LA BATALLA DE LAS FLORES
21 de abril de 1911

—¿NECESITA AYUDA, señor Mott?

Era el gobernador de Texas quien le hablaba. Estaba con Parthenia y los restantes espectadores alarmados, ofreciéndole una mano expectante. El gobernador no tenía un solo cabello despeinado y sus mandíbulas exquisitamente rasuradas despedían un brillo rosado a la luz del sol de abril.

Terrell alargó la mano y permitió que el gobernador la asiera. Parthenia y los demás lo sujetaron por los codos y lo levantaron con gran cuidado. Apartaron las manos pero las dejaron suspendidas a escasos centímetros de su cuerpo, dispuestos a sostenerlo si volvía a desplomarse. Pero no lo hizo. Para su propia sorpresa, estaba bien plantado en la tierra, confiado en sus enormes botas. Pero el arañazo que se había hecho detrás de la oreja le escocía considerablemente y sentía que manaba sangre sobre el cuello de la camisa.

Pero Parthenia ya le había sacado el pañuelo del bolsillo de la chaqueta y lo estaba aplicando sobre la herida, ejerciendo una dolorosa presión. Había heredado en cierta medida los intereses terapéuticos de su bisabuela pero por desgracia tenía muy poca paciencia y un contacto más bien áspero. Cuando se trataba de cuestiones médicas era más una entrometida que una enfermera.

—Ahora mismo te llevo a casa y llamo al doctor Lindley —anunció—. Puede que tengas una conmoción. Hasta es posible que te hayas roto un hueso.

A continuación enumeró una serie de cosas que podían haberle pasado, pero Terrell no la escuchó. La batalla de las flores había concluido y los niños se habían adelantado impulsivamente frente a El Álamo para coger los pétalos caídos y arrojarlos de nuevo al aire. Vio que el hombre del traje de jaguar, al que había tomado por la personificación de la misma muerte, se estaba acercando de nuevo. Paso a paso, se encaramó cautelosamente al estrado del jurado y se detuvo ante Terrell.

—Yo soy médico —dijo—. El doctor Ramírez, de Laredo. A lo mejor puedo ayudarlo.

—¿Por qué lleva ese traje? —le preguntó Terrell.

El médico se rió. El extraño rictus se convirtió en una amplia sonrisa y de pronto sus ojos vidriosos se llenaron de profundidad humana. Le explicó que era miembro de la Orden de los Caballeros del Jaguar, una hermandad inspirada en una antigua asociación militar azteca del mismo nombre. Se trataba de un grupo relativamente nuevo compuesto sobre todo de médicos hispanohablantes de Laredo, Corpus Christi y San Antonio que se proponía recaudar fondos para construir hospitales para niños lisiados. Como presidente de la sección de Laredo, tenía derecho a ponerse un traje confeccionado con piel de jaguar en las ocasiones públicas, y aunque al principio se había sentido halagado ahora se sentía alarmantemente conspicuo.

—¿Por qué me estaba mirando de esa forma? —exigió Terrell.

—¿Cómo dice?

—¿Por qué me estaba mirando?

—Bueno, si lo hacía, le pido disculpas por ello. Era por una razón bien sencilla: usted estuvo allí, en El Álamo. Así que quería verlo.


Dejó que el doctor Ramírez le examinase la vista, le tomara el pulso y lo declarase sano, advirtiéndole que su médico de siempre debía reconocerlo cuanto antes.

—Y ahora, señor Mott, ¿me permite estrecharle la mano para que pueda contarle a mis nietos que le estreché la mano a un hombre que combatió en El Álamo?

Terrell accedió, pero el médico no le caía bien y se alegró de que se marchara. Se despidió asimismo del gobernador cuando un joven ayudante se lo llevó apresuradamente a su siguiente cita.

Parthenia y el joven del concesionario Ford lo acompañaron de nuevo al coche. Julia fue corriendo y le dio un beso; estaba preocupada porque una de las duquesas acababa de decirle que se había caído. Había un té en el hotel Merger y después un baile que se prolongaría durante toda la noche, pero ella insistió, procurando que aquella declaración no sonara falsa aunque Terrell sabía que lo era, en que no quería ir. Prefería volver a casa de inmediato a cuidar de su bisabuelo.

—Tonterías —espetó Parthenia, antes de que Terrell tuviera ocasión de ganarse la devoción de Julia disuadiéndola personalmente de ese plan—. A Opa no le pasa nada, nada de nada, y tú tienes una obligación muy seria con la Orden de El Álamo.

Se alejaron de El Álamo, aplastando los pétalos de las flores con los neumáticos. Terrell seguía apretándose el pañuelo ensangrentado contra la nuca. Parthenia seguía hablando, sermoneándolo sobre alguna cosa, pero Terrell se aprovechó de la inconstante atención de los ancianos para no escucharla. En el puente de la calle Commerce había un rótulo que habían instalado durante su administración advirtiendo a los ciudadanos en inglés, español y alemán que llevaran a sus caballos de las riendas por el puente o los multarían. Pasaron ante una panadería alemana, un restaurante «español» (los vencedores anglosajones de antaño habían conseguido imprimirle una connotación desagradable a la palabra «mejicano») y un salón de belleza. Y además estaban la mantequería El Álamo, el taller El Álamo, la caja de ahorros El Álamo y el gallinero El Álamo.

Álamo; era difícil acordarse de la época en la que aquella palabra sólo era una palabra, en la que el sitio al que se refería no era el enclave más sacrosanto de Texas, sino una vieja colección de edificios destartalados al borde de Béjar en el que hacía mucho tiempo había sucedido algo mucho más espantoso que glorioso. No le extrañaba que el médico del traje de jaguar quisiera conocerlo. Era mejicano, o al menos tenía ascendencia mejicana; su pueblo había sido expulsado y desplazado por los bandoleros nortes, pero no podía desvincularse del emocionante mito que encarnaba El Álamo, un mito cultivado con el mismo cuidado que una planta de invernadero: Travis trazando una línea en la tierra con la espada y pidiéndoles a sus hombres que diesen la vida por la libertad, éstos respondiendo a aquella petición, cruzando la línea con los ojos alzados al cielo y el mismo Dios sonriendo y aprobando su sacrificio.

Que él supiera, Terrell era el único hombre vivo que podía refutar ese mito si así lo deseaba, que podía señalar que la guarnición de El Álamo había dado la vida, en efecto, pero no voluntaria ni exaltadamente. Suponía que hasta los niños que habían estado en El Álamo habían muerto, al menos la mayoría de ellos. Hasta el bebé de Susannah Dickinson había fallecido hacía décadas después de una carrera como prostituta en Austin.

Pero se divertía pensando que quedaba un defensor adulto de El Álamo que, al menos en teoría, aún podía contarse entre los vivos. En los años cincuenta, cuando Terrell y Hannah habían ido a Ciudad de Méjico en viaje de novios, se habían hospedado en un antiguo monasterio español enclavado en lo que antaño había sido el paso elevado de Tacuba. Una mañana, mientras desayunaban en el jardín, Terrell estaba disertando de una forma que ahora reconocía que era pedante sobre Cortés, que había salido combatiendo de la ciudad azteca por ese camino, cuando advirtió que uno de los mozos le resultaba eléctricamente familiar. Se trataba de un negro de unos cuarenta años, más bien entrado en carnes pero no poco elegante, que llevaba una bandeja con zumo de naranja, bolillos y rodajas de mango a la mesa que estaba sirviendo. ¿Acaso era Joe, el esclavo que Travis había llevado consigo a El Álamo? Terrell sabía perfectamente que Joe había sobrevivido a la batalla y que hasta había testificado sobre sus experiencias ante el nuevo gobierno de la República de Texas. Pero al contrario que Terrell y los restantes veteranos de la guerra, a los que el gobierno había otorgado gratuitamente generosas extensiones de terreno que habían constituido la base de su fortuna, Joe había pasado a manos del albacea de la hacienda de Travis. Apenas un año después de la batalla Terrell había leído un anuncio de dicho albacea en el Telegraph, ofreciendo cuarenta dólares de recompensa por la devolución del negro de Travis, que se había fugado con un magnífico caballo bayo de su nuevo amo. Lo habían atrapado a los pocos días, pero un par de años después Terrell había oído que había vuelto a escaparse.

Esa mañana dejó en la mesa de la posada el ejemplar de La conquista de Méjico de Prescott y sin mediar ninguna explicación se levantó de la silla de un brinco para dirigirse al camarero negro. Oyó que hablaba en un español perfecto con los viajeros a los que estaba sirviendo, explicándoles lo que merecía la pena ver en la antigua plaza y opinando sobre si merecían la pena las excursiones a los volcanes o las ruinas anejas.

—Perdona, ¿eres…? —empezó Terrell, pero cuando el camarero se dio la vuelta y lo vio su semblante traslucía la misma alarma (ahora se daba cuenta de ello) que el suyo cuando había visto al hombre jaguar delante de El Álamo.

En lugar de acabar la pregunta, Terrell, azorado, le pidió atropelladamente pan dulce. El negro sonrió en seguida, le dijo que se lo llevaría encantado y le preguntó si la señora y él también querían más chocolate. Y después desapareció en la cocina llevando en alto la bandeja vacía.


El joven los condujo a la casa de Terrell en King William, donde Parthenia insistió en entrar y hacerle compañía hasta haberse asegurado por completo de que no se había hecho daño en la caída. Ordenó a Javier, un criado casi tan anciano como el propio Terrell, que sacara del botiquín el ungüento, la gasa y la cinta adhesiva y cuando dispuso de esos ingredientes aplicó una venda a la herida de su abuelo con su característica falta de delicadeza. La fuerza de su voluntad llenaba la casa. Ordenó a Hortensia, la cocinera, que era la hija de Javier, que preparase una cena fortificante: machacado con huevo, tal vez, aunque debía reblandecerlo para no trastornar la delicada digestión de su abuelo.

—Seguro que tienes reuniones a las que asistir —dijo Terrell con un tono cáustico que era imposible pasar por alto. Aquélla seguía siendo su casa y lo irritaba que su nieta se paseara por ella de aquella forma.

—Ninguna reunión es tan importante como tu bienestar, Opa —repuso ella mientras guardaba los instrumentos médicos—. ¿De verdad te ha asustado tanto ese hombre?

—Creía que era la muerte en persona, Parthenia.

—¿Ah sí? ¿Por qué? —Otra mujer se lo habría preguntado con una atenta fascinación, pero el tono de Parthenia era severo y levemente reprobatorio.

—Dile a Javier que suba al ático y traiga el viejo baúl de cedro.

—Javier es demasiado viejo para andar sacando muebles del ático. ¿Para qué lo quieres?

—Tú dile que lo traiga.

Pero Parthenia no quiso hacerlo. El pobre hombre se caería por las escaleras y se rompería la espalda. De modo que se levantó y le llevó el baúl ella misma, bajándolo a pulso paso a paso y ahuyentando a Javier cuando trataba de ayudarla.

Lo depositó en el salón frente a la amplia silla de cuerno de vaca de su abuelo.

—Gracias —dijo Terrell. Se inclinó, levantó la tapa y hurgó en el contenido del baúl. Sobre todo había correspondencia de su paso por la política, proclamas de esto y aquello, y los premios que le habían concedido por sus esfuerzos la clínica para mujeres del West End y el ferrocarril del paso de San Antonio y Aransas. También estaban las cartas de Hannah, aunque no eran muchas, porque habían vivido juntos durante casi todo su matrimonio y sólo le había escrito durante sus infrecuentes viajes largos.

Parthenia lo observó mientras rebuscaba entre aquellos objetos. Los había visto antes, por supuesto, pero cuando ahora volvió a verlos se dulcificaron sus bruscas maneras. Como todas las clubistas, era sensiblera con las cuestiones genealógicas y prestaba una atención exquisita a las diversas corrientes históricas que había producido su noble linaje.

—Aquí hay algunas cartas de tu bisabuela —dijo Terrell, entregándole un fajo de papeles de carta pulcramente doblados, magníficas hojas que no se habían vuelto quebradizas cou el tiempo, sino que seguían tan frescas como el periódico del día. La poderosa caligrafía de su madre se deslizaba sobre el papel. Eran sus últimas cartas, las que le había escrito después de casarse cou su segundo marido, un miembro del gabinete de la República de Texas que había resultado un enconado enemigo del presidente Houston. Se llamaba Félix Fulshear, un viudo de la colonia de DeWitt que, al igual que Terrell, era un veterano de San Jacinto. Justo antes de que estallara la guerra entre los Estados Mary Mott y su nuevo esposo habían ido a Kentucky, donde Fulshear se proponía vender algunas de sus fincas y comprar más cabezas de ganado para la tierra que le habían otorgado tras arrancársela a uno de los grandes ranchos de las misiones del río San Antonio.

Las cartas que su madre le había escrito desde Kentucky, su antiguo hogar, aunque ya no le quedaban parientes vivos allí, representaban para Terrell la personificación destilada de su carácter fuerte y taciturno. Estaban llenas de observaciones sobre todo cuanto veía, las fiestas a las que iban, las obras a las que asistían, entre ellas una sobre la muerte de David Crockett en El Álamo, y la cambiante vegetación que se veía desde el barco de vapor o la ventanilla del tren. Había muerto en ese viaje, víctima de una neumonía, y cuando Félix Fulshear volvió a casa y le estrechó la mano en la estación de tren le había dicho que ahora era un hombre destrozado, porque se había acostumbrado a un amor fuerte y duradero que sabía que no volvería a encontrar en el mundo.

Su muerte también había conmovido a Terrell, desde luego, pero sabía que Fulshear se equivocaba al vaticinar un futuro tan sombrío, y de hecho había vuelto a casarse a los pocos años y volvía a ser tan dichoso como cabía esperar. En opinión de Terrell, su madre surtía un efecto fortificante en los hombres y en cierto modo no habría sido natural que muriese dejando a su marido debilitado y abiertamente vulnerable a las desilusiones habituales de la vida.

En ninguna de aquellas cartas mencionaba El Álamo. Siempre había soslayado ese tema, movida por la tristeza y un sentido nato de la discreción, y le había dado órdenes estrictas de que no pregonase la presencia de su madre en la batalla más poderosa y sagrada de Texas. Tampoco mencionaba a Edmund McGowan, con el que había mantenido una relación que Terrell encontraba compleja e inconclusa. Pero a su juicio se contaba entre las grandes conexiones de su vida. No acababa de entender el motivo, pero quizá tampoco habría podido explicar la profunda conexión que sentía con la difunta Hannah o, ya puestos, con su difícil y dominante nieta.

Que él supiera, Edmund McGowan no había dejado ningún legado ni las huellas que antaño se había propuesto. En una ocasión, un catedrático que estaba documentando un libro sobre los naturalistas pioneros de Texas se había puesto en contacto con Terrell al no haber encontrado materiales relacionados con McGowan aunque diversas fuentes mencionaran su nombre. Terrell había buscado entre los efectos personales de su madre y sólo había encontrado una carta escrita en Méjico en el año 35, en la que el botánico anunciaba que había aceptado de mala gana la misión de estudiar el árbol de chicle en las selvas de Yucatán que le había encomendado Santa Ana. Terrell le sugirió al catedrático que fuese a Ciudad de Méjico para indagar en los archivos del gobierno, puesto que era probable que aún existieran al menos algunos vestigios de la notable colección de Edmund McGowan. Hasta se ofreció a sufragar los gastos del viaje, pues él también tenía curiosidad por el tema. Pero éste rechazó la oferta; era bien sabido que Méjico era peligroso para los viajeros y que había bandidos en cada recodo del camino, y él tenía que mantener a seis hijos. Cuando se publicó su libro no había ninguna mención de Edmund McGowan.

De hecho, a los ojos del mundo, la carrera botánica de McGowan se reducía al descubrimiento de una sola flor. Terrell la había encontrado adjunta en la carta que le había dirigido a su madre, un espécimen seco y descolorido con una etiqueta que indicaba su nombre latino: chrysopsis marymottiae. Como no se fiaba del timorato catedrático, Terrell se la había llevado en persona al encargado del jardín botánico, que la había estudiado con cierto entusiasmo y se la había mandado a un colega de San Luis que estaba recopilando una nueva edición de una guía de plantas de los estados del sur. Al cabo de dos años Terrell recibió un ejemplar de cortesía de dicho libro y dentro encontró una lámina que mostraba el aster de color amarillo pálido al que Edmund McGowan había puesto el nombre de su madre.

Cuatro o cinco años después de la muerte de su madre Terrell había ido a Nueva York para entrevistarse con un grupo de inversores que deseaban consultarlo sobre la apertura de una fábrica para la producción de arneses y collares para caballos en San Antonio. Aquellos barones del cuero formaban un grupo gregario y hospitalario y lo hospedaron con Hannah en uno de los mejores hoteles de la ciudad. Un día estaba desayunando temprano en el restaurante del hotel mientras Hannah dormía en la suite cuando reparó en un hombre con una sola pierna que estaba sentado a solas algunas mesas más allá. Tenía una barriga prominente y un aire desilusionado, se había teñido de negro el cabello ralo y se lo peinaba a modo de cortinilla sobre la calva, de modo que descansaba sobre ésta, reluciente y lacio. Terrell jamás lo había visto en persona, pero había visto grabados y fotografías y supo al instante quién era. Lo observó durante largo rato. El hombre no estaba comiendo, sólo bebía sorbos de café y ojeaba un periódico con impaciencia.

Terrell lo abordó y le preguntó:

—Disculpe, ¿habla usted inglés?

—En efecto, amigo mío —contestó, con una sonrisa que lo desarmó—, aunque ojalá lo hablase mejor.

—Estuve en El Álamo.

—¿De veras? Pues siéntese, por favor, y desayune conmigo.

Terrell estaba de un ánimo inquieto y beligerante y la invitación de Santa Ana lo pilló desprevenido. Pero ambos eran hombres civilizados en un entorno civilizado, de modo que tomó asiento y entabló una conversación con el viejo tirano con una facilidad escalofriante. Santa Ana habló largo y tendido sobre El Álamo y el notable espíritu combativo de los texanos que lo habían defendido, algo que jamás habría predicho, y afirmó que aquellos hombres no sólo se convertirían en héroes sino en auténticos dioses.

—Me parece que me odia, amigo mío —dijo Santa Ana con un curioso encogimiento de hombros que lo desarmó—. Hace bien en odiarme y lo aplaudo por ello. En aquella época yo era joven y cruel y estaba decidido a no perder Texas costara lo que costara. Y sin embargo la perdí, y con ella la mitad de Méjico. Ahora no soy tan cruel. Sólo soy un viejo filósofo que bebe café y lee el periódico.

Sorprendió a Terrell mirándole la pierna. Era algo horrible, una amputación chapucera envuelta en algodones de la que el hueso sobresalía cinco centímetros. Santa Ana le explicó que la había perdido combatiendo a los franceses que habían invadido Méjico. Se había sobrepuesto enérgicamente a la desgracia tras la pérdida de Texas, había expulsado a los franceses de Veracruz y sus compatriotas se habían alegrado tanto que habían celebrado un funeral de estado en honor de su pierna. Pero luego lo habían depuesto las fuerzas diabólicas que siempre habían estado celosas de su éxito, habían desenterrado la pierna del cenotafio en el que estaba sepultada y la habían arrastrado por las calles. No tenía ni idea de dónde estaba ahora. Era horrible, aseguraba, seguir vivo y no saber el paradero de todas las partes de tu cuerpo.

Habló durante casi una hora, olvidándose de Terrell y de la emocionante historia que ambos compartían, considerando su presencia como una mera excusa para airear sus amargas lamentaciones; las crueldades que le habían infligido después que lo apresaran los texanos, en contraposición al recibimiento indefectiblemente amable que le había ofrecido el presidente Jackson; el injusto exilio en La Habana; la codicia de los Estados Unidos, que ponía de manifiesto el hecho de que hubiesen invadido Méjico; el sacrificio de miles de civiles inocentes a manos de los supuestos Rangers de Texas; el renovado exilio en Jamaica; el magnánimo gesto que había hecho rechazando el título de emperador cuando había vuelto al poder, aunque ni siquiera eso había aplacado a sus enemigos; el exilio en el Caribe; los implacables franceses, que ahora, después de todo, se habían establecido en Méjico; y que había ido a Nueva York con el fin de reclutar un ejército para una última gran cruzada, un último grito, para expulsarlos.

—Pero ¿qué es lo que encuentro? —dijo—. Encuentro que el emperador de Méjico ha de sentarse en este restaurante durante una hora esperando a un hombre al que ni siquiera conozco y al que ahora no me apetece conocer.

Dicho hombre se presentó con elaboradas disculpas: le explicó que una secretaria había anotado mal el nombre del hotel y que lo había sorprendido un imposible atasco de tráfico cuando iba corriendo hacia allá tras haberse descubierto el error. Santa Ana fingió que no estaba indignado. Se lo presentó a Terrell. El hombre se llamaba Adams.

—Lo siento —dijo Santa Ana—. ¿Cómo ha dicho que se llama?

—Terrell Mott.

Los dejó y volvió a su mesa. Los huevos se habían enfriado. Le temblaba todo el cuerpo, presa de una emoción que no acertaba a precisar. Le pidió más café al camarero y escuchó desde el otro lado de la sala la conversación de Santa Ana con el señor Adams. Tenía un serio timbre empresarial semejante al de la conversación que él había mantenido con los titanes de los collares para caballos. Y de hecho, cuando Terrell la escuchó con más atención cayó en la cuenta de que no estaban hablando de una cruzada para expulsar a los franceses de Méjico, sino de la manufactura de la goma de mascar.


—¿Qué es lo que estás buscando? —preguntó Parthenia mientras Terrell extraía otra capa de papeles y documentos y los depositaba en el suelo. No respondió; era tan anciano que ya no tenía que contestar a preguntas molestas. Llegó al cuchillo afilado que le había dado el viejo metatero en los charcos del encinal y el bezoar que había llevado en el bolsillo durante los primeros años de su vida y que sólo había guardado después de la muerte de Hannah y de que su única hija, la madre de Parthenia, pereciese un verano a causa del tétanos. Por último extrajo un montón de periódicos viejos cubiertos de telarañas que estaban extendidos en el fondo del baúl. Los desenvolvió para revelar una antigua alforja de tela, tan rígida y quebradiza como un papiro egipcio.

Abrió la alforja a la fuerza y sacó la bolsa de tiro de jaguar que había estado dentro desde el 21 de abril de 1836.

—¿Qué es eso, Opa? —le preguntó Parthenia.

—Es una cosa que le robé a un soldado mejicano muerto y que ya no quiero conservar.

Se levantó de la silla de cuerno de vaca y se dirigió a la chimenea. Siendo honesto consigo mismo, tenía que reconocer que estaba mareado y que sentía náuseas tras la caída en el estrado del jurado, y sospechaba que si se tomaba la molestia de comprobarlo aquella noche tendría un considerable moretón en el omoplato, además del corte detrás de la oreja.

Metió en la bolsa el periódico que había envuelto la alforja y los puso en la chimenea.

—¿Qué estás haciendo?

—Voy a quemar esta mierda.

Aplicó una cerilla al frágil periódico, que se inflamó al instante. A continuación prendió el antiguo residuo de pólvora que había en la bolsa de jaguar y escuchó algo que recordaba de hacía mucho tiempo, el sonido de un fallo de encendido en una cazoleta. Le dijo a Parthenia que le llevase más periódicos, arrugó las páginas, las metió en la bolsa con la mano buena valiéndose de un atizador y cuando el fuego se calentó lo bastante puso un poco de leña encima. La bolsa ardió como la carne que era. Olió el pelaje chamuscado. Entre las llamas, las manchas negras y el pelaje amarillento y descolorido palpitaba de una forma repugnante ante sus ojos. Amarillo y negro, los colores del cólera, los colores de la muerte insaciable.


Parthenia se marchó al fin, tras haberlo importunado lo suficiente, aunque no sin antes haber devuelto el baúl de cedro al ático, donde estaría a salvo de sus arrebatos de violencia. Terrell le pidió a Javier que la llevase a casa en el automóvil y cuando se fue salió al porche con un plato del machacado desnaturalizado de Hortensia.

Cenó con el silencio contemplativo de los ancianos y dejó el plato junto a la silla. Aunque estaban en abril y apenas había caído la tarde sintió un escalofrío y le pidió a Hortensia que le llevara el suéter. Las currucas se filtraban entre los árboles y el cielo seguía teniendo una pálida franja azul por encima de los tejados de las casas. Había cientos de grandes pájaros blancos que volaban en desordenados escuadrones, planeando de una corriente de aire caliente moribunda a la siguiente. Comprendió que se trataba de pelícanos que se habían demorado en sus migraciones veraniegas desde las costas del sur hasta las orillas del Gran Lago Salado.

Observó a los pelícanos con una repentina concentración; los consideraba emisarios, aunque no acertaba a discernir si eran criaturas del mundo venidero o del que ya había pasado. De hecho, se sentía suspendido entre esos dos reinos, entre la vida y la muerte, y felizmente cómodo. Pero como todos los momentos felices, éste pasó en seguida, y Terrell se encontró de nuevo en el porche, un anciano que recordaba una Texas primigenia, en cuya mente se agitaban un millar de cosas, como la visión de las flores que caían sobre la cara de El Álamo, y que no tenía la capacidad de olvidar.