Hellgum
Esa noche en que los jóvenes bailaron en casa de Stark Ingmar, Halvor estuvo fuera y Karin Ingmarsdotter durmió sola en la alcoba. En medio de la noche tuvo una horrible pesadilla. Soñó que Eljas vivía y que había organizado una gran bacanal. De la sala grande le llegaba el sonido de las copas, las carcajadas y las canciones de borrachos.
Le pareció que el barullo que armaban él y sus compadres no hacía más que aumentar, hasta que en cierto momento le pareció que destrozaban todos los muebles. El pavor que sintió era tan intenso que la despertó.
No obstante, pese a haberse desvelado, el estruendo no cesaba. Temblaba el suelo, algo sacudía los cristales de las ventanas, las tejas volaban del tejado, los viejos perales de la esquina fustigaban la casa con sus ramas tiesas.
Se diría que amanecía el día del Juicio Final.
Justo cuando el fragor culminaba, un cristal de la ventana se desprendió y se estrelló contra el suelo. El silbido del vendaval inundó el cuarto y Karin oyó una risa junto a su oído, una risa idéntica a la que acababa de oír en sueños.
Creyó que iba a morir. Nunca antes había sentido un terror semejante. Su corazón se detuvo y su cuerpo se paralizó.
De repente cesó el fragor y Karin volvió a la vida. El frío aire nocturno bañó la alcoba y pasado un rato decidió levantarse y tapar el agujero de la ventana. Sin embargo, al bajar de la cama las rodillas le flaquearon y descubrió que no podía andar.
Karin no pidió ayuda, sino que se tumbó en silencio. «Seguro que podré moverlas en cuanto me haya calmado», pensó. Al cabo de un rato hizo un nuevo intento. Pero le faltaba fuerza en las dos piernas. Fue incapaz de sostenerse, así que se quedó tumbada junto a la cama.
Tan pronto la casa se puso en movimiento a primera hora de la mañana avisaron al médico, quien no tardó en llegar. Sin embargo, éste no entendía lo que le ocurría a Karin. No padecía enfermedad alguna ni parálisis. Su opinión era que su estado era fruto del miedo. «Karin se pondrá bien pronto», sentenció.
Karin le escuchó en silencio. Ella sabía que Eljas había entrado en su alcoba durante la noche y que era él quien le había provocado aquello. También sabía que nunca se recuperaría.
Toda la mañana la pasó muda, cavilando. Intentaba dilucidar por qué Dios la castigaba de aquella manera. Examinó a fondo su conciencia pero no encontró ningún pecado que mereciera una penitencia tan dura. «Dios es injusto conmigo», pensó.
Por la tarde fue a la capilla del maestro Storm, donde por aquellos días hablaba el predicador Dagson. Tenía la esperanza de que éste le explicara por qué había recibido un castigo tan severo.
Los sermones de Dagson eran muy apreciados, pero nunca antes tuvo tantos oyentes como esa tarde. ¡Válgame Dios, qué concurrencia se había reunido aquel día en la sala de Storm! Y nadie hablaba de otra cosa que de lo ocurrido en el baile de la noche anterior.
La congregación entera estaba despavorida después de aquello y ahora hacían piña para escuchar una palabra divina que tuviera la fuerza suficiente de exorcizar su terror. Ni siquiera una cuarta parte de los presentes pudieron entrar, pero como todas las puertas y ventanas estaban abiertas y como Dagson tenía una voz muy potente, también los que se quedaron fuera oían.
El predicador era consciente de lo ocurrido y de lo que aquella gente anhelaba. Inició su sermón con unas terroríficas alusiones al infierno y al Príncipe de las Tinieblas. Les recordó la figura de aquel que vaga en la oscuridad a la caza de almas, colocando las trampas del vicio y la honda tentación del pecado.
Los presentes se estremecían imaginando un mundo infestado de demonios que les seducían con sus tentaciones. Todo era abismo y perdición. Y ellos caían en aquellas trampas infernales como animales salvajes del bosque, hostigados y torturados.
La voz de Dagson inundaba la sala como una ráfaga huracanada y cada frase era como una llama de fuego.
Aquellos que oían el sermón lo comparaban con un bosque incendiado. Todos esos demonios, el humo y las llamaradas se asemejaban a un bosque ardiendo, cuando las llamas lamen el musgo que uno pisa y torbellinos de humo inundan el aire que uno respira, cuando el intenso calor chamusca el pelo, el fragor del incendio ensordece los oídos y las chispas se disparan y prenden la ropa.
De esta manera hostigaba Dagson a sus oyentes, empujándolos a un mar de fuego, humo y desesperación. Tenían fuego ante sí, fuego a sus espaldas y fuego en los costados, no parecía haber otra salida que sucumbir.
Pero más allá de aquel horror se abría un remanso de frescor en medio del bosque donde todo era paz y seguridad, y era allí adonde él los guiaba. En medio de aquel claro inundado de flores se hallaba Jesús, extendiendo sus brazos hacia los que huían, quienes se echaban a sus pies aliviados, sintiéndose a salvo de peligro en aquel lugar donde no existía ni el acoso ni la perdición.
Dagson hablaba según sus propios sentimientos. Dijo que bastaba con que se le permitiera yacer a los pies de Jesús para que su alma conociera la serenidad y el sosiego, sin temer ninguno de los peligros de la vida.
El sermón de Dagson desencadenó una intensa actividad entre los asistentes. Muchos se acercaron a la tribuna para darle las gracias con los rostros anegados en lágrimas. Juraban que sus palabras habían despertado en ellos una verdadera fe en Dios.
En cambio, Karin Ingmarsdotter permaneció inmóvil, y cuando Dagson hubo finalizado el sermón, lo miró con reproche, como si le echara en cara que ella no hubiese sacado nada de todo aquello.
Entonces una voz gritó con fuerza desde fuera, tan fuerte que ningún feligrés dejó de oírlo:
—¡Ay de aquellos que dan piedras en vez de pan! ¡Ay de aquellos que dan piedras en vez de pan![18]
Karin no podía ver al que lo dijo, tuvo que quedarse sentada mientras los demás salían corriendo a mirar.
Después, los criados volvieron para contarle que el que había hablado era un hombre alto y moreno que nadie conocía. Él y una hermosa mujer rubia habían llegado en una carreta en pleno sermón. Se habían quedado a escuchar y en el mismo momento en que iban a proseguir su camino el hombre se había puesto en pie para gritar aquello.
A algunos les pareció reconocer a la mujer. Según contaban, era una de las hijas de Stark Ingmar, que había emigrado a América y se había casado; aquel hombre debía de ser su marido. Aunque, claro, no es fácil reconocer a quien sólo se ha visto de niña vestida a la usanza de la región si ésta vuelve ya como mujer adulta y con atuendo de ciudad.
Karin compartía la opinión de aquel forastero en lo que a Dagson se refería, eso pudo deducirse del hecho que ya que no volvió a pisar la capilla.
Más adentrado el verano, cuando vino al pueblo un predicador anabaptista a predicar y celebrar bautismos, ella fue a escucharle; y cuando el Ejército de Salvación comenzó a reunirse en el pueblo hizo que la llevaran a una de sus reuniones.
Un gran fervor religioso arrasaba la comarca. En cada encuentro no faltaba quien viera la luz y se convirtiera. Todo el mundo parecía hallar lo que anhelaba.
Pero ninguno de los que Karin fue a escuchar la indujo a reconciliarse con la penitencia que Dios le había impuesto.
Birger Larsson era un herrero que trabajaba en su fragua junto a la carretera. La herrería era un local pequeño y oscuro con una claraboya por ventana y una puerta muy baja. Birger Larsson hacía cuchillos grandes, arreglaba cerraduras, ponía aros a las ruedas y patines de hierro a los trineos. Cuando no tenía otros trabajos hacía clavos.
Una noche de verano, en la herrería la actividad era frenética. Birger Larsson se hallaba junto a uno de los yunques dándole forma a unos clavos. Su hijo mayor, trabajando sobre otro yunque, batía y cortaba láminas de hierro. Uno de los hijos manejaba el fuelle, otro traía sacos de carbón, giraba los hierros que se calentaban al rojo en la fragua y se los llevaba a los forjadores. El cuarto hijo sólo tenía siete años, a él le tocaba recoger los clavos listos, enfriarlos en un cubo de agua y atarlos en manojitos.
En medio de esos trabajos llegó un forastero y se quedó en el umbral. Era un hombre alto y moreno que tuvo que agachar el torso para poder asomarse al interior.
Birger Larsson interrumpió su tarea para preguntar qué deseaba el recién llegado.
—Espero que no les moleste que venga sólo a mirar —dijo el hombre—. De joven también yo fui herrero y por eso ahora no puedo pasar delante de una herrería sin entrar un momento a contemplar el trabajo bien hecho.
Birger Larsson reparó en que el forastero tenía manos grandes y nervudas, auténticos puños de herrero. Comenzó a interrogarlo acerca de quién era y de dónde venía. El hombre respondía con amabilidad pero sin revelar nada. A Birger le pareció un hombre juicioso y le gustó. Salió a charlar con él en lo alto de la cuesta ennegrecida por el hollín de la fragua y empezó a presumir de sus hijos. Antes de que sus hijos fuesen suficientemente mayores como para enseñarles el oficio, le explicó, pasaron muchos años difíciles, pero ahora que se ayudaban todos el negocio iba muy bien.
—Ya verá usted como dentro de unos años seré rico —dijo Birger.
El forastero esbozó una sonrisa y respondió que se alegraba de que sus hijos le fueran de tanta ayuda.
—Ahora quisiera preguntarle algo —añadió, colocando su pesada mano en el hombro de Birger mientras le miraba a los ojos—. Sus hijos son de gran ayuda en lo que a las cosas terrenales se refiere, pero ¿también le asisten en los asuntos del espíritu? —Birger le devolvió una mirada boba—. Veo que es la primera vez que le hacen esta pregunta —dijo el forastero—. Reflexione sobre ello, hay tiempo hasta que nos veamos de nuevo.
Luego se alejó con una leve sonrisa. Birger Larsson entró en la fragua, se mesó el pelo, áspero y del color del bronce, y reanudó su trabajo.
No obstante, la pregunta del forastero le carcomió durante varios días. «¿A quién se le ocurre preguntar algo semejante? Aquí hay gato encerrado», pensó.
El día después de que el forastero hablara con Birger Larsson, ocurrió algo en el pueblo, en la vieja tienda de Tims Halvor, quien tras su boda con Karin había traspasado el negocio a su cuñado Kolås Gunnar.
Gunnar estaba de viaje y durante su ausencia era su esposa, Brita Ingmarsdotter, la que atendía la tienda y los negocios.
Brita se hallaba tras el mostrador, hermosa y magnífica. Había heredado de su madre, la agraciada esposa de don Ingmar, tanto el nombre como su belleza. En Ingmarsgården nunca antes se había visto crecer a una niña tan bonita como Brita. Si bien no tenía ningún parecido físico con los miembros de su venerable estirpe, en lo juiciosa y escrupulosa era tan hija de un Ingmar como el que más.
Cuando Gunnar se ausentaba, Brita llevaba el negocio a su manera. Si el anciano cabo Fält entraba en la tienda borracho y con manos temblorosas pedía una botella de cerveza, Brita se negaba a servirle categóricamente; y si Lena, la de los Kolbjörn, a pesar de su pobreza quería comprarse un broche llamativo, Brita la mandaba a su casa con dos kilos de harina de centeno.
No había niño que se atreviera a entrar en la tienda para malgastar sus míseros reales en pasas y caramelos cuando Brita estaba tras el mostrador. Y la campesina que se acercaba hasta allí para comprar una de las ligeras telas que se usaban en la ciudad era enviada de vuelta a su casa con la recomendación de sentarse a confeccionar una tela de lana basta y resistente en su propio telar.
Aquel día no vinieron demasiados clientes. Brita pasó muchas horas sola. Al final se derrumbó y, con la vista perdida en un punto lejano, sus ojos se fueron llenando de desesperación. Se puso en pie, buscó una soga sin estrenar, trasladó la escalera a la trastienda y anudó un lazo que colgó de un gancho del techo.
Lo hizo febrilmente y acabó pronto, y justo cuando estaba a punto de meter la cabeza en el lazo la casualidad quiso que bajara la vista.
Y en ese momento se abrió la puerta y un hombre alto y moreno se metió en la trastienda. Había entrado en el local sin que Brita le oyera, y al no encontrar a nadie tras el mostrador había abierto la puerta que daba a la parte trasera.
Brita bajó los peldaños de la escalera muy despacio. En lugar de decir algo, el hombre se retiró de nuevo a la tienda. Brita le siguió lentamente. Nunca antes le había visto, tenía un pelo negro y rizado, barba espesa, ojos vivaces y manos grandes y nervudas. Iba bien vestido pero sus movimientos eran los de un obrero. El desconocido tomó asiento en una silla junto a la entrada sin quitarle los ojos de encima.
La mujer se quedó en silencio tras el mostrador, sin preguntar nada, deseando con toda su alma que aquel hombre se fuera. Él no hacía más que mirarla, sus ojos no la perdían de vista ni un instante. A Brita le dio la impresión de que aquella mirada la sujetaba de un modo que le impedía moverse. Se impacientó y se dijo: «No sé de qué crees tú que va a servir que te quedes aquí vigilándome. Como comprenderás, apenas me quede sola acabaré haciendo lo que tengo en mente.»
Y continuó dirigiendo monólogos silenciosos al forastero. «Si esto fuera transitorio o algo que tuviera fin, de buena gana te dejaría disuadirme; pero resulta que es incurable.»
El hombre siguió mirándola con la misma obstinación.
«Pues para que lo sepas, esto de despachar en una tienda está por debajo de la categoría de mi familia —continuó Brita para sus adentros—. No sabes lo feliz que era con Gunnar hasta el día en que empezó a llevar la tienda. La gente ya me advirtió que no me casara con él. Él no les gustaba debido a ese flequillo suyo tan negro y a los ojos de lince y a esa lengua tan afilada. Pero nos queríamos, ¿sabes?, y no tuvimos ni una sola riña hasta el día en que le traspasaron el negocio.
»Fue a partir de ese día —prosiguió con su mudo soliloquio— que las cosas empezaron a ir mal entre nosotros. Yo quiero que él lleve el negocio a mi manera. No soporto que les venda vino y cerveza a los borrachos, y además pienso que a los clientes sólo habría que venderles cosas útiles y necesarias; en cambio, él dice que eso es un disparate. Y como ni él ni yo damos el brazo a torcer, discutimos un día sí y el otro también, y ahora ya no me quiere, ¿entiendes?»
Brita miró al desconocido con ojos enloquecidos, como sorprendiéndose de que sus ruegos no le convencieran.
«¡Al menos, deberías entender que yo no puedo vivir con la vergüenza de que él consienta que el alguacil le embargue a una familia humilde su única vaca o el par de tristes ovejas que tiene! Esto no tiene arreglo, ¿acaso no lo entiendes? ¿Por qué no te vas y me dejas acabar con todo de una vez?»
Pero a medida que el hombre la iba mirando fijamente, Brita fue calmándose y al cabo de un rato empezó a llorar en silencio. Aquel forastero que velaba por ella la había conmovido. Su actitud le pareció muy loable, para ser alguien que no la conocía.
Tan pronto el hombre se percató de que ella lloraba, se levantó y se dirigió hacia la puerta. Al cruzar el umbral se volvió, clavó sus ojos nuevamente en los de Brita, y, después de carraspear, dijo con voz profunda:
—No atentes contra ti misma, porque se aproximan tiempos en los que podrás vivir entre hombres justos.
Y dicho esto se fue, sus pasos sonaron pesadamente en la escalera y luego, a medida que se alejaba, también en el camino.
Brita corrió a la trastienda, descolgó la soga y volvió a llevar la escalera al almacén. A continuación se sentó en un baúl y se quedó ahí quieta durante un par de horas.
Tenía la impresión de haber salido de una noche negra y prolongada que de tan oscura le había impedido ver hasta su propia mano. Había perdido el norte, no sabía dónde estaba, y a cada paso había temido hundirse en una ciénaga o despeñarse por un barranco. Ahora, sin embargo, alguien le decía que dejase de vagar, que se sentase a esperar la luz del día. Se alegraba de no tener que proseguir aquella marcha tan peligrosa, ahora sólo tenía que esperar a que rayase el alba.
Stark Ingmar tenía una hija llamada Anna Lisa. Había vivido en Chicago durante varios años y allí se había casado con Johan Hellgum, un sueco que dirigía una pequeña comunidad religiosa con fe y doctrina propias. El día siguiente a la famosa noche del baile, Anna Lisa regresó a su antiguo hogar para visitar a su anciano padre y su marido la acompañaba.
Hellgum aprovechaba el tiempo dando largos paseos por la comarca. Hizo amistad con todo aquel que se encontró y al comienzo sus conversaciones versaban sobre cosas completamente normales; no obstante, al despedirse de alguien le gustaba apoyar su contundente manota en el hombro de esa persona y pronunciar iluminadas palabras de consuelo o reflexión.
Stark Ingmar no frecuentaba mucho a su yerno. Ese año, el viejo lo pasó trabajando con el joven Ingmar Ingmarsson, quien de nuevo vivía en la finca familiar. Juntos construyeron un aserradero a orillas del rabión de Långforsen. El día en que quedó listo y el primer madero salió de entre las hojas chirriantes de la sierra convertido en relucientes tablones blancos, Stark Ingmar sintió un gran orgullo.
Un atardecer, al regresar a casa después del trabajo, se topó con Anna Lisa en el camino. Parecía asustada, como si hubiera tenido intención de esconderse.
Stark Ingmar apretó el paso, llegó a la cabaña y se detuvo en seco con el entrecejo fruncido. Desde que tenía memoria, siempre hubo un magnífico rosal junto a la entrada de la cabaña. Quería más a aquel rosal que a las niñas de sus ojos, nunca jamás había permitido que nadie cortase una rosa o le tocase una sola hoja, había procurado preservarlo de todo mal.
Si lo había cuidado tanto era porque sabía que entre sus raíces vivían diminutos seres subterráneos.
Pero ahora alguien había talado el rosal. No le cupo la menor duda de que había sido su yerno, el predicador, quien no soportaba aquella planta.
Stark Ingmar llevaba su hacha colgando de la mano y al entrar en su casa aferró el mango con fuerza.
Hellgum estaba sentado con una Biblia ante sí. El predicador levantó la vista y sostuvo largamente la mirada de Stark Ingmar. Luego continuó su lectura en voz alta:
—«Y no será lo que vosotros pensáis, porque vosotros os decís: Seremos como las gentes, como las naciones de la tierra, sirviendo al leño y a la piedra... ¡Por mi vida, dice el Señor, Yavé, que con puño fuerte y brazo tendido y en efusión de ira...!»[19]
Stark Ingmar salió del cuarto sin abrir la boca. Esa noche la pasó en el granero. Dos días más tarde Ingmar y él partieron hacia los bosques para talar árboles y hacer carbón. Su intención era pasar arriba en el monte todo el invierno.
Hellgum había hablado un par de veces en público para exponer su doctrina, la cual él definía como el único y verdadero cristianismo. Sin embargo, Hellgum no era un orador de la talla de Dagson, por lo que no consiguió ganar ni un solo adepto.
Aquellos que se habían topado con él por senderos y caminos y sólo habían escuchado de su boca un par de sentencias, esperaban grandes cosas de él; pero Hellgum no servía para sermones, cuando soltaba discursos largos se volvía pesado y aburrido, y no tenía nada de espiritual.
Tocando el final del verano, Karin Ingmarsdotter se deprimió sobremanera. Prácticamente nunca hablaba. Seguía sin poder andar y se pasaba el día entero inmóvil en su sillón. Ya no iba a escuchar a predicadores, sino que se quedaba sola rumiando su desgracia. En ocasiones le decía a Halvor que siempre había oído decir a su padre que los Ingmarsson no debían temer nada siempre y cuando siguieran los caminos de Dios. Pero que ahora sabía que ni siquiera eso era cierto.
Desconcertado, Halvor le sugirió un día que hablara con el nuevo predicador; pero Karin saltó con que no quería solicitar más ayuda de ningún sacerdote.
Un domingo a finales de agosto, Karin se hallaba sola delante de la ventana de la sala grande. La casa entera estaba sumida en el silencio y a Karin le costaba mantenerse despierta. La cabeza le colgaba cada vez más cerca del pecho y al cabo de un rato se acostó y se durmió.
La despertó el rumor de voces bajo su ventana. No podía ver de quién se trataba pero la voz era fuerte y profunda. Nunca había oído una voz más hermosa.
—Halvor, ya sé que te parece un desatino que un herrero pobre y sin estudios haya podido encontrar la verdad cuando tantos caballeros cultos han fracasado —dijo la voz.
—Sí —respondió Halvor—, no entiendo cómo puedes estar tan seguro.
«Halvor está hablando con Hellgum», pensó Karin. Luego intentó cerrar la ventana pero no pudo.
—Dicen las escrituras —prosiguió Hellgum— que si alguien te pega una bofetada hay que poner la otra mejilla, y que no hay que resistirse al mal y muchas otras cosas por el estilo. En general, no hay nadie que sea capaz de llevar todo eso a la práctica. Tus vecinos te quitarían campos y bosques, te robarían tus patatas y se llevarían tus simientes si no defendieras lo que es tuyo. Imagino que hasta te arrebatarían la finca de los Ingmarsson.
—Es posible —concedió Halvor.
—En ese caso, las palabras de Cristo no tienen ningún sentido, sólo las dijo por decir.
—No sé a dónde quieres llegar.
—Mira, hay otra cosa en la que también vale la pena reflexionar —dijo Hellgum—. Me refiero a lo evolucionada que está nuestra sociedad. Ya no hay nadie que robe, nadie que asesine, ni nadie que ultraje a viudas ni huérfanos. Hoy en día, nadie odia ni acosa al prójimo. Entre nosotros, que practicamos una religión tan estupenda, jamás se da el caso de que alguien obre mal.
—Pero hay muchas cosas que no son como debieran ser —replicó Halvor, pero en su tono sosegado había cansancio y desinterés.
—Ya, pero si tienes una trilladora que no funciona lo primero que haces es mirar a ver qué le pasa. Y no desistes hasta que encuentras dónde está el fallo. Del mismo modo, si descubres que no hay forma de hacer que las personas lleven una vida cristiana, deberías averiguar si existe algún fallo en el cristianismo.
—Me cuesta creer que la doctrina de Jesucristo sea deficiente —dijo Halvor.
—No, sin duda al comienzo debía funcionar bien; pero puede que con el tiempo se haya estropeado. Tal vez se trate de un pequeño engranaje solamente, basta con que un pequeño engranaje se rompa para que toda la máquina deje de funcionar.
Hellgum permaneció callado un rato, como si buscara palabras y pruebas de lo dicho.
—Ahora te explicaré cómo me fue a mí hace un par de años. Por esa época intenté vivir según la doctrina cristiana por primera vez y ya verás cómo acabé. Entonces yo trabajaba en una fábrica. Cuando mis compañeros descubrieron cómo era yo empezaron por pasarme a mí gran parte de su trabajo, luego me quitaron el puesto y finalmente se las arreglaron para que yo cargara con la culpa de un robo que uno de ellos había cometido y por el cual me enviaron a la cárcel.
—No siempre se topa uno con tan mala gente —dijo Halvor con la misma indiferencia.
—Entonces me dije a mí mismo: No sería difícil ser cristiano si uno estuviera solo en la Tierra, sin otros seres humanos. Estar en la cárcel me encantó ya que allí podía llevar la vida de un hombre justo y virtuoso sin preocupaciones ni estorbos. Pero luego pensé que eso de llevar una vida justa en soledad era como un molino que gira y gira sin grano que triturar entre sus muelas. Si Dios ha puesto tantos hombres en el mundo, pensé, debe ser para que nos ayudemos y apoyemos mutuamente y no para causar la perdición los unos de los otros. Después, comprendí al fin que el diablo había suprimido algo de la Biblia para hacer que el cristianismo saliese mal.
—Dudo que tuviera el poder de hacer eso —dijo Halvor.
—Pues sí, lo que ha quitado es esto: «Aquellos de vosotros que queráis llevar una vida Cristina debéis buscar el apoyo de vuestro prójimo.»
Halvor no dijo nada; Karin, en cambio, asintió con un gesto de aprobación. Había estado escuchando atentamente sin perderse una palabra.
—Tan pronto salí de la cárcel —continuó Hellgum— me dirigí a casa de un compañero y le pedí que me ayudase a llevar una vida justa, y he aquí que entonces me fue mucho mejor. Al poco tiempo se unió a nosotros un tercer compañero y luego un cuarto, y cada vez iba mejor. Ahora somos treinta los que vivimos juntos en una casa en Chicago. Lo compartimos todo y velamos los unos por los otros a fin de no descarriarnos, y así el camino de la justicia y la virtud se extiende llano y liso ante nosotros. Tenemos la oportunidad de comportarnos cristianamente porque un hermano no abusa de la bondad de otro ni aprovecha su humildad para pisotearlo.
Como Halvor seguía callando, Hellgum continuó, empeñado en convencerle:
—Tú ya sabes, Halvor, que el que quiere realizar algo grande debe asociarse a otras personas y recibir su apoyo. Tú solo no podrías llevar esta finca. Y si quisieras montar una fábrica deberías conseguir varios socios, por no hablar de la cantidad de personas a las que tendrías que pedir ayuda si quisieras construir un ferrocarril. El proyecto más difícil es vivir según el Evangelio, y eso, en cambio, quieres llevarlo a cabo en solitario, sin la ayuda de nadie. Aunque tal vez lo cierto es que ni siquiera lo intentas ya que sabes de antemano que está condenado al fracaso.
»Los únicos que vamos por buen camino somos yo y los que viven conmigo allí en Chicago. Nuestra comunidad es la única y verdadera Jerusalén descendida del cielo. Y has de saber que la llama del Espíritu Santo que se posó sobre los primeros cristianos también arde sobre nuestras cabezas ya que entre nosotros hay quienes escuchan la voz de Dios, otros que tienen el don de la profecía, y otros el de sanar a los enfermos...
—¿Tú puedes sanar enfermos? —le interrumpió Halvor bruscamente.
—Sí —respondió Hellgum—, puedo sanar a aquel que crea en mí.
—Cuesta creer en otra fe que aquella que te enseñaron de pequeño —dijo Halvor, pensativo.
—En cambio, yo sé a ciencia cierta que tú, Halvor, muy pronto nos ayudarás a crear la nueva Jerusalén —dijo Hellgum.
Se hizo el silencio y a los pocos instantes Karin oyó que Hellgum se despedía.
Al cabo de un rato, Halvor fue a reunirse con Karin. Cuando la vio sentada junto a la ventana abierta le dijo:
—Por lo visto, has oído todo lo que ha dicho Hellgum.
—Sí —respondió su mujer.
—¿Oíste que dijo que podía sanar a un enfermo que creyera en él?
Karin se ruborizó levemente, las enseñanzas de Hellgum le habían parecido lo mejor que había oído aquel verano. Había en ellas una gran dosis de sentido común y sensatez que la atraía, eran los actos y los hechos lo que contaban, no los sentimientos, terreno este último que ella no dominaba en absoluto. Sin embargo, no quiso admitirlo porque estaba cansada de predicadores.
—No creerás que yo pueda tener una fe distinta a la de mi padre —respondió.
Un par de semanas más tarde, Karin volvía a encontrarse en la sala grande. Había llegado el otoño, el viento ululaba alrededor de la casa y el fuego crepitaba en el hogar. En la habitación no se hallaba nadie más, aparte de su hijita que pronto cumpliría un año y que acababa de dar sus primeros pasos. La niña estaba sentada a los pies de su madre, jugando.
Entonces se abrió la puerta y entró un hombre alto y moreno. Tenía el cabello crespo, la mirada acerada y las manos grandes y nervudas de un herrero. Antes de que el hombre tuviera tiempo de abrir la boca Karin ya había adivinado que se trataba de Hellgum.
El hombre la saludó y preguntó por Halvor. Ella le respondió que su marido estaba fuera, en una reunión, y que se le esperaba en cualquier momento.
Hellgum tomó asiento y guardó silencio, aunque de vez en cuando echaba una rápida mirada en dirección a Karin.
—He oído que está usted enferma —dijo él al cabo de un rato.
—Sí —respondió Karin—, hace seis meses que no camino.
—He pensado que podía venir aquí a rogar por usted —dijo el predicador. Karin no respondió, bajó la vista y se encerró en sí misma—. ¿No ha oído decir la señora que se me ha concedido la gracia de Dios de sanar a los enfermos?
Ella levantó los ojos y le dedicó una mirada de desconfianza.
—Le agradezco que haya pensado en mí, pero desgraciadamente no puedo aceptar su ayuda porque yo no soy de las que cambian de fe así como así —le dijo.
—Bien pudiera ser que Dios quisiera ayudarla igualmente —repuso el hombre—, ya que usted siempre ha intentado llevar una vida cristiana.
—Dios no me tiene en su gracia lo suficiente como para ayudarme.
Hubo un largo silencio, y luego Hellgum dijo:
—¿Nunca se ha preguntado por la causa de su penitencia? —Ella no respondió, nuevamente encerrada en sí misma—. Algo me dice que Dios ha hecho esto para que su nombre sea más alabado todavía —añadió Hellgum.
Karin se exasperó. Sus mejillas se tiñeron con un par de nítidas manchas rojas. Hellgum era muy engreído si creía que ella sufría esa enfermedad sólo para que él pudiera lucirse con un milagro.
El predicador se puso en pie, se acercó a Karin y le puso una mano en la cabeza.
—¿Quieres que rece por ti? —preguntó.
Al instante, Karin percibió un soplo de vida y salud corriendo por sus venas; pero se sentía tan ofendida por la impertinencia de Hellgum que se sacudió la mano con brusquedad y hasta levantó el brazo como si fuera a pegarle. Porque lo que se dice palabras, no las halló.
Hellgum se retiró hacia la puerta.
—No está bien rechazar lo que el Señor nos envía —dijo.
—No —replicó Karin—, lo que el Señor nos envía hay que aceptarlo.
—Pues yo te digo que hoy mismo la gracia de Dios se extenderá por esta casa —dijo él. Ella no contestó—. ¡Acuérdate de mí cuando recibas la ayuda! —añadió Hellgum y salió por la puerta sin más.
Karin se quedó muy erguida en su silla. Sus mejillas siguieron arreboladas largo rato.
«¿Acaso no voy a poder estar tranquila ni en mi propia casa? —pensó—. Es curioso la cantidad de personas que se creen unos enviados de Dios.»
De pronto, Karin vio cómo su hijita se levantaba y miraba la chimenea. La niña acababa de descubrir el fuego que ardía en el hogar y, con un gritito de alegría, se apresuró hacia las llamas, primero a gatas y luego andando.
Karin le ordenó que se apartara, pero la niña no obedeció, antes bien, se esforzó por subir al hogar, cayó un par de veces en el intento pero finalmente consiguió encaramarse hasta donde ardían los troncos.
—¡Que Dios me ayude, que Dios me ayude! —suplicó Karin, empezando a dar voces a pesar de saber que nadie la oiría.
La pequeña se inclinaba risueña sobre las llamas. Entonces un leño ardiente se desprendió de la hoguera y rodó hasta el sayo ocre de la niña. Karin se puso en pie de un salto, corrió hasta la chimenea y de un tirón levantó a la niña en brazos.
No fue hasta después de sacudir todas las chispas y ascuas del sayo y de comprobar que la niña estaba ilesa cuando se paró a pensar en lo sucedido. ¡Sus piernas la sostenían, había andado sobre ellas, y seguía andando en ese momento!
Una conmoción como nunca había experimentado en su vida sacudió su alma, y al mismo tiempo la mayor felicidad. Sentía que se encontraba bajo el amparo y particular supervisión de Dios, y que un santo había traspasado las puertas de su casa enviado por Dios en su auxilio, para sanarla.
Por aquellas fechas, Hellgum salía a menudo al porche de la cabaña de Stark Ingmar a disfrutar de las vistas que se ofrecían desde allí. El paraje que divisaba se embellecía por momentos. La tierra era de un ocre luminoso y las hojas de los árboles coloradas o de un amarillo claro. Aquí y allá las copas de un bosque de caducifolios se balanceaban al viento con el resplandor de un ondulante mar dorado. Y entre las extensiones de abetos que cubrían las cimas de los montes destacaban pinceladas amarillas provenientes de los árboles de hoja caduca que se habían perdido entre el verde de las agujas perennes.
Así como una miserable cabaña irradia magníficos haces de luz al incendiarse, así brillaba aquella pobre región de Suecia con un inusitado esplendor. Todo era tan áureo y maravillosamente relumbrante como pudiera serlo un paisaje sobre la superficie del sol.
En cambio, al contemplar todo aquello, Hellgum pensaba en que se aproximaba la hora en que Dios haría resplandecer de santidad aquella tierra, y en la que las palabras que él había ido sembrando durante el verano germinarían dando deslumbrantes cosechas de virtud.
Y he aquí que un atardecer subió Tim Halvor hasta la cabaña para invitar a Hellgum y su esposa a la casa de los Ingmarsson.
Al cruzar el patio de la entrada vieron que estaba muy limpio, se notaba que acababan de pasarle la escoba, no había ni rastro de hojas secas y todos los aperos y carros que normalmente lo abarrotaban estaban ahora en otro sitio. Anna Lisa se dijo que habría más invitados. En ese momento Halvor abrió la puerta de la sala grande.
La sala estaba llena de gente que, sentada en los bancos que flanqueaban sus cuatro paredes, aguardaba con gran solemnidad. Hellgum reconoció a las mejores familias de la parroquia.
A los primeros que vio fue a Ljung Björn Olofsson y su esposa Märta Ingmarsdotter, y a Kolås Gunnar y señora. Después reconoció a Krister Larsson e Israel Tomasson con sus respectivas esposas, que también pertenecían al clan de los Ingmarsson. A continuación se fijó en Hök Matts Eriksson, que iba con su hijo Gabriel, y en Gunhild, la hija del vocal, además de en varios más. En total había unas veinte personas.
Después de que Hellgum y Anna Lisa dieran la vuelta al corro de gente para saludar, Tim Halvor anunció:
—Nos hallamos reunidos aquí unos cuantos que hemos meditado sobre lo que usted, Hellgum, nos ha dicho este verano. En general, pertenecemos a una antigua familia que siempre ha intentado andar por los caminos de Dios, así que, si usted quiere ayudarnos en esa empresa, nosotros le seguiremos.
Al día siguiente, por toda la comarca corrió el rumor de que en Ingmarsgården acababa de fundarse una comunidad que afirmaba poseer la única y auténtica doctrina cristiana.