La subasta
En mayo se celebró una subasta en Ingmarsgården. ¡Dios bendito, qué tiempo más fabuloso hacía, el calor era auténticamente veraniego! Los hombres habían cambiado ya sus largos abrigos de piel por chaquetillas cortas y las mujeres estrenaban las mangas anchas y almidonadas de su indumentaria estival.
La mujer del maestro se estaba arreglando para asistir a la subasta. Gertrud no quería ir y el señor Storm se hallaba ocupado con sus lecciones. Cuando la señora Stina estuvo lista, abrió la puerta del aula y se despidió de su marido moviendo la cabeza. Él estaba explicándoles a los niños la destrucción de la antigua ciudad de Nínive[27] y al hacerlo su expresión era tan siniestra que las pobres criaturas abrían la boca asustadas.
Durante la caminata hasta el predio de los Ingmarsson la señora Stina se detenía ante cualquier cosa que estuviera en flor, ya fuera un arbusto de cerezo aliso o una colina cubierta de oloroso muguete. «No creo que exista algo más bonito que esto —se dijo—, aunque pudiera una viajar hasta la mismísima Jerusalén.»
La mujer del maestro, y muchos otros con ella, amaban doblemente su terruño desde que los hellgumianos lo denominaban Sodoma e incitaban a sus habitantes a abandonarlo.
La señora Stina cortó unas florecillas que crecían en la cuneta y las miró con algo similar a la ternura. «Si todos fuéramos tan malos como dicen, a Dios no le supondría ningún esfuerzo exterminarnos, bastaría con hacer que el invierno fuera permanente y dejar que la tierra estuviera por siempre nevada. Pero como Nuestro Señor permite que la primavera y las flores vuelvan cada año debe creer que, al menos, merecemos vivir.»
Al llegar a Ingmarsgården se detuvo con una expresión de ansiedad. «Creo que me iré por donde he venido, no quiero asistir a la desintegración de esta antigua casa», se dijo. Pero en el fondo sentía demasiada curiosidad por ver qué pasaría con la finca.
Tan pronto se supo que el predio estaba en venta, Ingmar había hecho todo lo posible por comprarlo. Desgraciadamente, sólo poseía unas seis mil coronas y a Halvor la gran compañía maderera propietaria de la planta de Bergsåna le había ofrecido veinticinco mil. Mediante préstamos, Ingmar consiguió reunir la misma cantidad que ofrecía la compañía, pero entonces ésta aumentó su oferta a treinta mil e Ingmar, que no quería endeudarse tanto, se plantó.
Lo preocupante a este respecto no era únicamente que de este modo la finca saldría de la familia para siempre, ya que la gran compañía nunca revendía ninguna de sus adquisiciones; sino que además resultaba absolutamente improbable que la compañía le concediera a Ingmar el aserradero de Långforsen, y en ese caso él se quedaría sin sustento.
Casarse con Gertrud para el otoño, como estaba planeado, resultaba ahora impensable. Ingmar tal vez tuviera incluso que marcharse a otras tierras en busca de trabajo.
Al considerar la situación, la señora Stina no miraba a Karin y Halvor con buenos ojos. «Ojalá —se decía— Karin Ingmarsdotter no se acerque a hablar conmigo, porque no podría contenerme y le diría que no hay derecho, que no puede portarse tan mal con Ingmar. Y también le echaría en cara que, en el fondo, toda la culpa de que la finca no sea ya de Ingmar, es suya. Ya he oído decir que necesitan cantidades astronómicas de dinero para su viaje, pero es asombroso que Karin tenga estómago para venderle la finca de su familia a una compañía que no hace más que devastar el bosque y que abandona el campo enteramente a su suerte.»
Aparte de la compañía maderera había otro interesado en comprar la finca, y éste era el acaudalado juez de distrito Berger Sven Persson. Para Ingmar, esta alternativa sería mucho más afortunada, puesto que Sven Persson era un hombre generoso que nunca se negaría a arrendarle el aserradero. «Sven Persson no habrá olvidado que de niño —pensó la señora Stina—, cuando era un pastorcillo muerto de hambre, venía a por trabajo a la finca, y que fue don Ingmar quien se hizo cargo de él y lo ayudó a prosperar.»
La mayor parte del público que venía a la subasta no entraba en la casa, sino que se quedaba en el patio. La mujer del maestro hizo lo propio; se sentó sobre un montón de tablas y miró alrededor con melancolía, como hacen los que saben que ven un lugar entrañable por última vez.
La explanada del patio estaba flanqueada por tres alas de edificios anejos, y en medio se alzaba una caseta sobre pilares. No había nada que ofreciese un aspecto especialmente anticuado, a excepción del viejo porche con listones de madera tallada que enmarcaba el saledizo de la entrada de la vivienda principal, y otro más antiguo todavía, de gruesas columnas de fuste retorcido, situado frente a la puerta del lavadero.
La señora Stina rememoró la larga lista de Ingmarsson cuyas pisadas habían ido hollando el patio. Era como si pudiera verlos, volviendo del trabajo al atardecer y dirigiendo sus pasos hacia el hogar, figuras larguiruchas, algo inclinadas, siempre temerosas de importunar o de acaparar más de lo que les correspondía.
Pensó en toda la laboriosidad y honradez que tenía su origen en aquella casa de labranza. «No debería estar permitido —pensó refiriéndose a la subasta—, habría que denunciarlo al rey.» De haberse tratado de su propio hogar, la señora Stina no se lo habría tomado peor.
La subasta todavía no había comenzado pero un gran número de público se había congregado ya. Algunos entraban en los establos y examinaban el ganado, otros se quedaban en el patio para curiosear entre los muchos aperos y carretillas y hachas, sierras y arados reunidos allí.
Sin embargo, cada vez que la señora Stina veía un par de vecinas saliendo de los establos pensaba indignada: «Mira a esas dos, la tía Inga y la tía Stava, ya le han echado el ojo a una res cada una. ¡Anda que no se pavonearán teniendo vacas de la raza autóctona de los Ingmarsson!» Y sonrió con cierto sarcasmo cuando vio al pobre Nils el Pelantrín[28] elegir entre los arados. «Qué importante se sentirá el pobre Nils empujando un arado que era del mismísimo don Ingmar.»
Los objetos de la subasta atraían cada vez a más personas. Los hombres se preguntaban mutuamente acerca de aperos tan obsoletos que nadie sabía ya para qué servían, y algunos hasta tenían la desfachatez de reírse de los vetustos trineos, algunos de los cuales eran muy antiguos y estaban pintados de rojo y verde; los arreos que les correspondían estaban adornados con abigarradas borlas de colores y conchas blancas.
Nuevamente, la señora Stina vio en su imaginación a los antiguos miembros de la familia conducir con parsimonia aquellos apolillados trineos. Se iban de fiesta o llegaban a casa el día de su boda con la novia sentada a su lado. «Qué cantidad de gente honrada se marcha de la parroquia», pensó, puesto que para ella era como si esos ancestros hubieran seguido viviendo en el predio hasta ese mismo día, cuando sus utensilios de labranza y sus vehículos estaban a punto de dispersarse a los cuatro vientos.
«Me gustaría saber dónde se ha metido Ingmar y cómo se encuentra —pensó—. ¡Si a mí me resulta tan doloroso cómo no se ha de sentir él!»
Hacía un día tan espléndido que el adjudicador sugirió que todos los objetos en venta se trasladaran al patio a fin de evitar aglomeraciones en el interior. Así que los mozos y las sirvientas salieron cargando cofres y baúles adornados con rosas y tulipanes, gran parte de los cuales no se habían movido de su sitio en el ropero durante los últimos cien años. También sacaron cafeteras de plata y anticuadas calderas de cobre, ruecas y cardas, ropa de cama y toda suerte de utensilios para tejer, a cuál más extraño.
Las campesinas se abalanzaron sobre aquellos objetos, tocando y removiéndolo todo.
La señora Stina no había tenido intención de comprar nada, pero luego recordó que en la casa había un telar en el que se podía tejer un precioso damasco de hilo para mantelerías y se levantó a fin de mirarlo. Sin embargo, justo cuando se aproximaba, salió una sirvienta con dos enormes y antiquísimas Biblias, cuyos herrajes y tapas encuadernadas en piel pesaban tanto que la muchacha apenas podía con ellas.
Como si hubiese recibido una bofetada, la señora Stina, atónita, regresó a su sitio. Entendía que nadie leyera ya esas reliquias escritas en un lenguaje arcaico, pero no dejaba de ser muy extraño que Karin quisiese venderlas. «Quizá fuera una de esas Biblias la que estaba leyendo el ama el día en que vinieron a comunicarle que un oso había matado a su marido», pensó.
Rememoró todas las historias que había oído acerca de los Ingmarsson; cada cosa que veía parecía contarle algo.
Aquellos broches de plata que estaban encima de la mesa se los había robado un Ingmar Ingmarsson a unos trols de la montaña de Klackberget.
En ese calesín de ahí había ido a misa el Ingmar Ingmarsson de turno cuando ella era niña, y cada vez que las había adelantado a ella y su madre por el camino de la iglesia, su madre le había puesto la mano en el hombro diciéndole: «¡Haz una reverencia, niña, que pasa Ingmar Ingmarsson!»
Siempre le había maravillado que su madre nunca olvidara de instarla a hacerle aquella reverencia a Ingmar Ingmarsson. Tanto empeño no ponía la vieja mujer cuando pasaba el agente judicial o el juez del distrito.
Finalmente comprendió que cuando su madre era una chiquilla e iba a misa con su propia madre, ésta le ponía la mano sobre el hombro y le decía: «Haz una reverencia, niña, que pasa Ingmar Ingmarsson!»
«Bien sabe Dios —suspiró la señora Stina— que no es sólo porque he albergado la esperanza de que Gertrud gobernase esta casa algún día que me duele que se disperse todo esto; más bien, es que tengo la impresión de que con ello llega el fin de todo este pueblo.»
Entonces apareció el reverendo a las bridas de su coche. Se le veía serio y abatido y se dirigió al interior de la vivienda. La señora Stina comprendió que venía para interceder por Ingmar con Karin y Halvor.
Poco después llegaron el gerente de la planta de Bergsåna, en representación de la compañía maderera, y el juez Berger Sven Persson. El gerente entró sin más en la casa; en cambio, Sven Person dio una vuelta por el patio y miró lo que había. Pasó, entonces, por delante de un anciano menudo y de barba muy poblada que estaba sentado sobre el mismo pilón de tablas en que la señora Stina ocupaba un sitio. Era Stark Ingmar.
—Oiga, Ingmar —le preguntó Sven Persson deteniéndose frente a él—, ¿no sabrá usted si Ingmar Ingmarsson ha decidido ya si quiere comprarme esa madera que le he ofrecido?
—Dice que no —respondió el viejo—, pero digo yo que pronto le entrarán las dudas. —Y le echó una mirada maliciosa a Sven Persson haciendo un gesto en dirección a la señora Stina, dando a entender que no era conveniente que los oyera hablar.
—Pues debería sentirse más que afortunado —dijo el juez—. No ofrezco mercancía como ésa todos los días, si lo hago ahora es por la memoria de don Ingmar.
—Sí, es verdad, sí que es una buena oferta —replicó el viejo—, pero dice que ya ha dado su palabra en otra parte.
—¿Realmente está seguro de saber lo que deja escapar? —dijo el juez, y se alejó lentamente.
Hasta el momento ningún miembro de la familia se había dejado ver en el patio; pero de pronto el gentío descubrió la figura de Ingmar. Estaba apoyado contra una pared algo aparte, completamente inmóvil y con los ojos entornados.
Varias personas se acercaron para saludarle, pero cuando llegaban a su altura se abstenían y volvían a su sitio.
El rostro de Ingmar tenía la palidez de un muerto y al verle quedaba claro que el hombre se debatía contra un dolor tan intenso que nadie se atrevía a molestarle.
Ingmar permanecía tan quieto que hubo mucha gente que ni siquiera detectó su presencia. En cambio, todo aquel que hubiera puesto los ojos en él no podía quitarse esa visión de la cabeza. El espíritu festivo que normalmente se asocia a una subasta se diluyó rápidamente, con Ingmar ahí delante, apoyado contra la pared del hogar que estaba a punto de perder; nadie tenía el coraje de reír o de mostrar algún signo de alegría.
Por fin llegó el momento de iniciar la subasta. El adjudicador se subió a una silla y empezó a licitar un viejo arado. Ingmar seguía igual de inmóvil, como si fuera una efigie en lugar de un ser humano.
«Dios santo, ¿por qué no se retira de ahí? —murmuraba la gente—. ¿Qué necesidad tiene de presenciar esta desgracia? Aunque por algo dicen que los Ingmarsson siempre hacen las cosas a su manera.»
Entonces el martillo anunció el fin de la primera puja. Ingmar se estremeció, como si el golpe le hubiera tocado a él. Enseguida se quedó quieto otra vez; pero luego, a cada nuevo remate una sacudida le recorría el cuerpo.
Pasaron junto a la señora Stina dos campesinas que hablaban de Ingmar.
—Lástima que no esté prometido a una rica heredera, así tendría dinero para comprar la finca; pero como quiere a la hija del maestro, esa Gertrud... —dijo una.
—Cuentan que un pez gordo le ha prometido la finca como dote si se casa con su hija —contestó la otra—. ¿Ves?, como es de tan buena familia, da igual que sea pobre.
—De algo servirá ser el hijo de don Ingmar, ¿no?
«Qué bendición sería que Gertrud pudiese contribuir con algo», pensó la señora Stina.
Poco a poco se vendieron todos los utensilios y el subastador se trasladó a otro rincón del patio. Allí empezó por tapices tejidos a mano, manteles y cortinajes de cama, mostrándolos en lo alto de modo que los tulipanes bordados y los abigarrados encajes irradiaban sus destellos de seda sobre la explanada entera.
A Ingmar debió de llamarle la atención el flameo de las telas, porque miró hacia allí. Por un instante fueron visibles sus ojos inyectados en sangre abarcando toda la desolación de aquel espectáculo; luego los bajó de nuevo.
—Nunca he visto nada igual —dijo una joven campesina—. Yo creo que se nos muere aquí mismo. ¿Por qué no se va de una vez y deja de torturarse?
La señora Stina se puso en pie como para clamar al cielo que interrumpieran la subasta, que no había derecho; pero volvió a sentarse. «¿Y yo quién soy para exigir nada?», se recriminó con un suspiro.
Repentinamente se extendió un silencio tan profundo en el patio que la señora Stina tuvo que levantar la vista. Descubrió que el silencio se debía a que Karin Ingmarsdotter había salido de la casa. Quedó patente lo que el pueblo opinaba de su manera de actuar, porque a medida que ella cruzaba el patio los asistentes se apartaban; nadie tendió su mano para saludarla, la gente callaba y la miraba con desaprobación.
Karin estaba demacrada, parecía exhausta y caminaba más encorvada que nunca. Dos manchas rojas se destacaban en sus mejillas y, aparentemente, su suplicio era igual de intenso que en la época en que libraba sus batallas contra Eljas.
El objetivo de Karin era buscar a la señora Stina para hacerla entrar en la casa.
—Acabo de descubrir que estaba usted aquí, señora Stina —le dijo.
La mujer del maestro se hizo de rogar, pero sólo un poco. Karin venció su resistencia diciendo:
—Ahora que nos vamos tan lejos de aquí nos gustaría olvidar viejas disputas.
Mientras cruzaban el patio de vuelta a la casa, la señora Stina inició el ataque:
—Éste ha de ser un día muy triste para usted, Karin.
Ésta dejó escapar un suspiro pero no respondió.
—No entiendo cómo no le parte el alma vender todos estos viejos objetos de familia.
—Es lo que más se ama lo que precisamente hay que sacrificar por Nuestro Señor —respondió Karin.
—La gente se extraña de que... —empezó la señora Stina, pero Karin la cortó:
—El Señor también se extrañaría de que le priváramos de algo que ya le hemos ofrecido.
La señora Stina se mordió el labio y no supo qué más decir. Todos los reproches que había imaginado no hallaron salida; Karin era una mujer demasiado digna para que nadie tuviese el valor de censurar su conducta.
Justo cuando subían el ancho escalón del pórtico de entrada, posó su mano sobre el hombro de Karin.
—¿Ha visto usted quién está ahí? —le preguntó señalando a Ingmar.
Karin dio la impresión de encogerse levemente y evitó a toda costa mirar en la dirección de Ingmar.
—El Señor hallará la solución —murmuró—. El Señor hallará la solución.
En la sala principal no se habían producido grandes cambios con vistas a la subasta, ya que los bancos y las camas estaban empotrados y no podían transportarse a otro lugar. Las lámparas de cobre, en cambio, ya no iluminaban las paredes, y las camas eran un agujero negro sin las cortinas y las colchas; mientras que las alacenas pintadas de azul que antaño se dejaban entreabiertas para que las visitas pudiesen admirar la vajilla de plata apilada en su interior estaban cerradas en señal de que ahí ya no se guardaba nada que valiera la pena mostrar.
La única ornamentación de las paredes era el cuadro de Jerusalén, el cual ese día volvía a lucir una guirnalda de hojas verdes alrededor del marco.
Ocupaban la amplia estancia gran cantidad de correligionarios y parientes de Halvor y Karin. Uno tras otro se dejaban guiar hasta una larga mesa donde, tras hacerse de rogar, eran agasajados con excelentes manjares.
La alcoba estaba cerrada. En su interior se discutía en aquellos momentos la compra de la finca y las negociaciones se llevaban a cabo con ímpetu y en voz muy alta, especialmente por parte del párroco.
En cambio, en la sala principal los presentes se mantenían callados, y si alguien hablaba lo hacía bajito o susurrando. Mentalmente, todos se encontraban dentro de la alcoba, donde se estaba decidiendo el destino de Ingmarsgården.
La señora Stina se dirigió a Hök Mattsson y le preguntó:
—¿Supongo que no tendremos la suerte de que Ingmar se quede con la finca?
—Hace mucho que su oferta ha sido superada —contestó Gabriel—. Por lo visto, el hotelero de Karmsund ha ofrecido treinta y dos mil coronas, y la compañía ha pujado hasta treinta y cinco mil. En estos momentos el reverendo intenta convencerles de que cierren el trato con el hotelero antes que con la compañía.
—¿Y qué hay del juez Berger Sven Persson? —preguntó la señora Stina.
—Parece que hoy no ha pujado.
El párroco habló largo y tendido con una voz que sonaba persuasiva. Sus palabras no eran inteligibles, pero mientras él hablara la gente sabía que nada estaba decidido aún.
Entonces se hizo un breve silencio, tras el cual se oyó la voz del hotelero que decía, no muy alto pero con tanto énfasis que era inevitable captar cada una de las sílabas:
—Ofrezco treinta y seis mil; no es que crea que la finca lo vale, pero lo hago porque no me gustaría que fuese a parar a manos de la compañía.
A continuación se oyó el golpe de un puño contra la mesa y la voz del gerente que atronó:
—Cuarenta mil, y no creo yo que nadie supere esa oferta, señores.
La señora Stina, muy pálida, se levantó y volvió a salir al patio. Puede que lo que se desarrollaba en el exterior fuera doloroso y triste, pero presenciar esa otra subasta encerrada en una habitación sofocante era aún más atroz.
Los tapices ya estaban vendidos y el subastador volvió a cambiarse de sitio dispuesto a ocuparse de las antigüedades de plata; las grandes cafeteras de plata con monedas de oro incrustadas y las copas con inscripciones del siglo xvii.
Cuando el subastador levantó la primera cafetera Ingmar dio un paso al frente como para impedir la venta, pero se refrenó al instante y volvió a su rincón.
Al cabo de unos minutos un viejo labriego se dirigió a Ingmar con la cafetera en la mano. El hombre la dejó humildemente a sus pies diciendo:
—Ésta debes conservarla como recuerdo de todo aquello que debería haber sido tuyo.
De nuevo un estremecimiento sacudió a Ingmar; su labio inferior tembló y hacía grandes esfuerzos por encontrar las palabras.
—No, ahora no hace falta que digas nada, ya me lo dirás otro día —añadió el viejo y empezó a alejarse; pero dio media vuelta y dijo—: La gente rumorea que la finca podría ser tuya si quisieras; eso sería el favor más grande que podrías hacerle a esta parroquia.
En Ingmarsgården había varios ancianos que habían servido en la familia toda su vida y que ahora, en su vejez, seguían viviendo allí. La inquietud se había apoderado de ellos más que de los demás, puesto que temían que, en caso de que la finca cambiara de propietario, fueran desahuciados y no les quedara otro remedio que echarse a los caminos a mendigar. En cualquier caso, no les cabía duda de que nadie les trataría igual de bien que los antiguos amos.
Estos ancianos vagaban por la finca sin descanso, el desasosiego no les permitía permanecer sentados. Provocaba mucha lástima verlos pasar de puntillas, frágiles y asustados, y descubrir la angustia que reflejaban sus ojos legañosos y débiles.
Finalmente, fue a un abuelo de casi cien años al que se le ocurrió acercarse a Ingmar y sentarse en el suelo a su lado. Era como si por fin hubiese encontrado un sitio donde sentirse en paz, porque se quedó quieto y calmado, sus manos temblorosas apoyadas contra el mango de la muleta.
Tan pronto como otras dos de las ancianas empleadas de la finca, la tía Lisa y Märta la del Establo, vieron dónde se había instalado Bengt el Cuervo, también ellas renquearon hasta allí y tomaron asiento junto a Ingmar. No le dijeron nada; pero sin embargo albergaban la vaga noción de que él podía ayudarlas, él, que ahora era el nuevo Ingmar Ingmarsson.
Desde el momento en que se le acercaron los ancianos, Ingmar abrió los ojos y ya no volvió a entornarlos; sino que se quedó observándoles. Se diría que calculaba todos los años y las penurias que habían soportado mientras servían a su familia, y debió sentir que su primer deber era conseguir que pudieran acabar sus días en el lugar donde había transcurrido toda su vida. Ingmar oteó el patio, descubrió a Stark Ingmar y le parpadeó significativamente asintiendo con la cabeza.
Sin decir una palabra, Stark Ingmar entró en la casa, cruzó la sala grande y abrió la puerta de la alcoba, en cuyo umbral se quedó aguardando un momento propicio para dar su recado.
El párroco se hallaba en medio de la habitación dirigiéndose a Karin y Halvor, quienes estaban rígidos como momias. El gerente de la compañía maderera presidía la mesa con expresión autosuficiente, convencido de ser el mayor postor. Al hotelero de Karmsund, de pie junto a la ventana, se le veía indignado, la frente perlada de sudor, las manos trémulas. El juez Berger Sven Persson ocupaba el sofá situado en el fondo de la alcoba y su rostro ancho y autoritario no delataba ninguna emoción; estaba sentado con las manos entrelazadas sobre la barriga y de él se diría que lo único que ocupaba su mente era la velocidad a la que hacía girar sus pulgares.
Luego el párroco cedió la palabra. Halvor miró a Karin como pidiéndole consejo, pero ella permanecía inmóvil con la vista baja.
—Karin y yo nos vemos obligados a tener en cuenta que viajamos al extranjero —dijo Halvor—, y que tanto nosotros como toda la hermandad se sustentará de lo que obtengamos por nuestras propiedades. Sabemos ahora que sólo el viaje cuesta quince mil coronas, y a eso hay que añadirle el alquiler de una casa y los gastos para ropa y comida. No creo que podamos permitirnos el lujo de regalar una parte.
—¿No es absurdo pedirles a Karin y Halvor que vendan la finca por una cifra irrisoria únicamente para que no se la quede la compañía? —inquirió el gerente—. A mi entender, deben aceptar mi oferta inmediatamente, aunque sólo sea para poner fin a todos estos intentos de persuasión.
—Sí —confirmó Karin—, me temo que lo cierto es que debemos ajustamos a la oferta del mejor postor.
Sin embargo, el párroco no pensaba darse por vencido fácilmente. Cuando se trataba de asuntos mundanos sabía muy bien cómo componer su perorata; el que razonaba allí era un orador completamente distinto del que hablaba desde el púlpito.
—Apuesto a que Karin y Halvor sienten tanto apego por esta finca que prefieren vendérsela a alguien que se haga buen cargo de ella; aunque al hacerlo sus ganancias disminuyan en un par de miles de coronas. —Y muy especialmente dirigido a Karin, prosiguió su discurso con una lista de fincas que habían acabado en la ruina después de ser vendidas a la compañía.
Karin levantó la vista en un par de ocasiones y el párroco se preguntó si, finalmente, había logrado conmoverla. «Algo tiene que quedarle de su instinto de mujer del campo», pensó, al exponer como ejemplos varios casos de granjas abandonadas y rebaños de ganado agonizantes.
Y luego remató de la siguiente manera:
—Sé perfectamente que si la compañía se obstinara en comprar Ingmarsgården, podrían pujar y pujar hasta que no hubiera un granjero en toda la comarca que pudiera seguirles. Pero si Karin y Halvor quieren impedir que este predio se convierta en una ruina más de la compañía, deben fijar un precio final para que los granjeros sepan a qué atenerse.
Ante la propuesta del párroco, Halvor miró nerviosamente a Karin. Ésta levantó los párpados despacio y respondió:
—Claro que Halvor y yo preferiríamos vendérsela a alguien como nosotros para estar seguros de que las cosas seguirán como siempre en la finca.
—Exacto, si alguien, aparte de la compañía, quisiera ofrecer cuarenta mil coronas nos contentaríamos con esa suma —dijo Halvor, que ahora por fin le seguía el hilo a su esposa.
Tras estas palabras Stark Ingmar cruzó la habitación y le susurró algo a Berger Sven Persson. El juez de distrito se levantó de inmediato y le dijo a Halvor:
—Ya que usted promete conformarse con cuarenta mil, yo le ofrezco esa suma.
El rostro de Halvor empezó a sufrir contracciones nerviosas y antes de contestar tragó saliva varias veces.
—Se lo agradezco, señor juez —dijo—. Me alegra dejar la finca en tan buenas manos.
Sven Persson también estrechó la mano de Karin, quien, conmovida, se secó una lágrima que le pendía del rabillo del ojo.
—Puede estar segura, Karin, de que aquí las cosas continuarán como siempre —dijo el juez.
Karin le preguntó si él mismo iría a vivir allí.
—No —respondió el juez, y añadió con ceremonioso énfasis—: Este verano caso a mi hija menor y les voy a regalar la finca a ella y a su esposo. —A continuación, se volvió hacia el párroco y le dio las gracias—: Ha conseguido salirse con la suya, reverendo —le dijo—. Quién iba a imaginar, cuando yo corría por aquí como un humilde pastor, que un día tendría el poder de reinstaurar a un Ingmar Ingmarsson en Ingmarsgården.
El párroco y los otros caballeros presentes se quedaron mirándolo sin entender; Karin se apresuró a salir de la habitación.
Mientras cruzaba la sala grande se fue enderezando, se anudó el pañuelo de la cabeza de modo que los pliegues cayesen como debían, y se alisó el delantal.
Cruzó el patio con paso digno y ceremonioso. Mantenía el cuerpo rígido, la mirada baja, y andaba a paso tan lento que no daba la impresión de desplazarse. De ese modo llegó hasta donde se encontraba Ingmar y le estrechó la mano.
—Quiero darte la enhorabuena, Ingmar —le dijo con voz quebrada por la emoción—. Hemos estado enfrentados en este asunto, pero ya que Dios no ha querido darme la satisfacción de que te sumes a los nuestros, le agradezco que te haya permitido hacerte con la finca.
Él no respondió, su mano descansaba fláccida en la de Karin. Al soltársela ella, siguió allí de pie, tan abatido como lo había estado todo el día.
Cada uno de los caballeros que habían participado en la transacción se acercaron a Ingmar, le estrecharon la mano y le felicitaron:
—¡Mucha suerte con Ingmarsgården, Ingmar Ingmarsson! —le dijeron.
Un destello de felicidad iluminó el rostro de Ingmar. Muy despacio y por lo bajo dijo:
—Ingmar Ingmarsson, amo de Ingmarsgården. —Y su expresión era la de un niño al que acaban de regalar lo que ha deseado mucho tiempo. Pero acto seguido, su expresión se mudó en hastío, como si, con profundo disgusto, quisiese apartar de sí la dicha recién obtenida.
La noticia corrió por el patio como la pólvora. La gente, ansiosa de saber y comentar lo que sabían, hablaba ahora en voz alta. Varios se alegraron tanto que los ojos se les anegaron en lágrimas.
Nadie hacía caso de los reclamos del subastador; cada cual, labriegos y señores, vecinos y forasteros, se agolpaban alrededor de Ingmar para darle la enhorabuena.
En cierto momento, éste, rodeado de aquel alegre gentío, levantó la vista y descubrió a la señora Stina. Se hallaba un poco apartada del resto y tenía los ojos fijos en él. Estaba lívida y ofrecía el aspecto de una mujer envejecida y humilde. Cuando los ojos de él se cruzaron con los suyos, ella se dio la vuelta y echó a andar rumbo a la escuela.
Ingmar se apartó del grupo y corrió tras ella.
Alcanzándola, se inclinó y, con la voz rota y cada rasgo de su cara sacudido por el dolor, le dijo:
—¡Señora Stina, vuelva a su casa y dígale a Gertrud que me he vendido por la finca! ¡Pídale que nunca más vuelva a pensar en un pobre desgraciado como yo!