CAPÍTULO 34

LA MERA presencia de Telesforo al lado del negro no era suficiente para garantizar su seguridad. Después de haberlo rescatado de los escombros del convento se vio obligado a volver a rescatarlo varias veces, manteniendo a raya a sus compatriotas mejicanos a punta de espada cuando se precipitaban contra el prisionero con sus bayonetas. Los hombres estaban ciegos y enloquecidos por la batalla. Estaban hambrientos de algo vivo que matar.

Telesforo le dijo repetidamente al negro que no tuviese miedo mientras atravesaban el patio de El Álamo, que estaba lleno de cadáveres tan recientes que sus entrañas expuestas humeaban en el frío amanecer. Algunos nortes se convulsionaban de agonía, pero no durante mucho tiempo, puesto que el menor movimiento atraía a un enjambre de soldados que aún no habían tenido ocasión de hundir sus bayonetas en la carne del enemigo.

Telesforo había matado a hombres aquella mañana, pero lo había hecho en el honorable fragor de la batalla, y la carnicería cobarde y la profanación que tenían lugar a su alrededor lo avergonzaban. En una ocasión la tomó con un soldado histérico que le estaba cortando el escroto a un rebelde muerto, ordenándole que se detuviera, pero el soldado se limitó a mirarlo con los ojos vidriosos, sopesó el horroroso trofeo en la mano y se fue.

Telesforo lo habría seguido y lo habría matado de no haber sido por el negro, cuya seguridad estaba en sus manos. Entre tanta violencia repugnante y sin sentido se sentía orgulloso y satisfecho porque no sólo había salvado una vida, sino que en el proceso había liberado de la esclavitud a un alma subyugada.

Se quedó con el negro a la sombra de una de las casas del muro oeste del complejo. Telesforo le hablaba con tonos tranquilizadores y el hombre daba muestras de entender al menos una palabra o dos de español, porque de vez en cuando asentía vigorosamente con la cabeza mientras contemplaba horrorizado la mutilación de sus antiguos amos. El autoproclamado custodio del negro, Telesforo oía los gritos y los gemidos implorantes de los mejicanos heridos dentro y fuera de los muros. Le preocupaba la suerte de su amigo Robert Talon, al que no había visto desde que se encaramasen juntos a los muros y se separasen en el cruento combate para ocupar una posición de artillería.

Los heridos estaban recibiendo las desmañadas atenciones de sus amigos, pero el ejército en conjunto aún estaba ocupado profanando los cadáveres enemigos y registrando los edificios con la esperanza de hallar un último piquete de lastimosa resistencia. Telesforo sabía que sólo la llegada de Santa Ana impondría el orden correspondiente y se alegró cuando el presidente general entró en el complejo por la puerta sur; no se había puesto un uniforme de gala sino que llevaba un uniforme de campaña ordinario y contemplaba la destrucción con un interés frío y profesional.

—Venga conmigo —le dijo Telesforo al negro, conduciéndolo al otro lado del patio, donde Santa Ana estaba conferenciando con Almonte y algunos otros oficiales superiores que habían sobrevivido al combate.

Telesforo llevó al negro hasta el grupo y siguió pacientemente a Santa Ana mientras éste se paseaba entre la devastación, esperando a que le llegase el turno de hablar. El general Cos estaba instando a Santa Ana a que se retirase a uno de los edificios, puesto que aún existía la posibilidad de que quedaran tiradores enemigos vivos. El coronel Almonte le suplicó a Su Excelencia que ordenase la requisa de los carros de los ciudadanos de Béjar para trasladar a los heridos a los puntos del pueblo que se habían designado como hospitales.

Santa Ana emitió algunas órdenes en ese sentido y se volvió al fin para reparar en la presencia de Telesforo. El presidente tenía una inquietante expresión de mansedumbre en la cara. La suya era la única cara de El Álamo que no estaba embadurnada de humo ni sangre.

—Me alegro mucho de ver que ha sobrevivido, teniente —dijo—. ¿Quién es éste hombre que me trae?

—Un negro, Su Excelencia. Me parece que se trata de un esclavo.

Santa Ana sonrió al negro y alargó la mano. El negro se la estrechó, aunque débilmente y titubeando, como si fuera la primera vez en su vida que hubiera hecho un gesto semejante.

—Bienvenido a la libertad, amigo mío —dijo Santa Ana al negro, que no lo entendió, se volvió hacia Almonte y le ordenó que lo interrogase en su lengua.

»Bien hecho, Villaseñor —dijo Santa Ana—. Me alegro de poder liberar a este desventurado. Ha contribuido a…

—¡Su Excelencia! —exclamó el general Castrillón desde el otro lado del patio. Se aproximaba con urgencia y lo seguían, bajo custodia, cinco nortes supervivientes, temblorosos y ensangrentados, uno de los cuales no cesaba de enarbolar una patética tira de tela de color presumiblemente blanco que estaba gris y mugrienta por el humo de la batalla.

—¿Quiénes son esos hombres? —le preguntó bruscamente Santa Ana.

—Los han encontrado escondidos y desean rendirse. Les he ofrecido mi protección.

—En esta guerra no se toman prisioneros, general. ¿Es que no lo he dejado claro muchas veces?

—Pero seguro que son más valiosos como prisioneros que como…

—Mátelos.

—¡Están bajo mi protección!

—¡Villaseñor! —exclamó repentinamente Santa Ana con un tono de impaciencia asesina—. Haga el favor de matar a estos hombres ahora mismo.

Allí estaba la decisión de su vida. La reconoció perfectamente: seguir el curso del honor o el de la adulación. Así pues, lo asombró comprobar lo deprisa que tomaba la decisión, que de hecho no hubiera escogido en absoluto.

—Vosotros —dijo, señalando a una docena de hombres del batallón de San Luis que esperaban ociosamente junto a la batería rebelde a ese lado de la puerta—, venid conmigo.

Los hombres obedecieron al instante, conscientes de que se hallaban bajo la mirada del comandante supremo. El propio Santa Anta cogió al negro por el codo y se alejó sin decir otra palabra hacia el otro extremo del fuerte.

Castrillón dirigió una mirada severa a Telesforo y se alejó asimismo. Telesforo ignoró la mirada; ignoró la repugnancia biliosa que lo embargaba. Ordenó a los fusileros que pusieran a los prisioneros contra la pared de la garita y cargaran los mosquetes. Los prisioneros, obedientes, no se movieron. Algunos estaban llorando y suplicando, otros estaban de rodillas y rezaban en voz alta, pero había un hombre vigoroso y formidable que le gritaba maldiciones infantiles, tartamudeando furiosamente que chingara a su madre.

Telesforo quería que la ejecución fuera ordenada y eficiente, pero antes de que los soldados tuvieran ocasión de disparar ese hombre intentó dirigir una huida desesperada y la tarea degeneró en una carnicería desordenada y apresurada; tuvieron que rematar a la mayoría de los prisioneros moribundos con estocadas de bayoneta. El propio Telesforo abatió con la espada a uno de los fugitivos. El norte cayó al suelo, miró estupefacto a Telesforo mientras las entrañas palpitantes se le salían del cuerpo y murió con una atronadora emisión de gases.


Joe oyó las maldiciones y las súplicas de los condenados mientras atravesaba el complejo en compañía de Santa Ana, pero no miró hacia atrás, sobre todo cuando empezó el tiroteo. Pero uno de los prisioneros, un hombrecillo llamado Warner, se separó de los demás y fue abatido a menos de seis metros de distancia, y Joe no pudo evitar ver a los mejicanos armados con bayonetas que convergieron sobre él.

Mientras esto sucedía, la cara de Santa Ana no denotaba más expresión que una roca. Antes de que los gritos de Warner se extinguieran siquiera se volvió hacia Joe y le dijo algo en español.

—Quiere saber si está dispuesto a enseñarle los cadáveres de Travis y Bowie —tradujo un oficial que hablaba inglés— y el del político americano llamado Crockett.

Joe dijo que así lo haría y Santa Ana sonrió, le tocó en el hombro y dijo en inglés:

—Gracias, amigo mío.

Joe lo condujo al muro norte y subió por la rampa que llevaba a la batería en la que había visto caer a Travis. Aún estaba allí, aunque le habían perforado el cuerpo con bayonetas y lo habían puesto boca abajo. Alguien le había quitado el abrigo, las botas y el chaleco rojo.

—Ese es el coronel Travis —dijo Joe al oficial anglófono, y éste se agachó para darle la vuelta al cadáver para que Santa Ana lo viese. Al hacerlo pareció que Travis miraba fijamente a Joe con sus ojos muertos, aunque miraba más allá de él como había hecho en vida.

Santa Ana le dijo algo al oficial, que se volvió hacia Joe.

—Se pregunta si sabe cuántos años tiene. Le parece muy joven.

—El señor Travis tenía veintiséis años.

Santa Ana asintió cuando se lo tradujeron y siguió a Joe por la extensión del fuerte hasta la habitación en la que había estado Bowie. Su cuerpo estaba tendido en el suelo. Alguien le había roto el cráneo con la culata de un mosquete y había salpicado la pared con sus sesos. Joe tuvo ciertas dificultades para encontrar a Crockett, puesto que no sabía dónde había estado durante la batalla, pero finalmente localizó a alguien que se le parecía delante de la iglesia, y cuando le limpiaron la mugre del rostro Joe contempló una versión tensa y perversa de la sonrisa campechana que había lucido en vida y que había atraído a los hombres hacia él en los momentos más duros del asedio.

—Me pide que le dé las gracias —dijo el oficial después de que Santa Ana contemplase el cadáver de Crockett— y le recuerde que no tiene nada que temer de nosotros. Su Excelencia desea entrevistarlo sobre la situación en Texas cuando se haya recuperado un poco del estrés de la batalla.

Santa Ana se quitó el sombrero, volvió la cara hacia el sol naciente y observó las horribles visiones del complejo de El Álamo como si le satisficieran. Después sonrió de nuevo a Joe y dijo algo en español mientras contemplaba la fachada manchada de sangre de la iglesia y los cuerpos enmarañados que aún ensuciaban el patio. Joe creyó que Santa Ana seguía hablando con él y le preguntó al oficial qué había dicho.

—Ha dicho que no ha sido más que una pequeñez —contestó éste.


Al cabo de unos instantes, los hombres que habían combatido por El Álamo habían formado en filas mutiladas en el centro del complejo, donde Santa Ana se dirigió a ellos entre la obscena exhibición de los muertos enemigos. Se vio obligado a imponerse a los gritos de sus propios heridos, a los que estaban depositando en carros y camillas para trasladarlos desde el fuerte hasta el pueblo. Alabó la valerosa devoción de los soldados, lloró a los que habían muerto y se compadeció del dolor de los heridos, aunque en los años venideros sus compatriotas mejicanos mirarían esas heridas con respecto y admiración. Ese día se habían hecho muchos grandes sacrificios y todos ellos habían quedado grabados en el corazón del presidente general. Texas se había salvado y ellos eran los hombres que la habían salvado.

Blas escuchó las palabras del discurso, pero no surtieron más efecto en su espíritu atormentado que la floreciente luz del día. Desde donde estaba, con el perro pacientemente instalado a su lado, veía el cuerpo de Alquisira que seguía apoyado en la pared de la casa donde había caído, con los ojos abiertos como si estuviese prestando atención a las observaciones de Santa Ana, las manos apretadas e inertes. Los supervivientes de la compañía estaban con Blas en filas. Faltaba la mitad. Aún no podía saber cuál había sido el destino de todos ellos, pero muchos estaban muertos. Epigenio Reina había sobrevivido, pero no así Alquisira, Salas, Petralia, Hurtado ni el capitán Loera. Como los había mantenido vivos contra toda esperanza durante aquella larga y horrible marcha jamás se le había ocurrido que no los estaba guiando a la seguridad sino al sacrificio.

La tarea de salvar a los heridos, encontrar y retirar los cuerpos de los amigos muertos, trasladar y quemar los cadáveres de los enemigos abatidos, se prolongó durante todo el día. Los que habían tomado parte en el asalto estaban exentos de aquellas faenas horribles y agotadoras, pero Blas se quedó para asegurarse de que los heridos de su compañía estuvieran lo más cómodos posible cuando los carros se los llevaban, y después se quedó con los muertos para ayudar a mantener a raya a las aves carroñeras que ya habían aparecido y describían círculos en el cielo sobre El Álamo como grandes remolinos de ceniza.

Por la tarde, después de que se hubiesen llevado a buena parte de los muertos, empuñó el rifle y se alejó del fuerte en dirección al puente que salvaba el río. El perro lo siguió, aunque Blas no le había dicho nada en todo el día. No había comido nada desde el desayuno de medianoche durante las largas horas que habían precedido al ataque, pero mientras se tambaleaba levemente la idea de la comida le producía náuseas. Se puso detrás de una de las paredes chamuscadas de las casas que habían quemado los rebeldes y vomitó. Al inclinarse, la bolsa de tiro de jaguar se balanceó de la correa delante de sus ojos y las borrosas manchas negras en la superficie amarilla empeoraron la desorientación e intensificaron las náuseas que sufría. Se la quitó y la habría dejado allí tirada si no hubiese recordado que se la había dado Isabella y que quizá albergara cierto poder que era peligroso abandonar.

Así pues, se la echó al hombro y siguió caminando. Ya había grandes pilas de rebeldes muertos a ambos lados de El Álamo. El ejército había pasado toda la tarde recogiéndolos y contándolos (doscientos cincuenta y cuatro, había declarado alguien) y ahora los cadáveres estaban colocados con una precisión arquitectónica entre capas alternativas de madera y sebo, esperando con la extraña obediencia de los muertos a que les prendieran fuego.

El perro y él cruzaron el puente y enfilaron la calle mayor. No se habían alejado mucho cuando Blas oyó los gritos de los heridos que emanaban del edificio de la plaza que habían designado como hospital. Pero en cuanto entró comprobó que no era un hospital, sino un simple almacén. No había camas, ni catres, ni camas de paja. Los hombres formaban una alfombra convulsa en el suelo; aullaban de agonía y clavaron sus ojos en Blas cuando entró como si pudiera darles alguna esperanza. No había médicos, no había médicos en ninguna parte. Algunas mujeres del pueblo deambulaban entre los heridos, desgarrando la ropa de cama para confeccionar vendas, y los soldados que no estaban tan lastimosamente heridos trataban en vano de ocuparse de sus camaradas. El hedor de la sangre, el vómito y los excrementos, la visión de los huesos dentados al descubierto y los intestinos relucientes, los gritos de dolor que eran tan estridentes e inhumanos que parecían los bramidos de una invisible bestia burlona en las profundidades de la selva; Blas había visto todo eso antes, pero jamás en cantidades tan confusas y desordenadas. Encontró a tres hombres de su compañía; uno tenía un brazo destrozado que había que amputarle, otro jadeaba a causa de una herida de cuchillo en el pecho y el tercero había recibido tres o cuatro disparos en otros tantos puntos; todas las heridas eran peligrosas pero ninguna era necesariamente fatal.

Abandonó el edificio y fue a la plaza, donde el perro lo esperaba oculto bajo un carro averiado. Blas tenía intención de ir corriendo al campamento del batallón en busca de Isabella, pero ella ya estaba allí, de pie en los escalones de la iglesia, esperándolo tranquilamente como si hubiera estado allí desde los albores del mundo. Tenía los brazos llenos de telas para confeccionar vendas.

Cuando Blas la vio algo se desencadenó dentro de él y rompió a llorar mientras un grupo de dragones pasaba arrastrando marañas de matorrales para las piras funerarias. Isabella no intentó consolarlo. Su expresión era tan impasible y plácida como siempre, como si supiera todo lo que ocurría, lo hubiera sabido siempre y ella sólo existiera para observarlo.

—Ayúdalos —le dijo Blas, señalando al hospital, cuando logró articular palabra.

Isabella le tocó la mano; miró al perro que lo había seguido.

—Lo he salvado —explicó Blas—. No he podido salvar a mis hombres, pero lo he salvado a él.

Ella parpadeó comprensivamente, le soltó la mano y se fue tranquilamente para hacer lo que pudiera por los desventurados pacientes del hospital.


Después de haber ejecutado a los prisioneros rebeldes Telesforo buscó a Robert Talon, pero no lo encontró en ninguna parte entre los vivos ni los muertos. Al fin un sargento de los zapadores le informó de que el teniente Talon había resultado herido en el combate y lo habían llevado en carro al hospital.

Telesforo echó una ojeada al supuesto hospital y decidió llevarse a su amigo de aquel lugar de obvia e inevitable muerte. Aunque Robert suplicaba que no volviesen a moverlo, Telesforo hizo que algunos hombres de su unidad construyeran una camilla confortable y llevasen al herido a la casa del dependiente. Le habían destrozado la rodilla de la pierna derecha de un disparo de escopeta y Telesforo supo con una sola ojeada al hueso mutilado que había que amputarle el miembro lo antes posible.

Aunque no había cirujanos cualificados en el ejército, Telesforo había oído que en Béjar había al menos uno o dos individuos que, gracias a la larga experiencia en las luchas indias, habían adquirido las habilidades necesarias para amputar un miembro. Dejó a Robert al cuidado de la mujer que cocinaba para ellos y se fue corriendo al edificio del cuartel general en la plaza para solicitar sus servicios.

Santa Ana no estaba allí (había ido al hospital para levantar los ánimos a los heridos) pero encontró a Almonte, Castrillón y algunos otros miembros del Estado Mayor encargándose de la urgente cuestión de atender a los heridos y ocuparse apropiadamente de los muertos.

—¿Qué es lo que quiere, Villaseñor? —le preguntó Almonte con un tono impasible y frío mientras consultaba al alcalde de Béjar sobre la capacidad del camposanto—. Como puede ver, hay asuntos desesperados que requieren nuestra atención.

—Mi amigo, un teniente de los zapadores, necesita que le amputen una pierna.

—Como otros, me temo. ¿Dónde está su amigo?

Telesforo le dio la ubicación. Almonte asintió secamente y le aseguró que le mandaría al mejor de aquellos improvisados cirujanos en cuanto fuera posible. Pero no dijo nada más, ninguna palabra cordial de ninguna clase, simplemente se volvió de nuevo hacia el alcalde asediado. Y cuando Telesforo pasó ante Castrillón al salir el general le dirigió una mirada de desprecio deliberado.

De vuelta en la casa del dependiente, esperó la llegada del cirujano con Robert Talon durante toda la tarde.

—La perspectiva de perder la pierna no me preocupa —dijo Robert, respirando con cuidado entre oleadas de dolor—. La perdí honorablemente por una causa noble. Pero admito, amigo mío, que no sé cómo soportaré el dolor de que me la corten.

—El cirujano lo hará rápidamente.

—Seguro que grito. Antes imaginaba que podía soportar el dolor como un espartano, pero ahora descubro que la sola idea me convierte en un cobarde lloroso. Perdóname: no te he preguntado cómo fue tu experiencia en la batalla.

—Estoy deshonrado, Robert.

—¿Deshonrado?

—Santa Ana me ordenó que ejecutase a cinco hombres que habían intentado rendirse. Era una misión deshonrosa y todo el ejército vio lo deprisa que la llevaba a cabo.

—No podías desobedecer una orden, Telesforo.

Pero hasta en las reconfortantes palabras de Robert Telesforo advertía una nota tentativa que no acertaba a distinguir del desprecio. Era cierto que estaba obligado a obedecer las órdenes de su comandante en jefe, por desagradables o (suponía) despiadadas que fueran. Pero ¿por qué Santa Ana había recurrido primero a él en lugar de Castrillón o alguno de los restantes oficiales cercanos que tenían más rango y compostura? Sin duda la única respuesta era que Santa Ana sabía que podía contar con que Telesforo llevase a cabo aquella tarea inhumana sin decir palabra, que no vacilaría en sacrificar su honor a cambio del favor continuado de Su Excelencia y que en la base de su carácter no había nada más firme que la obsequiosa ambición.

El hombre que se presentó al fin para realizar la operación era un ranchero viejo y malhumorado con un delantal empapado de sangre. Había llevado como ayudante a su hijo, un muchacho de no más de doce años que dispuso las herramientas de corte en una mesa sin decir una palabra mientras su padre examinaba por encima la herida de Robert. Robert intentó sostenerle la mirada, pero el ranchero estaba cansado y se mostró impasible, y en todo caso era evidente que no podía ofrecerle ningún consuelo.

—Tendrá que ayudarme —le dijo a Telesforo—. Mi hijo no puede sujetar el colgajo y apretar las arterias al mismo tiempo.

—Lo ayudaré, desde luego —dijo Telesforo.

—Bien —contestó el ranchero—. Pues pongámonos manos a la obra de inmediato para que este pobre hombre pueda dejar atrás el sufrimiento lo antes posible.

Aunque fuera indocto, el hombre era rápido y seguro con el cuchillo y la sierra, y su hijo resultó ser un ayudante imperturbable. Telesforo tampoco apartó la vista mientras sostenía entre las manos un gran colgajo de músculo y piel de Robert, mientras la sangre brotaba frenéticamente un instante antes de que atasen cada uno de los conductos, mientras los gritos de su amigo reverberaban en la habitación. Habría ocupado el lugar de Robert si eso hubiera comportado la restitución de su honor. Pero era imposible curar su herida, ningún dolor era lo bastante grande para cauterizar la vergüenza que sentía en el alma.


A Joe le vendaron la herida superficial en la pierna y le dieron ropa que los mejicanos habían liberado de una de las tiendas texianas de Béjar. Era prefabricada y aunque no le valía era mejor que los paños domésticos grasientos y empapados de sangre que llevaba. Un oficial mejicano se los llevó y no se los devolvió. Antes de que le dieran la ropa lo acompañaron a una habitación en la que había una palangana y un espejo y contempló su rostro crispado y avejentado y la oscura barba que le había crecido bajo los ojos.

Todo el mundo hablaba sin cesar del hecho de que ahora era un hombre libre, pero había un centinela delante de la puerta que al caer la noche entró en la habitación como si le perteneciera, espetó algo en español y se mostró enfadado y exasperado cuando Joe no lo entendió ni reaccionó. Al fin el guardia se limitó a indicarle que lo siguiera y lo condujo a una estancia al otro lado de la plaza en la que Santa Ana estaba bebiendo brandy con sus oficiales.

Santa Ana se levantó y le dio una palmadita en la espalda como si fuera un perro y el mismo oficial que había traducido anteriormente (que ahora se presentó como el coronel Almonte) le preguntó a Joe si quería tomar asiento y contestar algunas preguntas para satisfacer la curiosidad de Su Excelencia sobre la rebelión.

Joe se sentó en una dura silla española y escuchó mientras lo interrogaban: ¿Cuántos hombres armados había en Texas? ¿Cuántos eran colonos y cuántos voluntarios de los Estados Unidos? ¿Cuál era la disposición del rebelde común hacia el supuesto gobierno de Texas? ¿Sabía si se había declarado la independencia, y en ese caso, si dicha declaración había contribuido a dirimir las disputas entre las diversas facciones o las había intensificado? ¿Cuántos esclavos había en Texas? ¿Podían contar con que se levantaran en armas en defensa de su libertad? ¿Cuál era la postura de las tribus indias, sobre todo los comanches, en el conflicto? ¿Había visto desbordarse el Colorado o el Brazos? ¿Y el Neches? ¿El Angelina? ¿Cuáles eran los pasos de transbordadores más activos? ¿Sabía si había puentes permanentes? ¿Había visto a militares con el uniforme de los Estados Unidos? ¿Se hablaba con frecuencia del presidente Jackson en El Álamo? ¿Y del general Gaines? ¿Cuál había sido la actitud de los defensores hacia Samuel Houston?

Joe procuró contestar a aquellas preguntas. No veía ninguna razón para reservarse aquella información. Aunque sentía cierta tristeza sombría por los hombres que habían perecido en El Álamo, se sentía tan distante de sus asuntos que cuando estaban vivos.

Pero lo cierto era que podía ofrecer muy pocas respuestas y al final Santa Ana dejó de hacerle preguntas. Los hombres hablaron entre ellos en español durante largo rato, ignorándolo igual que habían hecho Travis y los demás, y finalmente Almonte le indicó que se levantara y Santa Ana se le acercó y le puso unas cuantas monedas mejicanas en la mano.

—Su Excelencia está deseoso de encargarse de usted —tradujo Almonte—. Pero primero le pide que vaya a González y transmita al líder rebelde de allí (creemos que puede ser Houston) la rapidez y la decisión con la que ha sido derrotada la guarnición de El Álamo.

»Después nos gustaría que se convirtiera en nuestro embajador a los negros de Texas, para que les comunique los sentimientos benévolos de nuestro gobierno hacia ellos y la indignación que nos produce su injusta servidumbre. Deben saber que a los ojos de la República mejicana son hombres y mujeres libres y que cuanto antes sean derrotados sus amos antes llegará el día de su liberación.

Joe salió de nuevo a la plaza, preguntándose quiénes eran y quién creían que era él. Estaban llenos de palabras, tan enamorados de sus floridos discursos como los hombres de El Álamo. Entre aquellos hombres no era un esclavo, pero seguía sintiéndose como si lo fuera, pues no le prestaban verdadera atención y lo empleaban a modo de caja de resonancia para sus pomposos sentimientos.

Recorrió la calle con el guardia; un guardia que no habría sido necesario si fuera realmente libre. La nueva chaqueta de tela le quedaba grande y estaba áspera. El aire de San Antonio de Béjar estaba lleno de los gritos de los heridos y los moribundos en el hospital y aunque estaban a oscuras los destacamentos funerarios seguían trasladando afanosamente carros llenos de soldados muertos. Se respiraba un fuerte olor a carne grasienta y quemada. Cuando observó la larga calle mayor y más allá del puente vio dos grandes hogueras que ardían lentamente refulgiendo en las tinieblas.

—¿Qué están quemando ahí? —preguntó en inglés al guardia, aunque antes de que hubiese articulado las palabras la respuesta se le hizo evidente.