CAPÍTULO 11
El OLOR de las flores, que impregnaba el aire matutino con una inesperada intensidad, despertó a Edmund como el restallido del trueno. Se había hospedado en un mesón sin nombre próximo a la plaza mayor y durante casi dos días había intentado desterrar a través del sueño el recuerdo de la horrible y monótona travesía hasta Ciudad de Méjico: el tempestuoso pasaje del mar embravecido hasta Veracruz, los pasajeros hacinados en la sentina como higos en un barril, el anciano que parloteaba sin cesar asegurándole que había sido pirata al servicio de Lafitte y que actualmente aspiraba a convertirse en cazador de escorpiones en Durango, donde aquellas venenosas criaturas constituían una amenaza semejante que el gobierno mejicano pagaba una generosa recompensa por cada uno que mataban; y luego el viaje por tierra, que había sido igualmente sofocante, días y días en una diligencia tirada por mulas que se balanceaba como un buque en el océano cuando las ruedas pasaban por encima de todas y cada una de las piedras de aquel camino interminable.
Aunque los fondos de Edmund aún no habían mermado peligrosamente, desde luego no andaba sobrado de ellos, y habría sido una imprudencia alojarse durante un tiempo indefinido en la Gran Sociedad, el único hotel medio decente de la ciudad. La habitación del mesón no tenía comodidades: ni comidas, ni aseo, ni servicios de lavandería o tintorería, ni muebles, ni siquiera una cama. Se había visto obligado a procurarse todas esas cosas a su llegada, después de haber arrastrado su cuerpo cansado y magullado desde la estación de la diligencia de la calle Dolores.
Pero el alojamiento presentaba la ventaja de la cercanía, pues se hallaba a una manzana de la plaza mayor, el palacio y las oficinas del gobierno en las que pensaba presentar sus peticiones. Y el clima tonificante de Ciudad de Méjico (el aire penetrante y perfumado y el fulgor que hacía que las cumbres nevadas y suntuosas de los lejanos volcanes parecieran al alcance de la mano) hacía que pasara por alto la sordidez del entorno.
Sólo había pasado una hora desde el amanecer, pero bajo la ventana la calle ya estaba atestada de vendedores ambulantes y cambistas que anunciaban sus mercancías (carbón, manteca, ternera salada, botones de camisa y bolas de algodón) con penetrantes fragmentos de canciones. Edmund se lavó la cara en una tinaja de agua que los propietarios de la posada le habían facilitado de mala gana, se cepilló los dientes, se puso sus mejores galas y se dirigió al mercado, apartando a los cerdos a empujones a cada paso.
Famélico por el sueño prolongado, atravesó los laberínticos puestos del mercado, desayunando sobre la marcha. Dio cuenta de varias gorditas que una anciana depositó en sus manos directamente desde un horno de piedra y mordisqueó una fruta desconocida que seleccionó de unos montones relucientes con guirnaldas de amapolas. Bebió una taza matutina de chocolate mientras observaba la columna de humo de uno de los lejanos volcanes que flotaba perezosamente en el cielo azul. La riqueza del entorno sensorial, el olor de las flores y las tortillas, los chillidos de los cerdos y las súplicas maquinales de los léperos («¡Señor! ¡Señor! ¡Por la purísima sangre de Cristo! ¡Por la Santísima Virgen!»), y, sobre todo, la pureza penetrante del aire: todo aquello amenazaba con abrumarlo. En comparación, Texas le parecía de repente un paraje miserable, vacío y lejano.
La bulliciosa diligencia que lo rodeaba, así como la excelente atmósfera, le habían levantado el ánimo, y en otro momento de su vida lo habría embargado la felicidad simplemente caminando por aquellas calles exóticas. Pero en su mente pesaba la inquietud por el éxito de su misión y seguía estando vagamente preocupado cuando pensaba en Mary Mott y en la insatisfactoria despedida en aquel destartalado puerto hacía varias semanas. Había cometido una terrible equivocación con ella y no podía dejar de pensar en ello. Los pocos días en los que no se había mareado en el mar habían estado nublados para él de todas formas por una sensación crónica de arrepentimiento. Recordaba el contacto de sus labios en la mejilla, aquel benigno gesto de despedida que en su imaginación, en este caso, le parecía casi insoportablemente provocativo. ¿Tenía la intención de serlo? Ésa era la pregunta que se había hecho sin cesar durante el cruce del golfo y el viaje tierra adentro en la diligencia. Sabía sin duda que en cierto modo (debido a algún defecto en él, alguna incapacidad cobarde de encontrarse con ella en su propio terreno con franqueza) se había ganado sus iras. Y aquellas iras lo corroían de un modo que era nuevo en su experiencia y para el que no imaginaba ningún alivio.
En la barbería de Jouvel en la calle Plateros se hablaba de la supresión de Zacatecas y el triunfante retorno de Santa Ana a la ciudad. El barbero de Edmund, un hombre solemne y atento de unos cincuenta años que cortaba cada cabello con una dolorosa deliberación, expresó su tristeza por que las cosas hubiesen llegado a ese punto. ¿Acaso los mejicanos no dejarían jamás de luchar entre sí?
—Lo cansa a uno —se lamentó con un tono suave apenas audible por encima de las acaloradas discusiones políticas de la atestada barbería y de los agudos gruñidos de un hombre al que le estaba extrayendo un diente varias sillas más allá—. Tantas sublevaciones y declaraciones de un nuevo orden. El plan de Iguala. El plan de Casa Mata. El plan de Montano. Los planes de Puebla, Jalapa, Orizaba y Oaxaca. Y sin embargo Méjico siempre está igual.
El paciente dental gruñó de nuevo como si estuviera de acuerdo y cuando el barbero retorció las tenazas Edmund oyó los débiles chirridos y crujidos del diente que le estaban arrancando de la mandíbula.
—Pero usted es americano —prosiguió el barbero—, de manera que se impacienta con las cosas que no cambian como deberían.
—Es cierto que sigo siendo americano, puesto que nunca he aspirado a poseer tierras en Texas. Pero los colonos de allí son ciudadanos mejicanos, tal como exige la ley, y muchos lo son sinceramente.
—Ah, pero hoy en día sólo se puede ser mejicano en el alma. Es muy difícil ser un ciudadano cuando el gobierno es tan inconstante.
Después del afeitado y el corte de pelo, y tras haber declinado la oferta de un examen dental y una evaluación frenológica, Edmund partió hacia el Palacio Nacional, decidido a conseguir una audiencia con el ministro que ahora tuviese la autoridad necesaria para renovarle la comisión. Mientras daba forma mentalmente al discurso que pensaba pronunciar ante los funcionarios («Vengo por una cuestión de cierta importancia referente a los recursos naturales de Texas y es vital que hable cuanto antes con el funcionario del gobierno que corresponda») se perdió en el laberinto de calles atestadas, cuyos nombres, al enloquecedor estilo mejicano, cambiaban en cada manzana.
Al fin, sin embargo, volvió a dirigirse a la plaza y atravesó uno de los portales cercanos a la Casa Municipal para adentrarse en un bazar de cafeterías, puestos de flores y tiendas que ya bullían de clientes a aquella hora temprana. La mera profusión de artículos (joyas, licores, telas europeas, bombones, juguetes) le parecía irreal después de haber pasado tanto tiempo en Texas, donde había pocos objetos semejantes a su alcance. Los estantes de un librero se desparramaban en la calle, los brillantes lomos de piel de los volúmenes relucían al sol, y había muchos más estantes que conducían a la penumbra del arco, un increíble tesoro de conocimientos que suscitó en Edmund un apetito tan repentino e intenso que sintió preocupación y hasta vergüenza.
Estaba examinando una traducción al español de El templo de la naturaleza de Erasmus Darwin cuando alzó la mirada por casualidad y reparó en un caballero sorprendentemente familiar que estaba rebuscando entre los libros del siguiente puesto.
—¿Stephen? —dijo.
Stephen Austin volvió su rostro anguloso hacia Edmund, observándolo dubitativamente durante apenas un instante antes de que el reconocimiento le entibiara los ojos castaños.
—¡Edmund McGowan! —exclamó, estrechándole la mano—. ¡Cuánto me alegro de verlo, señor! Precisamente el otro día estaba recordando nuestra gran expedición en busca del mastodonte.
—Está estupendo —le aseguró Edmund, aunque de hecho parecía muy mermado, más pálido y debilitado, y el cabello rizado le raleaba un poco de modo que su frente naturalmente alta ahora se elevaba sin impedimentos sobre sus ojos—. Todos sus amigos se alegraron al saber que estaba libre.
—Libre de las mazmorras, pero sigo confinado en la ciudad hasta que decidan qué es lo que van a hacer conmigo. Mi abogado me ha prometido que me liberarán con una amnistía general, pero la amnistía no deja de posponerse, así que mientras tanto estoy condenado a una vida de desacostumbrada inactividad. ¿Ha venido desde Texas?
—Así es.
—¿En qué estado se encuentra el país?
—De aprensión.
—¿Antes incluso de la noticia de Zacatecas?
—Se habla mucho de la independencia.
—Es una idea peligrosa. Es cosa de Houston, Wharton y los de su calaña, todos los recién llegados que abrigan sueños de avaricia y grandeza. Admito que Zacatecas es un desarrollo profundamente inquietante, pero que yo sepa sigo teniendo buenas relaciones con Santa Ana. Un poco de paciencia, un poco de templanza, un poco de auténtica diplomacia en lugar de grandilocuencia y es posible que aún se arreglen las cosas.
Deambularon por el Parián. Austin estaba hambriento de noticias de Texas, el hijo al que había criado con devoción monástica durante tanto tiempo y cuyo destino dependía ahora de tantas cosas: del carácter implacable y caprichoso de Santa Ana, de las intrigas de los especuladores inmobiliarios y los políticos americanos, y por encima de todo de la expectación generalizada en la atmósfera de que había llegado el momento de que sucediera algo definitivo.
—Se avecina una tormenta, no cabe ninguna duda —comentó Austin mientras entraban en la plaza mayor; la gran catedral se alzaba delante de ellos al otro lado de la extensión desierta y calcinada por el sol. Oyeron el tañido de una campaña a la derecha y se volvieron para ver una procesión que se dirigía hacia ellos: un carruaje tirado por mulas que conducía un sacerdote, seguido de una docena de frailes entonando salmos.
»Debo arrodillarme —explicó Austin— como fiel católico. Están llevando la Hostia al lecho de muerte de alguien.
Austin hincó una rodilla, una acción que pareció exigirle un esfuerzo excesivo y puso de manifiesto las escasas fuerzas que tenía. Edmund también se arrodilló porque prefería pasar desapercibido, pero sólo inclinó la cabeza levemente y no se santiguó como Austin.
—Los católicos creemos —explicó Austin con una sonrisita irónica mientras se levantaban y proseguían la caminata— que la Hostia es realmente el cuerpo y la sangre de Cristo. Nuestra fe es tanta que no cuestionamos como una materia tan macabra se puede compactar en un disco tan plano.
»Sospecho que se habrá percatado del tono irónico y también de la amargura. Me temo que no tengo el corazón de piedra, que es el primer requisito para ser un personaje público. La lealtad a Méjico no me ha reportado más que desengaños y ruina. Me han tratado de una forma abominable, Edmund. No Santa Ana, que es extrañamente cordial para ser un tirano, sino los federalistas, ¡los liberales! Fueron ellos los que me arrojaron al calabozo. Parece que lo único que une a los mejicanos últimamente es la suspicacia hacia los americanos, y no los culpo, con todos los especuladores y revolucionarios que intentan robarles las tierras mediante alguna treta u otra. El problema es que parece que ya no distinguen entre los piratas y los colonos legítimos que están en Texas por invitación del gobierno mejicano. Yo soy un oficial de ese gobierno, he puesto en peligro mi vida por él muchas veces, he calmado los ánimos de mi gente cada vez que se temía una crisis. Por amor de Dios, ¡hasta he expulsado a filibusteros americanos de Méjico con mi propia milicia!
—Supongo que lo han tratado muy mal en prisión —aventuró Edmund.
—Estuve incomunicado durante los primeros meses. Eso fue lo más cruel. No tenía abogado. No tenía ni idea de las acusaciones que pesaban en mi contra y por lo tanto no tenía manera de preparar mi defensa. ¡Sin libros! ¿Se lo imagina? Al final conseguí convencer a un guardia para que aceptase un soborno y me llevó una biografía de Felipe II. Si quiere conocer algún detalle acerca de la vida de Felipe II, por trivial que sea, comprobará que soy una fuente de sabiduría.
Se detuvieron para inspeccionar el calendario azteca de piedra que habían instalado en el costado de la catedral como un lastimoso recordatorio del imperio ultraterreno que Cortés y trescientos años de dominación española habían intentado borrar de la faz de la tierra. La plaza en la que ahora se encontraban, reflexionó Edmund, había sido antaño el emplazamiento de imponentes pirámides y templos de dioses impensables, un paraje de guerreros emplumados y sacerdotes espantosos cuya función consistía en arrancarles del cuerpo el corazón palpitante a los seres humanos mientras estos aún gritaban. Y ese antiguo Méjico, con toda su hermosura fatalista, seguía pareciéndole vivo en medidas casi imperceptibles de ánimo y pensamiento, una presencia tan eterna como los volcanes del horizonte.
—Pero soy tan grosero que sólo le he hablado de mí mismo —se disculpó Austin mientras se apartaban del calendario de piedra y enfilaban el Paseo de las Cadenas en dirección a los edificios del gobierno—. ¿Qué le ha traído a la ciudad, Edmund? ¿Está recogiendo muestras en las inmediaciones?
—No. La obra de mi vida está en Texas, al igual que la suya. Y he venido a hacerle una petición al gobierno, al igual que usted. Mi comisión ha expirado y necesito desesperadamente que me la renueven. De lo contrario mis años de trabajo en la flora de Texas no habrán servido de nada.
—¿A quién se propone ver?
—No lo sé. Todos los nombres han cambiado. El último hombre que conocí en el cargo era Terán.
—Que Dios se apiade de su alma torturada —dijo Austin—. Pero no estará pensando en entrar en el palacio por las buenas y presentarse.
—No tenía un plan mejor.
—Pues no será suficiente. Lo tendrán esperando el resto de su vida. Y muchos de los funcionarios que encontrará son personas arrogantes y quisquillosas a las que no se puede sobornar. No, tiene que ver a Almonte.
—¿Almonte?
—Es un coronel del ejército, bien situado. Llegó de Texas el año pasado. Me sorprende que no lo conociera entonces.
—Durante buena parte del 34 estuve cerca de Ciudad Guerrero, estudiando las propiedades químicas del arbusto de creosota.
—Es un hombre brillante y tiene un linaje ilustre. Es un hijo bastardo de Morelos, el sacerdote insurreccionista. El viejo lo mandó a estudiar a los Estados Unidos. Cuando Méjico se liberó y se convirtió en una república lo enviaron en misión diplomática a Inglaterra. Es un hombre de lo más culto y cautivador. Supuestamente estaba en Texas para recabar datos estadísticos (el clima, el potencial para las cosechas, los ríos navegables, etcétera) pero todo el mundo sabía que en realidad había ido a espiar. Si Santa Ana invade usará la información de Almonte.
—Entonces, ¿no es enemigo suyo?
—Es difícil decirlo. Con el humor que tengo últimamente, rodeado de tantos ladrones y chacales, hay que considerar amigos a los hombres honorables y templados como Almonte. Hay un millar de alianzas y enemistades posibles, todas ellas en constante ebullición. Eso es lo que los Houston del mundo no quieren tener en cuenta. Mi tarea no consiste en arrebatarle Texas a Méjico, como ellos quieren, sino convertirla en un jardín. Y los jardines, como ustedes los botánicos saben mejor que yo, requieren un cuidado meticuloso.
Llegaron ante las puertas del Palacio Nacional. Incluso desde fuera, Edmund advirtió que era un centro de protocolo rumoroso, una formidable colmena de soldados y plenipotenciarios con espléndidos uniformes y telas europeas, que iban de un lado a otro de una manera que parecía un tanto desfasada en el santuario invisible del pensamiento azteca.
—¡No, no irá a meterse ahí dentro! —exclamó Austin—. Venga a cenar a casa mañana por la noche y le enviaré una tarjeta a Almonte a ver si conseguimos embaucarlo para que nos acompañe. Aquí no se consigue nada sin tarjetas, Edmund. Lo primero que tuve que hacer cuando salí del calabozo fue encargar unas cuantas en la imprenta para anunciar que estaba oficialmente en libertad. Me atrevo a decir que Almonte vendrá si está en la ciudad. Cuando estaba en Texas se aficionó al buen pan de maíz del sur, que es difícil de encontrar aquí en la tierra del taco de salamandra.
Sirvieron excelente pan de maíz del sur y el propio Austin supervisó meticulosamente su preparación en la casita que había alquilado cerca de La Alameda. Puesto que había varios americanos presentes, no sólo Edmund y Austin sino el cónsul general americano, un tal señor Wilcocks, la comida degeneró en seguida en un desenfado un tanto ordinario que Juan Almonte daba muestras de aprobar con entusiasmo. El coronel apartó la silla de la mesa para estirar las piernas delante del cuerpo y Edmund pensó por un momento que quizá se disponía a emitir uno de esos atronadores eructos con los que los clientes de las fondas de clase baja anunciaban que habían disfrutado de la comida.
—¡Pero tiene que hacerlo! —le estaba diciendo a Austin—. ¡Debe hacerse con una plaza y llevarlas a las tres! Mi querido Austin, el hecho de que esté prisionero en esta ciudad no es motivo para que no se divierta cuando se presente la ocasión.
—Los boletos cuestan demasiado —repuso una hermosa joven a la derecha de Austin que alternaba el uso del inglés con un aire caprichoso que todos encontraban atractivo. Se llamaba Luisa Alvarado. Ella, su hermana menos agraciada y su madre viuda (las tres chupaban cigarritos furiosamente) eran, conforme a cierta enigmática disposición, las «pupilas» del señor Wilcocks, que de tanto en tanto durante el curso de la comida intercambiaba sonrisas discretas y cómplices con la señora Alvarado, una mujer elegante de mirada penetrante con una mantilla negra prendida con penachos de diamantes. Sin embargo, parecía que no había nada terriblemente enigmático en la relación que Austin mantenía con Luisa, a juzgar por la forma familiar y casi distraída que tenía ella de tocarle el antebrazo de vez en cuando, como para asegurarse de que aquel hombre etéreo, altivo y de huesos finos no se hubiera evaporado en el aire. Eso invalidaba, se dijo Edmund, el caprichoso juicio de Bowie de que Austin no sentía deseos naturales por las mujeres.
—¿Cómo puede hablar del gasto —le reprendió Almonte a Luisa— cuando tiene la oportunidad de mirar a la historia a la cara? ¡Un hombre elevándose de la tierra en un globo! Esteban, mi querido Stephen, ¡debe usted llevar a las damas a la ascensión!
Almonte se había emborrachado un poco con el vino de Austin. Todos estaban borrachos menos Edmund, que temía pocas calamidades más que perder repentinamente la compostura. Bebía juiciosos sorbos de vino mientras escuchaba la conversación sobre el aeronauta francés y su maravilloso globo que habían eclipsado hasta a la conquista de Zacatecas como la comidilla de la ciudad. ¿Era realmente posible que un globo se elevara hasta la luna?, se preguntó Edmund. Sin duda tendría que emplear un mecanismo de dirección y propulsión en las regiones negras y desprovistas de viento que había más allá de la atmósfera, pero cuando éste estuviera instalado y el artefacto quedase protegido de los meteoritos dentro de una envoltura de cobre le parecía que se podría llegar a la luna a ojo con bastante facilidad.
Pero interpretó aquellas ociosas reflexiones como un síntoma de que haría mejor en dejar del todo la copa de vino.
—¡Una tarta de manzana! —exclamó Almonte cuando uno de los criados de Austin llevó el postre a la mesa.
—Una versión, en todo caso —repuso Austin al reparar en la masa deshinchada—. Es la receta de mi prima, aunque quién sabe qué mutilaciones habrá sufrido en la traducción.
—Es imposible contratar a un cocinero decente en este país —proclamó Wilcocks—. En el consulado teníamos a un muchacho francés que no sabía ni escribir su propio nombre, pero se le daban bien los pasteles y antes de que nos diéramos cuenta alguien le había añadido un «don» delante del nombre y le había puesto un restaurante.
—Maravilloso —comentó Almonte mientras hundía la cuchara en la tarta—. Pero nada podrá superar jamás la tarta de melocotón que me sirvieron sus colonos en San Felipe, Stephen.
—Por la tierra de los melocotones y la caña, pues —propuso Austin, alzando la copa para brindar—. Por Texas.
—La posesión más valiosa de la república —repuso Almonte—. Que prospere en paz bajo la bandera mejicana.
—Bajo la bandera mejicana —repitió Austin, sin el menor titubeo, y bebió el vino.
Almonte tenía la piel oscura y los ojos penetrantes, rasgos que Edmund imaginó que había heredado de su incendiario padre, pero su rostro también denotaba cierta delicadeza. Era igual que Austin, pensó Edmund: un hombre decidido que al mismo tiempo era un hombre sensible.
—Y ahora —dijo Almonte, mirando a Edmund— confío en que nos contará usted algo acerca de la atmósfera de ese lugar en la actualidad. Estoy seguro de que han pasado muchas cosas en Texas desde mi último trozo de tarta de melocotón.
—La atmósfera mejoraría muchísimo si su ciudadano más ilustre regresara pronto —contestó Edmund, haciendo una inclinación de cabeza hacia Austin—. Hay diversas opiniones acerca de Méjico entre los colonos, desde lealtad absoluta hasta conversaciones acaloradas de revolución abierta. Hay idealistas imprudentes que, a mi juicio, están demasiado dispuestos al combate, aunque algunas de sus querellas sean legítimas, y también hay simples canallas que quieren hacerse ricos apoderándose de la tierra o comprándola poco a poco.
—En cuanto a las quejas —dijo Almonte—, ¿qué más puede hacer el presidente? Ha revocado las provisiones de la ley de 1830 que los colonos encontraban tan odiosa. Se ha reabierto la inmigración, ahora es legal hablar en inglés, se ha hecho la vista gorda con la práctica de la religión protestante, se han pospuesto las leyes de la servidumbre obligatoria para que puedan construir su gran imperio del algodón con el sufrimiento de los esclavos negros. Sí, sigue habiendo aranceles. Pero ¿acaso una nación no tiene derecho a imponer aranceles a las mercancías extranjeras? ¿Acaso hasta los maravillosos Estados Unidos no protegen su economía de esa forma? Y en cuanto al tema del estado federado, el tema por el que nuestro amigo fue imperdonablemente arrojado a la cárcel, se puede decidir tranquilamente más adelante.
—Yo diría que no —intervino Austin—, pues ése es el meollo de la cuestión. Si seremos gobernados por un gobierno centralista que se encuentra desesperadamente lejos y se muestra insensible e indiferente a nuestras necesidades o tendremos cierto grado de autoridad para autogobernarnos de la forma que nos parezca más conveniente.
—Y después de Zacatecas —añadió Edmund—, los colonos se inclinan más que nunca a creer que Santa Ana no es más que un tirano centralista.
—Me inquietan mucho los informes que he oído sobre ese incidente —comentó Austin—. El saqueo, la rapiña y la carnicería caprichosa.
—Esos informes son falsos, Stephen, y cuando no son falsos son exagerados. Y en todo caso, como sabe demasiado bien gracias a sus batallas contra los karankawas, las insurrecciones requieren una respuesta firme.
Edmund creyó ver que las pálidas facciones de Austin adoptaban un rubor de cólera, pero el Caballerete guardó un diplomático silencio. Almonte era amigo de Austin, pero también era uno de los hombres de Santa Ana, y el tema de la insurrección resultaba incómodo en aquella compañía.
Wilcocks saltó a la brecha y propuso que la hermana menos agraciada, que se llamaba Sarita, cantase una canción.
—Seguro que no hay nada más apetecible —admitió Austin en su perfecto español—, pero me avergüenza decir que no hay ningún instrumento en esta casa.
Sin embargo, no fue necesario persuadir mucho a Sarita, que interpretó Aforado con una claridad tan penetrante que todos convinieron más adelante en que un acompañamiento no habría hecho sino mancillar la pureza de su voz.
—Lamento muchísimo que Su Excelencia requiera mi presencia mañana por la mañana temprano —dijo Almonte después de la sexta o séptima canción, un emocionante himno a la República Mejicana, aunque la música era una reliquia de la España monárquica recientemente abolida—. De lo contrario me quedaría y le suplicaría a la señorita Alvarado que nos cantase hasta el amanecer.
»Si es tan amable de compartir mi carruaje —añadió volviéndose hacia Edmund— podemos discutir sobre algunas cuestiones de negocios de camino a su hotel.
El carruaje de Almonte era una pequeña y garbosa carriola inglesa tirada por una pareja de majestuosos caballos blancos de los que los mejicanos denominaban frisones. Aunque la modesta carroza tenía una suspensión aterciopelada, el leve traqueteo le recordaba a Edmund entre susurros el terriblemente incómodo viaje en diligencia que había sufrido recientemente. Si hubiera estado solo habría preferido ir a pie y deambular por calles alumbradas por el resplandor trémulo y débil de las lámparas de trementina mientras los chihuahuas (los que habían escapado del puchero) ladrando de indignación ante su presencia extranjera.
Pero en ningún caso se le habría ocurrido rechazar la invitación de Almonte y la ocasión que ésta le ofrecía para defender hábilmente su caso. El joven coronel estaba lleno de vino y hasta en la luz extraña y teñida de los faroles Edmund veía que tenía el rostro enrojecido.
—Creía que no iba a dejar de cantar nunca —rezongó Almonte, continuando en su inglés impecable—. ¿He sido descortés?
—En absoluto.
—Temía que se pusiera a cantar una jota aragonesa, con sus estrofas irritantes e interminables. Jamás habríamos escapado. Pero tiene una voz dulce y su hermosa hermana ha contribuido a que nuestro amigo Stephen se sobrepusiera un poco a la amargura de sus recientes experiencias. Su encarcelamiento fue algo desastroso. Desastroso e injusto, puesto que Méjico no podría tener un amigo más sincero en Texas. Pero ya hemos hablado bastante de política. ¿Qué hay de sus verduras?
Edmund le habló de la Flora, el vasto compendio de las plantas de Texas que estaba elaborando, y de la crucial importancia que sin duda tendría durante generaciones a la hora de determinar la ubicación de las especies con valores comerciales o medicinales y descubrir plantas desconocidas cuyos efectos beneficiosos aún no era posible predecir. Almonte asintió con aire somnoliento y amistoso mientras Edmund se explicaba. Edmund comprobó que era receptivo. Almonte no era un filósofo natural, como Terán, pero tenía una mente despierta y el reciente inventario que había realizado en Texas había contribuido a inculcarle los valores materiales del reino vegetal.
Cuando Edmund concluyó su petición Almonte se limitó a sonreír con aire aprobatorio, asintió enérgicamente y se retiró un instante a la cúpula de propios pensamientos. Cuando salió de ella deseaba hablar de Santa Ana, no de plantas.
—No es un tirano —afirmó, como si estuviera respondiendo a un desafío—, aunque sin duda es una personalidad demasiado franca y poderosa para el gusto de los americanos. Les tengo mucho cariño a los americanos, Edmund, pero tienen la costumbre de llevar la Constitución en el bolsillo, esperando que todos los demás países la cumplan, que todos los líderes emulen al suyo. Pero el presidente Jackson no podría gobernar Méjico ni siquiera durante una hora. Este país está en manos de la Iglesia y el ejército y el presidente debe apaciguarlos a ambos mientras ofrece una esperanza creíble de que su reinado está tocando a su fin. Para eso hace falta más que fuerza o habilidad política. Hace falta cierta medida de arbitrariedad, y el presidente posee esa cualidad en abundancia. Recuerde que es el hombre que cuando era un joven oficial de veintiocho años cortejó a la hermana del emperador, que tenía sesenta. Su vanidad, su transparente adulación, son estimulantes. Tiene espíritu. Echó de Tampico a los realistas españoles y si es necesario echará de Texas a los piratas nortes.
—Liberen a Austin —repitió Edmund— y puede que no sea necesario.
—Lo haremos. La amnistía se firmará pronto. Pero ya hemos llegado a su destino.
Edmund descendió de la carriola sobre un montón de excrementos de cerdo delante del mesón y le estrechó la mano a Almonte a través de la ventana.
—He de irme a los Estados Unidos a finales de semana por asuntos de gobierno —dijo el coronel—, pero me encantaría tener la ocasión de seguir hablando con usted. ¿Quiere visitarme en mi despacho del palacio mañana por la tarde?
—Desde luego.
—Hablaremos de los detalles de su comisión y si me pongo a hablar de política otra vez tendrá que darme una patada en el trasero.
Edmund pasó la mañana siguiente deambulando inquieto por la ciudad, incapaz de concentrarse en otra cosa que los posibles resultados de la cita que había concertado con Almonte aquella tarde. Si le renovaban la comisión, como Almonte le había alentado a esperar, parecía razonable que le concedieran un adelanto inmediato para adquirir las numerosas manos de papel secante que necesitaría en los años venideros, así como un gran número de terrarios construidos según sus especificaciones y varios trajes nuevos de telas resistentes. Después de haberse abastecido saldría hacia Texas sin tardanza, recuperaría el caballo, la mula y el perro en la casa de la señora Mott, volvería a Béjar, contrataría a una escolta de ayudantes indios o tejanos y partiría hacia el este, al otro lado del Brazos para adentrarse en aquel interminable bosque conocido como el Gran Matorral, en el que abundaban orquídeas no descritas.
La idea de internarse en aquella lúgubre espesura lo llenaba de vigor, aunque una serie de pensamientos enojosos seguían nublando su imaginación. Le preocupaba la seguridad de sus colecciones en Béjar, sobre todo si empeoraba la situación de Texas y alguna de las facciones tomaba el pueblo. No sabía si deseaba entrevistarse de nuevo con la señora Mott, cuya censura se había ganado de algún modo.
Pero a grandes rasgos estaba de buen humor. Para matar las horas previas a la cita visitó el museo y echó un vistazo a las reliquias de la conquista: las armaduras de Cortés y Alvarado, las espadas de obsidiana, los indescifrables jeroglíficos de los aztecas y la gran piedra sacrifical sobre la que, según alardeaba el asistente, habían arrancado muchos miles de corazones de sus cuerpos.
Recorrió el paseo que discurría junto al canal, manteniéndose a la altura de los indios que empujaban con pértigas sus canoas cargadas de flores desde los jardines flotantes de Xochimilco y Chalco. El aire estaba impregnado de su aroma y del de la tierra con la que se habían nutrido. Le hizo sentirse como un niño que adquiría consciencia en un mundo de sensaciones abrumadoras. A decir verdad, si se paraba a pensar en ello, el recuerdo más temprano que tenía era el de la fragancia de las flores, la extraña sugerencia de sazón que flotaba en el aire cuando siendo muy pequeño lo habían llevado de excursión al jardín de Bartram en Philadelphia. Y el jardín de Bartram era también el marco del último recuerdo que tenía de su madre. No podía tener más de cuatro años y su mente adulta lo recordaba como un día de felicidad perfecta. Había sido a finales de siglo, las modas aún no habían cambiado, y aunque Edmund no recordaba la cara de su padre, se acordaba vívidamente de su peluca y sus calzones hasta la rodilla. Su madre también era una vaga presencia física, en cierto modo indistinguible del aroma margoso del jardín y la fragancia más acusada e insistente de las flores, que parecía flotar por el aire como si fuera música. Los tres recorrieron los senderos del jardín hasta el río anchuroso y brillante, su padre lo levantaba sobre los tramos embarrados y su madre se reía, todos ellos compartían un ánimo de satisfacción y bienestar inesperado. Tal vez todo el día hubiera sido así, prometedor y despreocupado, o tal vez sólo aquel momento, pero Edmund recordaba el tono henchido de felicidad de su madre cuando se inclinó hacia él junto al río.
—Voy a contarte un secreto —dijo. Y cuando se lo susurró sintió que su aliento le hacía cosquillas en los recovecos de la oreja—. Eres espléndido.
Cuando murió la semana siguiente durante el parto, alumbrando a una niña que sólo vivió un día, Edmund se repitió el secreto como si al decirlo pudiese reproducir el aliento susurrante de su madre. Poco después, cuando su padre se pilló la mano en una de las trituradoras de manzanas del molino de sidra y falleció a causa de la infección, la mente inmadura de Edmund le había advertido que se aferrara al secreto y recelase de los momentos de felicidad distraída.
Aún no se había aclimatado a los ritmos de las comidas mejicanas y, aunque era demasiado temprano para almorzar debidamente, su estómago americano estaba hambriento. Se detuvo en una fonda cercana al canal en la que había un mural estridente y descascarillado de la aparición de la Virgen de Guadalupe a Juan Diego. La figura de la Virgen estaba dibujada de un modo extraño, pero como hacía tan poco tiempo había estado pensando en su madre aquel exótico icono le pareció inesperadamente conmovedor. Era un hombre demasiado orgulloso, demasiado estricto con sus propios pensamientos, para creer en un Dios convencional o en un más allá formal, pero tampoco se acababa de creer que las almas de los muertos simplemente desaparecían; más bien, pensó, se evaporaban como el rocío y llovían sobre el mundo como espíritus amigables y protectores, como aquella Virgen muda con manto azul, o tal vez el búho de rostro pálido que tanto había asustado a los comanches.
Desde dentro el palacio del presidente no era tan imponente como parecía desde la plaza. Enorme pero deslucido, tenía tan poco encanto como una fábrica, con la escasa luz que se filtraba a través de numerosas ventanitas.
El amable teniente que lo acompañó al despacho de Almonte lo llevó por una serie de pasillos bulliciosos y caóticos, pasando ante los ministerios de defensa, economía y justicia y el tesoro público; todos los despachos y los pasillos del palacio rebosaban de agregados y empleados civiles laboriosos y uniformados y peticionarios de todas clases, del aire fétido del humo de sus cigarrillos y la luz que seguía siendo opresivamente tenue.
—¡Aquí está! —exclamó Almonte, dejando la pluma, cuando lo hicieron pasar a su despacho. El coronel se levantó desde el otro lado de un hermoso escritorio de caoba con las patas talladas en forma de águilas mejicanas—. Por favor, siéntese si quiere, pero en seguida tendrá que levantarse. El presidente quiere conocerlo.
—¿El presidente?
—Sí, casualmente le hablé de usted y de sus plantas esta mañana cuando estábamos discutiendo la cuestión de Texas; se ha tomado un inesperado interés personal y quería verlo. Mandé a buscarlo al hotel para pedirle que viniese antes, pero había salido. En todo caso, si vamos ahora creo que aún lo encontraremos en su despacho. Mañana se va a su hacienda, de modo que hoy es nuestra única oportunidad de conseguir una entrevista.
La sala de recepción del presidente era tan opulenta como miserable el resto del palacio. Edmund supuso que medía treinta metros de largo, tenía techos altos y generosas ventanas que daban a la plaza y la catedral y todo el mobiliario era de oro y escarlata. Edmund estaba examinando un enorme retrato de Napoleón a lomos de un caballo entre remolinos de nubes y se disponía a comentarle a Almonte la famosa ambición de Santa Ana de convertirse en el «Napoleón de occidente» cuando el presidente en persona entró en la sala lentamente sin anunciarse.
—Señor McGowan, es muy amable al visitarme con tan poca antelación —dijo, estrechándole la mano con la firmeza estudiada de un americano y mirándolo a los ojos con una mirada suave y penetrante—. Por favor, siéntese. ¿Quiere tomar un vaso de naranjada conmigo?
—Será un placer.
—¿Coronel? ¿Una naranjada?
—Si me hace el favor —contestó Almonte.
—Estoy encantado de que se haya puesto en manos del coronel Almonte —dijo Santa Ana, sentándose en un sofá de terciopelo—. Es el hombre más competente de Méjico.
—Ha sido muy amable conmigo durante mi breve estancia aquí —contestó Edmund.
—La amabilidad no tiene nada que ver. Almonte reconoce a los hombres extraordinarios cuando los conoce y parece que usted le ha llamado la atención. Y justo a tiempo, además, porque me voy a Manga de Clavo mañana por la mañana. Es mi pequeño escondite cerca de Jalapa.
—Me parece que es posible que pasara cerca de sus tierras, señor, cuando venía desde Veracruz. —No mencionó que el conductor de la diligencia había afirmado que toda la tierra a ambos lados del camino hasta donde alcanzaba la vista le pertenecía al presidente, así como todas las vacas y los huertos de chiles.
—¿Y qué le pareció la tierra? —quiso saber Santa Ana.
—Pocas veces he visto lugares tan bellos —reconoció Edmund, sinceramente, aunque había admirado el paisaje a través de un velo de náuseas—. Era un día brillante y de un golpe de vista se veían las crestas blancas de las olas en el golfo y la nieve que brillaba en el monte Orizaba.
—Me está poniendo nostálgico, señor —dijo Santa Ana—. ¡Ay, qué ganas tengo de marcharme! Me encanta la capital, pero en el fondo soy un simple soldado y si me quedo aquí esperarán que vaya a la ópera todas las noches.
El presidente se arrellanó en el sofá cruzando sus largas piernas; parecía que estaba en completo reposo excepto por un pie enfundado en una pantufla que se balanceaba arriba y abajo como un metrónomo. En cuanto a sus modales y su apariencia, decidió Edmund, Santa Ana era el ser humano más fascinante que había visto jamás. El presidente era elegante y esbelto. Tenía el rostro cetrino a causa de las enfermedades tropicales y unos rasgos apuestos que traslucían un extraño viso de melancolía. Parecía tan triste como un poeta, aunque aparentaba una confianza mundana absoluta. Edmund no creía que de ningún modo fuera un simple soldado.
Siguieron charlando un rato mientras bebían sorbos de naranjada. Cuando descubrió que Edmund vivía en San Antonio de Béjar Santa Ana se puso de buen humor y dijo que lo conocía bien porque cuando era un joven teniente había estado allí con Arredondo durante las revueltas de 1813 y quiso saber si las jóvenes del pueblo seguían teniendo la encantadora costumbre de bañarse desnudas en el hermoso río.
Sí, quiso contestar Edmund, y las ancianas seguían recordando la brutalidad con la que Arredondo había sofocado la rebelión. Se preguntó si acaso Santa Ana, que tenía un semblante amable y noble, era uno de los oficiales que habían sancionado las palizas y las violaciones de las mujeres a las que habían encarcelado para que molieran maíz para el ejército de Arredondo. El nombre de una de las principales calles de la ciudad rememoraba la horrible tristeza de aquella época: Dolorosa.
—Ese fue un episodio cruel de nuestra historia —admitió Santa Ana, como si le estuviera leyendo el pensamiento—. Pero parece que sus compatriotas no han escarmentado. Desde entonces han estado invadiendo Méjico de una forma u otra, así que hemos llegado a considerarlos como los romanos consideraban a los godos. Estoy seguro de que no se ofenderá si le hablo con tanta franqueza. Los Estados Unidos son un país milagroso, un ejemplo para el mundo, y no obstante, como cualquier otro país, albergan a elementos codiciosos y sin principios.
—Razón de más para que florezcan las colonias de Texas —repuso Edmund—. Si sus habitantes se sienten seguros como ciudadanos mejicanos formarán una barrera natural frente a los americanos.
—Los ciudadanos honrados de Texas no tienen nada que temer de mí —le aseguró el presidente—. Nada. Ya estoy cansado de campañas. Quiero ir a casa con mis gallos de pelea y mis árboles frutales.
Sonrió delicadamente, mirando a Edmund, al que acababa de conocer, como si fuera el amigo en quien más confiaba en el mundo.
—Pero la política no tiene cabida en esta conversación. El coronel Almonte me ha hablado de su magnífico proyecto de elaborar un compendio de las plantas de Texas. ¿Cuánto le llevará ese trabajo?
Edmund depositó la copa sobre una servilleta decorada con el sello de Méjico y mientras sopesaba la pregunta de Santa Ana el futuro pareció alzarse ante él, expansivo y opresivo al mismo tiempo.
—Ya he hecho un excelente comienzo —contestó—. En mi casa en Béjar tengo notas y especímenes que representan casi diez años recogiendo muestras. No me cabe duda de que puedo llevar a cabo el resto del trabajo mientras viva.
—Tiene una perspectiva larga, señor, si su unidad de medida es una vida.
—Texas es un lugar grande.
Santa Ana volvió a sonreír y se levantó con la agilidad de un gato. Edmund creyó que la entrevista había terminado bruscamente y Almonte y él se disponían a levantarse cuando el presidente les indicó que volvieran a sentarse.
—Por favor, no se levanten, caballeros —dijo al tiempo que atravesaba la estancia y sacaba una caja con floridos adornos de un cajón del escritorio. Cuando volvió a sentarse levantó la tapa de la caja y se la ofreció a Edmund.
»¿Le apetece un bombón, señor?
—Gracias —dijo Edmund mientras retiraba el envoltorio de papel blanco de uno de ellos. El bombón estaba coronado por una intricada paloma de mazapán.
—¿Coronel? —Santa Ana se volvió hacia Almonte ofreciéndole la caja.
—Exquisitos —observó Almonte.
—Son de Oaxaca —explicó Santa Ana—. Un teniente de zapadores que había resultado gravemente herido en Zacatecas me los regaló después de la batalla. Un gesto extraordinario, ¿no les parece?
—Y audaz.
—Me gustan los hombres ambiciosos —dijo el presidente, metiéndose un bombón entero en la boca. Cuando terminó de masticarlo y tragarlo se inclinó sobre Edmund; sus ojos suaves se habían vuelto más duros y escrutadores de repente.
»Si el gobierno mejicano respalda su empresa botánica, ¿qué puede esperar a cambio?
—Una base de conocimientos —contestó Edmund.
Santa Ana volvió a mirar la caja de bombones, deliberó un momento antes de decidirse y a continuación ingirió otro dulce.
—Méjico es un país muy pobre, señor McGowan —dijo al cabo de un momento de silencio reflexivo—. Siempre estamos necesitados de ingresos, y más que nunca en este momento, en el que el gobierno se está financiando gracias a prestamistas sin escrúpulos que, si no baja la marea, dentro de poco habrán hipotecado todo el país. Los importantes impuestos que tanto molestan a los colonos de Texas constituyen una fuente de ingresos, pero también estamos buscando desesperadamente productos para exportar.
—En Texas hay muchas plantas rentables, por supuesto; la candelilla, por poner un ejemplo, que produce una cera que se puede comercializar. Y hay muchas más a la espera de que las descubran.
—Bien. El conocimiento en sí es encomiable, pero trivial; en este momento de su historia Méjico no puede ponerse a recolectar flores.
—Está usted hablando de la ciencia de la botánica, señor, que no es una cosa trivial.
—Por supuesto. Sólo quise decir…
—Me ofende terriblemente esa observación, como le ofendería a usted que yo menoscabara sus logros con una palabra tan desconsiderada. ¡Trivial, nada menos, señor!
En el atónito silencio que se produjo a continuación parecía que Almonte había dejado de respirar y estaba examinando una franja de pared desnuda detrás del escritorio del presidente. Por su parte, Edmund sostuvo cuidadosamente la mirada enfurecida de Santa Ana. Los ojos amables y heridos del presidente se habían vuelto duros como el ébano. Durante medio minuto fulminó sucesivamente a Edmund y Almonte hasta que al fin bajó la mirada mientras la sangre abandonaba su rostro cetrino.
—Si lo he insultado sin darme cuenta, señor, estoy desconsolado.
—Si eso es una disculpa la acepto encantado.
Santa Ana esbozó una sonrisa, o cuando menos se atenuó la acerada mirada de sus ojos. Edmund miró a Almonte para ver si había llegado el momento de marcharse, pero Almonte seguía sentado con las piernas cruzadas y la espalda recta.
—Señor McGowan —dijo al fin Santa Ana después de otro silencio dramático—, me gustaría hablarle de la goma de mascar.
—¿La goma de mascar?
—Sin duda es consciente de la compulsión humana de mordisquear cosas sin tragarlas. Aún no he tenido el honor de visitar los Estados Unidos, pero el coronel Almonte me ha dicho que allí la práctica de mascar tabaco es casi universal.
—Desgraciadamente, así es —admitió Edmund, todavía perplejo—. Los suelos de las tabernas, los teatros y todos los lugares públicos suelen estar inundados del jugo de esa planta en particular. —Cayó en la cuenta una vez más de que los americanos debían de parecerles criaturas bestiales a los mejicanos.
—Y no obstante el tabaco sólo es una de las numerosas sustancias que se utilizan con ese fin —prosiguió Santa Ana.
—En efecto —contestó Edmund—. Los esquimales mordisquean grasa de ballena, los antiguos griegos masticaban la menta silvestre mentha sativa, aunque Aristóteles desaprobaba sus supuestos efectos afrodisiacos. La savia de la bosweliia carteri, el incienso de la Biblia, es famosa por su aroma. Además, por supuesto, están la nuez de areca, las ramas resinosas del gouauia domingenis, el almácigo del Mediterráneo y la tierra común, que es la delicia de los geófagos de todo el mundo.
—¿Y conoce usted el árbol de chicle, señor?
—¿Achras zapota? Nunca lo he visto en Texas, pero se considera común en los trópicos de Méjico y he oído que la resina se puede mascar como la savia de abeto.
—En efecto, así es —asintió el presidente—. De hecho, es la mejor sustancia masticable que jamás se haya conocido. Creo que si de algún modo se le diera sabor a la goma para que no fuera una bola insípida en la boca sino una confección semejante al caramelo y se pudiera producir en cantidades suficientes para exportarla algún día el árbol de chicle podría convertirse en un recurso importante para Méjico. Y por eso quiero que vaya a Yucatán.
—¿A Yucatán? Mi trabajo está en Texas.
—Lo entiendo perfectamente. Pero me gustaría que antes fuese a Yucatán para recabar información sobre el árbol de chicle: si abunda en estado silvestre, cuál es el mejor momento para cosechar la savia, si es factible crear plantaciones de chicle, etcétera. Estoy seguro de que después de ese tiempo, un periodo de apenas unos meses, le renovarán la comisión en Texas.
Antes de que Edmund tuviera tiempo para digerir aquello Santa Ana se levantó impetuosamente del sofá y le ofreció la mano.
—¿Está de acuerdo?
—Sí —contestó Edmund sin ningún entusiasmo.
—¡Excelente! Me encargaré de que le entreguen todos los documentos y los cupones necesarios.
»Y ahora, caballeros —añadió, mientras acompañaba a Edmund y Almonte hasta la puerta poniéndoles una mano en el hombro a ambos—, he de vestirme para la interminable ópera de esta noche. ¿Cómo ha dicho que se llama, Juan?
—Belísimo, Su Excelencia. Me han dicho que salen caballos.
—Bueno, si hay caballos a lo mejor consigo mantenerme despierto.
En la puerta Santa Ana volvió a ofrecerle la mano a Edmund al tiempo que le aferraba el brazo, mirándolo con el afecto de un hermano.
—Su devoción y su franqueza son cualidades notables. ¿Puedo hablarle de otra cosa, ya que hemos sido tan honestos y hemos estado tan cómodos el uno con el otro?
—Por supuesto —dijo Edmund, temiendo lo que pudiera ser.
—Usted conoce bien Texas y a muchos de sus habitantes. Espero que cuando vuelva de Yucatán la situación se haya resuelto por completo allí, pero si no es así confío en que pueda pedirle consejo.
—No pienso ser un espía, Su Excelencia.
—¡Por supuesto que no! ¿Lo ve, coronel? He vuelto a insultarlo. Usted no es un espía, señor McGowan, pero es un empleado del gobierno mejicano. Si se produjera una guerra entre Méjico y los piratas del norte en Texas, sé que lo tendrá en cuenta cuando decida a quién le debe lealtad. Pero sin duda no habrá ninguna guerra y la próxima vez que nos veamos será como amigos para hablar del árbol de chicle.
—Puede que realmente le parezca un purgatorio —le subrayó Almonte mientras regresaban a su despacho recorriendo los congestionados pasillos del palacio—, pero en realidad lo que le está pidiendo el presidente no es más que un favor muy pequeño.
—El viaje hasta Yucatán es muy largo —respondió Edmund, que aún estaba tan agitado que apenas podía hablar—. Además de una enloquecedora interrupción de mi trabajo. ¡Goma de mascar!
Almonte se rió y le puso una mano en el hombro mientras caminaban.
—Al menos se lo pensará dos veces antes de volver a tachar a otro botánico de… ¿Cómo era? «Recolector de flores». Ha sido muy valiente al defender su profesión, Edmund. Pensaba que nos iban a llevar a los dos al paredón para fusilarnos.
Pero Edmund estaba demasiado abatido y enojado para que aquello le pareciese divertido. Almonte se había referido a los caprichos de Santa Ana, y ahora allí estaba, sentenciándolo a seis meses en las fétidas junglas de Yucatán.
—En fin, he de volver a mi trabajo —se lamentó Almonte ante la puerta de su despacho—. Pero volveremos a hablar antes de que me vaya a Nueva York. Por favor, no se desanime tanto. Lo importante es que su trabajo continúe a pesar de esta pequeña interrupción.
—Sí, por supuesto. Es que estoy agitado en este momento. Le estoy muy agradecido.
—Haré que alguien lo acompañe a la salida —propuso Almonte mientras se estrechaban la mano—. Este edificio es un laberinto irremediable.
—Puedo encontrar el camino —le aseguró Edmund.
Pero de hecho se perdió casi al momento, irrumpiendo en las oficinas de la casa de la moneda y seguidamente en la cámara de los diputados, que estaba vacía a excepción de dos ancianos senadores que discutían acaloradamente bajo la espada de Iturbide. A continuación un trecho de escaleras lo condujo a un sombrío pasillo y una enorme puerta de madera que confiaba en que diese a la calle. Pero cuando la atravesó se encontró en un tenebroso patio infestado de plantas polvorientas. Un rótulo clavado en un árbol de manita rezaba: «Jardín botánico».
Edmund examinó aquel patético lugar con incredulidad. El jardín botánico del Palacio de Méjico era estrecho y sofocante, privado de luz y poblado de especímenes magros y desatendidos: un árbol de guanacaste, con sus negras vainas reticuladas de alubias, algunas epífitas y orquídeas mediocres y diversos cactus arruinados. Edmund le dio las buenas tardes a un guarda anciano y enjuto, pero éste se limitó a mirarlo apesadumbrado antes de retomar la tarea de rastrillar las hojas caídas del suelo.
Edmund se sintió abrumado por la inquietante convicción de que habían puesto aquel jardín en su camino simplemente para burlarse de su profesión o presagiar el funesto resultado de la obra de su vida. No solía ser un hombre propenso a los pensamientos inútiles y opresivos, pero en aquel decrépito paraje sintió intensamente por una de las pocas veces en su vida la certidumbre de su propia destrucción. Sólo tenía cuarenta y cuatro años, pero eso distaba de ser joven, y de pronto cayó en la cuenta de que los años que le quedaban de vida eran espantosamente pocos. Había habido una época en la que la perspectiva de una expedición a las profundidades del Méjico tropical lo habría sumido en un delirio de impaciencia, pero ahora la idea sólo hacía que se sintiera cansado y aprensivo.
—¿Hay otra puerta? —le preguntó al guarda.
Edmund siguió la dirección que indicaba el dedo del anciano y detrás de una pantalla de sauces resecos encontró una puerta abierta que daba a la plaza. La plaza estaba atestada a aquella hora de la tarde. Había hombres que llevaban fatigosamente vasijas de agua a la espalda o pilas de jaulas llenas de gallinas, mujeres con los pechos desnudos que amasaban tortillas y escribanos sentados a la sombra de toldos improvisados escribiendo cartas de amor para sus analfabetos clientes.
Toda aquella clamorosa actividad, los gritos de los vendedores, que horadaban la atmósfera con la pureza del canto de los pájaros, contribuyó a que reviviera, y su desacostumbrado ánimo de desesperación y vacío brutal se evaporó como una vieja pesadilla.
«Querida señora Mott —escribió al cabo de una semana sentado en el comedor de la Gran Sociedad, bebiendo una taza de chocolate—, como recordará que le había dicho, confiaba en un pronto regreso a Texas cuando me hubiese ocupado de mis asuntos en Ciudad de Méjico, pero ahora las circunstancias requieren mi presencia durante unos meses en la región de Yucatán, pues el gobierno mejicano me ha contratado para estudiar el árbol de chicle, cuya resina es famosa por su atractivo masticatorio. Ahora espero volver en diciembre y le suplico que siga ocupándose de mis animales hasta entonces. Cuando presente la minuta que le adjunto en el ayuntamiento de Refugio obtendrá fondos suficientes para su manutención pasada y futura.
»He tenido la suerte de encontrarme con Stephen Austin y restablecer nuestra amistad. Ha salido de la cárcel, como habrá oído, y hace apenas unos días nos regocijábamos con la noticia de que ya es completamente libre y puede trasladarse a Texas cuando lo desee. Creo que se irá dentro de unas semanas. Santa Ana lo ha invitado a las haciendas que posee cerca de Veracruz para entrevistarse con él por última vez antes de que abandone el país y explorar una solución pacífica al problema de Texas.
»Espero que las condiciones políticas no se hayan deteriorado desde que me fui y que usted y su hijo se encuentren bien cuando reciban esta carta. Pienso mucho en su hospitalidad y en su espíritu generoso y afable y me acuso de deficiencias en esas mismas categorías. Lamento que mi ignorancia de los modales comunes resultara en su inconfundible enojo durante nuestro último encuentro en Copano y espero que no tenga mala opinión de mí.
»Anoche el señor Wilcocks, un amigo de Austin, nos llevó a dar un paseo en barca por los canales a la luz de la luna hasta los jardines flotantes del lago Chalco, con una banda que tocaba sin cesar y un picnic bajo las estrellas. Fue extraordinariamente agradable, pero apenas apaciguó el anhelo que siento de volver a Texas, y le confesaré que contemplo esta expedición a Yucatán con una inquietud desacostumbrada. La obra de mi vida está en Texas, y me parece que mi vida también.
»Los preparativos de la expedición (hacer acopio de provisiones, contratar arrieros y un millar de otros detalles tediosos) me obligan a poner fin a esta carta. Por favor, dele recuerdos a su hijo de mi parte. Y si el sonido de mi nombre no sigue causándole irritación puede susurrárselo al oído a mi perro de vez en cuando para cuando vuelva no me haya olvidado por completo. Tengo ganas de verla, Mary (si no me ha retirado el privilegio de llamarla por ese apelativo), y de volver a charlar con usted en el pasaje de la posada. Mientras tanto le envío un recuerdo de nuestro breve viaje a Copano, en el que descubrimos juntos una flor que crecía en la planicie costera. El espécimen que le adjunto está seco, por supuesto, pero creo que he conseguido preservar la forma y el color esenciales. Como verá en la etiqueta que incluyo, ahora la ciencia lo conoce como chrysopsis marymottiae en honor de su codescubridora. Volveré en diciembre.
»Edmund McGowan.