CAPÍTULO 19

CUANDO BLAS se enteró de que los indios habían disparado a uno de los cazadores se vio obligado a retroceder durante media hora enfrentándose al avance de las columnas de soldados hasta encontrarlo. El soldado Alquisira estaba tendido al borde del camino con la espalda reclinada contra la rueda de un carro de equipajes, contemplando con un atisbo de diversión morbosa la flecha que le sobresalía de la pierna. Estaba cantando para tranquilizarse.

—Los pequeños indios —canturreaba entre susurros—, los pequeños indios vienen por el cañaveral…

—¿Qué ha pasado? —le preguntó Blas a Hurtado, que estaba sobre Alquisira, sosteniendo el rifle del herido.

—Éramos cuatro custodiando el flanco de la caravana de mulas —explicó Hurtado—. Pero entonces Salas se derrumbó; me parece que tiene la tifoidea. Pretalia se lo llevó al carromato ambulancia. Los indios debían de estar observando, porque nos atacaron en cuanto se fueron Salas y Pretalia. Se llevaron cuatro mulas. Alquisira abatió a uno de los indios. El cuerpo está ahí tirado.

Hurtado señaló a un punto a unos cincuenta metros de distancia en el que un grupo de soldados y muleros estaba propinando patadas al cadáver de un comanche muerto boca arriba que tenía la boca abierta como si estuviera bostezando. En ese preciso momento una patrulla montada de tropas de la guarnición que se habían unido a la marcha en Monclova pasaron al galope en persecución de los indios, levantando una sofocante nube de polvo que flotó durante largo rato en la atmósfera desprovista de viento del desierto.

Blas se agachó para examinar la herida de Alquisira. La flecha había penetrado en la parte carnosa de la pantorrilla justo debajo de la rodilla. Había poca sangre, pero el astil estaba alojado con tanta firmeza que Blas estaba seguro de que la punta estaba profundamente enterrada en el hueso.

—No me lleve a la ambulancia, sargento —le pidió Alquisira.

—No, claro que no —contestó Blas. Los carromatos ambulancia eran seguros para los hombres que no podían andar a causa de la disentería o la tifoidea (una peligrosa fiebre provocada por haber bebido agua estancada). Pero los que tuviesen que recibir tratamiento por heridas auténticas debían evitarlos a toda costa. Durante la larga marcha desde Leona Vicario hasta Monclova los mil quinientos hombres de la Primera Brigada habían contado temporalmente con los servicios de un médico alemán alcohólico que por motivos que no les había explicado vivía como un exiliado en un pueblo sin nombre al borde de un pozo de agua. El médico había desertado en seguida, harto de la sed insoportable y la carencia de instalaciones hospitalarias, pero su efímera presencia había dado ánimos a los ayudantes, que ahora se consideraban practicantes y ya les habían amputado miembros a tres hombres, que Blas supiera, todos los cuales habían muerto seguidamente con una agonía insoportable.

»Vuelve con la chusma —le ordenó a Hurtado— y encuentra a Isabella.

Hurtado dejó el rifle de Alquisira y se dirigió hacia una imponente nube de polvo a varios cientos de metros camino abajo que indicaba la posición actual de la chusma, una andrajosa caterva de soldaderas, buhoneros, niños y animales domésticos. Mientras Blas y Alquisira esperaban junto al camino varias compañías de fusileros de la Primera Brigada pasaron en harapientas columnas de cuatro hombres, contemplando al herido con alarma. Los soldados tenían un aspecto fantasmal, desde los chacós blancos hasta la arena blanquecina y pulverulenta que les cubría los pies calzados con sandalias. Se encontraban a escasos kilómetros de Monclova, pero parecía que la vida había abandonado su cuerpo, y Béjar aún estaba a una distancia inimaginable, al otro lado de un desértico páramo de atolladeros y manantiales contaminados y ni un solo pueblo, por pequeño que fuera, en el que pudieran abastecerse de provisiones y cobijarse. Por mala que fuera la situación, por mala que hubiera sido hasta entonces, todos sabían que iba a empeorar mucho. Los arrieros y los proveedores privados asqueados desertaban todos los días, llevándose consigo los carromatos y las recuas de mulas, y la única bendita lluvia que había visto el ejército había destruido las provisiones de un mes entero, puesto que algunos contratistas sin escrúpulos, intentando exprimir hasta el último peso al gobierno, habían almacenado la comida en sacos de algodón baratos en lugar de barriles herméticos. Alquisira no era en modo alguno el único soldado que no se tenía en pie. El camino estaba salpicado de docenas de hombres que se habían desmoronado ese día a causa de la sed y la fatiga, incapaces de seguir soportando el peso de sus pesados mosquetes. Pero la visión de Alquisira con una flecha sobresaliendo de la pierna era un nuevo horror para los hombres que pasaban.

La cantimplora de Blas estaba vacía desde hacía tiempo, al igual que la de todos los demás soldados de la Primera Brigada, de modo que no pudo ofrecerle otro consuelo a Alquisira que algunas palabras vanas, aunque le resultaba doloroso hablar porque tenía la lengua agrietada y en carne viva y la garganta hinchada. El herido se limitaba a asentir a modo de respuesta. Blas se puso en cuclillas a su lado, pero descubrió que no podía mantener el equilibrio. Eso también se debía a la sed. De modo que volvió a levantarse y alargó una mano para apoyarse en el carromato. Le parecía interesante que marchar fuera más sencillo que quedarse quieto. Cerró los ojos un momento para protegerse del sol y en la oscuridad vaporosa empezó a perder el sentido. El sonido de las pisadas de los hombres en la tierra blanda y el chirrido de las ruedas desengrasadas de los carros le parecía intolerablemente alto, y de pronto se encontró contemplando a una criatura con piel de jaguar que caminaba erguida como un hombre atravesando el lecho del desierto.

Cuando abrió los ojos de nuevo la visión se había esfumado y en su lugar estaba Isabella, que se le acercaba con pasos acompasados, su pequeño rostro enjuto como el de un pájaro al cabo de semanas de privación.

Blas dirigió su atención hacia la herida de Alquisira con una inclinación de cabeza. Aunque habían pasado muchos meses juntos aún no habían aprendido la lengua del otro, pero habían descubierto un idioma común compuesto de silencios y gestos. La muchacha maya observó la flecha como si fuera algo corriente, se despojó del macuto y se arrodilló junto a Alquisira. Palpó el astil de la flecha para estimar a qué profundidad estaba enterrada y Alquisira dio un respingo; Blas pensó que se debía más a la anticipación del inminente suplicio que al dolor auténtico.

Isabella extrajo un cuchillo del macuto y limpió el polvo de la hoja con el dobladillo del vestido. Alquisira miró a Blas, intranquilo.

—¿Por qué no la saca por las buenas?

—La punta de la flecha está en el hueso.

Isabella alargó la mano para tocar el rostro de Alquisira. Era demasiado tímida para mirarlo al mismo tiempo, de modo que fue un gesto extraño, como si estuviera consolando distraídamente a un animal. Pero también era poderoso. Alquisira confiaba, como habían aprendido a hacer todos, en el contacto curativo de la bruja india. Cada noche atendía sus ampollas con savia de nopal y procuraba aliviar la fiebre con tés que elaboraba con plantas del desierto de las que le habían hablado las curanderas que viajaban con ella en la chusma. Hasta el momento la compañía de Blas había tenido suerte. No había habido huesos rotos ni heridas de consideración excepto las mordeduras de los perros carroñeros que iban trotando junto a la columna.

Isabella cortó la pernera de los pantalones de Alquisira con el cuchillo y plegó delicadamente la tela para apartarla. A continuación, como la herida estaba en un punto de difícil acceso, empujó suavemente al herido hasta que éste se tendió sobre el costado apoyando la pierna herida en el suelo. Hurtado le sujetó el pie y Blas le atenazó la rodilla. Alquisira mordió la correa del macuto mientras Isabella le seccionaba la carne de la pantorrilla, descubriendo algo que a Blas le pareció una masa de carne fibrosa, supurante e indistinguible, pero que para sus ojos inquisitivos probablemente estaba compuesto de componentes identificables. Cuando llegó al hueso blanco y reluciente cogió un trecho de alambre y pasó un lazo por la flecha hasta enganchar la punta de tal modo que no quedara sepultada en el hueso cuando extrajera el astil. Cuando colocó el lazo corredizo meneó suavemente la fecha hacia delante y hacia atrás para que se desprendiera del hueso y a continuación (dirigiendo a Blas y Hurtado una mirada que les recomendaba que asegurasen la presa) tiró fuertemente con un movimiento apresurado y recto. Alquisira profirió una exclamación de sorpresa y se quedó tumbado con el pálido rostro cubierto por una pátina de perspiración.

A continuación cosió la herida y empleó la misma aguja e hilo para remendar el corte que había practicado en los pantalones manchados de sangre. Blas sobornó a un herrero de campo para que llevase a Alquisira y apretujaron al herido en un carromato entre una fragua portátil y el horno en el que se horneaban las hostias de la comunión. Cuando Blas lo dejó estaba contemplando el cielo blanco y entonando de nuevo la canción sobre los indios pequeños que atravesaban sigilosamente el cañaveral.

Isabella volvió con la chusma y Blas y Hurtado reanudaron la marcha. No dieron alcance a la compañía hasta después del anochecer y para entonces ambos sufrían violentas alucinaciones (presentían la presencia de los indios detrás de los arbustos de creosota y veían manos codiciosas en las matas de lechuguilla) y estaban tan mareados por la sed que apenas eran capaces de mantener el equilibrio. El ejército había instalado el campamento en un valle alimentado por manantiales estrechos y bordeado por las hierbas verdes de la marisma, pero cuando llegaron Blas y Hurtado cientos de caballos, mulas, bueyes, cabras y perros habían pisoteado la hierba y las aguas poco profundas de los manantiales hasta convertirlas en una pasta y la superficie del escaso agua que quedaba en forma líquida estaba recubierta de excrementos de animales. No obstante, Blas bebió agradecido. Tenía la garganta tan hinchada que apenas podía tragar y el hilillo de agua exasperantemente lento tardó mucho tiempo en saciar su sed.

Los hombres, siguiendo las órdenes del sargento Reina, habían acampado con un orden sorprendente considerando las penalidades de la jornada y se apretaron alrededor de Blas y de Hurtado cuando éstos volvieron del abrevadero, interesándose por el estado de Alquisira, Salas y todos los demás soldados que habían caído con la tifoidea y ya no marchaban en la columna con ellos. Hasta el momento no había muerto ninguno de los cazadores de la compañía de Blas, aunque la ruta de cada día discurría frente a las tumbas recientes de los soldados de la vanguardia que habían sucumbido ante ese mismo trecho de desierto. Blas advirtió que sus hombres se habían vuelto cada vez más protectores unos con otros, aunque su paciencia hubiera menguado. Sabía que la primera muerte que se produjera entre ellos sería un terrible golpe grave para la moral de los soldados y la suya. En ese momento se preocupaba por Alquisira como una madre y estaba inquieto porque ignoraba dónde vivaqueaba el carromato del herrero y aunque lo hubiera sabido no habría tenido fuerzas para visitar al herido.

Blas, atontado, se sentó cerca de la hoguera. Aún estaba atormentado por la sed aunque tenía el estómago hinchado a causa de la fétida agua del manantial. Se obligó a comer algo, pero tenía la lengua tan seca que cuando mordía las rancias tortillas sentía un dolor lacerante en la superficie. Isabella fue, como cada noche, a curarle las plantas de los pies, que habían estado infestadas de ampollas supurantes desde el principio de la marcha. Escrutó su rostro mientras ella trabajaba. El campamento estaba extrañamente silencioso, a excepción de los incesantes ladridos de los perros y la música de los lejanos coyotes. La mayoría de los hombres ya estaban durmiendo y los que aún estaban despiertos se limitaban a contemplar el desierto negro, ya fuera porque temían que los indios los atacasen o simplemente porque tenían la mente en blanco.

Los ojos de la muchacha resplandecían al fulgor de la hoguera mientras le vendaba los pies con tiras de tela. Se le estaban pelando los planos de las mejillas y tenía los labios agrietados y ensangrentados, pero por lo demás parecía que había encajado el castigo del sol sin peores consecuencias que un bronceado aún más intenso. El contacto de sus manos sobre sus pies descalzos era delicado, tan suave como la brisa. Se acordó de la noche en la que se había metido en su catre en San Luis Potosí, menos de una semana después de habérsela llevado al campamento: la expresión de franca resolución en sus ojos, los ángulos afilados de su cuerpecito, los atentos cuidados que aplicaba al acto del amor, como si éste también fuese una forma de curación.

Cuando acabó de vendarle los pies y estaba recogiendo sus cosas Blas señaló con la mirada el pequeño fardo de tela que contenía su colección de piedras.

—Enséñamelas —dijo.

Sin titubeos, pero sin entusiasmo, la muchacha abrió la tela y la desplegó en la tierra con las piedras encima. A Blas le parecía que ahora había un número considerablemente más alto que la primera vez que se las había enseñado, aunque ignoraba dónde las había adquirido. Suponía que eran una especie de piedras adivinatorias y que debían de poseer colores y formas extraordinarias, pero tal vez simplemente las hubiera cogido del suelo al azar y en el mero acto de escogerlas las había investido del poder necesario.

Isabella distribuyó las piedras en cuatro montoncitos y a continuación, con gran concentración, se puso a colocarlas conforme a algún diseño que sólo ella discernía. Era reconfortante observarlo. A Blas lo fascinaba desde hacía mucho tiempo que todo lo que ella hacía, todos sus gestos que hacía, parecieran tan armoniosos y deliberados. Y sin embargo no estaba seguro de fiarse del todo de ella. La criatura que había visto ese mismo día en el delirio de la sed, el jaguar que caminaba erguido sobre el lecho del desierto, podría haber sido una invención sin sentido de su mente torturada o podría haber sido Isabella en una forma más peligrosa y provocativa. Esas cosas podían pasar, razonó, así como Cristo se había alzado de la tumba o la Virgen surgía del cielo azul vacío.

Isabella movió las piedras durante un rato, musitando oraciones en su idioma, y al fin se detuvo, como si la disposición la hubiera satisfecho al fin o no se le ocurriera otro sitio en el que ponerlas. Se quedó sentada mirándolas, absorbiendo la información que le facilitaban.

—¿Qué es lo que dicen? —preguntó Blas.

Isabella se limitó a mirarlo brevemente a modo de respuesta. Si estaba preocupada o alarmada por lo que había visto en la disposición de las piedras no lo manifestó. Sencillamente las recogió con las manos y volvió a envolverlas en el fardo de tela. Y entonces, como todas las noches, le hizo la cama y puso al pie de la manta sus efectos personales: los zapatos que se hacían pedazos y la bolsa de tiro de jaguar que ella misma le había dado. Y sin que mediara una sola palabra entre ambos se perdió en la noche dirigiéndose al campamento de las mujeres de la chusma, llevándose consigo los secretos del futuro.


La Primera Brigada no volvió a sufrir los ataques de los indios cuando a la mañana siguiente reanudó la marcha hacia el norte en dirección al río Grande, aunque la sed y las enfermedades estaban siempre presentes. Blas se había ejercitado hacía mucho tiempo para no cavilar sobre la enormidad del viaje que tenían delante y se esforzaba por inculcarles a sus hombres la misma concentración en el presente. Se aseguraba de que marchasen en columnas, aunque otras compañías cercanas habían degenerado hacía tiempo, convirtiéndose en grupos rezagados de individuos desmoralizados. Al principio de la marcha los integrantes de la compañía de fusileros de Blas hablaban sin cesar sobre su destino y los progresos que hacían, pero ahora su mente sólo estaba ocupada en las siguientes pisadas y Blas suponía que eso era algo saludable.

Al otro lado del presidio del río Grande quedaban otros quinientos espantosos kilómetros de desierto hasta el pueblo de Béjar, que los rebeldes nortes le habían arrebatado al general Cos, y cuya caída ahora debía vengar Santa Ana. Blas lo había visto cuando pasaba revista a las tropas en San Luis y de nuevo durante los primeros días de la marcha, cuando el comandante en jefe, acompañado de su séquito y una escolta de jinetes, había pasado al galope junto a la columna en veloces caballos, adelantándose rápidamente a la Primera Brigada para unirse a la vanguardia del general Ramírez y Sesma, que incluso entonces se rumoreaba que había cruzado el río Grande. Blas agitó el chacó junto con sus hombres y gritó: «Viva el presidente» al paso de Su Excelencia, pero el entusiasmo que habían manifestado ese día ahora le parecía el pintoresco entusiasmo de la infancia.

De hecho, el único legado de ese antiguo entusiasmo era el paso brutal que mantenían: ocho, diez, a veces hasta doce leguas al día, con escasas provisiones para sustentarse y averías, deserciones y sufrimiento a cada paso. La noche anterior habían desaparecido nuevos carreros y arrieros civiles y hoy el camino estaba bloqueado a causa de las bestias desobedientes que habían dejado atrás. Blas condujo la columna junto a una recua de mulas huérfanas enjaezadas a una cureña que una dotación de artilleros intentaba devolver a empujones al camino. Las pobres criaturas, atormentadas por la sed, la fatiga y la enfermedad de la lengua, se quejaban miserablemente y arrastraban las pezuñas con furia mientras los ignorantes soldados las azuzaban con las puntas de las bayonetas.

Una hora después, cuando dieron la orden de detenerse, los soldados se desplomaron en la arena del borde del camino para apurar el agua de las cantimploras y mordisquear tortillas. Blas empleó el tiempo de la parada para visitar los carromatos ambulancia, que encontró gracias a las nubes de buitres que volaban en círculo sobre ellas. La media docena de hombres de la compañía que habían contraído la tifoidea estaban postrados en las carretas, gimiendo, junto con los restantes enfermos, con los uniformes apelmazados debido al vómito seco y los pantalones sucios a causa de la diarrea. El hedor era violento, tan intenso que parecía que los buitres que planeaban en lo alto se alimentaban sólo del olor. Los hombres alzaron un poco la cabeza y sonrieron al ver la cara de Blas, y uno o dos hasta consiguieron incorporarse y pedirle noticias de la compañía. Salas, el paciente más nuevo, también parecía el más grave, pero hasta él estaba lo bastante despierto para escuchar con interés mientras Blas les refería el ataque indio y la herida de flecha de Alquisira.

No vio a Alquisira en ninguna parte. Blas buscó el carromato del herrero mientras volvía con la compañía, pero sabía que las posibilidades de encontrarlo en un punto concreto eran escasas. La Primera Brigada estaba desperdigada durante kilómetros en aquel tosco camino del desierto, una interminable columna de vehículos averiados y bestias y hombres que se tambaleaban enloquecidos por la sed. El carromato podía estar en cualquier parte de la caravana o abandonado en algún punto al borde del camino, con los bueyes muertos o las ruedas de madera resquebrajadas por el aire seco. O quizá los arrieros que lo conducían se hubieran cansado del pasajero herido y lo hubiesen echado. El desconocimiento de la suerte y del paradero de Alquisira torturaba la conciencia de Blas. Debería haber salido en su busca la noche anterior en lugar de sucumbir a la fatiga tan sencilla y completamente. Y ahora a cada momento que pasaba empezaba a experimentar la convicción de que Alquisira ya estaba muerto, de que de hecho su muerte era lo que Isabella había visto en las piedras la noche pasada y que con su fatalista resignación le había parecido que era algo insignificante de lo que no merecía la pena hablar.

En el camino de regreso a la compañía Blas pasó dando tumbos ante campos de hombres postrados y jadeantes. Los soldados que disponían de la energía necesaria para aprovecharse del alto habían confeccionado toldos con sus finas mantas, sujetándolas sobre los extremos de los mosquetes. Otros se habían hacinado bajo el fondo de los carromatos, pero la mayoría estaban tumbados, expuestos al sol blanco, demasiado cansados y enfermos para buscar una escapatoria. Los bueyes perdidos, bramando de sed, se abrían paso entre la columna, y en todas partes se desencadenaban cruentas peleas de perros con tanta frecuencia que los hombres ni siquiera se molestaban en volverse a mirar.

Cuando llegó al batallón de Toluca Blas vio que el capitán Loera había hecho una desacostumbrada visita a la compañía.

—Ah, ahí está —exclamó el capitán al verlo. Estaba de pie entre los hombres, sujetando las riendas de una mula de aspecto aturdido—. El sargento Reina me ha dicho que ha ido a visitar a nuestros camaradas enfermos. Eso es encomiable. Y bien, ¿cómo se encuentran? Mejorando, espero.

—De momento no ha muerto ninguno, señor.

—Excelente. —De pronto se volvió hacia los hombres, como si acabase de advertir que estaban firmes de mala gana desde su llegada—. Por favor, por favor, amigos míos, siéntense. Necesitan descansar.

A continuación trató de levantarles la moral, alabándolos por su estoica resistencia, informándolos de que había una magnífica hacienda a escasos diez kilómetros de distancia en la que el ejército acamparía aquella noche junto a las orillas de un arroyo claro bordeado de álamos y de que con cada paso que daban se acercaban más a una gloriosa victoria sobre los rebeldes en San Antonio de Béjar.

Los hombres no se mostraron demasiado conmovidos, aunque gruñeron y asintieron con la cabeza cuando les pareció que la cortesía requería una respuesta. Por su parte el capitán Loera hacía aquellas afirmaciones como si las estuviera leyendo de un libro. Aunque contaba con la maravillosa ventaja de montar en una mula y dormir en una tienda él también había sufrido durante la marcha. Se le notaba en el rostro hundido y en el cuerpo antaño rechoncho que había enflaquecido por los estragos de la diarrea.

Cuando terminó de dirigirse a los hombres Loera volvió a montar en la mula y miró a Blas.

—Me gustaría hablar con usted, sargento primero —dijo.

Loera le propinó una patada a los flancos de la mula, que se dio la vuelta, y consiguió que la cansada bestia se pusiera en movimiento. Blas siguió al capitán mientras éste lo llevaba lejos del camino y se adentraba unas cincuenta o sesenta varas en el desierto áspero, donde sus hombres no pudieran oírlos. Sin bajarse de la mula, Loera se quitó el chacó y se dio palmaditas en lo alto de la cabeza, donde el cabello ralo estaba extendido en mechones sudorosos. Cuando volvió a ponerse el sombrero y miró a Blas unas bolsas de color gris intenso aparecieron debajo de sus ojos.

—Es cierto lo que les he dicho a los hombres sobre el campamento de esta noche —dijo—. Habrá agua en buen estado y puede que un poco de ternera comestible. Pero me temo que será el último golpe de suerte de la marcha. Está claro que las provisiones que esperábamos en el río Grande no están aquí y puesto que el pan duro que llevamos está casi agotado los hombres deben estar dispuestos a buscar comida hasta que lleguemos a Béjar.

—No hay nada que encontrar, capitán —repuso Blas. Estaba mirando al suelo, intentando reprimir la desesperación que sentía, mientras las lagartijas atravesaban como una centella el suelo del desierto tan deprisa que su mente y sus ojos apenas se percataban de su paso. Se preguntó si habría alguna forma de atrapar a aquellas criaturas con una trampa y si tendrían suficiente carne en sus delgados esqueletos para que mereciera la pena el esfuerzo. Además de las lagartijas no veía nada que pudiera proporcionarles sustento, sólo campos interminables de endebles plantas de creosota y las sombras de los buitres que planeaban.

—Más adelante hay bosques de mezquite —insistió Loera mientras contemplaba el paisaje monótono y temible, las colinas rugosas que se elevaban a ambos lados del resquebrajado valle desértico, los hombres de la columna desperdigados por el camino descansando hasta donde alcanzaba la vista, que no parecían tanto un ejército en marcha como uno masacrado y abandonado en el campo—. Se dice que sus frutos son nutritivos en cierta medida. Y me temo que habrá numerosas mulas y bueyes muertos para alimentarnos antes de que acabe el viaje.

Loera volvió a mirar rápidamente a Blas.

—Y la bruja —añadió—, ¿cómo se encuentra? Sigue viva, espero.

—Sigue viva, señor. Es una buena enfermera y los hombres confían en ella.

—Me complace oír eso. ¿No le dije que le sería útil, Montoya?

Se inclinó para darle una palmadita paternal en el hombro.

—Haga cuanto pueda por los hombres —dijo—. Que sigan vivos y dispuestos para el combate. Recuerde que sigue habiendo una guerra esperándonos al otro lado de este purgatorio.

El capitán le asestó a la mula una serie de feroces golpes en los flancos con los talones hasta que la criatura accedió a llevarlo a la comodidad de la tienda y la compañía de los demás oficiales.


Aquella noche, mientras acampaban junto al arroyo, Blas e Isabella salieron de nuevo en busca del carromato del herrero y tras muchas pesquisas finalmente lo encontraron ante los muros de la hacienda a la espera de que lo reparasen. Los hombres a los que Blas había pagado para que se ocupasen de Alquisira habían cumplido su palabra y encontraron al herido tendido confortablemente en una manta junto al carromato, mordisqueando enérgicamente un trozo de ternera chamuscada y bebiendo agua de la cantimplora que sus anfitriones le habían llenado en el manantial.

—¿Cómo se encuentra, Alquisira? —preguntó Blas con un tono más desenfadado que sus sentimientos. La sombría premonición que lo había afligido durante buena parte de la jornada (de que Alquisira estaba moribundo y desatendido o ya residía en una tumba poco profunda al borde del camino) se había desvanecido de repente como una fiebre opresiva y no sólo experimentaba alivio sino también la extraña convicción de que todo iba bien y que tal vez siguiera siendo así.

—La herida me duele, sargento —dijo Alquisira—, pero andar también es doloroso. Así que supongo que estoy tan bien como cualquiera de los demás.

Mientras hablaba observaba más bien intranquilo a Isabella, que estaba desenrollando el vendaje de la pierna. Retiró la cataplasma de nopal, sostuvo una vela ante la herida para examinarla y al cabo de un momento miró a Blas y a Alquisira con una expresión complacida.

—No está infectada —dijo Blas.

—Es el aire seco —repuso Alquisira—. Aquí las cosas no se pudren.

Isabella aplicó una nueva cataplasma a la herida y se puso a vendarla de nuevo con tiras de tela.

—Pero es posible que hubiera muerto sin ella —le confió Alquisira a Blas—. Me parece que nos trae buena suerte.

—Sí —asintió Blas.

—Ella se encargará de que todos lleguemos a Texas y volvamos de una pieza.

Isabella sonrió a la luz de la vela. Blas ignoraba si había comprendido el meollo de la conversación, pero sus ojos denotaban cierta satisfacción. Blas se sentía como imaginaba que debía de sentirse un esposo y padre al final del día, cuando la casa está protegida y silenciosa y su numerosa prole duerme en la cama. Pese a todas las privaciones que habían sufrido hasta el momento, pese a las que sabía que aún los acechaban más adelante, Blas se sentía afortunado. Cuando miraba a Isabella, en cuyos ojos relucía una compasión ultraterrena aunque tuviera los labios hinchados y cuarteados, se sentía más feliz de lo que había esperado sentirse jamás.


A medida que marchaban hacia el norte pasaron ante más tumbas al borde del camino, tumbas señaladas con toscas cruces blancas, a veces con el rosario del difunto enrollado en los brazos o la placa del chacó colgada de una cuerda. Asimismo había muchos animales muertos (bueyes, caballos, mulas y a veces perros) y una incesante acumulación de carromatos accidentados, pertrechos abandonados y montículos de pan duro estropeado. Al observar todos aquellos despojos Blas se preguntaba si quedaría algo del ejército cuando llegasen a Texas.

Se aproximaban al río Grande cuando el desierto puro dio paso a un terreno de arbustos enmarañados poblado de espinosos árboles de mezquite. Blas arrancó algunos frutos de los árboles y trató de masticar las semillas como había sugerido Loera, pero le produjeron arcadas.

Al término de una jornada llegaron a un campamento llamado El Sans en el que hicieron la cama como de costumbre bajo el cielo despejado. Ya estaban en febrero. La noche era fría, como lo habían sido todas las noches durante la marcha desde Monclova. Pero el frío se intensificó a medida que avanzaba la noche y se recrudeció aún más cuando salió el sol entre las esqueléticas ramas de mezquite. Las nubes que Blas vio aquella mañana no se parecían a las que había visto hasta entonces. Eran grises y majestuosas y cubrían el cielo como una bóveda tormentosa que albergaba una hermosa turbulencia.

Durante la marcha de aquella mañana Blas no dejó de mirar a las nubes. Eran exuberantes como las cosas que se encuentra en los sueños, aunque también percibía la amenaza que encerraban, la opresión descendente con la que empiezan las pesadillas. La temperatura no dejaba de bajar. Los hombres sacaron las túnicas y se cubrieron con las mantas. Los pies se les entumecían con las sandalias y Blas ordenó un alto para que se pusieran los zapatos. Isabella fue corriendo llevando uno de sus zapatos en cada mano. Ella no tenía zapatos y su esbelto cuerpo se estremecía bajo el vestido de algodón. Blas le echó una manta alrededor de los hombros. Ella protestó, meneando la cabeza. Los labios cuarteados se le habían puesto azules y le castañeteaban los dientes. Blas la obligó a aceptar la manta y la mandó de regreso a la chusma, donde quizá se calentase un poco subiéndose a un carromato o al menos caminando detrás de un buey a sotavento.

El viento arreció. Se enredaba en el pañuelo del chacó de los soldados haciendo que restallase como una vela, y los que no se habían acordado de atarse las correas bajo la mandíbula comprobaron que el tocado salía dando brincos sobre las plantas de creosota. Atravesaba la túnica de lana de Blas, la piel cuarteada de los zapatos, afilado y violento como una estocada de sable. El cielo se oscureció y se puso tenso y a media tarde empezó a nevar. Jamás había visto la nieve. Muy pocos soldados de la compañía lo habían hecho. Si no hubieran estado temblando de frío y aterrorizados ante la noche cruenta que se avecinaba quizá hubiesen contemplado los silenciosos copos de nieve como una bendición del cielo.

Pero en lo que les parecieron apenas unos instantes la apacible nevada se recrudeció hasta convertirse en un turbulento vacío blanco. Era lo más improbable que Blas habría imaginado encontrar. Sabía que existían las ventiscas, pero suponía que se producían en el lejano norte, en las praderas desiertas en las que Coronado había buscado las ciudades doradas o en el terreno montañoso y abrupto de Alta California. Una ventisca en el desierto al sur del río Grande era algo tan inesperado y fantástico como un elefante.

Los pies de los hombres ya estaban sepultados en la nieve. El camino había dejado de existir. Blas no veía sino a escasas varas de distancia y en una o dos ocasiones el violento remolino de nieve lo cegó por completo, dejando sólo una blancura vaporosa y sofocante.

Los hombres gritaban de terror y soledad. Blas se tropezó con un buey que se había perdido y se había interpuesto en la fila de la marcha. Cayó y se cortó la rodilla con una roca.

—¡Cazadores! —exclamó al tiempo que se levantaba—. ¡Agarraos a la bandolera del hombre que tenéis delante! ¡Caminad despacio y con cuidado!

Pero el aullido del viento se apoderó de sus palabras en cuanto salieron de su boca y se las llevó. No dejaba de tropezarse con los cuerpos de los hombres que habían caído, a los que calmaba a base de bofetadas y ponía de nuevo en pie. Los soldados se aferraban a su bandolera como si fuera la falda de su madre. Se desplomó varias veces, arrastrando a cinco o seis hombres en la caída, a los que los arengó para que se levantaran a pesar de los pies entumecidos y amoratados y se adentrasen en la blancura que no llevaba a ninguna parte, ni hacia delante ni hacia atrás, sino que sólo se internaba más profundamente hasta el infinito.

Al fin se hizo evidente que el ejército no podía continuar avanzando. El camino se había perdido bajo la nieve y en aquella tumultuosa blancura la percepción instintiva de los humanos de la dirección que debían tomar también estaba sepultada. Les ordenaron que acamparan y se dispusieran a pasar la noche dondequiera que estuviesen. Cuando Blas les transmitió aquella orden los cazadores se arracimaron a su alrededor como si pudiera ofrecerles una respuesta a su miseria. Parecían tan asustados y aturdidos como si de pronto se hubieran encontrado en la luna en lugar de la tierra que conocían. Se encogieron ante los embates del frío viento, aferrando las mantas patéticamente finas sobre sus hombros. Tenían el bigote y las cejas cubiertos de hielo. Sus rostros denotaban una expresión de dolor absoluto y abyecto.

En algún punto del ejército había carros que llevaban leña, pero nadie sabía dónde estaban. Blas envió a dos pelotones a por leña, aunque los árboles de mezquite que los rodeaban sólo se veían intermitentemente en la tormenta de nieve y sabía que las ramas estarían verdes y no prenderían fácilmente. Ordenó al corneta que llamase a retreta cada cinco minutos para que los destacamentos de leña encontrasen el camino de vuelta. Después reunió a veinte hombres y se internó a tientas en la tormenta hasta que dio con cuatro carros de provisiones de la compañía. Ordenó a los arrieros que los vaciasen, guardasen todo cuanto no pudieran usar de inmediato para refugiarse y los volcasen de costado de modo que formasen una barrera contra el viento. En seguida, con la madera que robaron de las cajas o las partes menos esenciales de los propios carros, encendieron hogueras que con el tiempo se calentaron lo bastante para quemar la leña verde que los recolectores entumecidos y casi exánimes les habían llevado desde los bosques de mezquite.

Después no quedaba sino aguantar. Los hombres se aferraban unos a otros a sotavento de las carretas derribadas. Ya pocos podían moverse o hablar siquiera. La fuerza se les iba con los temblores. En un par de ocasiones Blas intentó que cantasen, confiando en que aquello les levantase el ánimo, pero nadie lo secundó, y no estaba seguro siquiera de que su voz fuese audible más allá de los confines de su propio cráneo.

Las hogueras se extinguían a una velocidad alarmante y parecía que las llamas consumían la madera verde sin producir ningún calor perceptible. Blas organizó una nueva expedición para recolectar leña, seleccionando a los hombres más fuertes, los que pensaba que tenían más posibilidades de sobrevivir. El sol se había puesto hacía mucho tiempo, el frío era inconmensurablemente más cortante, pero la noche era extrañamente invisible. Era como si la horrible blancura del día se hubiera hecho más profunda e impenetrable.

Los hombres gimieron cuando los condujo hacia el viento mordiente. De inmediato el insignificante calor de las hogueras les parecía un lujoso refugio. Blas percibía el frío como un violento ataque. No sentía la presa sobre la hacheta que llevaba y le preocupaba que se le hubiera resbalado y estuviera fuera de su alcance. Hurtado estaba detrás, aferrándose a su bandolera, imitando cada uno de sus pasos. Los restantes equipos habían sido engullidos. Llegaron a los árboles. Las vainas de semillas restallaban en el viento. La nieve acumulada les llegaba casi a las rodillas y Blas sabía que las posibilidades de que encontrasen madera muerta en el suelo eran pocas. Tenían que cortar las ramas vivas, que eran finas y tiesas y estaban cargadas de nieve. Las espinas se les clavaban en las manos. Blas y sus hombres no tenían las fuerzas ni las herramientas necesarias para talar los troncos de los árboles y procurarse el duramen de los gruesos troncos que les permitirían sobrevivir a aquella noche con relativa comodidad. Lo único que podían hacer Hurtado y él era tratar de cortar las ramas más pequeñas, que bailaban en el viento como látigos. Blas sujetaba las ramas firmes, lacerándose las manos con las espinas, mientras Hurtado empuñaba la hacheta con ambas manos y, debilitado y cegado por la nieve, asestaba hachazos en el punto en el que éstas se adherían a los árboles. Erraba el blanco con frecuencia, a veces cortaba el aire y otras simplemente hendía el tronco.

Después de un esfuerzo interminable sólo habían amasado un endeble montoncito de madera, combustible suficiente para unos diez minutos de aquella larga noche. Pero era lo único que podían acarrear y Hurtado estaba temblando incontrolablemente.

—Volvamos —propuso Blas. Hurtado asintió con la cabeza y partió en una dirección indiscriminada, pues tenía la mente tan entumecida como el cuerpo. Blas lo detuvo y lo sujetó hasta que oyeron el toque de corneta y se dirigieron hacia él. Otros miembros del destacamento de leña surgieron de la tormenta y se unieron a ellos en el camino de regreso; cada hombre llevaba una carga de madera en las manos hinchadas y sangrantes. Al fin divisaron las hogueras que emitían un tenue brillo en la niebla, la visión más grata que Blas había contemplado jamás. Soltó la madera directamente sobre una de las hogueras y le ordenó al corneta que siguiera tocando retreta hasta que se hubiera quedado asegurado de que habían vuelto todos los recolectores de leña. Y a continuación se derrumbó cerca de las llamas. El fuego le reavivó las manos ensangrentadas y congeladas, que fueron presa de un dolor estridente. El calor repentino y las llamas que se elevaban al consumirse la madera nueva eran casi peores que el frío. La forma en la que el dolor de las manos no cesaba de intensificarse le recordaba a un toque de corneta infernal, un alarido, una nota eterna que nunca cambiaba de tono ni daba paso a la música.

—Sargento —dijo Reina después de que hubiera transcurrido quizá una hora. Estaba señalando con la cabeza a una figura que se hallaba al otro lado de la hoguera, al otro lado de las formas encogidas y miserables de los cazadores que se habían congregado ante las llamas. Una figura endeble y temblorosa que sólo llevaba sandalias y un vestido de algodón provista de una manta para protegerse del frío.

—¡Dejadla pasar! —gritó Blas—. ¡Dejadla pasar!

Los soldados arrastraron los pies bajo las mantas para franquearle el paso a Isabella. Blas se levantó, la cogió en volandas y la envolvió en su regazo como si fuera una niña cuando volvió a sentarse. La estrechaba con tanta fuerza para mantenerla caliente que temía romperle los huesos. Ella no dijo nada, sólo temblaba entre sus brazos. Había sido una locura dejar a la chusma, pensó, una locura adentrarse en aquella noche cruenta y sofocante. Era un milagro que lo hubiese encontrado, que no estuviera muerta, aquella muchacha del lejano Yucatán que durante su infancia sólo había conocido el calor húmedo de los bosques y que jamás había imaginado que existiera el frío mortal.

Blas no la reprendió por haberse internado en la tormenta; sólo intentó mantenerla viva abrazándola. Después de largo rato empezó a percibir que un poco de calor se inflamaba en su cuerpo. Y después sintió que le transmitía aquella tibieza como si estuvieran compartiendo aquella terrible noche en una misma carne. Por increíble que fuera, se durmió; de vez en cuando el viento helado le arrancaba la consciencia. Y luego despertaba de nuevo en la tormenta implacable, sin dejar de aferrar a Isabella contra el pecho mientras los hombres se apretaban unos contra otros a ambos lados. Algunos gemían de dolor y desesperación; otros esperaban la llegada de la mañana en un lúgubre silencio. En los momentos de vigilia Blas se preocupaba nuevamente por los enfermos de los carromatos ambulancia, por Alquisira, postrado junto a un yunque. Pero no podía hacer nada. Y tener consigo a Isabella le infundía esperanzas. Era cierto; ella era la misma vida. Se había aventurado en la tormenta para acompañarlo, para darle confianza y fortaleza. Gracias a ella sobreviviría, y gracias a él sobrevivirían sus hombres; no sólo a aquella noche, sino a la larga guerra que se avecinaba.

Volvió a sumirse en el sueño hasta que un sonido sofocado y desesperado lo trajo de vuelta.

—¿Qué pasa? —gritó reflexivamente, antes de comprender siquiera que estaba despierto ni acordarse de la terrible situación en la que se hallaban.

—Es esa mula —dijo Hurtado.

Se descorrió el velo de un remolino de nieve y Blas vio la forma de una mula fuera de la hoguera y el apretado círculo de hombres que se encogían alrededor de ella. La mula no cesaba de emitir un rebuzno torturado que era lo bastante penetrante para hender el viento pero sin embargo parecía extrañamente amortiguado. El animal se perdió de vista en una nueva ráfaga de viento y cuando volvió a revelarse más claramente una brillante pátina de hielo le cubría el hocico.

—¡Que alguien calle a esa mula! —exclamó uno de los cazadores—. Que alguien le dispare.

—Tengo las manos demasiado entumecidas para apretar el gatillo —repuso otro al cabo de un largo silencio en la que la mula continuó torturándolos con sus gritos.

—No puede respirar —dijo Blas. Dejó a Isabella en los brazos de Hurtado, que estaba sentado junto a ellos, se incorporó sobre las piernas entumecidas y acalambradas y aferró una hacheta. Se abrió paso dando tumbos entre los montículos cubiertos de nieve que representaban a sus hombres dirigiéndose a la mula. La criatura seguía rebuznando presa del pánico, pero aparentemente fue lo bastante prudente para no escapar cuando Blas alargó la mano para cogerle una oreja y con la otra la golpeó en el hocico helado con el borde romo de la hacheta. El hielo que le cubría las aletas del hocico se quebró como el cristal de una ventana y la mula se puso a bufar y resoplar y, embriagada por el milagro de la respiración, empezó a pavonearse de un lado a otro al débil resplandor de la luz de la hoguera.

Blas regresó a su puesto y volvió a coger a la muchacha en brazos. Durante toda aquella noche interminable la mula retornó con el hocico cubierto de hielo y los cazadores se turnaron para levantarse con la hacheta y devolverle la respiración. Como Blas la había salvado, nadie deseaba verla morir.