La carta de Hellgum

Una anciana salía de una cabaña en el bosque. Aunque era un día entre semana iba endomingada como para ir a la iglesia. Sacó la llave de la cerradura y la escondió en el lugar acostumbrado, bajo los peldaños del zaguán.

Después de andar un buen trecho, se giró y contempló su casa, que asomaba diminuta y gris entre unos grandes abetos cubiertos de nieve. Había mucho cariño en su mirada. «Cuánta felicidad he vivido yo aquí —se dijo con gravedad—. Ay, sí. El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó.»

Luego se alejó por el sendero que atravesaba el bosque. Era muy vieja y débil pero pertenecía a esa clase de gente que, por mucho que la edad intente doblegarles, mantienen la espalda erguida y recta.

Su rostro era bello y su pelo blanco y sedoso. Tan dulce era su apariencia que sorprendía escucharla hablar con una voz que tenía la aspereza, la lentitud y la solemnidad de los antiguos profetas.

Le quedaba un largo camino por andar porque se dirigía a una de las reuniones de los hellgumianos en casa de los Ingmarsson; la anciana Eva Gunnarsdotter era una de las personas que con más entusiasmo habían abrazado las enseñanzas de Hellgum.

«Vaya, vaya —pensaba mientras caminaba por el sendero—, qué días aquéllos, los de los primeros tiempos, cuando todo comenzaba y era nuevo, cuando más de la mitad de la parroquia ensalzaba a Hellgum. Quién iba a pensar que serían tantos los que acabarían renegando, que al cabo de sólo cinco años no seríamos más que una veintena, sin contar los niños pequeños.»

Sus pensamientos regresaron a aquellos días en que ella, después de muchos años viviendo sola y olvidada entre las sombras del bosque, de repente ganó un montón de hermanos y hermanas que venían a aliviarla de su soledad, que nunca olvidaban quitar la nieve del camino después de las grandes nevadas, y que le llenaban el cobertizo de leña seca y cortada sin que tuviera necesidad de pedirlo. Se acordaba de aquel tiempo en que Karin Ingmarsdotter y sus hermanas, así como mucha otra gente importante, venían a su humilde cabaña de madera gris a compartir su mesa con amor fraternal.

«Qué lástima que tantos hayan desperdiciado la verdadera oportunidad de salvarse —pensó—. Ahora se nos castigará por ello. El próximo verano nos exterminarán a todos por culpa de los que no han respondido cuando se les llamaba, y porque los pocos que sí lo han hecho no han perseverado.»

La abuela desvió sus pensamientos hacia la carta de Hellgum, una de esas cartas que los hellgumianos consideraban equivalentes a las Epístolas de los Apóstoles y sobre las cuales impartían su doctrina, del mismo modo que otras congregaciones cristianas lo hacen sobre el Evangelio.

«Hubo un tiempo en que sus cartas manaban leche y miel —se dijo—. Nos ordenaba tener paciencia con los que no se habían convertido y compasión con los renegados; enseñaba a los ricos a hacer caridad igual con los justos que con los injustos. Pero de un tiempo a esta parte todo es hisopo y hiel, no hace más que hablar de pruebas y castigos.»

La anciana llegó a la linde del bosque, desde donde se divisaba todo el pueblo.

Era un día muy hermoso de febrero, los campos nevados extendían su blanca pureza por toda la comarca, los árboles dormían su sueño invernal y no corría una gota de viento.

Sin embargo, ella iba pensando que toda esta región, que ahora hibernaba tan plácidamente, despertaría sólo para arder bajo la furia sulfurosa de las llamas, e imaginaba todo el territorio cubierto de fuego, del mismo modo que ahora lo veía cubierto de nieve.

«No lo ha dicho letra por letra —pensó la vieja—, pero siempre habla de una gran prueba. Ay Señor, ay Señor, ¡quién se sorprenderá si nuestra parroquia sufre el castigo de Sodoma y la destrucción de Gomorra!»

Mientras Eva Gunnarsdotter recorría las calles del pueblo, no pasó delante de una sola casa sin imaginar cómo el terremoto que se avecinaba iba a echarla abajo como si fuese de arena. Y a las personas con que se cruzaba las veía perseguidas y devoradas por inmundas bestias del infierno.

«Mira, ahí va Gertrud, la hija del maestro —pensó al cruzarse con ella una joven muy guapa—. Sus ojos brillan luminosos como dos manchas de sol en la nieve. No me extraña que esté alegre porque para el otoño se casa con el joven Ingmar Ingmarsson. Con la madeja de hilado de algodón que lleva bajo el brazo querrá tejerse unas cortinas para la cama de matrimonio, y manteles para su futuro hogar. Pero antes de que ella acabe la tela, la hecatombe habrá acabado con nosotros.»

Echando miradas lúgubres en derredor, la vieja atravesó el pueblo, que se había expandido y desarrollado hasta alcanzar una prosperidad inimaginable. Sin embargo, todas aquellas casas pintadas de amarillo y blanco, con paredes revestidas de maderos y los ventanales tan altos, se derrumbarían del mismo modo que la mísera cabaña que era la suya, en la cual las ventanas eran como agujeros y crecía musgo entre los troncos bastos de las paredes.

De pronto, se detuvo en medio del pueblo y golpeó su bastón muy fuerte contra el suelo. Una ira incontenible se apoderó de ella.

—¡Sí, sí! —exclamó en voz tan alta que la gente que estaba fuera se paró para mirarla—. Sí, sí, en estas casas tan bonitas viven personas que han desdeñado el Evangelio de Cristo y prefieren el Evangelio del enemigo. ¿Por qué no han atendido la llamada? ¿Por qué no se arrepienten de su pecado? Por su culpa pereceremos sin remedio. La mano de Dios es implacable. La mano de Dios imparte a justos e injustos el mismo castigo.

Tras cruzar el río, otros hellgumianos le dieron alcance: el viejo cabo Fält y Kolås Gunnar y su mujer Brita Ingmarsdotter. Al poco tiempo se les unió Hök Matts Eriksson y su hijo Gabriel, además de Gunhild, la hija del vocal.

Engalanados con sus abigarrados trajes regionales, su marcha en medio del paisaje nevado conformaba un hermoso cuadro. Sin embargo, Eva Gunnarsdotter sólo pensaba en que eran como reos de camino al cadalso, como animales conducidos al matadero.

Los hellgumianos parecían abatidos; caminaban cabizbajos como presionados por una amarga carga de desaliento. Todos habían confiado en que el reino de los bienaventurados se extendería rápidamente sobre la tierra, y en que verían con sus propios ojos la nueva Jerusalén descender de los cielos. Pero al ver que los suyos quedaban tan reducidos en número, no les quedó más remedio que reconocer que sus esperanzas eran vanas, y fue como si algo se hubiese roto en su interior. Caminaban arrastrando los pies, suspirando a menudo y sin nada que decirse. Porque se lo habían tomado todo muy en serio, habían apostado su vida en el intento y habían perdido.

«¿Por qué están tan desolados? —se preguntó la abuela—, si ni siquiera se imaginan lo peor. No quieren comprender el sentido de las cartas de Hellgum. Les he interpretado sus palabras pero no quieren escuchar. Bah, los que viven bajo cielo abierto en la planicie no saben lo que es el temor; les falta el entendimiento de aquellos que vivimos solos en la oscuridad del bosque.»

La anciana pensó que los hellgumianos estaban asustados porque Halvor los había convocado un día entre semana. Temían que quisiera comunicarles una nueva deserción. Se miraban preocupados, escrutándose los unos a los otros con desconfianza, como inquiriendo: «¿Hasta cuándo resistirás tú, y tú?»

«Quizá sería mejor acabar de una vez, disolver la hermandad enseguida, al igual que es preferible una muerte rápida a una agonía lenta y prolongada.»

¡Ay, su comunidad, su evangelio de la paz, su dulce vida de concordia y fraternidad que tanto amaban, todo condenado a la ruina!

Mientras aquellas desconsoladas personas continuaban su marcha, el resplandeciente sol invernal recorría con alegres destellos la inmensidad azul del firmamento. Del suelo se elevaba un dulce y fresco olor a nieve que les daba ánimos y valor renovado; y de los montes cubiertos de abetos que circundaban la parroquia descendían silencio y paz, infundiéndoles calma.

Por fin llegaron al predio de los Ingmarsson y subieron al porche cubierto de nieve del zaguán.

En la sala grande de la casa, colgaba alto un cuadro realizado hacía más de un siglo por un viejo maestro de la pintura rural.[20] Representaba una ciudad cercada por altas murallas, por encima de las cuales despuntaban las cornisas y cubiertas de varios edificios. Algunos eran casas de labranza pintadas de rojo con techado de turba, otros tenían paredes blancas y techado de pizarra al estilo de las casas señoriales de provincias, y otros, finalmente, ostentaban pesados torreones revestidos de cobre como los de la iglesia de Santa Cristina, en Falun. Extramuros se paseaban caballeros con pantalones a media pierna, elegantes zapatos y un junco en la mano; y por una de las puertas de la ciudad salía un carricoche transportando unas damas de cabellos empolvados y amplias pamelas. A los pies de la muralla crecían árboles de espeso follaje verde oscuro, y entre la hierba alta y ondulante discurrían las aguas cristalinas de varios manantiales.

Bajo el cuadro leíase impreso con grandes y adornados caracteres: «Jerusalén, ciudad santa de Dios.» Colgado tan cerca del techo, no era frecuente que alguien reparara en el cuadro. La mayoría de quienes visitaban la casa apenas debía de conocer su existencia.

Sin embargo, aquel día, una guirnalda de hojas de arándano rodeaba el marco, lo cual resaltaba su presencia ante los invitados. Eva Gunnarsdotter lo descubrió enseguida, y pensó: «Ea, al parecer los Ingmarsson ya saben que vamos a morir, por eso quieren que contemplemos la ciudad celestial.»

Karin y Halvor se dirigieron hacia ella con una expresión si cabe más lúgubre y sombría que la de los otros. «Claro —pensó ella—, éstos ya saben que el fin está cerca.»

A Eva Gunnarsdotter, por ser la persona de más edad, se le asignó la cabecera de la mesa, y frente a su sitio había una carta abierta con sellos de América.

—Bien, ha llegado una nueva carta de nuestro querido hermano Hellgum —dijo Halvor—. Por este motivo he convocado a nuestros hermanos y hermanas.

—Imagino que se trata de un mensaje importante —dijo Kolås Gunnar pensativo.

—Sí —respondió Halvor—. Aquí nos explica lo que quiso decir en su última carta con aquello de que nos esperaba una gran prueba.

—Pienso que ninguno de nosotros debe tener miedo de sufrir por el Señor —dijo Gunnar.

Varios de los hellgumianos no habían comparecido todavía y se produjo una larga espera. La anciana Eva Gunnarsdotter iba echando miradas rencorosas a la carta de Hellgum. Se acordó de la carta con los muchos sellos del Apocalipsis e imaginó que en el mismo momento en que una mano humana tocara esa carta, descendería de los cielos el ángel exterminador.[21]

Luego levantó la vista y observó el cuadro de Jerusalén. «Bien, bien —se dijo—. Claro que quiero ir a la ciudad de las puertas de oro cuyas murallas son de puro cristal.» Y empezó a recitar para sí misma: «Los pilares sobre los que se asentaba la muralla de la ciudad estaban adornados de toda clase de piedras preciosas. El primer pilar tenía jaspe; el segundo, zafiro; el tercero, calcedonia; el cuarto, esmeralda; el quinto, sardonio; el sexto, cornalina; el séptimo, crisólito; el octavo, berilo; el noveno, topacio; el décimo, ágata; el undécimo, jacinto; y el duodécimo, amatista.»[22]

La anciana, ensimismada pensando en su querido Apocalipsis, al acercarse Halvor Halvorsson al lado de la mesa donde estaba la carta, se sobresaltó como si acabara de echar una cabezadita.

—Empezaremos por un cántico —dijo Halvor—. Opino que lo hagamos con el número 244.

Y los hellgumianos entonaron a coro:

Mi amada Jerusalén

mi hermosa ciudad dorada

cálido, rico hogar de mi padre

que me llena de alegría.

Eva Gunnarsdotter dejó escapar un suspiro de alivio al ver aplazada la hora de la verdad. «¡Hay que ver! ¡Que a un viejo esperpento como yo le asuste tanto la muerte!», pensó medio avergonzada.

Finalizado el cántico, Halvor sacó la carta del sobre y la desplegó.

Entonces el espíritu santo se posó sobre Eva Gunnarsdotter y ella se levantó y comenzó a rezar una larga plegaria suplicando la gracia de recibir correctamente el mensaje que la carta anunciaba. Halvor se quedó quieto con la carta en la mano y esperó a que ella acabase. A continuación empezó a leer en el mismo tono en que habría leído un sermón:

—¡Queridos hermanos y hermanas, la paz sea con vosotros!

»Hasta ahora siempre había creído que yo y vosotros, que os habéis convertido a mi doctrina, éramos los únicos en compartir nuestra fe. Pero, alabado sea el Señor, hemos hallado aquí en Chicago hermanos a nuestra semejanza que piensan y viven según nuestra misma regla.

»Sabed, pues, que aquí en la ciudad de Chicago vivía a principios de los años 1880 un hombre llamado Edward Gordon. Él y su esposa eran un matrimonio muy pío. Les dolía amargamente todo el sufrimiento que hay en la Tierra y le rogaban a Dios que les concediera la gracia de contribuir a remediarlo.

»Entonces ocurrió que la esposa de Edward Gordon tuvo que hacer un largo viaje por mar y el barco naufragó, quedando ella a merced de las olas. Cuando se encontraba en peligro de muerte, Dios le habló. Y la voz de Dios le ordenó enseñar a las personas a vivir en concordia.

»Entonces la mujer fue rescatada de las olas y salvada de la muerte, y regresó a su esposo y le comunicó el mensaje de Dios. Entonces él dijo: "Dios nos envía un mensaje muy importante, que hay que vivir unidos, y nosotros queremos cumplirlo. Es tan importante que en toda la Tierra sólo un lugar tiene la suficiente dignidad como para recibirlo. Por tanto, ¡reunamos a nuestros amigos y vayámonos con ellos a Jerusalén a proclamar el último mandamiento sagrado de Dios desde el monte Sión!"

»A continuación, Edward Gordon y su esposa, junto con treinta personas más que querían obedecer el último mandamiento sagrado de Dios, partieron hacia Jerusalén. Allí vivieron en gran concordia todos juntos en la misma casa. Compartían sus pertenencias, se servían mutuamente y vigilaban su comportamiento los unos a los otros. Además, se cuidaban de los niños de los pobres y de sus enfermos. Reconfortaban a los ancianos y ayudaban a cualquiera que les pidiese ayuda sin exigir un pago, ni nada a cambio. No predicaban en las iglesias ni en las plazas, sino que decían: "Es nuestro modo de vida el que habla por nosotros."

»Y la gente que oía hablar de ese modo de vida decía de ellos: "Tienen que estar locos." Y aquellos que los difamaban en voz más alta eran los misioneros cristianos que habían llegado a Palestina para convertir a judíos y musulmanes mediante la enseñanza y la evangelización. Decían: "¿Quiénes son éstos que no predican? Seguro que han venido aquí para llevar una vida reprobable entregados al gozo de los sentidos con los paganos." Y el clamor que elevaron al cielo cruzó los mares y alcanzó sus países de origen.

»Sin embargo, entre los americanos instalados en Jerusalén se encontraba una viuda. Vivía allí con dos hijos menores de edad y era muy rica. Tenía un hermano en su país al cual todo el mundo empezó a instigar: "¿Cómo puedes consentir que tu hermana y sus hijos vivan entre esa secta de vividores? No son más que unos holgazanes que se aprovechan de su fortuna." Y el hermano inició un juicio contra su hermana para obligarla a que, al menos, los dos niños se criaran en América. Así pues, la viuda y sus hijos, junto con Edward Gordon y su esposa, regresaron brevemente a Chicago. Para entonces llevaban ya catorce años viviendo en Jerusalén.

»De vuelta en América después de tantos años en un lejano país, se escribió mucho sobre ellos en todos los periódicos, y algunos los llamaban locos y otros farsantes.

Halvor hizo una pausa y refirió con sus propias palabras el relato a fin de que todos comprendieran el contenido. Luego continuó:

—Resulta que en Chicago hay una casa que vosotros conocéis, y esa casa está llena de gente que quiere servir a Dios llevando una vida justa, gente que comparte todo lo que tiene y que vigila mutuamente su conducta. Y los habitantes de esa casa, es decir, nosotros, descubrimos en el periódico la existencia de esos "locos" recién llegados de Jerusalén y empezamos a decirnos: "Estas personas comparten nuestras creencias; se han unido para llevar una vida justa. Nos gustaría conocerlas ya que su fe es la nuestra."

»Así que les escribimos rogándoles que vinieran a visitarnos. Y los recién llegados de Jerusalén aceptaron nuestra invitación, por lo que pudimos comparar nuestras creencias y constatar: "He aquí que pensamos y creemos en lo mismo. Es una gracia divina el que nos hayamos encontrado." Nos hablaron de las delicias de la ciudad santa que destaca deslumbrante sobre una blanca colina, y nosotros les consideramos inmensamente afortunados de poder pisar los mismos caminos por los cuales anduvo Jesús.

»Entonces, a alguien de nuestro grupo se le ocurrió: "¿Por qué no habríamos de acompañaros a Jerusalén?" Ellos contestaron: "No debéis acompañarnos allí, ya que la Ciudad Santa está invadida por las luchas internas y las divisiones, por la miseria y la enfermedad, por la maldad y la pobreza." Y enseguida, otro de los nuestros exclamó: "¡A lo mejor Dios os ha conducido hasta nosotros para que os ayudemos a combatir todo eso!" Y en ese instante todos los allí reunidos escuchamos la voz de Dios que bramaba en nuestros corazones diciendo: "Sí, sí, ésa es mi voluntad."

»Les preguntamos si querían aceptarnos en su comunidad a pesar de ser nosotros pobres e incultos, y contestaron que sí querían. Entonces declaramos nuestra voluntad de convertirnos en hermanos y hermanas y compartirlo todo, y así, ellos adoptaron nuestra fe y nosotros la suya, y todo el tiempo estuvo el Espíritu sobre nosotros y dijimos: "Ahora vemos que Dios nos ama, ya que nos envía a la misma tierra a la que Él envió a su hijo. Y ahora sabemos a ciencia cierta que nuestra doctrina es la verdadera, ya que Dios quiere que la proclamemos desde el sagrado monte Sión."

»Pero entonces, uno de los nuestros dijo: "¿Y qué hay de nuestros hermanos que viven en Suecia?" Y les explicamos a los hermanos de Jerusalén: "Somos más de los que veis aquí. Tenemos hermanos y hermanas en nuestro país que sufren duras pruebas a causa de las deserciones y que luchan tenazmente en la adversidad por llevar una vida justa en medio de tantos pecadores." Entonces nuestros hermanos de Jerusalén contestaron: "Dejad que vuestros hermanos y hermanas de Suecia se reúnan con nosotros en Jerusalén y tomen parte en nuestra santa labor."

»Y al principio nos alegró la idea de que nos siguierais para vivir una vida de alegría y esfuerzo común en Jerusalén; pero pronto nos apesadumbramos porque dijimos: "Nunca podrán abandonar sus grandes predios, ni sus campos de tierra fecunda, ni las ocupaciones a que están acostumbrados." Sin embargo, nuestros hermanos de Jerusalén dijeron: "No tenemos campos ni grandes predios que ofrecerles; pero podrán andar por los caminos que los pies de Cristo allanaron." Con todo, aún dudábamos y respondimos: "Jamás querrán viajar a un país extraño donde nadie entiende su lengua." Los hermanos de Jerusalén contestaron: "Pero sí comprenderán lo que dicen las piedras de Palestina acerca de su Salvador." Nosotros dijimos: "No querrán compartir sus posesiones con extraños ni quedarse sin dinero como los mendigos. Tampoco querrán desprenderse del poder que tienen, pues ellos son los notables de la región." Los peregrinos de Jerusalén replicaron: "No tenemos ni poder ni propiedades que ofrecerles; pero sí podrán compartir los sufrimientos de Jesús, su Salvador."

»Dicho esto, volvimos a sentirnos contentos y fuimos de la opinión que vendríais.

»Sin embargo, ahora os digo, queridos hermanos y hermanas, que cuando hayáis leído esta carta no discutáis el asunto entre vosotros, sino que os recojáis en silencio y prestéis atención: ¡escuchad vuestro corazón y lo que Dios os mande hacer, hacedlo!»

Halvor plegó la carta y ordenó:

—Ahora vamos a hacer lo que Hellgum dice. Nos recogeremos en silencio y estaremos atentos.

Un largo silencio se extendió por la sala grande de Ingmarsgården. Eva Gunnarsdotter permaneció callada aguardando, igual que el resto, a que se le apareciera la voz de Dios. Ella interpretaba la carta a su manera. «Bien, bien —pensó—, Hellgum pretende que nos vayamos a Jerusalén para escapar del exterminio. Nuestro Señor quiere salvarnos del río de azufre y la lluvia de fuego. Y los justos oirán la voz de Dios que les permita redimirse.»

A la anciana no se le ocurrió siquiera que, dadas las circunstancias, pudiese haber alguien en el mundo para quien significara un sacrificio abandonar su hogar y su patria. No concebía que alguien dudara en dejar los verdes bosques, el amable río y la tierra fecunda de su tierra natal.

Entre los demás había varios que, llenos de temor, imaginaban lo que representaba el cambio de vida, el abandonar el hogar paterno, dejar atrás a padres y parientes; en cambio, ella no. Porque para ella lo que esto significaba era que Dios quería salvarles del mismo modo que una vez salvó a Noé y Lot.[23] ¿Acaso no eran llamados a disfrutar de las delicias de la Ciudad Santa de Dios? Para ella, era como si Hellgum les hubiera escrito que iban a ascender con vida al reino de los cielos.

El grupo permanecía sentado con la vista baja, completamente concentrado en sí mismo. Varios se angustiaron tanto que tenían la frente perlada de un sudor frío. «Sí, sin duda ésta es la dura prueba que Hellgum predijo», suspiraban.

El sol se ponía y cortaba la línea del horizonte proyectando rayos intensos en la habitación. El resplandor teñía de rojo la palidez de los rostros.

Finalmente, Märta Ingmarsdotter, esposa de Ljung Björn, se deslizó del banco y cayó de rodillas al suelo. Y tras ella, uno tras otro fueron cayendo. Varios aspiraron hondo al mismo tiempo y sus rostros se iluminaron con una sonrisa.

A continuación, Karin Ingmarsdotter dijo con un dejo de asombro:

—Oigo la voz de Dios que me llama.

Gunhild, la hija del concejal, alzó las manos embelesada mientras las lágrimas corrían por sus mejillas.

—Yo también voy —dijo—. La voz de Dios me llama.

Luego Krister Larsson y su esposa dijeron casi al unísono:

—Una voz me dice que he de partir. Oigo la voz de Dios que me llama.

La llamada les llegó uno a uno, y con ella dejaron atrás toda su angustia y todo sentimiento de pérdida. Lo que les inundaba ahora era una sensación de inmenso júbilo. Ya no pensaban en sus fincas ni en sus familias. Sólo pensaban en que su comunidad iba a florecer de nuevo, pensaban en la maravilla de haber sido elegidos para ir a la ciudad de Dios.

La llamada les había llegado a la mayoría, pero no a Halvor Halvorsson. Se esforzaba al máximo en sus plegarias y, angustiado, pensaba: «Dios no quiere llamarme como ha llamado a los otros. Él ve que amo mis verdes campos más que a su Evangelio. No soy digno de ir.»

Karin Ingmarsdotter se aproximó y le puso la mano en la frente.

—Ten calma, Halvor, ten calma y escucha en silencio.

Halvor entrelazó las manos con tanta fuerza que los nudillos le crujieron.

—Tal vez Dios no me considera digno de este viaje —dijo.

—Sí, Halvor, podrás hacer el viaje, pero tienes que tener calma —respondió Karin, arrodillándose a su lado y rodeando su cintura con el brazo—. Escucha atentamente, Halvor, escucha sin temor.

A los pocos segundos la tensión de su rostro desapareció.

—Ya lo oigo, oigo algo muy lejano.

—Son las arpas de los ángeles que preceden a la voz de Dios —dijo la esposa—. Ahora calla, Halvor. —Karin se aferró aún más a él, como nunca lo había hecho antes delante de terceros.

—Ah —dijo él juntando las manos—, ahora sí lo he oído. Me lo ha dicho tan alto que me retumban los oídos: «¡Ve a mi ciudad santa, ve a Jerusalén!» ¿Todos lo habéis oído igual?

—Sí, sí —exclamaron—, todos lo hemos oído.

Sin embargo, Eva Gunnarsdotter comenzó a gemir.

—Yo no he oído nada. No podré ir con vosotros. Soy la esposa de Lot, no podré huir. Tengo que quedarme aquí y convertirme en estatua de sal.

La anciana lloraba de angustia y los hellgumianos la rodearon para rezar. Pero ella seguía sin escuchar nada y su angustia fue creciendo.

—No oigo nada —decía—, pero llevadme igualmente, por favor. No me dejéis aquí, no quiero ahogarme en el río de azufre.

—Debes esperar, Eva —dijeron los hellgumianos—. Recibirás la llamada, seguro. Esta noche o mañana te llegará.

—Eso no basta —replicó la mujer—. No estáis respondiendo a mi pregunta. ¿Acaso pensáis abandonarme si no recibo la llamada?

—¡La recibirás, la recibirás! —aseguraron los hellgumianos a voz en grito.

—Eso no basta —repitió la anciana, desesperada.

—Querida Eva —dijeron los hellgumianos—, no podemos llevarte con nosotros a menos que Dios te llame. Pero no temas, te llamará.

Entonces Eva Gunnarsdotter, que estaba de rodillas, se levantó, irguió su endeble cuerpo de pajarillo y dio un golpe de bastón contra el suelo.

—Partiréis sin mí y dejaréis que me hunda —dijo—. Eso es lo que vais a hacer. Partir sin mí y dejar que me hunda.

Estaba loca de furor y algunos reconocieron a la Eva Gunnarsdotter de su juventud, una mujer fuerte, impetuosa y apasionada.

—¡No quiero saber nada más de vosotros! —les gritó—. Ni quiero ser salvada por vosotros. ¡Malditos seáis! Seríais capaces de abandonar a mujeres e hijos, padres y madres con tal de salvaros. ¡Malditos seáis, estáis locos abandonando vuestras tierras! No sois más que unos desquiciados en pos de falsos profetas. Será sobre vosotros que caigan el fuego y el azufre. ¡A vosotros os exterminarán; en cambio nosotros, los que nos quedamos en casa, viviremos!