CAPÍTULO 39
TERRELL ESTUVO dos días en la cabaña del vaquero. Las provisiones que había hallado se habían agotado el segundo día, pero consiguió matar una gran serpiente de cascabel que había salido de su madriguera de invierno para tenderse al sol sobre una roca plana. Arrojó la camisa sobre la serpiente enrollada, se abalanzó sobre ella y la mató a pisotones. No tenía cuchillo ni herramientas para encender una hoguera, de modo que se limitó a arrancarle la carne con la punta rota del hierro de marca y se la comió cruda.
Al día siguiente se puso de nuevo en marcha atravesando el campo abierto a pie y cuando cayó la noche había encontrado el camino de González. Lo siguió hacia el este hasta el cruce, sin aventurarse jamás en el propio camino, sino dando tumbos cautelosamente a la sombra de éste. El camino estaba desierto y le ofrecía una superficie lisa que sus pies ampollados encontraban un lujo mayor que la comida, pero no estaba dispuesto a rendirse a sus tentaciones.
Siguió el camino durante dos días, sin otro alimento que las cebollas silvestres que lograba encontrar y arrancar del suelo con la mano buena. Volvió a marearse, y aunque el dolor del brazo estropeado y la mano se había apaciguado un poco, seguía palpitando a cada paso que daba, y a medida que sanaba la horrible herida los dedos se le contraían cada vez más.
La noche del segundo día llegó a los charcos del encinal. Allí había una hoguera encendida en las márgenes del manantial. Terrell escrutó durante largo rato al hombre que estaba sentado junto a ella antes de decidirse a pedirle ayuda desde los árboles. El hombre era mejicano, estaba vestido con apenas unos harapos y cuando oyó su voz en la oscuridad gesticuló con el brazo para que se acercase a la hoguera.
Había fulminado a una tortuga caimán de un tiro en el agua y estaba asando tiras de carne de tortuga en palos.
—Siéntate, joven —ordenó.
Retiró uno de los palos y valiéndose del cuchillo sirvió la carne de tortuga en un plato de porcelana, nada menos. Terrell depositó el plato en el suelo y se llevó la carne a la boca con la mano buena. El hombre también había hecho tortillas y mientras él comía desmigó chocolate en un cazo de agua, divagando incesantemente en español.
Dijo que se llamaba Encarnación, pero Terrell sólo entendió su nombre y que era metatero. No le interesaba la guerra y quizá ni siquiera fuera consciente de ella. Parecía tan profundamente satisfecho con sus actuales circunstancias, tan completamente absorto en las opiniones indescifrables que no dejaba de expresar, que Terrell resolvió que era un lunático. Pero sabía que le había salvado la vida y la loca indiferencia del metatero lo serenó de algún modo cuando se acostó aquella noche junto a la hoguera, y durmió normalmente por primera vez en lo que le parecían varias semanas.
Por la mañana, el metatero le dio comida suficiente para una semana, si se lo tomaba con calma, y un saco para llevársela. Le dio asimismo un viejo cuchillo de talla que había afilado tantas veces que sólo tenía media hoja. El hombre insistió en afilarlo por última vez, afeitándose una franja de vello del antebrazo y examinándola con una profunda y satisfecha atención.
Terrell estimaba que tardaría dos días y medio en llegar a González, pero el pueblo ya no estaba. Todos los edificios estaban quemados, todos, y sólo quedaban en pie maderos chamuscados. Pero camino abajo encontró granjas cuyos campos se habían librado de la quema y cuyas casas aún estaban en pie; sus habitantes las habían evacuado con tanta prisa que las despensas y los pesebres aún estaban cargados de comida y el ganado desnutrido gemía en los establos.
En una de aquellas casas hasta encontró ropa que ponerse, una camisa de percal y unos pantalones en buen estado que le sentaban más o menos bien. No había zapatos pero encontró ungüentos para las ampollas y algodón limpio para vendarlas.
Estaba saliendo de la casa cuando un grupo de cinco jinetes lo sorprendió en el medio del campo. Sabía que era inútil huir, así que se quedó donde estaba hasta que llegaron, a la espera de la suerte que le llevaran. Acertó a ver desde la distancia que no llevaban uniforme, de modo que no eran lanceros ni dragones, pero podía tratarse de vaqueros que trabajasen para uno de los terratenientes centralistas leales a Santa Ana y en consecuencia tan mortíferos como ellos.
Pero los jinetes formaban parte de una de las compañías montadas de espías de Houston. Habían recorrido el camino de Molino desde el Guadalupe en busca de columnas mejicanas y ahora se dirigían a Mina siguiendo a las fuerzas del general Gaona, que según se decía lideraba uno de los tres ejércitos enemigos que había partido de Béjar hacia las colonias.
Gracias a ellos Terrell averiguó que El Álamo había caído, que todos los hombres que había conocido allí (el señor McGowan, Travis, Crockett, Bowie, Sparks, Roth y Robert Crossman, que tan amablemente lo había salvado de la vergüenza cuando se había ensuciado los pantalones de miedo) habían muerto y que habían arrojado sus cadáveres a las llamas de modo que sólo quedaban cenizas, grasa humana y huesos calcinados.
Los miembros de la compañía de espías habían oído que las mujeres y los niños se habían librado, pero no pudieron decirle a Terrell nada específico sobre el destino de su madre. Si no estaba muerta, especularon, era posible que estuviera con las columnas de refugiados que estaban huyendo hacia el Sabinas. Terrell no les explicó que había participado en el asesinato del ranchero ni que era muy posible que si había sobrevivido a El Álamo se dirigiese a una prisión mejicana. En el transcurso de las semanas siguientes, mientras acompañaba a la compañía de espías de un extremo a otro del sendero de Goucher, siguiendo los pasos del ejército de Gaona desde San Felipe hasta Brazoria, practicó la disciplina de no permitir en ningún momento que la preocupación por su madre se convirtiera en un pensamiento preponderante. Béjar era ahora un bastión mejicano. Si Mary estaba allí o se dirigía a las profundidades de Méjico por el Camino Real no podía hacer nada por el momento. Lo único que podía hacer era unirse a sus camaradas texanos y luchar con ellos para obtener una victoria que cada día que pasaba parecía más improbable.
Cuando la compañía lo encontró llevaban consigo caballos de sobra y fue uno de ellos, un caballo castrado de color bayo y pecho ancho llamado Botón, el que montó de un extremo a otro de la pista y el que lo puso a salvo en repetidas ocasiones cuando hostigaban a la caravana de equipajes de Gaona o entablaban escaramuzas con los lanceros. La primera semana tuvo que atarse al cuerpo la muñeca y la mano rotas pata montar a caballo; de lo contrario las oleadas de dolor habrían hecho que se desmayara en la silla. Le dieron una pistola de arzón y aprendió a cargarla sujetando la culata entre las rodillas y metiendo la pólvora y la bala hasta el fondo con la mano izquierda. Pero no podía cargar la pistola a caballo, de manera que en cuanto la disparaba dejaba de hostigar al enemigo. Algunos de los jinetes blandían sables, todos tenían cuchillos bowie, o afirmaban que lo eran, y discutían sin cesar sobre cuál de ellos se parecía más al cuchillo que el difunto héroe había usado en El Álamo. Terrell sólo tenía la hoja delgada y pelada que le había dado el metatero y en una batalla a caballo o un enfrentamiento de otra clase habría sido prácticamente inservible, sobre todo con la mano diestra lisiada y contraída como la garra de un pájaro.
Un día de abril estaban sentados en los caballos en una ondulada elevación de la pradera, contemplando la columna de Gaona mientras ésta marchaba hacia el sur recorriendo el sendero que discurría entre el San Bernardo y el Brazos. Las lluvias habían hecho que floreciese la tierra y grandes campos de amapolas y altramuces se extendían en todas direcciones formando estanques y sumiéndose en las siluetas de las oquedades de la pradera abierta. Las flores silvestres llegaban hasta la rodilla del ejército de Gaona, que aplastaba los pétalos con las sandalias, intensificando el aroma que ya flotaba en el aire tan denso como una cortina.
—Bueno, ya no vamos a Nacogdoches, eso está claro —comentó el líder de la compañía de espías. Se llamaba McGehee. Estaba bebiendo sorbos de una botella de vino abandonada que habían encontrado recientemente en una de las granjas desiertas, junto con un ahumadero lleno de jamones y un granero cargado de algodón que ya habían desmotado y cardado—. O bien el hijo de puta se ha perdido o ha decidido ir hacia la costa para echar una mano a la otra columna.
McGehee decidió que aquella información era lo bastante interesante para transmitírsela a Houston. Le dio a Terrell uno de los jamones y una botella de vino y le dijo que siguiera el Brazos hasta la plantación de Groce, donde se había instalado el ejército de Texas después de que Houston hubiese decidido una vez más no presentar batalla en el Colorado.
Terrell esperaba que hubiera casi dos mil hombres acampados en la plantación de Groce, pero los centinelas que salieron a su encuentro ante el campamento y lo condujeron al ayudante de Houston le dijeron que casi medio ejército había desertado porque su jefe era un cabrón arrogante y cobarde que no se plantaba ni para mear. Le relataron la masacre de los hombres en Goliad y le explicaron que algunos que habían escapado a las armas mejicanas habían llegado al campamento semanas después con toda la carne consumida, el cuerpo cubierto de agujas de cactus y los ojos enloquecidos por lo que habían visto.
Cuando lo llevaron a la tienda de campaña de Houston descubrió al general sentado en el suelo con las piernas cruzadas sin botas ni calcetines, trazando ecuaciones en la tierra con un palo. Sus pies eran inmensos y asombrosamente pálidos, como una especie de tubérculo gigantesco. Estaba sentado al lado de un niño más pequeño que Terrell pero descarnado y consumido como un anciano.
—Estoy intentado enseñarle a este muchacho la regla de tres —dijo afablemente Houston—. No se acuerda de su nombre, así que lo llamamos Tad.
Terrell se identificó como el soldado Mott y le dijo que tenía noticias sobre los movimientos de Gaona. Le explicó que parecía que Gaona se estaba dirigiendo al sur en dirección a Brazoria y que probablemente se encontraría con las fuerzas de Urrea si no se apartaba de la ruta.
—Bueno, pues no encontrará al archienemigo en persona —comentó Houston, alegrándose de la noticia. Borró los números de la tierra con el palo y empezó a trazar líneas de movimientos militares—. Santa Ana está bastante al este de aquí —musitó mientras arañaba el mapa—; se dirige a Harrisburg, según me han dicho mis exploradores. Sesma está aquí y Urrea está aquí abajo en alguna parte, y ahora me dices que Gaona va hacia el sur siguiendo el Brazos. Juraría que el ejército de Santa Ana está desperdigado como un moco en un estornudo. ¿Mott, has dicho?
—Sí, señor.
—¿Es posible que haya conocido a tu madre? ¿Es la señora Mott, de El Álamo?
Terrell sintió que se le contraía el cuero cabelludo.
—¿Está muerta?
—No, me complace decir que no lo está. Acompañó al ejército durante una temporada y desapareció justo después de que nos informaran de que los hombres de Fannin habían sido capturados. Hockley y yo suponemos que fue a Goliad, pues estaba convencida de que estabas con Fannin y de que iban a fusilar a todo el ejército, lo que resultó ser una idea perspicaz.
Houston se volvió hacia el muchacho silencioso.
—Tad estaba en Goliad, ¿verdad, hijo? Consiguió escapar de algún modo y se internó en el desierto como un profeta de la Biblia. ¿Qué te ha pasado en la mano, soldado Mott? Tenemos un médico que debería echarle un vistazo.
El médico se llamaba Labadie. Le explicó que los huesos se habían soldado y los tendones se habían contraído, de modo que lo mejor que podía hacer era hacerle añicos la mano con un martillo y volver a empezar desde el principio. Lo dijo riéndose, y Terrell, asombrado a su pesar, también se rió.
McGehee le había dicho que no volviera con la compañía de espías porque regresarían pronto. Le preguntó al ayudante de Houston ante quién debía presentarse y éste le dio el nombre del comandante de una compañía que andaba escaso de hombres debido a la reciente retahíla de deserciones.
El ayudante le explicó cómo se llegaba al campamento de aquella compañía, pero antes de presentarse se adentró unos cientos de metros en los bosques. Se sentó debajo de un roble, observó los petirrojos en la maleza y escuchó los aullidos de las garzas en el cielo. Sus facciones se crisparon, su pecho se contrajo y exhalaba con tanta fuerza que si lo hubiera sorprendido un desconocido habría pensado que estaba sufriendo un ataque, en lugar de un simple acceso de llanto. Cuando acabó le dolían las costillas y le goteaba la nariz, pero aún no podía dejar de pensar en las piras funerarias en El Álamo.
Cuando atravesó de nuevo el campamento pasó ante un grupo de hombres que habían formado un círculo alrededor de un oficial que estaba leyendo en voz alta el Telegraph. El periódico seguía circulando de algún modo, aunque la propia Texas estaba sumida en un caos tan abyecto que apenas podía decirse que existiera.
—¡Los espíritus de los poderosos caídos! —proclamaba el oficial que estaba leyendo el periódico—. Os habéis ganado el honor y el descanso: la chispa de la inmortalidad que animaba vuestros cuerpos encenderá una llama y Texas, y el mundo entero, os rendirán tributo como a los semidioses de los tiempos antiguos…
Hasta que el oficial leyó los nombres de Travis, Crockett y Bowie no se dio cuenta de que se estaba refiriendo a El Álamo.