En casa del maestro de escuela

A comienzos de los años 1880, en la parroquia a la que pertenecía la venerable dinastía de los Ingmarsson, a nadie se le hubiese ocurrido, ni remotamente, abrazar una nueva fe o asistir a algún nuevo tipo de culto. Sin duda, habían oído hablar de las sectas que brotaban por todas partes en otras parroquias o de la gente que se metía en los arroyos para recibir el bautismo según el nuevo ritual baptista; pero los feligreses se lo tomaban a risa diciendo: «Eso está bien para los que viven en Åppelbo y Gagnef, pero nunca sucederá en nuestra parroquia.»

Del mismo modo que se aferraban al resto de sus viejas costumbres, se cuidaban de asistir a misa todos los domingos. Todo el que podía ir iba, incluso en invierno, bajo el frío más riguroso. Lo cierto es que era precisamente entonces cuando más falta hacía. Era imposible resistir el frío en el interior de aquella iglesia sin calefacción, cuando fuera las temperaturas rebasaban los cuarenta grados bajo cero, a no ser que estuviera abarrotada de gente.

De todos modos, no hay que caer en el error de creer que los feligreses asistían a la iglesia al completo porque tuvieran un pastor sobresaliente; todo lo contrario. El sucesor del reverendo de los tiempos de juventud de Ingmar Ingmarsson era muy buena persona, pero ni con la mejor voluntad del mundo se le podría reconocer el menor talento a la hora de exponer la palabra de Dios. En la época que nos ocupa, se iba a misa para honrar al Señor y no para disfrutar escuchando un bello sermón. Cuando después cada cual volvía a su casa debatiéndose contra la ventisca que azotaba los caminos, se decía: «Ojalá nuestro Señor se haya dado cuenta de que has ido a misa con este frío.»

Esto era lo esencial; poco importaba si el pastor no había hecho más que repetir exactamente lo mismo que se le oía decir cada domingo desde el día en que le concedieron la pastoría.

Pero, la verdad, hay que reconocer que la mayoría estaba completamente satisfecha con lo que oía. A los feligreses no se les escapaba que aquello que el pastor les leía en voz alta era la palabra de Dios y por eso les parecía hermoso. Únicamente el maestro de la escuela y algún que otro circunspecto labriego entrado en años se quejaban entre ellos: «En realidad, este sacerdote no tiene más que un sermón. Sólo habla de la divina Providencia y de los designios del Señor. Esperemos que los sectarios se mantengan lejos de aquí como hasta ahora, o de lo contrario esta fortaleza tan mal defendida caerá a la primera espolonada.»

Y bien cierto es que los predicadores ambulantes siempre pasaban de largo. Solían declarar que no valía la pena ir allí, que aquellos parroquianos no querían saber de despertares religiosos. Tanto los predicadores errantes como los conversos de las parroquias aledañas tenían a la antigua familia de los Ingmarsson y demás feligreses por grandes pecadores, y, escuchando el tañido de las campanas de su iglesia, hasta habían llegado a afirmar que en realidad las campanas proclamaban lo siguiente: «¡Yaced en pecado, yaced en pecado!»

Todos y cada uno de los miembros de la parroquia, fueran adultos o niños, se sintieron profundamente indignados al conocer esa interpretación del repique de sus campanas. Por algo estaban seguros de que ningún feligrés se descuidaba de rezar un Padrenuestro cuando sonaban. Y de que cada tarde, a las seis en punto, cesaba el trabajo dentro y fuera de las casas, que los hombres se descubrían la cabeza, las mujeres hacían una genuflexión y todos permanecían inmóviles el tiempo necesario para rezarle una oración al Señor. Aquellos que habían sido vecinos de la parroquia se veían obligados a reconocer que nunca Dios les había parecido más poderoso y más alabado que allí, cuando en las tardes de verano las guadañas se paraban de golpe y las rejas se detenían en medio de un surco y las carretas de cereales quedaban a medio descargar al primero de aquellos toques de campana. Era como si la gente supiese que a esa hora nuestro Señor, inmenso, todopoderoso y benigno, planeaba por la comarca con las nubes del crepúsculo para derramar bendiciones sobre la región entera.

En aquella parroquia nunca se había dado empleo a un maestro que hubiese pasado por la Escuela Normal, sino que tenían uno a la antigua usanza, es decir, un campesino autodidacta. Éste era un hombre muy capaz, él solo podía con cien niños; había sido maestro durante más de treinta años y su reputación era excelente. El maestro no distaba mucho de pensar que el bienestar espiritual de la feligresía reposaba sobre su conciencia, y a menudo le inquietaba el hecho de que tuvieran un párroco tan negado para los sermones. No obstante, se mantuvo pasivo mientras en las parroquias aledañas sólo se introducía una nueva forma de bautismo; pero cuando se enteró de que le había tocado el turno a la sagrada comunión y de que los feligreses se reunían en sus humildes cabañas para comulgar, no pudo continuar impasible. Él era pobre, pero consiguió convencer a algunos de los campesinos más ricos para que le prestaran dinero a fin de construir un templo. «Ya me conocéis —les dijo—, lo único que deseo es que los fieles conserven sus antiguas creencias. ¿Adónde iremos a parar si los predicadores nos asaltan con el nuevo bautismo y la nueva comunión y no hay nadie que le explique a la gente la diferencia entre la verdadera doctrina y una falsa?»

El maestro era muy apreciado por el párroco así como por el resto de los feligreses. A menudo, el pastor y él iban y venían entre la escuela y la rectoría, iban y venían, iban y venían, como si nunca pudiesen dar por terminado lo que tenían que decirse. El pastor también solía llegarse hasta la casa del maestro después de la cena, y entonces se acomodaba junto a la amplia chimenea de la acogedora cocina y charlaba con la señora Stina, la mujer del maestro. Había épocas en que venía noche tras noche. En su propio hogar se aburría, su mujer estaba siempre en cama, enferma, y en la casa andaba todo manga por hombro.

En esta ocasión la noche era de invierno. El maestro y su esposa, sentados junto al fuego, hablaban muy despacio y con gravedad, mientras una niña de doce años jugaba en un rincón de la cocina. Se llamaba Gertrud y era la hija del maestro. Era muy rubia, de pelo casi blanco, mofletuda y sonrosada; sin embargo, no parecía una niña tan sabihonda y repipi como suelen serlo los hijos de aquellos que ejercen el magisterio.

El rincón de la cocina donde se entretenía era su cuarto de juegos. Tenía allí apilados una gran cantidad de trozos de vidrio coloreado, fragmentos rotos de tazas y platos, cantos rodados de la orilla del río, tacos cuadrados de madera e infinidad de menudencias por el estilo.

Llevaba ya un buen rato jugando tranquila sin que ni el padre ni la madre la interrumpiesen. Sentada en el suelo, ponía orden y estructura a sus trocitos de vidrio y sus pedazos de madera, lo hacía con prisa por temor a que en cualquier momento le recordaran los deberes y tareas pendientes. Sin embargo, qué buena suerte la suya, no parecía que esa noche tuviera que repasar la aritmética con su padre.

Y es que en aquel rincón se estaba desarrollando un gran proyecto: ni más ni menos que la creación de toda una parroquia. La niña pensaba construir su propio pueblo desde la primera casa hasta la última, iglesia y escuela incluidas. Y hasta el río y el puente; era menester que no faltara nada.

Su obra estaba bastante avanzada. Toda la cordillera que rodeaba la comarca, hecha de pedruscos grandes y pequeños, se alzaba ya sobre el horizonte del pueblo. En cada grieta había plantado vegetación de bosque con ramitas de abeto, y con dos piedras de punta afilada había erigido los picachos de Klackberget (Montaña del Tacón) y Olofshättan (Capucha de Olof), montañas encaradas a uno y otro lado del río desde las cuales se dominaba todo el valle.

La llanura circular que se extendía entre las montañas había sido cubierta por tierra extraída de las macetas de su madre, y hasta allí todo concordaba; sin embargo, no había podido hacer de ese valle la tierra reverdeciente y cultivada que debería ser. Así que se consolaba pensando que era el valle al inicio de la primavera, antes de que brotaran la hierba y las semillas.

En cambio, el río, que fluía ancho y grandioso por toda la comarca, sí estaba representado por un trozo alargado y estrecho de cristal, y el pontón, que con sus bamboleos unía ambas márgenes de la parroquia, se mecía en la corriente desde hacía tiempo.

También había marcado con trocitos de ladrillo rojo la situación de las granjas y aldeas más apartadas. Muy al norte, en medio de pastos y sembrados, se erigía el predio de los Ingmarsson; mientras que el pueblo de Kolåsen[5] se hallaba encaramado en la ladera oriental y la planta maderera de Bergsåna muy abajo en el sur, donde el río con sus rápidos y saltos de agua escapaba del valle y resurgía en el cráter de un antiguo volcán.

En realidad, todo lo exterior estaba terminado. Las carreteras que unían las granjas y que recorrían la margen del río lucían su buena capa de arena y gravilla. Aquí y allá crecían las arboledas, esparcidas por la llanura y también junto a las viviendas. Con una sola ojeada a su obra de piedras, tierra y ramitas la niña tuvo ante sí toda la comarca. Le pareció algo muy bello.

Alzó la vista repetidas veces para llamar a su madre y mostrarle aquella maravilla; pero cada vez se contenía. Al final, decidió que lo más prudente era no recordarles su presencia.

La tarea más ardua estaba por hacer. Levantar el pueblo que se extendía desde el centro de la comarca hasta el río abarcando ambas orillas. Tuvo que cambiar de sitio los pedruscos y trozos de cristal varias veces hasta que finalmente consiguió poner orden al conjunto. La casa del agente judicial se comía la tienda del pueblo y la del juez no cabía junto a la del médico. Y además había que acordarse de tantas cosas: la iglesia y la rectoría, la farmacia y la estafeta de correos, las casas de labor con todas sus dependencias, la posada, la granja del ingeniero de montes, la oficina de telégrafos...

Por fin, apareció ante sus ojos la totalidad del pueblo con sus casitas blancas y rojas, distribuidas entre el verde de los árboles. Ahora solamente faltaba una cosa.

Todo lo anterior lo había edificado muy aprisa a fin de poder dedicarse a la escuela, también dentro del pueblo.

La escuela requería mucho espacio. La erigiría a orillas del río, un edificio blanco de dos plantas rodeado por un extenso jardín y con un mástil muy alto para la bandera en medio de la explanada.

Sus mejores tacos los había ido guardando para la escuela, a pesar de lo cual ahora estaba sentada sin saber cómo empezar. A ser posible, le habría gustado construirla idéntica a como era, con una gran aula en la planta baja y otra en el piso superior y con la cocina y el cuarto donde vivían ella y sus padres.

Pero eso le llevaría demasiado tiempo. «No me dejaran en paz tanto rato», pensó.

En ésas se oyeron pasos en el zaguán, alguien se sacudía la nieve de los zapatos. La niña puso manos a la obra en el acto. Era el párroco, que venía a charlar con sus padres, así que ahora tendría toda la noche para hacerlo. Súbitamente muy animada, empezó a plantar los cimientos de la escuela, que abarcaban una extensión equivalente a la mitad de la parroquia.

La madre también había oído los pasos en el zaguán. Se puso en pie y arrimó al fuego una vieja butaca. Acto seguido se dirigió a su marido:

—¿Se lo vas a decir esta noche?

—Sí —contestó el maestro—, a la primera oportunidad que se me presente.

El párroco hizo su entrada, congelado y transido por la ventisca y muy contento de poder sentarse junto al fuego en una habitación caldeada. Como siempre, estaba de un humor muy dicharachero. A decir verdad, resultaba imposible encontrar a alguien más encantador que el reverendo cuando llegaba así, con ganas de charlar sobre esto y aquello. Sobre asuntos profanos disertaba de modo ameno y audaz, y resultaba difícil creer que ese mismo hombre tuviera tan poca disposición para los sermones, pues cuando predicaba se daba exactamente lo contrario: hablando de las cosas elevadas del espíritu el pobre hombre se ruborizaba, farfullaba sin encontrar las palabras y nunca aportaba nada de peso a la conversación. A menos, claro, que se le ofreciera la oportunidad de discutir sobre el curioso modo en que Dios dispone las cosas.

Teniendo al párroco felizmente sentado allí, el maestro se dirigió a él y le soltó de pronto con tono jubiloso:

—Ahora, reverendo, quiero comunicarle que voy a construir un templo.

El párroco se quedó lívido, hundiéndose literalmente en la butaca que la señora Stina le había arrimado al fuego.

—¿Qué me dice usted, Storm? —repuso—. ¿Se va a construir un templo en mi parroquia? ¿Qué será entonces de la iglesia y de mí? ¿Se nos elimina sin más?

—La iglesia y su pastor son igualmente necesarios —respondió el maestro sin vacilar—. El templo dará apoyo a la iglesia, ésa es mi intención. Son tantos los charlatanes que recorren el país que la iglesia precisa ayuda.

—Creía que usted era mi amigo —dijo el pastor, desolado.

Hacía sólo unos minutos que había entrado allí alegre y lleno de confianza, pero bastaron unos segundos para que se derrumbara. Ahora daba la impresión de estar agonizando.

El maestro comprendía muy bien su desolación. Al igual que todo el mundo, sabía que el pastor tuvo en su día grandes aptitudes para los estudios superiores; sin embargo, la disipada vida que había llevado en su juventud le había provocado una apoplejía de la cual nunca se había recobrado totalmente. A menudo olvidaba que ya sólo era la sombra de sí mismo, y cada vez que alguien o algo se lo recordaba caía presa de la más oscura desesperación.

En aquellos momentos se le veía como muerto en el sillón y nadie osó romper el prolongado silencio.

—Reverendo, no se lo tome así —dijo el maestro por fin, intentando que su voz sonara suave y amable.

—¡Cállese, Storm! —le increpó el religioso—. Sé perfectamente que no soy un predicador brillante, pero no imaginaba que quisiera usted arrebatarme el puesto.

Storm rechazó la idea con un gesto de las manos significando que nada había más alejado de sus propósitos; sin embargo, no se atrevió a abrir la boca.

El maestro era un hombre de sesenta años que, a pesar de todo el trabajo que se había impuesto, conservaba la plenitud de su vigor. La diferencia entre él y el pastor era notable. Storm era alto como suelen serlo los varones en Dalecarlia, un pelo negro y ensortijado le cubría la cabeza, tenía el cutis bronceado como el cobre y afilados los rasgos de la cara. Al lado del sacerdote, que era un hombre de poca estatura, pecho hundido y la frente calva, irradiaba una gran energía.

La esposa del maestro pensaba que ya que su marido era el más fuerte de los dos también debía ser el más complaciente. Le hizo pues señas de que cediera; pero él, aun lamentándolo mucho, no dio muestra alguna de dar el brazo a torcer.

En su lugar, inició un discurso con voz muy clara y pausada. Dijo que estaba seguro de que no faltaba mucho para que el sectarismo llegara a aquella comuna. Y explicó que se necesitaba un lugar desde el cual hablarle al pueblo de una forma más llana que en la iglesia, un lugar donde uno pudiese elegir los textos, explicar la Biblia completamente e instruir a la feligresía sobre el significado de los pasajes difíciles.

Su esposa le hizo señas de que callara. Se daba cuenta de que a cada frase de su marido el pastor pensaba: «Así que yo no he instruido a nadie, no he sido un escudo protector de la fe. ¿Tan pésimo soy que el maestro de mi propia escuela, un hombre que no es más que un labriego instruido, se cree mejor predicador que yo?»

Pero el maestro no calló sino que continuó enumerando todo lo que era menester hacer para proteger al rebaño del inminente ataque de los lobos.

—Pues yo no he visto ningún lobo —dijo el pastor.

—Están de camino, reverendo, me consta —respondió el maestro.

—En ese caso es usted, Storm, quien está a punto de abrirles la puerta. —Y se puso en pie, sumamente molesto por las palabras del maestro, y el rubor que teñía su rostro le devolvió parte de su dignidad—. Viejo amigo, ¡no hablemos más del asunto! —dijo entonces.

A continuación se dirigió a la señora de la casa y se puso a conversar. Hizo alguna broma a costa de la última novia que doña Stina había vestido, pues era a ella y no a la señora del párroco o a la del sacristán a quien correspondía el honor de vestir a las novias en aquella parroquia. Sin embargo, la buena mujer adivinaba cuánto torturaban al pastor sus propias limitaciones. Sollozó de compasión y las lágrimas no la dejaron responder a sus preguntas, de modo que el párroco se vio obligado a platicar solo, mientras para sus adentros se decía: «¡Ay, si conservase la energía y el talento de mi juventud! Entonces le demostraría a este campesino lo aberrante de su comportamiento.»

Luego, de pronto se volvió hacia el maestro.

—¿De dónde ha sacado usted el dinero?

—Hemos creado una sociedad —respondió Storm, y para que el pastor comprendiera que se trataba de hombres que no querían perjudicarle ni a él ni a la Iglesia, nombró a algunos de los labriegos que habían prometido ayudarle.

—¿Ingmar Ingmarsson también está metido en esto? —preguntó el pastor como herido por un nuevo golpe—. Confiaba en Ingmar Ingmarsson tan ciegamente como en usted, Storm.

Y sin añadir más, se dirigió a la dueña de casa y siguió dándole conversación. Evidentemente, se percataba de que la mujer estaba llorando, pero fingió no advertirlo.

Luego volvió a la carga contra el maestro.

—No lo haga, Storm —le rogó—. ¡Renuncie a ese proyecto, póngase en mi lugar! A usted no le agradaría que alguien montase una escuela al lado de la suya.

El maestro reflexionó con la vista fija en el suelo.

—No puedo, reverendo —dijo, recobrándose enseguida e intentando adoptar un aire tranquilo y enérgico.

El párroco no volvió a abrir la boca y un silencio de muerte reinó durante diez largos minutos. Al cabo, se levantó, se puso la pelliza y la gorra y se dispuso a marchar. Se había esforzado por encontrar palabras que pudieran convencer a Storm de que iba a cometer un agravio no sólo contra él, sino contra toda la comunidad, la cual se vería gravemente afectada por aquella empresa. Pero a pesar de que las palabras y las ideas se agolpaban en su mente, no fue capaz de articularlas ni de ordenarlas porque, como hemos dicho, era un hombre acabado.

Al dirigirse hacia la puerta reparó en Gertrud, que estaba jugando en su rincón con sus pedacitos de vidrio y sus tacos de madera. Se detuvo y la observó. Era obvio que no había escuchado ni una palabra de la conversación; los ojos de la niña brillaban de emoción y sus mejillas se veían más sonrosadas que de costumbre.

Al sacerdote le impactó ver que la alegría más despreocupada pudiera convivir con la pesada aflicción que él arrastraba, y eso atrajo sus pasos hacia la niña.

—¿Qué haces? —le preguntó.

Hacía un buen rato que la niña tenía el pueblo acabado; incluso había tenido tiempo de destruirlo todo y de iniciar un nuevo proyecto.

—¡Lástima que el reverendo no haya venido un ratito antes! —respondió—. ¡He hecho un pueblo más bonito con su iglesia y su escuela!

—Bueno, ¿y ahora dónde lo tienes?

—Pues acabo de destruirlo, voy a construir una nueva Jerusalén y...

—¿Qué dices? —la interrumpió el pastor—. ¿Estás diciendo que has destruido el pueblo para construir una nueva Jerusalén?

—Sí —respondió Gertrud—. Era un pueblo muy bonito pero es que ayer en la escuela estudiamos la historia de Jerusalén y ahora he deshecho el pueblo para construir Jerusalén.

El sacerdote se quedó de pie mirándola. Se pasó la mano por la frente intentando ordenar sus ideas. «Tiene que ser alguien que está muy por encima de esta niña quien habla por su boca», pensó.

Las palabras de la niña le parecían tan asombrosas que fue repitiéndolas en silencio. Mientras lo hacía, sus pensamientos tomaron los derroteros de costumbre y, una vez más, volvió a maravillarse de cómo Dios disponía las cosas y de los medios que utilizaba para imponer su voluntad.

Retrocedió hacia el maestro y le dijo con la voz amable que era habitual en él y una nueva lucidez en la mirada:

—Ya no estoy enfadado con usted, Storm. Usted no hace más que cumplir con su deber. He dedicado mucho tiempo de mi vida a intentar comprender la Providencia divina; aunque sin mayor éxito, lo admito. Tampoco esto lo entiendo; pero lo que sí entiendo es que usted sólo hace lo que tiene que hacer.