«Murallas de oro y puertas de jaspe
Del viaje de los campesinos de Dalecarlia cabe contar que primero fueron en tren hasta Gotemburgo, y desde allí en un vapor sueco hasta Amberes, donde se embarcaron en un gran vapor alemán, el Augusta Viktoria, que les llevó a Palestina. Tuvieron un buen viaje y llegaron a Jafa todos sanos y salvos y bien de salud.
Tan pronto el barco fondeó en la rada de Jafa, los emigrantes suecos se apresuraron a subir a la cubierta para echar un primer vistazo a Tierra Santa. Pero el Augusta Viktoria había anclado lejos de la costa; además, el sol matinal les cegaba y no fue mucho lo que vislumbraron. Lo que sí vieron destacarse claramente junto a la playa, frente a ellos, fue una elevada colina densamente cubierta de edificios ocres de tejado plano y jardines de vegetación oscura.
Al poco tiempo descubrieron que a ambos lados de la colina se extendía una costa con médanos, más allá de la cual se abría una planicie, y que en el fondo, sobre la línea del horizonte, despuntaba una cadena de montañas larga pero no excesivamente elevada.
Aquella tierra no tenía nada de llamativo ni extraordinario, y tras el vistazo inicial seguramente todos aquellos labriegos se dijeron en silencio: «¡Quién iba a pensar que sería así! Yo me imaginaba algo completamente distinto. Esto es como si lo hubiese visto montones de veces.»
Ya en Gotemburgo se habían encontrado con Hellgum, que venido directamente de Jerusalén, donde él y sus seguidores vivían desde hacía unos meses, les esperaba para ayudarles con el traslado y el viaje. Hellgum estaba, por lo tanto, muy familiarizado con Palestina, y al notar que los campesinos tenían los ojos puestos en tierra se les acercó para explicarles lo que veían.
—Sobre esa roca está Jafa con sus quinientos naranjales —les informó—. Detrás, la planicie que veis es el llano de Sarón, lleno de lirios, y las siluetas a lo lejos son los montes de Judea.
En el mismo instante en que pronunciaba esos nombres los suecos notaron algo que hasta entonces se les había escapado. Vieron que el sol proyectaba una luz más intensa sobre aquel cielo que allá en su tierra, y que el llano, las montañas y aquella ciudad despedían un halo de luz rosada, plateada y azulada que no habían visto en ningún otro lugar.
—¡Aleluya! —exclamaron pletóricos de alegría—. ¡Y pensar que hemos llegado tan lejos!
Les parecía increíble que realmente hubieran superado todos los obstáculos, que hubieran logrado, pobres campesinos de Dalecarlia como eran, contemplar el llano de Sarón y las montañas de Judea.
—Fue aquí, en Jafa, adonde el rey Hiram le envió por mar a Salomón la madera de cedros y cipreses del Líbano que necesitaba para la construcción del templo —dijo Hellgum—, y aquí fue donde el profeta Jonás se embarcó cuando quería eludir el cumplimiento de las órdenes de Dios.[31]
Los labriegos le escuchaban sin aliento. Les parecía que estaban a las mismísimas puertas de un gran templo que atesoraba todo cuanto de sagrado había en el mundo; aunque no pudieron evitar una sonrisa cuando les habló de Jonás, a quien habían visto representado en muchas antiguas imágenes en el momento en que sale disparado de las descomunales fauces de la ballena.
Entre los peregrinos que iban a Jerusalén había un herrero de nombre Birger Larsson a quien el viaje, desde un principio, había colmado de alegría. A nadie le resultó tan fácil como a él separarse de su hogar, y nadie se complacía como él ante la idea de ver al natural las maravillas de Jerusalén.
—Tanto Jerusalén como Belén se encuentran en lo alto de los montes de Judea —explicó Hellgum—. Jerusalén está casi a la altura de Jafa, mientras que Belén se halla un poco más al sur.
Birger dirigió su mirada hacia donde debía estar Jerusalén y desde ese momento fue como si no pudiese apartarla de allí.
En un momento anterior del viaje, Hellgum ya les había explicado que el puerto de Jafa era tan poco profundo que únicamente los pesqueros y las pequeñas embarcaciones de vela podían entrar. Grandes vapores como el Augusta Viktoria tenían que fondear en una rada fuera del puerto y sus pasajeros y las mercancías ser llevados a tierra en pequeños botes. También sabían que el desembarco podía ser muy peligroso en caso de temporal, ya que durante un buen trecho había que remar en mar abierto sin ningún resguardo contra el viento y las olas.
Pero en aquellos momentos el tiempo estaba calmado y apacible y Hellgum, quien en su primer viaje había tenido un desembarco muy dificultoso, se alegraba sobremanera. Les señaló dos rocas negras que despuntaban en medio de la entrada del puerto, a tan sólo un par de brazadas de distancia entre sí, y les explicó que todos los botes que iban a Jafa se veían obligados a pasar entre ellas; y que más de una vez se había dado el caso de que, durante una fuerte borrasca, los pequeños botes se habían estrellado contra esas rocas rompiéndose en mil pedazos.
Al poco tiempo de fondear el Augusta Viktoria en la rada, una multitud de botes de remos salieron presurosos del puerto. Se deslizaban por las aguas tan velozmente como si volaran. Los campesinos no podían hacer otra cosa que admirar a los remeros, quienes a veces se incorporaban y remaban de pie para forzar la marcha. Al comienzo lo hacían con precaución pero tras sobrepasar las dos rocas fatales iniciaron una carrera. Hasta el vapor llegaban sus risas y las voces que se daban para animarse unos a otros.
—¿Veis lo que hacen? —dijo Hellgum—. Están todos tan ansiosos por llegar primero que a menudo ponen en peligro la vida de sus pasajeros debido a esa tremenda prisa que tienen. ¡Ya los veréis cuando suban a bordo! No hay ni uno que no tenga la cara llena de cicatrices y rasguños. Son la gente de mar más fiera del Mediterráneo. Con tal de impedir que un compañero les adelante aguantan lo que sea, desde cuchilladas a un golpe de remo.
Mientras Hellgum hablaba subieron a bordo dos marineros de Jafa. Eran altos y fornidos, y los dalecarlianos se sorprendieron. No esperaban que hubiera gente tan fuerte y robusta en aquel país tan desolado.
—¡Miradlos! —exclamó Hellgum—. ¡Mirad cómo avanzan por la cubierta como dos ráfagas de viento! Démosle las gracias al Señor de que nos haya concedido este tiempo tan espléndido que nos permitirá bajar a tierra sin peligro.
A continuación, Birger Larsson avanzó y dijo unas palabras que aquellos campesinos de Dalecarlia nunca olvidarían.
—No sé yo lo que el resto pensará sobre el asunto, pero por mi parte, habría deseado que nos hubiésemos encontrado con una buena borrasca aquí en el puerto, y que esas rocas negras que Hellgum tanto teme levantasen una cortina de espuma. Habría preferido que fueran los remeros más temerarios los que nos llevasen a tierra y en los peores botes; así demostraríamos que nuestra fe en la divina providencia es tan firme que nada ni nadie podría impedirnos desembarcar en esta costa.
—¡Amén, amén! —dijeron los campesinos uno tras otro. Y sus corazones se llenaron de una confianza tan ciega que se sentían capaces de caminar sobre las aguas.
Sucedió, sin embargo, que tan pronto los campesinos suecos tocaron tierra en Jafa, Birger Larsson enfermó. No era precisamente un aire saludable lo que soplaba mientras caminaban por las calles de Jafa rumbo a la estación del ferrocarril, y Birger no tardó en sentir escalofríos de fiebre recorriéndole el cuerpo. Pero no quiso admitir que se sintiera mal sino que, cuando los campesinos hubieron dejado su equipaje en la estación y salieron para ver la ciudad, él los acompañó.
Coincidió que el grupo de Dalecarlia llegó a Palestina en agosto, el mes más caluroso en aquel país. El sol se elevaba tan alto en el cielo que sus rayos incidían verticalmente sobre sus cabezas; además, no se veía ni una nube y todo parecía tan reseco que no dudaron de que Hellgum decía la verdad cuando afirmaba que no llovía desde abril.
Y añadió que en Jafa no hacía tanto calor como en otros lugares del país debido a que era una ciudad marítima; en cambio, para los campesinos de Dalecarlia, también allí el calor era excesivo. De camino a la estación vieron grandes arbustos de ricino que se marchitaban al sol, y los geranios, que ellos solían cultivar en macetas en las ventanas de sus casas en Dalecarlia, crecían aquí silvestres y se los veía estropeados por el calor. Pero cuando realmente comprendieron cuán elevada era la temperatura, fue al ver que los niños que cruzaban la playa para bañarse en el mar corrían dando saltos porque la arena les quemaba los pies.
Hellgum llevó a los campesinos suecos a las grandes fábricas de jabón, una de las atracciones de Jafa, y a las lamentables ruinas que se suponen de la casa donde vivió el apóstol Pedro. En ambos lugares el hedor y el calor eran insufribles y Birger Larsson no hizo más que empeorar. Sin embargo, siguió sin mencionar su estado; al contrario, estaba de un humor excelente y se mostraba satisfecho con todo. Resulta que en Jafa, al igual que en la mayoría de las ciudades de Oriente Medio, al pasear por las calles no se ve otra cosa que muros ciegos; de modo que el paseo no fue demasiado gratificante para los recién llegados. En cambio, Birger se contentaba con lo poco que había por ver: la belleza de los niños, los asnos de pelaje gris cargados con grandes alforjas rebosantes de hortalizas, y hasta le conmovió la fealdad de los enclenques perros callejeros.
Lo que más le satisfizo, sin embargo, fue la visita a la colonia alemana situada extramuros. Unos campesinos alemanes, que por ser sectarios sufrían persecuciones en su patria, la habían fundado hacía treinta años. Al principio, los alemanes tuvieron que soportar muchas dificultades, pero ahora estaban completamente adaptados a las condiciones de Tierra Santa y habían alcanzado un elevado estado de bienestar e independencia. La colonia se componía de numerosas casas bien construidas y rodeadas de extensos jardines y campos de cultivo. Al entrar en su territorio uno diría que de pronto había ido a parar a una hermosa ciudad de provincias sueca. Cuando Birger Larsson vio todas aquellas villas tan bien cuidadas dijo que le parecía improbable que les fuera a ir peor a ellos que a los alemanes.
—Nosotros no tardaremos mucho en construirnos un precioso pueblecito como éste en las afueras de Jerusalén —comentó.
Al mediodía el calor no les permitió permanecer al aire libre y tuvieron que regresar a la estación para ponerse a cubierto del sol. Allí estuvieron un par de horas esperando la salida del tren de la tarde. Birger iba empeorando pero se mantuvo en pie, fingiendo que no pasaba nada. Se hallaba sentado junto a una ventana cuando de repente vio una larga procesión de gente. Tenían todo el aspecto de ser campesinos como ellos. Llevaban el cabello cortado a tazón y espesas barbas, abrigos largos de tela gris y pantalones bombachos remetidos en botas altas. Todos marchaban con un palo al hombro del cual colgaba un hatillo. A Birger se le informó que eran rusos en peregrinación por Palestina. Habían llegado allí en un vapor pero, tras el desembarco en Jafa, el resto del viaje lo hacían a pie, porque querían recorrer el país del mismo modo que lo hiciera Jesús.
Birger se quedó pensativo al oírlo. En su cara se veía que de buena gana habría seguido su ejemplo.
—Otro día nosotros haremos lo mismo —dijo asintiendo con la cabeza hacia sus compañeros de viaje—. Qué entrañable será viajar tras las huellas de nuestro Señor Jesucristo.
Cuando el tren finalmente se puso en marcha y Birger hubo tomado asiento en el sofocante vagón, empezó a sentir que la cabeza iba a estallarle y entonces ya no pudo evitar que los otros se dieran cuenta de que estaba enfermo. Le preguntaron si se encontraba mal y él respondió que sólo un poco de dolor de cabeza debido al calor.
—¡Tú, que eres herrero, deberías aguantar mejor este bochorno! —se burlaron sus compañeros, porque a nadie se le ocurrió que su estado pudiera ser grave.
El ferrocarril atravesó las huertas de Jafa y después se adentró en la llanura de Sarón, que en esa época del año aparecía tan yerma como un desierto. Sin duda, los pueblos y aldeas esparcidos por el llano debían estar habitados; pero hasta que se ponía el sol sus habitantes apenas asomaban la nariz de sus casas para no achicharrarse. Y en todo caso, nunca salían de los pueblos donde los muros de las casas y algún que otro árbol solitario pudiera proporcionarles un poco de sombra. Igual de imposible como parecía descubrir una figura humana en aquella llanura, era divisar una brizna de hierba. Las magníficas anémonas encarnadas y las amapolas, todas las margaritas y los claveles que en primavera tapizaban el suelo con una espesa alfombra de flores blancas y rojas, se habían extinguido. También extintas estaban las cosechas de trigo, centeno y panizo que crecían en las zonas cultivables del llano; asimismo, los segadores con sus asnos y bueyes, sus cantos y danzas, se habían retirado ya a sus aldeas. El único rastro que quedaba del esplendor pasado eran unos tallos secos que se elevaban perpendiculares al suelo requemado y que en su día habían sostenido con orgullo los célebres lirios de Sarón.
Hellgum no cesaba de indicar a los viajeros los lugares sagrados o de interés por los que pasaban; sin embargo, a esas alturas Birger se hallaba en tan mal estado que no comprendía demasiado lo que oía. Escuchó hablar de Sansón y los filisteos y se le antojó que Sansón no sólo había prendido fuego a las mieses de los filisteos, sino que también había provocado el incendio que ardía en su cabeza.[32]
Al dejar atrás la llanura y adentrarse en la cordillera de Judea, Birger desvariaba. No se trataba de una zona montañosa y agreste, sino más bien de un desorden de verdes colinas, entre las cuales el tren zigzagueaba con arduo traqueteo. Birger Larsson tenía la sensación de que entre él y la ciudad a la que se dirigían se alzaba un sinfín de terraplenes; y, aunque él cavaba un túnel tras otro, no cesaban de aparecer nuevos obstáculos ante él. Aquellos esfuerzos le acaloraban tanto que el sudor manaba a chorro de su rostro, y al mismo tiempo se sentía tan exhausto y desfallecido que no entendía cómo iba a llegar a tiempo. Cuando, por fin, quedaron atrás las colinas y alguien dijo que habían llegado a Jerusalén, Birger estaba tan enfermo que Tims Halvor y Ljung Björn tuvieron que sostenerlo por las axilas y bajarlo en volandas al andén.
Hellgum había mandado un telegrama desde Jafa comunicando a los colonos la hora de llegada de los suecos. Varios de ellos habían ido a la estación para darles la bienvenida. Estaban allí la esposa de Hellgum y las dos hijas de Ingmar Ingmarsson que emigraron a América tras la muerte de su padre, y muchos más que se habían reunido con Hellgum en América, y que ahora le habían seguido a Palestina. Todos eran viejos conocidos de Birger Larsson y, sin embargo, él no reconoció a ninguno. De todos modos, sí comprendió que había llegado a Jerusalén y lo único que le preocupaba era tenerse en pie lo suficiente para ver con sus propios ojos la Ciudad Santa.
Desde la estación, muy apartada, Birger no pudo ver nada de la ciudad; durante toda la espera permaneció inmóvil con los ojos cerrados. Finalmente, todos estuvieron acomodados en otro tren. Descendieron por el valle de Hinnom y en la cima de la colina que se alzaba sobre sus cabezas apareció Jerusalén.
Birger levantó sus pesados párpados y vio una ciudad rodeada de una alta muralla rematada con torreones y almenas. Unas altas construcciones abovedadas despuntaban tras la muralla y un par de palmeras se cimbreaban al viento.
Pero anochecía ya y el sol tocaba el horizonte de las colinas occidentales. Era un sol muy grande y rojo y proyectaba en el cielo un potente resplandor. También la tierra centelleaba y resplandecía bajo aquellos haces dorados y rojos. Pero para Birger el fulgor que iluminaba la tierra no provenía del sol sino de la ciudad suspendida allá en lo alto; emanaba de sus murallas, relucientes como oro blanco, y de sus torreones, recubiertos de láminas de jaspe pulimentado.[33]
Birger Larsson sonrió ante la idea de que estaba viendo dos soles: uno en el cielo y otro en la tierra, que aquélla era la ciudad de Dios, Jerusalén. Por un momento Birger se sintió sanado por un júbilo revitalizador. Sin embargo, la fiebre no tardó en cebarse en él de nuevo y durante todo el trayecto hasta la colonia, situada en el extremo opuesto de la ciudad, estuvo inconsciente.
No supo nada de la bienvenida de que fueron objeto en la colonia gordonista. Y tampoco tuvo ocasión de regocijarse ante la visión del hermoso caserón, o de la blanca escalinata de mármol, o de la preciosa galería que recorre el patio. Birger no pudo ver el bello e inteligente rostro de la señora Gordon cuando salió a la escalinata a recibirles, ni los ojos de búho de la anciana señorita Hoggs, ni a ningún otro de sus nuevos hermanos y hermanas. Ni siquiera se percató de que lo metieron en una sala grande y luminosa, que en adelante sería su hogar y el de su familia, y en la que se le preparó un lecho a toda prisa.
Al día siguiente continuaba igual de enfermo pero recuperó el conocimiento un par de veces. Le invadió entonces un gran dolor al pensar que iba a morir sin haber entrado en Jerusalén ni presenciado sus maravillas de cerca.
«¡Pensar que he llegado hasta aquí —se lamentaba—, y ahora moriré sin haber visto el palacio de Jerusalén, ni sus calles revestidas de oro donde se pasean los santos con largas túnicas blancas y palmas en las manos.»
Durante dos días estuvo quejándose de esa guisa. La fiebre aumentó, pero incluso delirante siguió angustiándose por lo mismo: el no poder contemplar una vez más la resplandeciente muralla de oro y las deslumbrantes atalayas que vigilaban la ciudad de Dios.
Su angustia y desesperación eran tan grandes que Ljung Björn y Tims Halvor se compadecieron de él y decidieron procurarle sosiego. Creyeron que mejoraría si le permitían aplacar sus deseos, así que construyeron una camilla y un atardecer, cuando el aire comenzaba a refrescar, lo llevaron a visitar Jerusalén.
Tomaron el camino más corto a la ciudad antigua. Birger, tumbado en la camilla y completamente consciente, contemplaba el suelo pedregoso y las áridas colinas. Cuando llegaron a un punto desde el cual se divisaba la Puerta de Damasco, en la cara norte, y la muralla de la ciudad, dejaron la camilla en tierra para que el enfermo pudiera disfrutar de la anhelada visión.
Birger, sin pronunciar palabra, se hizo visera con la mano y forzó la vista.
Lo único que vio fue una muralla de un sucio gris, construida de piedra y mortero como cualquier otra muralla. La magnífica puerta le horrorizó, tan baja y rematada sólo por puntiagudas almenas.[34]
Tumbado allí, débil y desfallecido, Birger Larsson se figuró que no le habían llevado a la auténtica Jerusalén, pues sólo unas noches atrás había visto una tan deslumbrante como el sol.
«¡Que viejos convecinos y compatriotas míos se porten tan mal conmigo —se lamentó el pobre hombre—, y no me concedan el favor de contemplar la verdadera Jerusalén!»
Los campesinos lo llevaron cuesta abajo por la escarpada pendiente que moría frente a la puerta de Damasco. Birger tuvo la impresión de que lo conducían a las entrañas de la tierra.
Cuando hubieron atravesado el arco de la puerta, Birger se incorporó ligeramente. Quería comprobar que de verdad le hubieran llevado a la ciudad dorada. Quedó muy sorprendido de ver, por todas partes, únicamente las deslucidas paredes grises de las casas, y aún más turbado al ver los lisiados que pedían limosna junto a la puerta, y los flacos perros sarnosos que dormían en grupos de cuatro o cinco sobre grandes montones de desperdicios.
Nunca antes había percibido un hedor tan raro y acerbo como el que allí le inundaba el olfato, ni un calor tan sofocante. Dudó de que existiera un viento con la potencia necesaria como para hacer circular aquel aire de plomo.
Al bajar la vista a los adoquines, Birger descubrió la capa incrustada de mugre que los cubría y quedó atónito ante la cantidad de basuras y hojas de col y cáscaras de frutas que se veían esparcidas por la calle.
«Me gustaría saber por qué Halvor se molesta en mostrarme este triste y miserable lugar», pensó.
Los antiguos labriegos se adentraron a toda prisa en la ciudad. Ya la habían visitado en repetidas ocasiones y podían informar al enfermo sobre los lugares por los que pasaban.
—Ésa de ahí es la casa del hombre rico —le dijo Halvor señalando un edificio que a Birger le pareció ruinoso.
Luego doblaron por una esquina tan oscura que daba la impresión de que allí nunca hubiera penetrado un rayo de sol. Birger yacía observando los arcos tendidos entre las casas a uno y otro lado de la calle. «Deben ser necesarios —pensó—; si estas casuchas no estuviesen tan reforzadas no tardarían en derrumbarse.»
—Ahora estamos en el vía crucis —le anunció Halvor a Birger—, por aquí pasó Jesucristo con la cruz.
Birger yacía mudo y pálido. La sangre no fluía por sus venas como antes, hasta se diría que no circulaba. Estaba frío como el hielo.
Allá donde fueran, sólo veía desconchados muros grises y algún que otro portal. En contadas ocasiones vio alguna que otra ventana, todas con los cristales rotos y los huecos taponados con trapos mugrientos.
Halvor detuvo la camilla.
—Aquí se erigía el palacio de Poncio Pilato —anunció—, y aquí fue donde sacaron a Jesús y dijeron de él: Ecce homo[35]
Birger Larsson le indicó a Halvor que se acercara y tomó su mano solemnemente.
—Ahora, como parientes que somos, quiero que me respondas con franqueza —dijo—. ¿Estás seguro de que ésta es la verdadera Jerusalén?
—Pues claro que es la verdadera Jerusalén.
—Estoy enfermo y puede que mañana me muera —insistió Birger—. Comprenderás que no está bien que me mientas.
—Y ¿por qué habría de mentirte? —se extrañó Halvor.
Birger había albergado la esperanza de persuadir a Halvor de que le confesara la verdad. Los ojos se le inundaron de lágrimas al pensar que Halvor y los otros eran capaces de obstinarse tanto en portarse mal con él.
Sin embargo, de pronto le vino una idea luminosa. «Hacen esto para que mi dicha sea el doble cuando, a través de las altísimas puertas, me lleven al interior de la ciudad de oro puro, transparente como cristal —se dijo—. Les dejaré hacer. Seguro que su intención es buena. Nosotros los hellgumianos hemos prometido comportarnos como hermanos los unos con los otros.»
Sus compañeros continuaron llevándolo a cuestas por callejuelas oscuras. Sobre algunas de ellas colgaban unos grandes toldos de lado a lado, llenos de rajas y rotos. En las calles cubiertas por esas telas la oscuridad, el hedor y el calor sofocante se volvían insufribles.
La siguiente vez que se detuvieron fue en el atrio de un gran edificio gris. Estaba atestado de mendigos y de míseros buhoneros que ofrecían rosarios de cristal, bastones, estampas y otra quincalla por el estilo.
—Aquí puedes ver la iglesia levantada sobre el sepulcro de Jesucristo y el Gólgota —dijo Halvor.
Birger Larsson levantó sus débiles ojos hacia el edificio. No se podía negar que tuviera un elevado portal o amplios ventanales, y en cuanto a su altura, era aceptable. Pero Birger nunca había visto una iglesia tan hacinada entre otros edificios. No vio ni el campanario, ni el coro ni el pórtico. Desde luego no iba a dejarse engañar con que aquella birria era la casa de Dios. Y tampoco podía creer que hubiese tantos buhoneros y vendedores en el atrio si aquello fuera el sepulcro de Cristo. Como si él no supiera quién había expulsado a los mercaderes del templo y volcado las jaulas de los vendedores de palomas.[36]
—Ya veo, ya —dijo Birger asintiendo con la cabeza y mirando a Halvor. Pero en su fuero interno pensaba: «A ver qué nuevos disparates se inventarán ahora.»
—Tal vez por hoy ya tengas suficiente, me da miedo que te canses demasiado —dijo Halvor.
—Yo aguanto si vosotros aguantáis —aseguró el enfermo.
Sus dos amigos levantaron la camilla y prosiguieron la marcha. Llegaron a los barrios del sur de la ciudad.
El tipo de calles era el mismo, la diferencia estribaba en que aquí estaban abarrotadas de gente. Halvor detuvo la camilla en una calle transversal y le señaló a Birger unos beduinos de piel oscura que llevaban escopeta al hombro y daga al cinto. También le señaló unos hombres semidesnudos que transportaban agua en unas botas hechas con piel de cerdo. Luego Halvor le pidió que se fijara en unos sacerdotes rusos que llevaban el cabello recogido en un moño en la nuca como las señoras, y en las mujeres musulmanas, las cuales parecían fantasmas por el modo en que iban cubiertas de blanco de los pies a la cabeza mientras un trapo negro ocultaba su rostro.
Birger se convencía cada vez más de que sus amigos le estaban gastando una broma extraña, pues aquellas gentes no recordaban en nada a los portadores de palmas que habían de discurrir felizmente por las calles de la verdadera Jerusalén.
Al mezclarse con el gentío la fiebre subió de nuevo. Halvor y los otros que cargaban la camilla se dieron cuenta de que Birger empeoraba. Las manos temblorosas toqueteaban inquietas la manta que le cubría y el sudor caía a gotas de su frente. A pesar de ello, a la mínima mención de dar la vuelta, Birger se sentaba de golpe y decía que lo matarían si no lo llevaban hasta la Ciudad Santa.
De este modo no dejó de presionarlos hasta que alcanzaron la cima del monte Sión.[37] Al ver la puerta de Sión, Birger pidió a gritos que lo dejasen cruzarla. Entonces se incorporó con la esperanza de ver tras la muralla la maravillosa ciudad de Dios que tanto anhelaba conocer.
Pero al otro lado de la puerta no había más que un pedregoso solar requemado y estéril donde se amontonaban escombros y desperdicios.
Acurrucados junto a la puerta se hallaban cuatro o cinco pordioseros que se acercaron lentamente para pedir limosna, alargando hacia Birger unas manos llagadas. Pedían con voces semejantes al gruñido de los perros y sus rostros estaban parcialmente carcomidos, a uno le faltaba la nariz, y a las mejillas de otro, la piel y la carne.
Birger chilló horrorizado y, medio desfallecido, rompió a llorar por que le hubiesen llevado a la boca del infierno.
—Sólo son leprosos —dijo Halvor—. Ya sabes que hay leprosos en este país, Birger.
Los antiguos labriegos se adentraron en el monte rápidamente para evitarle la visión de aquellos pobres desgraciados que pululaban alrededor de la puerta.
Luego depositaron la camilla en tierra. Halvor se acercó al enfermo y, levantándole la cabeza de la almohada, le dijo:
—Intenta incorporarte un poco, Birger. Desde aquí se ve el mar Muerto y las montañas de Moab.
Birger abrió sus cansados ojos. Su mirada descendió por los agrestes y esteparios montes que se extienden al este de Jerusalén. A una distancia muy lejana centelleaban reflejos de agua, y más allá destacaban unas montañas de luminosidad azul y aureola dorada. La visión era tan radiante, etérea, cristalina y luminosa que costaba creer que perteneciera a este mundo.
Birger, entusiasmado, se levantó de la camilla y apremió a los otros a que lo llevaran hacia aquella visión lejana. Dio unos pasos vacilantes y cayó al suelo desvanecido.
En un primer momento sus compañeros pensaron que Birger había muerto, pero volvió en sí y siguió con vida durante dos días. Hasta el instante de su muerte no hizo más que delirar acerca de la verdadera Jerusalén. Gemía lamentándose de que cuanto más hacía él por alcanzarla, más lejos se desplazaba la ciudad, de forma que ni él ni nadie entraría en ella jamás.