta quedar sentado.
Nadie se movió. El Antediluviano, con expresión serena, se giró y miró directamente a la Muerte Roja. Suavemente, con un tono que solo St. Germain pudo oír, Tremere habló.
—¡No! —gritó la Muerte Roja con el rostro convertido en una máscara horrorizada—. ¡NO!
Con la mirada estupefacta, el monstruo se alejó del ataúd trastabillando. En ese momento, Flavia se deshizo del terror sobrenatural que la mantenía paralizada y saltó hacia delante con las espadas gemelas brillando en la oscuridad. La Muerte Roja y la Assamita chocaron.
Los brazos de St. Germain se cerraron alrededor de la asesina con un abrazo inesperado y mortal. Los últimos rescoldos del fuego infernal se encendieron como tizones y Flavia estalló en llamas. Sin embargo, mientras ardía, el Ángel Oscuro trazó un arco con las espadas. El cuerpo de St. Germain volvía a ser sólido y la puntería de las hojas fue perfecta. Las dos espadas de acero templado cortaron en dos el cuello de la Muerte Roja. Con expresión desesperada, la cabeza de St. Germain cayó al suelo rodando.
Se quedaron allí un instante, la Assamita en llamas y el Matusalén decapitado, hasta que los dos se convirtieron en un montón de cenizas en el suelo de la caverna.
El aire de la cámara tembló. Directamente encima del punto en el que St. Germain había muerto apareció brillando una siniestra bola de fuego fantasmal. Aunque no poseía rasgos ni forma definida, no había duda de que aquella criatura estaba viva. Era un horror ajeno al espacio y al tiempo, un monstruo totalmente alienígena. Un odio puro hacia toda vida surgía de ella en oleadas de energía mental.
Durante un latido, el Sheddim ardió sobre la tumba de Tremere, siseando impotente mientras veía cómo el portal entre las dimensiones se cerraba a su alrededor hasta quedar totalmente sellado. El ser desapareció en un estallido de luz cegadora, atrapado de nuevo en las esferas rotas. La amenaza de la Muerte Roja había llegado a su fin.
Tremere descansaba otra vez en su ataúd, sin dejar señal alguna que indicara que alguna vez se había movido. Nadie sabía qué palabras le había dicho a la Muerte Roja.
—Destruyendo a St. Germain —dijo McCann—, Flavia cortó el último vínculo de los Sheddim con nuestro plano de la existencia. Nuestro mundo está a salvo. —Sonrió—. Al menos de influencias externas...