IV

Ingmar Ingmarsson había llegado a la ciudad e iba subiendo despacio hacia la gran prisión provincial, magníficamente emplazada sobre una pequeña colina que daba a los jardines de la población. Pero lejos de contemplar las vistas, iba con la cabeza gacha, los gruesos párpados caídos, arrastrando los pies tan pesadamente como lo haría un viejo decrépito. Había guardado el vistoso traje regional por un día y llevaba uno negro de ciudad con camisa almidonada, la cual ya se había arrugado. Le embargaba un sentimiento de gran solemnidad, aunque la inquietud y la reticencia aún no le habían abandonado.

Ingmar llegó hasta la explanada sin asfaltar que había frente a la prisión, divisó a un guardián y le preguntó si ése era el día en que Brita Eriksdotter salía de la cárcel.

—Tengo entendido que sí sueltan a una hoy —dijo el hombre.

—Yo me refiero a una que ha cumplido pena por infanticidio —aclaró Ingmar.

—¡Ah sí, es verdad! Sí, la van a soltar esta mañana.

Ingmar se apoyó contra un árbol y se dispuso a esperar, sin apartar la vista del portal ni un instante. «Algún que otro habrá que haya estado ahí dentro pasándolo muy mal —pensó—, pero no exagero si digo que hay muchos que han estado entre rejas sin sufrir tanto como yo que estoy en libertad. Sin duda don Ingmar ha conseguido que viniese a buscar a mi mujer a la salida de la cárcel, pero no se puede decir que eso me plazca ni esté satisfecho. Yo quería que mi futura esposa pasase por el arco triunfal y que luego su madre me la entregara. Y que después fuéramos en coche juntos hasta la iglesia acompañados de un gran cortejo. Y ella sentada a mi lado, preciosa con su vestido de novia y su corona y una tímida sonrisa en los labios.»

El portal se abrió varias veces: salió un cura, y la esposa y doncellas del director del centro penitenciario, que se dirigían a la ciudad. Por fin, salió Brita. Al abrirse el portal, el corazón de Ingmar dio un brinco. «Esta vez es ella», pensó. Bajó la mirada de golpe y se quedó como paralizado, sin mover un solo músculo. Cuando consiguió reunir el coraje suficiente levantó la vista y ahí estaba ella, en el escalón de la entrada.

La observó unos instantes, erguida e inmóvil. Ella se apartó el pañuelo de la frente hacia atrás y con la mirada limpia y despejada abarcó el paisaje. La altura a que estaba situada la prisión le permitía ver más allá de la ciudad y las boscosas colinas, hasta las montañas de su tierra natal.

Luego Ingmar la vio estremecerse y doblegarse bajo una fuerza invisible. Se llevó las manos a la cara y se sentó en el escalón de piedra. Sus sollozos llegaban hasta donde se encontraba él.

Entonces Ingmar cruzó la explanada de arena, se detuvo cerca de ella y aguardó. Sacudida por las convulsiones del llanto Brita no le oyó acercarse. Ingmar tuvo que esperar un rato.

—No llores así, Brita —le dijo finalmente.

Ella levantó los ojos.

—¡Ay, Dios del cielo, tú aquí! —exclamó, y al instante pasó revista mental a todo el dolor que ella le había provocado y comprendió el esfuerzo que le habría supuesto ir a esperarla. Luego dejó escapar un grito de alegría y se arrojó en sus brazos, rodeándole el cuello mientras rompía a llorar de nuevo—. ¡Cuánto he deseado que estuvieras aquí! —balbuceó.

El corazón de Ingmar se aceleró.

—¿Qué estás diciendo, Brita? ¿Deseabas que viniera? —dijo conmovido.

—Supongo que quería pedirte perdón.

Ingmar enderezó la espalda y su cuerpo se enfrió como una estatua.

—Ya habrá tiempo para eso —dijo—. Pero ahora no deberíamos quedarnos más en este sitio.

—No, realmente no es un buen sitio para quedarse —respondió ella humildemente.

—Tengo alojamiento en el hostal del mercader Lövberg —dijo Ingmar mientras echaban a andar.

—Sí, ahí tengo yo el baúl con mis cosas.

—Lo he visto —respondió Ingmar—. Es demasiado grande para cargarlo en el carro, tendremos que dejarlo allí hasta que alguien venga a buscarlo.

Brita se paró y lo miró. Era la primera vez que él mencionaba que quería llevarla a casa.

—Justamente hoy me ha llegado una carta de mi padre. Dice que estabas de acuerdo en que me fuera a América.

—Pensé que sería conveniente que tuvieras dónde elegir. Como no me parecía muy probable que quisieses venir conmigo...

Ella se dio cuenta de que no mencionaba expresamente que ése era su deseo; pero la omisión podía deberse a que él no quería obligarla a algo una vez más. Brita vaciló. Llevar a alguien como ella a la casa de los Ingmarsson era, sin duda, muy poco conveniente. «Dile que te vas a América. Es el único favor que puedes hacerle —pensó—. ¡Díselo, díselo!», se ordenó a sí misma. Pero mientras pensaba estas palabras oyó que alguien decía otras:

—Me temo que me falta coraje para irme a América. Dicen que allí hay que trabajar muy duro. —Era como si fuera otra persona y no ella quien las pronunciaba.

—Sí, eso dicen —contestó Ingmar en voz muy baja.

Brita se avergonzó de sí misma y recordó que esa misma mañana le había dicho al capellán de la prisión que saldría al mundo como una persona distinta, mejor. Disgustada, anduvo en silencio un largo trecho pensando en cómo retractarse. Pero tan pronto intentaba decir algo en ese sentido, la detenía la idea de que, si él todavía la amaba, rechazarle de nuevo significaría dar muestras de la más perversa ingratitud. «¡Ojalá pudiese leerle el pensamiento!», pensó. Entonces se detuvo para apoyarse contra una pared.

—Tanto ruido y tanta gente me marean —adujo.

Él le ofreció su mano y ella la tomó, y luego caminaron de la mano calle abajo. «Ahora parecemos novios», pensó Ingmar, sin dejar de darle vueltas a la idea de cómo iría todo una vez en casa, qué harían su madre y el resto de la gente.

Cuando entraron en el patio del mercader Lövberg, Ingmar explicó que su caballo estaba descansado, de modo que, si ella no tenía inconveniente, podrían hacer el primer tramo del viaje ese mismo día. Entonces ella pensó: «Ahora es el momento de decir que no quieres volver. ¡Dale las gracias y dile que no quieres!» Brita imploró a Dios que le dejase saber si sólo era compasión lo que le había hecho ir a buscarla. Ingmar fue a sacar el coche del cobertizo. Estaba recién pintado, la manta de viaje limpia y reluciente, los cojines en sus fundas nuevas. De la parte delantera de la capota pendía un pequeño ramo de flores silvestres algo marchitas. Al verlo, ella se detuvo a reconsiderar la situación. Ingmar volvió a la caballeriza para ponerle los aparejos al animal y conducirlo fuera. Ella vio entonces otro ramito medio mustio atado entre las almohadillas de la albarda; de nuevo empezó a incubar la esperanza de que él la quisiese realmente y pensó que lo mejor sería guardar silencio, de lo contrario tal vez pensara que ella era una ingrata incapaz de apreciar el inconmensurable valor de lo que él le ofrecía.

Iniciaron el viaje y para romper el silencio ella comenzó a preguntar sobre esto y aquello. Cada una de sus preguntas despertaba en él el recuerdo de alguien cuyo juicio temía. «¡Lo extrañado que quedará fulano! —pensaba Ingmar—. ¡Y menganito cómo se burlará de mí!» Él respondía con monosílabos y a ella la idea de pedirle que diera media vuelta no dejaba de rondarle la cabeza. «No le gusto, no me quiere. Sólo lo hace por piedad.»

No tardó en abandonar sus preguntas y después recorrieron legua tras legua en silencio. Sin embargo, llegaron a una posada donde les sirvieron café y bollos recién hechos y sobre la bandeja apareció un nuevo ramo de flores. Ella comprendió que él había encargado todo aquello al pasar por allí el día anterior. ¿También hacía eso sólo por compasión y bondad? ¿Acaso él se sentía alegre ayer? ¿No había sido hasta hoy, al verla salir de la cárcel, que se había disgustado? Tal vez mañana las cosas se arreglaran, si le daba tiempo a que él se olvidara de lo acontecido hoy.

El arrepentimiento y la humildad habían suavizado enormemente su carácter. Brita no quería causarle nuevas penas a Ingmar. Tal vez a pesar de todo él...

Pasaron la noche en una venta, pero volvieron a partir de madrugada y recorrieron tan rápido el trayecto que hacia las diez de la mañana ya divisaban la iglesia del pueblo. Al aproximarse, el camino de la iglesia estaba atestado de gente y sonaban las campanas.

—¡Dios mío, pero si es domingo! —exclamó Brita juntando las manos. Todo se le borró de la cabeza menos la idea de que quería ir a la iglesia para darle las gracias a Dios. Deseaba inaugurar la nueva vida que ahora comenzaba con una misa en su antigua iglesia—. Me gustaría de todo corazón asistir a misa —dijo, sin siquiera imaginar lo que podría representar para Ingmar mostrarse allí con ella; todo su ser estaba colmado de devoción y gratitud.

Ingmar, por su parte, estuvo a punto de proferir un no rotundo, pues sentía que le faltaba valor para afrontar miradas incisivas y malas lenguas. «Pero tarde o temprano tendré que hacerlo —se dijo y viró tomando el camino de la iglesia—. No importa cuándo ocurra, siempre será igual de espantoso.»

Enfilaron la cuesta de la iglesia y vieron un grupo de feligreses sentados en el muro que mataban el tiempo antes de la misa escrutando la calle. Al reconocer a Ingmar y Brita la gente comenzó a darse codazos, cuchichear y señalar con el dedo. Ingmar miró a Brita, que llevaba las manos entrelazadas y parecía no darse cuenta de dónde estaba. Si ella no veía a nadie, Ingmar los veía a todos tanto mejor. Algunos les seguían corriendo tras el coche. Él no se extrañaba de que les persiguieran y los miraran; probablemente no dieran crédito a sus ojos. Debía de parecerles inaudito que él subiera hasta la casa del Señor con la mujer que había estrangulado a su bebé. «Es demasiado —pensó—. No aguanto más.»

—Brita, no te entretengas y entra en la iglesia enseguida —le dijo mientras la ayudaba a bajar del carro.

—Sí, claro —respondió ella. Era entrar en la iglesia lo que quería, no saludar a la gente.

Ingmar se tomó su tiempo para quitarle el arnés al caballo y darle forraje. Muchos tenían los ojos puestos en él, pero nadie le dirigió la palabra. Cuando estuvo listo para entrar en la iglesia, la mayoría de los feligreses ocupaba ya sus asientos y entonaba el salmo de introducción. Ingmar avanzó por el pasillo central mirando hacia el lado de las mujeres. Todos los bancos estaban llenos menos uno, y ése lo ocupaba una sola persona; al instante supo que era Brita y comprendió que nadie había querido sentarse a su lado. Ingmar dio unos pasos más y giró, se metió de lado en el banco y se sentó junto a ella. Al acercarse él, ella alzó la vista y abrió desmesuradamente los ojos. Hasta ese momento no había notado nada, sólo ahora comprendía por qué se encontraba sola en el banco. Entonces, la festiva solemnidad que la había invadido unos instantes antes se trocó en una profunda desolación. ¿Qué podía resultar de todo aquello? ¿Qué? Jamás debería haber vuelto con él.

Las lágrimas le anegaron los ojos y para no echarse a llorar cogió un viejo tomo del respaldo de enfrente y empezó a leerlo. Fue hojeando tanto los evangelios como las epístolas sin distinguir una palabra por las lágrimas, que no podía contener. De pronto, algo de un intenso rojo iluminó su vista. Era una estampa con un corazón encarnado que señalaba una página entre las hojas del libro. La cogió y se la pasó a Ingmar.

Brita vio cómo él la cogía en su manaza y le echaba una mirada furtiva. Al poco yacía tirada en el suelo. «¿Qué será de nosotros? Oh, ¿qué será de nosotros?», se lamentó Brita sollozando sobre los salmos.

Tan pronto el sacerdote hubo bajado del púlpito, salieron de la iglesia. Ingmar enganchó los caballos a toda prisa y Brita le ayudó. Para cuando la bendición estuvo dada, los salmos entonados y los asistentes comenzaron a salir, ellos ya se habían marchado. Ambos estaban pensando lo mismo: quien ha cometido un crimen semejante no puede vivir entre seres humanos. Para ambos había sido como estar en la picota. «Ninguno de los dos podrá soportarlo», pensaban.

En medio de su desolación surgió ante los ojos de Brita el predio de los Ingmarsson y apenas reconoció la casa, tan luminosa se veía recién pintada de rojo. Recordó que siempre se había dicho que aquella casa se pintaría el año que Ingmar contrajera matrimonio. También era verdad que su boda se había aplazado porque él no quiso costear la pintura. Brita se dio cuenta de que esta vez él se había propuesto hacerlo todo como era debido; pero que luego sus propósitos se le habían hecho demasiado arduos.

Cuando el coche entró en el patio de la finca toda la servidumbre se encontraba sentada alrededor de la mesa almorzando.

—Ya tenemos al amo en casa —dijo uno de los gañanes mirando por la ventana.

Doña Märta apenas alzó sus soñolientos párpados al ponerse en pie.

—¡Quedaos todos aquí dentro! —ordenó—. No hace falta que nadie se levante de la mesa.

La anciana caminaba a paso lento y la servidumbre, que la seguía con la mirada, tomó nota de que, a fin de resaltar su autoridad, el ama se había engalanado con pañoleta de seda sobre los hombros y pañuelo también de seda en la cabeza. Ya había alcanzado la puerta del zaguán cuando el caballo se detuvo.

Ingmar bajó de inmediato; sin embargo, Brita permaneció sentada. Él dio la vuelta hasta su lado y desabrochó la manta de viaje.

—¿No vas a bajar?

—No, no voy a hacerlo. —Brita se había puesto a llorar y se tapaba el rostro con las manos—. Nunca debería haber vuelto —dijo ella entre sollozos.

—¡Va, baja ya! —ordenó Ingmar.

—¡Deja que me marche a la ciudad! Yo no te merezco.

Ingmar pensó que en eso tal vez tuviera razón. No dijo nada pero se quedó esperando con la manta en la mano.

—¿Qué dice? —preguntó doña Märta desde la puerta del zaguán.

—Dice que no se merece pertenecer a nuestra familia —respondió Ingmar, ya que a Brita no se la entendía debido al llanto.

—¿Y por qué llora? —preguntó la anciana.

—Porque soy una miserable pecadora —dijo Brita presionando las manos contra su corazón, intuyendo que se le iba a romper de dolor.

—¿Qué ha dicho? —preguntó de nuevo la vieja.

—Que llora porque es una miserable pecadora —aclaró Ingmar.

Al oír que Ingmar repetía sus palabras en un tono frío e indiferente, toda la verdad le cayó encima. No, nunca se habría quedado ahí tieso repitiéndole a su madre sus palabras si él la quisiera, si él sintiese el menor afecto por ella. Ya no cabía la menor duda. Por fin tenía claro lo que necesitaba saber.

—¿Por qué no baja? —preguntó doña Märta.

Brita se aguantó las lágrimas y contestó en voz alta:

—Pues porque no quiero provocar que Ingmar caiga en desgracia.

—Opino que tiene razón —dijo la anciana—. ¡Déjala ir, Ingmar, hijo! Quiero que sepas que de lo contrario la que se irá seré yo. No dormiré una sola noche bajo el mismo techo que ésa.

—¡Por el amor de Dios, vámonos! —gimió Brita.

Ingmar soltó una maldición, le dio la vuelta al caballo y subió al carro de un brinco. Estaba harto de todo y se le habían acabado las ganas de luchar.

Cuando hubieron alcanzado la carretera, se cruzaron una y otra vez con gente que venía de misa. A Ingmar eso le molestaba y, sin previo aviso, se desvió por una senda del bosque que antiguamente había sido carretera comarcal. Era pedregosa con muchos baches pero perfectamente transitable para carruajes de un solo tiro.

Justo cuando la enfilaba, oyó que lo llamaban. Miró a los lados. Era el cartero, que quería entregarle una carta. Ingmar la tomó, se la metió en el bolsillo y arrancó hacia el bosque.

Tan pronto hubo llevado el carro suficientemente lejos para que nadie los viera desde la carretera, detuvo el coche y sacó el sobre. Brita puso su mano en el brazo de él.

—¡No la leas! —exclamó.

—¿Que no la lea?

—No, no vale la pena.

—¿Y tú cómo lo sabes?

—Esa carta es mía.

—En ese caso, tú misma me dirás lo que pone.

—No, no puedo.

Él la miró. Brita tenía las mejillas encendidas por el rubor y los ojos reflejaban ansiedad.

—Pues me parece que la voy a leer de todos modos —dijo Ingmar. Y empezó a rasgar el sobre.

Ella intentó arrebatárselo. Él la paró y consiguió sacar la carta de su envoltorio.

—Ay, Dios mío —gimió ella—, ¡no se me perdona nada! Ingmar —le imploró—, léela dentro de unos días, ¡cuando me haya ido!

Él ya la tenía desdoblada y la estaba ojeando. Ella la cubrió con una mano.

—Escúchame, Ingmar, fue el capellán de la prisión quien me hizo escribir esa carta, y luego me prometió que se la quedaría y te la enviaría cuando yo estuviera embarcada en el vapor. Ahora resulta que la ha mandado demasiado pronto. No tienes derecho a leerla todavía. ¡Por favor, Ingmar, deja que me vaya antes de leerla!

Él le dirigió una mirada llena de ira, saltó del carro para que le dejara en paz y se dispuso a leer. Ella estaba en un estado de exaltación semejante al que hubiera podido tener antiguamente cuando no conseguía salirse con la suya.

—Todo lo que pone ahí no es verdad. El capellán me convenció de que lo escribiera. ¡No te quiero, Ingmar!

Él apartó la vista del papel y la miró con los ojos muy abiertos, sorprendido. Entonces ella se calló y la humildad que había aprendido a sentir en la cárcel apareció nuevamente en su interior y la contuvo. Lo cierto era que la ignominia que sufría no sobrepasaba el tamaño de su culpa.

Ingmar se debatía con la carta. De pronto la estrujó con impaciencia mientras de su garganta salía un sonido semejante a un estertor.

—No entiendo nada —dijo pateando el suelo—. Se me nubla la vista. —Se acercó a Brita y la agarró con fuerza del brazo—. ¿Es verdad que pone que me quieres? —Su desconcierto tenía un tono brutal y la expresión de su rostro era terrible. Brita calló—. ¿Pone en la carta que me quieres? —repitió él y esta vez parecía exasperado.

—Sí —dijo ella con un hilo de voz.

Él le sacudió el brazo y luego lo soltó.

—¡Mientes! —exclamó—. ¡Cómo mientes! —Ingmar sonreía de una forma tan grotesca que se le desfiguraban los rasgos.

—Dios sabe —proclamó ella con tono solemne— que cada día he rezado para poder verte antes de partir.

—Partir ¿adónde?

—Pues imagino que a América.

—Y un cuerno te vas a ir tú a América.

Ingmar estaba fuera de sí. Dando trompicones se adentró en el bosque y allí se echó al suelo; ahora quien lloraba era él. Brita le siguió y se sentó a su lado. Estaba tan contenta que no sabía cómo dominarse para no echarse a reír a carcajadas.

—¡Ingmar, Ingmar hijo! —le dijo usando el sobrenombre por el que era conocido.

—¡Con lo feo que dices que me encuentras!

—Sí, es verdad.

Ingmar apartó bruscamente la mano que le acariciaba.

—¡Deja que te lo explique!

—¡Eso, explícate!

—¿Recuerdas lo que dijiste en el juzgado hace tres años?

—Sí.

—Que si yo cambiaba de talante te casarías conmigo. ¿Lo recuerdas?

—Sí, lo recuerdo.

—Pues fue después de eso que empecé a quererte. Nunca había imaginado que una persona pudiera decir algo así. Era sobrehumano que fueses capaz de decirme eso, después de todo lo que yo te había hecho. Cuando te miré entonces me pareciste más guapo que todos los demás, el más sensato de todos, y comprendí que sólo viviendo contigo sería feliz. Me enamoré totalmente de ti, y pensé que tú eras mío y que yo era tuya. Y primero di por sentado que vendrías a buscarme; pero después no me atreví a tener esperanzas.

Ingmar levantó la cabeza.

—¿Por qué no me escribiste?

—Sí que te escribí.

—¡Para pedirme que te perdonara! Para eso no valía la pena escribir.

—¿Y qué querías que te escribiera?

—Sobre lo otro.

—¿Y crees que podía atreverme a escribir sobre eso?

—Pues por poco no vengo.

—Pero, Ingmar, ¿debía atreverme a escribirte cartas de amor después de lo que te había hecho? El último día que estuve en la cárcel te escribí porque el capellán me dijo que tenía que hacerlo. Se quedó con mi carta y me prometió que te la haría llegar cuando yo estuviera en el barco. Pero como ves, se ha anticipado.

Ingmar le tomó la mano, la abrió, la extendió sobre el suelo y le dio un golpecito.

—Podría pegarte —dijo.

—Puedes hacer conmigo lo que quieras, Ingmar.

Él levantó los ojos hacia su rostro, al cual el sufrimiento había dotado de una nueva belleza. Luego se incorporó a medias y se le echó pesadamente encima.

—Ha faltado tan poco para que dejara que te fueras...

—Dudo que pudieras hacer otra cosa que venir a buscarme.

—Pues para que lo sepas, no te quería.

—No me extraña.

—Me alegré mucho cuando me dijeron que te ibas a América.

—Sí, mi padre me contó que estabas más que satisfecho.

—Viendo a mi madre no me sentía capaz de darle a alguien como tú por nuera.

—No, y no puedes hacerlo, Ingmar.

—He sufrido tantos disgustos por tu culpa..., nadie me respetaba por haber hecho que salieras tan bien parada.

—Creo que estás a punto de hacer lo que acabas de decir que harías —repuso Brita—: Vas a pegarme.

—Sí, nadie entenderá nunca lo enfadado que estoy contigo.

Ella no contestó.

—Cuando pienso lo mal que he pasado días y semanas enteras —empezó él a quejarse de nuevo.

—¡Pero Ingmar!

—Bueno, no estoy enfadado por eso, sino porque tendría que haber dejado que te fueras.

—¿No sentías ningún afecto por mí, Ingmar?

—Ninguno en absoluto.

—¿En ningún momento?

—Ni un solo instante. Estaba harto de ti.

—¿Cuándo volviste a sentir algo?

—Cuando recibí la carta.

—Me daba cuenta de que habías roto conmigo, por eso me avergonzaba tanto que supieras lo que yo sentía.

Él rió por lo bajo.

—¿Qué pasa, Ingmar?

—Estoy pensando en que nos hemos escabullido de la iglesia y en que nos han echado de la finca.

—¿Y eso te da risa?

—¿Y por qué no? Tendremos que vivir en los caminos como los granujas. ¡Si padre nos viera!

—Ahora te ríes, pero no puede ser, Ingmar, de ninguna manera, y la culpa es mía.

—Pues yo creo que sí puede ser —replicó él—, porque ahora todo lo que no seas tú no me importa nada.

Brita casi lloraba de angustia; sin embargo él sólo quería oírla repetir una y otra vez cuánto había pensado en él y cuánto le había echado de menos. Al final se quedó quieto como un niño que escucha una canción de cuna. Todo había salido distinto de lo que Brita se había figurado. En su imaginación, si al salir de la cárcel se encontraba con él, enseguida le hablaría de su crimen y de cómo le pesaba que pudiera albergar tanta maldad en su interior. Habría querido decirle a él o a la madre de él o a quienquiera que hubiese venido que era perfectamente consciente de su inferioridad respecto a todos ellos. Que en ningún momento creyeran que ella se consideraba su igual. En cambio, de todo esto no pudo decirle nada.

En ese momento él le dijo con dulzura:

—Hay algo que quieres decirme.

—Sí, es cierto.

—Le estás dando vueltas todo el tiempo.

—Día y noche.

—Y eso se inmiscuye en todo.

—Exacto.

—¡Cuéntamelo y así cargaremos con ello entre los dos!

Y la miró a los ojos, que tenían una expresión de espanto y extravío. Sin embargo, a medida que hablaba se fueron calmando.

—Ahora te sientes mejor —dijo él cuando ella hubo terminado.

—Es como si eso ya no existiera —respondió Brita.

—¿Lo ves? Se debe a que lo compartimos. A lo mejor ahora quieres quedarte.

—Pues claro que me gustaría quedarme —dijo ella juntando las manos.

—En ese caso nos volvemos a casa —dijo Ingmar poniéndose en pie.

—No, no me atrevo.

—Madre no es tan peligrosa como parece, basta con que ella vea que uno sabe lo que quiere.

—No, jamás consentiré que la eches de su propia casa —replicó ella—. La única salida que veo es que yo me vaya a América.

—Te diré una cosa —repuso Ingmar sonriendo enigmáticamente—: no tienes nada que temer. Alguien nos ayuda.

—¿Quién?

—Mi padre. Él lo hará posible.

Alguien se aproximaba por la senda del bosque. Era Kajsa, pero apenas la reconocieron porque iba sin las canastas a cuestas. «¡Buenas, buenas!», se saludaron y la vieja se aproximó.

—Vaya, aquí se os ve a vosotros bien sentaditos mientras todos los gañanes de la finca van como locos buscándoos. Teníais tanta prisa en salir de misa —continuó la vieja— que no alcancé a veros, pero como quería saludar a Brita me he llegado hasta Ingmarsgården. El reverendo pastor llegó al mismo tiempo que yo, y apenas nos saludamos que él ya se había metido en el comedor. Enseguida le dijo a doña Märta en voz muy alta, antes siquiera de tomarle la mano: «¡Ahora, doña Märta, podrá estar usted satisfecha de Ingmar! Ha dejado claro que pertenece a la vieja estirpe de los Ingmarsson, a partir de ahora habrá que empezar a llamarle don Ingmar!» Ya sabéis que doña Märta no es muy habladora. Pues hoy se ha quedado muda y no hacía más que darle vueltas al nudo de su pañuelo. «¿Qué dice usted reverendo?», logró decir por fin. «Pues que Ingmar ha ido a buscar a Brita», respondió el reverendo. «Y ¡créame, doña Märta, por eso que ha hecho le honrarán mientras viva!» «¡Ay, no, no!», gimió ella. «Cuando les he visto en la iglesia poco ha faltado para que perdiera el hilo. Lo que ellos han predicado con su ejemplo supera a cualquiera de mis sermones. Ingmar será un modelo a seguir para todos nosotros, como lo fue su padre.» «Trae usted grandes noticias, reverendo», dijo doña Märta. «¿Pero es que todavía no han llegado?» «Ah, no, Ingmar no está en casa, tal vez hayan ido primero a Bergskog.»

—¿Madre ha dicho eso? —exclamó Ingmar.

—Pues claro, y mientras os esperábamos no paraba de mandar a éste y al otro en vuestra busca.

Kajsa siguió parloteando; sin embargo, Ingmar ya no la escuchaba, se encontraba muy lejos de allí. «Entonces entraré en la sala grande —pensaba—, donde padre está sentado con todos los Ingmar antepasados nuestros. "¡Buenos días, don Ingmar Ingmarsson!", me dice padre mientras viene hacia mí. "¡Buenos días, padre, y gracias por ayudarme!" "Sí, ahora estarás bien casado", dice padre, "luego todo lo otro vendrá por añadidura". "Sin su auxilio yo...", replico. "No ha sido nada del otro mundo", dice padre. "Ya sabes que lo único que tiene que hacer un Ingmar es seguir los caminos de Dios."»