CAPÍTULO 23
NADIE LES impidió entrar en la misión, aunque había más de una docena de hombres apostados dentro de la batería de artillería frente a la puerta sur y a Mary le parecía que habría sido prudente darle el alto a cualquiera que entrase a caballo.
—Aquí viene otro perro —comentó uno de los hombres cuando Profesor entró trotando tras ellos—. Ya son un perro y dos gatos.
—Bueno, entonces los mejicanos no tienen ninguna oportunidad —intervino otro, y hubo unas carcajadas débiles y nerviosas.
Edmund estaba llevando el caballo prestado a través de la puerta cuando estuvo a punto de derribarlo una estruendosa explosión. El caballo dio un salto violento, golpeándose el plano de la cabeza contra la arcada de la garita, le arrebató las riendas de la mano y corrió aterrado por el patio abierto.
—¡Agáchese! —exclamó dirigiéndose a Mary, y ambos se agazaparon en la relativa seguridad de la arcada. Los hombres del tambor exterior se habían arrojado contra el terraplén, esperando una andanada enemiga, pero no hubo más explosiones y en seguida se hizo evidente que el ruido procedía de la artillería del propio Álamo.
—¡Caballeros! —oyeron que alguien exclamaba desde el rincón suroeste del complejo. Edmund salió arrastrándose de debajo de la puerta y vio a William Travis de pie en la cumbre de una rampa de artillería mientras una espesa nube de humo de pólvora se disipaba a su alrededor como un espíritu.
»El sonido que acaban de oír —estaba explicando Travis— era la detonación de nuestro cañón de dieciocho libras. Era en respuesta a esa bandera roja que ven a lo lejos, en lo alto de la catedral. Era mi forma de decirles a los mejicanos que no tenemos intención de rendirnos, que no tenemos intención de huir ¡y que por Dios pueden irse derechitos al infierno!
Parecía que Travis esperaba un rugiente coro de aprobación, pero la mayoría de los defensores parecían enervados por el repentino estallido del cañón y otros (los que estaban apostados en la rampa este detrás de la iglesia, por ejemplo) estaban demasiado lejos para oír al comandante y se volvían unos hacia otros con expresiones de perplejidad.
Edmund miró a Travis, que estaba junto al cañón, con una mano en la empuñadura de la espada y la otra agitando dramáticamente el sombrero. Habría parecido casi cómico, se dijo, si no hubiera sido por su intensidad, que no traicionaba el menor atisbo de miedo ni de duda. Edmund recordó la confianza desenvuelta que Travis había demostrado durante el único encuentro de ambos en San Felipe el año anterior y se desanimó al pensar que aquel drástico joven presidía sus destinos en una situación que a su juicio sólo podía redimirse mediante la diplomacia más exquisita.
Un extraño silencio flotó sobre El Álamo después del cañonazo de Travis. La mayoría de los hombres estaban congregados cerca de las baterías o desperdigados en los muros, tendidos cuan largos eran apuntando hacia el pueblo con los rifles y observando a las tropas mejicanas que continuaban entrando en la plaza e instalando emplazamientos de artillería. Mary miraba sucesivamente de un hombre al siguiente, esperando encontrar a Terrell, pero no pudo dar con él. Pero sin duda estaba en El Álamo. Quizá estuviera en uno de los edificios, apostado en las fortificaciones de la iglesia o a lo largo de la empalizada, emplazamientos que estaban fuera de su campo de visión.
—Ése es un edificio robusto —observó Edmund, señalando al convento en el que Mary había visitado anteriormente el hospital del segundo piso—. Vaya allí y me reuniré con usted en cuanto pueda.
—¿Adónde va?
—A coger a ese caballo. —Señaló al extremo opuesto del patio, donde el caballo renegado estaba pavoneándose en círculos nerviosos junto al muro norte, bajo y decrépito.
—Antes quiero volver a ver a Bowie —dijo Mary—. Su habitación está de camino y puede que Terrell se haya presentado ante él mientras yo estaba fuera.
Edmund asintió distraídamente. La desesperación por la pérdida de la obra de su vida se había filtrado en sus venas y una parte de él se maravillaba ante el hecho de que aún le importase vivir. En todo caso, las presentes circunstancias no hacían nada para alentar esa expectativa. Le parecía que sólo había dos resultados: que los mejicanos atacasen y todos fuesen abatidos o que Travis entrara en razón y rindiese la guarnición, en cuyo caso tal vez algunos serían perdonados, aunque él no. A él lo llevarían al paredón y lo fusilarían por haber asesinado al patriota centralista don Osbaldo Espinosa mientras estaba orando de rodillas en la capilla.
Sintió la mano de Mary en la cara, un contacto brevísimo, y después ella se fue sin decir otra palabra, desapareciendo al otro lado de una puerta en la pared de la garita. Edmund se sobrepuso y se dispuso a cruzar el patio para recuperar el caballo.
—¿Ese caballo es suyo? —dijo un hombre (un oficial, supuso Edmund) que estaba de pie en una batería de tres cañones pequeños levantados sobre una rampa de tierra de escasa altura adyacente a la entrada principal. El oficial tenía una mecha lenta en la mano y estaba dispuesto a abrir fuego contra el enemigo si éste conseguía irrumpir por la puerta.
—Sí, lo es —replicó Edmund mientras pasaba.
—Llévelo inmediatamente al corral. No podemos tener estampidas de caballos en el patio. ¿En qué compañía está? ¿Es que no tiene un rifle?
Edmund no se molestó en contestar. Fue hasta el otro extremo del patio en la soledad de su propia desesperación. El caballo estaba asustado pero no huyó de él, simplemente se quedó arrastrando las riendas por el suelo, esperando su llegada, esperando el consuelo de un contacto humano. Edmund resolvió en ese momento montar en el caballo y salir cabalgando por la puerta y enfilar el camino de González. No deseaba tanto escapar como intimidad y silencio para meditar sobre su enorme desconsuelo. Aquella guerra continuaría perfectamente sin su participación. No obstante, mientras alargaba la mano hacia las riendas sintió la plomiza convicción de que jamás volvería a ver a Mary, de que ella entendería que salir de El Álamo sin detenerse para despedirse ni explicarse era un rechazo que jamás podría subsanar.
El caballo debió de oír el silbido grave del lejano obús un instante antes que él. Cuando se disponía a coger las riendas el animal las levantó de la tierra con una sacudida; Edmund lo miró a los ojos, vio que se habían puesto blancos de miedo y entonces oyó la granada que describía un arco hacia los muros de El Álamo con la mecha encendida chisporroteando en el aire.
El proyectil arañó el techo de paja inclinado de uno de los edificios del muro oeste y descendió rodando hasta el suelo a diez metros de donde estaban Edmund y el caballo. Los artilleros mejicanos habían calculado mal la duración del trayecto de la granada y habían cortado la mecha demasiado larga, de modo que en lugar de explotar en el aire como debía se quedó girando frenéticamente en el suelo en estrechos círculos.
Había un montón de tela mohosa y cajas astilladas en el lado este del patio y Edmund giró sobre los talones y fue corriendo hacia la escasa protección que ofrecía. Oyó que alguien gritaba: «¡Bomba!» y «¡Agachaos!» y vio a hombres en todas partes buscando confusamente en vano una posición menos vulnerable.
La granada explotó antes de que hubiese llegado a la tela. Si hubo algún ruido no lo oyó, aunque fue consciente de un intenso destello blanco y del sonido de esquirlas metálicas cuando se desencadenó una lluvia rápida que salpicó los muros de piedra a sus espaldas. Profesor, que iba corriendo justo delante de él, chilló y derribó una carretilla. Edmund fue golpeado en la espalda por algo poderoso y romo que pareció levantarlo del suelo unos centímetros y lo arrojó flotando de pie hacia el montón de toldos grises. Aterrizó violentamente al otro lado, hundiéndose en la desnuda tierra de invierno, y se quedó tendido un momento con un zumbido en los oídos mientras consideraba lentamente la proposición de que quizá no estaba muerto.
—Puedo andar —les dijo a los dos hombres que salieron corriendo del refugio de los barracones para aferrarlo por los hombros y llevárselo a rastras. Ellos no le prestaron atención y siguieron arrastrándolo de todas formas. Sus rostros estaban crispados de miedo, el cielo estaba lleno del ruido de otra granada. Aquella explotó correctamente en el aire apenas unos segundos después de que hubiesen entrado en los barracones. Los tres se arrojaron sobre el suelo de piedra. La habitación era larga y oscura, con apenas dos ventanas con postigos. Había docenas de hombres agazapados contra las paredes, empuñando sus rifles, y a la luz que se filtraba a través de las rendijas de los postigos y de las troneras toscamente excavadas Edmund distinguió la figura tallada de un santo en el rincón que lo observaba desde una repisa sobre el hogar, su rostro de madera desprovisto de sangre contemplándolo con un escrutinio sobrenatural.
—¿En qué compañía estás? —preguntó uno de los hombres que lo había rescatado, intentando aparentar despreocupación mientras continuaba el bombardeo. A los reverberantes oídos de Edmund parecía tan lejano como alguien que lo llamara desde la otra orilla de un río.
—No estoy en ninguna compañía —repuso.
—Me había parecido verte con Cummings y sus hombres —dijo el otro—. Por lo menos el caballo que está tirado ahí fuera es el de Cummings.
El hombre estaba sosteniendo la puerta entreabierta y cuando Edmund se asomó a través de ella vio al caballo tirado y roto en un campo de sangre. Su pecho corpulento seguía moviéndose lentamente y miraba fijamente al suelo con los ojos abiertos como si hubiera decidido darse la vuelta sobre el lomo y contemplar las nubes que pasaban. Una de sus patas estaba rota en un ángulo tan acusado como el de la pata de una mesa de cocina y otra había desaparecido por completo. Edmund la divisó a veinte metros de distancia sobre el montón de tela hacia el que había salido corriendo para protegerse.
—Supongo que ésa te habrá dado un buen golpe —comentó el hombre.
—¿Qué quieres decir? —dijo Edmund.
—Esa pata de caballo —insistió el hombre, después de que otro obús explotase en lo alto—. Te golpeó en la espalda como un garrote. O a lo mejor estabas demasiado ocupado para darte cuenta.
—¿Dónde está mi perro? —preguntó Edmund, repentinamente consciente de la ausencia de Profesor.
—Lo tengo aquí mismo —exclamó alguien. Cuando Edmund se volvió hacia la voz vio a un hombre de mediana edad ataviado con ropas caras que sujetaba a Profesor en el regazo. El perro miraba fijamente a Edmund como si no lo reconociera, la metralla le había arrancado el cuero cabelludo, que colgaba en un pliegue ensangrentado sobre el ojo izquierdo—. Sospecho que tiene las ideas un poco confusas, pero se pondrá bien —añadió el hombre—. Pero necesitará que lo cosan.
—Que alguien le traiga aguja e hilo al congresista Crockett —dijo uno de los hombres.
Terrell estaba en la caballeriza junto a la capilla quitándole la brida a Verónica cuando se inició el bombardeo. Ese día había hecho esforzarse a la yegua, cabalgando en ella hasta las colinas Alazán y vuelta para después unirse a la frenética carrera hasta el cercano rancho de un simpatizante tejano para llevarse una docena de reses. Acababan de conseguir apretar el pequeño rebaño en el corral cuando estalló el cañón de dieciocho libras de Travis, que hizo que cundiera el pánico entre las reses y los caballos.
Verónica estaba acostumbrada a los disparos pero no a las explosiones atronadoras y cuando el cañón disparó bailó por el corral con las orejas apretadas contra la cabeza y Terrell precisó unos instantes para tranquilizarla y alejarla de las reses aterrorizadas hasta la caballeriza que había al otro lado de la pared de adobe.
—¿Por qué ha disparado el cañón? ¿Es que los mejicanos ya nos están atacando? —le preguntó a un hombre llamado Crossman, de Pennsylvania, que estaba con los Grises de Nueva Orleans, había acompañado a la expedición del ganado y había entrado en el fuerte unos minutos antes que él.
—Cállate un momento —dijo Crossman. Terrell escuchó. Oyó que Travis estaba haciendo un discurso, su voz se transmitía débilmente desde muy lejos al otro lado del fuerte.
—No oigo lo que está diciendo —dijo Terrell.
—Yo tampoco —replicó Crossman—, pero que me cuelguen si me quedo aquí en este establo más de lo necesario.
Estaba quitando apresuradamente las cinchas de la silla. Tenía la capucha de forraje sobre la cabeza como si fuera un paquete y el cabello áspero y sucio le llegaba hasta los hombros.
Terrell retiró la pesada silla del lomo de Verónica y la llevó a la antigua celda monacal que ahora hacía las veces de sala de arreos improvisada. Sillas y mantas de caballo descansaban en el suelo unas encima de otras y las bridas estaban todas desordenadas en un rincón de la estancia. Algunos hombres habían grabado o quemado sus iniciales en las sillas para volver a encontrarlas y Terrell deseó que se le hubiera ocurrido hacer lo mismo porque en lo sucesivo, sospechaba, no habría más que conmoción y hombres agarrando el primer equipo que tuvieran al alcance de la mano.
Le estaba quitando la brida a Verónica cuando oyó el siseo de la primera granada en el cielo y la explosión al otro lado de los barracones. Los quince o veinte caballos de la caballeriza, Verónica entre ellos, se sumieron en un pánico agitado y Terrell y Crossman tuvieron que abrirse paso a la fuerza sorteando sus cuerpos en movimiento para llegar a la seguridad de la sala de arreos.
El segundo obús explotó en la esquina de la iglesia, a escasos metros de ellos, y Terrell sintió que el metal caliente cortaba el aire y carne de caballo en todas partes. Los murciélagos salieron en tropel de la iglesia y volaron tontamente sobre las cabezas de los asustados caballos.
Llegaron a la sala de arreos en el mismo momento, cuando un tercer obús detonaba sobre el patio de la iglesia y otro explotaba demasiado alto en el aire para causar demasiados daños aunque descargó una lluvia de esquirlas de metal caliente sobre el tejado. Terrell miró por la puerta. Todos los caballos estaban milagrosamente en pie, aunque algunos estaban ensangrentados, y los artilleros de la rampa al otro extremo estaban empezando a incorporarse y palparse para comprobar si estaban heridos.
—¿Te han dado, chico? —le preguntó Crossman.
—Creo que no —respondió Terrell.
—Me parece que tengo un trozo de algo en el brazo —dijo Crossman, extrayéndose una cuña roma de metal del antebrazo, admirándola un instante y arrojándola a un lado.
—Tienes pelo por toda la camisa —observó Terrell.
—Vaya, ¿a que es lo más raro que has visto en la vida? —comentó Crossman, inspeccionado una extraña medialuna de cabello caído que le cubría los hombros. Se levantó el sombrero—. ¿Se me ha caído todo? ¿Todavía me queda algo ahí arriba?
—Tienes mucho —le aseguró Terrell, y entonces se percató con una vergüenza abrumadora que su propio cuerpo lo había traicionado a causa del pánico. Apretó la mandíbula y apartó la vista, lleno de repulsión ante su propia impotencia.
—Yo también me cagué en los pantalones una vez —intervino Crossman con calculada indiferencia—. Cuando tomamos Béjar estaba al lado de Ben Milam cuando le volaron la cabeza y no me podría haber aguantado aunque me hubiesen ofrecido una caja llena de oro.
Sonrió amablemente, se sacudió el pelo de los hombros y alargó la mano.
—Dámelos, hijo. Me los llevaré al pilón y me encargaré de que nadie note la diferencia.
—Te lo agradezco —dijo Terrell, quitándose los pantalones. Le estaba más agradecido a Crossman que a nadie que hubiera conocido en la vida.
Después de que Crossman le devolviera los pantalones los dos esperaron un rato más y cuando parecía que no caían más obuses salieron al patio de la iglesia.
—Crossman, coge el rifle y súbete al muro ahora mismo —ordenó un capitán con acento inglés llamado Blazeby mientras pasaba corriendo ante ellos dirigiéndose a la batería del norte.
»Y tú —le dijo a Terrell—. ¿Cuál es tu afiliación?
—¿Señor?
—¿Qué compañía?
—La compañía de Bowie, señor.
—¿Te han asignado un puesto?
—Aún no, señor.
—Pues entonces preséntate ante Bowie o Travis y que te den uno lo más deprisa posible.
En la habitación de Bowie las dos mejicanas estaban dando palmaditas al fino polvo que había caído del techo y cubría la manta del coronel. Les temblaban las manos mientras lo hacían y el bebé no había cesado de chillar desde la primera de las explosiones.
Mary estaba temblando en el rincón, esperando el siguiente bombardeo o un ataque abierto. Oía a los oficiales que estaban llamando a sus hombres fuera y pasos en el techo sobre ella mientras los francotiradores volvían a sus puestos en lo alto de la garita, pero toda aquella actividad le parecía desastrada y descoordinada. Tenía la sensación de que no había núcleo en aquella guarnición, ni fuerza alguna que la guiase. El propio Travis, a juzgar por el atisbo que había tenido de él, le parecía un hombre que intentaba imponerse a un torbellino.
—Maldita sea, ¿por qué habrá disparado Travis ese cañón? —tronaba Bowie desde su lecho de enfermo—. ¿Es que los mejicanos necesitaban más provocaciones?
Bowie estaba considerablemente más animado que al principio del bombardeo. Cuando Mary entró en la habitación estaba tendido en la cama, gimiendo y mirando fijamente al techo, y cuando la miró su mente tardó un rato en aclararse.
—¿Has encontrado a tu hermano, Mary?
—Al que estoy buscando es a mi hijo, Jim. Terrell.
—Ay, demonios, sí —dijo, y entonces estalló la primera granada y los hombres empezaron a entrar a raudales por la puerta y agazaparse contra las paredes.
Uno de los hombres que había entrado corriendo en los aposentos de Bowie para refugiarse era un capitán llamado Juan Seguín, que entabló una larga y acalorada discusión con Bowie mientras los obuses explotaban y las aullantes esquirlas metálicas se estrellaban contra las paredes y se alojaban en la puerta de madera.
Ahora que el bombardeo había acabado Bowie estaba dictándole una carta en español a Seguín, que estaba sentado en una silla de respaldo duro con una pierna echada elegantemente sobre la otra, anotando fluidamente las palabras, sugiriendo una expresión diferente de vez en cuando. Bowie hablaba tan despacio que Mary creyó discernir la esencia de la carta. Parecía tratarse de una disculpa por el cañonazo de Travis y una oferta para parlamentar. Cuando Seguín hubo escrito la carta se la ofreció a Bowie para que la firmase. La mano del enfermo le temblaba tanto que Mary se acercó a su cama para sujetársela y a pesar de ello la firma era un garabato tan desastrado como si el hecho de estamparla hubiese requerido su última fuerza mortal.
Bowie le dijo a Seguín en español que le enseñara la carta a Travis y se la entregara a las líneas mejicanas.
—Es probable que ese idiota de Travis la rompa en pedazos, por supuesto —le confió Bowie a Mary cuando se fue Seguín. La miró con sus ojos febriles y esforzados.
»Nunca pensé encontrarme en un apuro semejante, Mary —confesó—. Si no me falla la memoria, nuestras aventuras fueron más bien agradables.
—Saldrás de ésta, Jim.
—No me importaría tanto morir si pudiera hacerlo con un poco de colorido.
Ella estaba buscando palabras para contrarrestar su fatalismo cuando alguien llamó a la puerta. Bowie exclamó: «Adelante» y allí estaba Terrell con una mugrienta camisa de caza y una chaqueta y una vaga tracería de barba en la cara. Empuñaba el rifle de su padre. Miraba a Bowie y no vio a Mary en un rincón de la habitación.
—El capitán Blazeby ha dicho que le pregunte dónde debo situarme. Sé disparar este rifle bastante bien y me parece que necesitamos francotiradores en…
—Por amor de Dios, hijo —lo atajó Bowie—. Hay que ser descortés para no decirle hola a tu propia madre.