3

TIERRA FÉRTIL

Nogales, México

Cerca de la frontera con Arizona

Dante Corrales odiaba estar lejos de su casa en Juárez, sobre todo porque extrañaba a su mujer, María. Una y otra vez volvía atrás en su memoria al fin de semana pasado, a la manera en que ella había levantado las piernas en el aire y apuntado las uñas de los pies pintadas, al ronroneo que ella había hecho, a las garras que le había clavado en la espalda, a la manera en que le había hablado y a las expresiones en su cara. Habían hecho el amor como animales hambrientos, violentos, y Corrales se sintió mareado al revivir ese momento una vez más, parado ahí, dentro de la gasolinera Pemex quemada, observando cómo los hombres descargaban las cajas de plátanos, sacaban los bloques de cocaína y los colocaban dentro de sus mochilas. Había veintidós cargadores bajo la supervisión de Corrales y otros cinco sicarios. Su grupo era conocido como Los Caballeros, porque tenían la reputación de andar extremadamente bien vestidos y hablar bien, incluso cuando cortaban cabezas y enviaban cadáveres como mensajes a sus enemigos. Eran más inteligentes, más valientes y ciertamente mucho más peligrosos y astutos que las demás pandillas ligadas al resto de los cárteles de la droga de México. Y, como a Corrales le gustaba decir en broma, ¡simplemente estaban reluciendo su machismo!

Corrales sabía que parte del envío se había ido a Texas, pasando por el condado de Brewster, y acababa de recibir una llamada de su hombre principal, Juan, quien le había dicho que habían tenido problemas. Su equipo se había encontrado con una unidad de la Patrulla Fronteriza. Uno de los tipos que Juan había contratado para la carrera le había cortado la cabeza a un agente de frontera.

¿Qué mierda es eso?

Más epítetos escaparon de la boca de Corrales antes de que por fin se calmara y le recordara a Juan que no debía contratar a tipos externos. Juan dijo que no había tenido opción, que había necesitado más ayuda porque dos de los tipos que habitualmente usaba no se habían presentado y probablemente estaban borrachos o drogados.

—El próximo funeral al que asistas será el tuyo.

Corrales apagó el teléfono, maldijo de nuevo, luego tiró del cuello de su gabardina de cuero y retiró algunas pelusas de sus pantalones Armani.

No podía permitirse estar tan molesto. Después de todo, la vida le sonreía. Tenía veinticuatro años, era un alto lugarteniente de un cártel de droga y ya había ganado 14 millones de pesos (más de un millón de dólares estadounidenses). Eso era impresionante para un muchacho que había crecido en la pobreza en Juárez y había sido criado por una ama de llaves y un hombre de mantenimiento que habían trabajado en un motel barato.

La estación quemada y el hedor persistente del hollín hacían que Corrales quisiera irse pronto de ahí. El lugar estaba empezando a oler como otra noche, la peor noche de su vida.

Tenía diecisiete años, era hijo único y se había unido a una pandilla que se hacía llamar Juárez 8. Su grupo de chicos de escuela secundaria estaba haciéndole frente a los sicarios del cártel de Juárez, luchando contra sus amenazas y el reclutamiento forzado de sus amigos. Demasiados amigos de Corrales habían terminado muertos a causa de su participación en el cártel, y él y sus compañeros habían decidido que ya era suficiente.

Una tarde, dos muchachos habían acorralado a Corrales detrás de un contenedor de basura y le había advertido que si no dejaba la pandilla y se unía a Los Caballeros, sus padres serían asesinados. Se lo habían dicho muy claramente.

Corrales todavía podía recordar los ojos del pandillero, brillando como brasas en un pozo de fuego, desde las sombras del callejón. Y aún podía escuchar la voz del pandillero, como un eco a través del tiempo: Vamos a matar a tus padres.

Como era de esperar, Corrales los había mandado a la mierda. Y dos noches más tarde, al regresar a casa de una noche de copas, había encontrado el motel envuelto en llamas. Los cuerpos de sus padres fueron recuperados entre los escombros. Ambos habían sido atados con cinta adhesiva y dejados ahí para que se quemaran.

Se había vuelto loco esa noche, había robado el arma de un amigo y conducido a máxima velocidad por toda la ciudad en busca de los desgraciados que le había arruinado la vida. Había estrellado su vehículo contra una valla, lo había abandonado ahí y había corrido hasta un pequeño bar, donde se había desmayado en el baño. La policía se lo había llevado y entregado a unos familiares.

Después de irse a vivir con su madrina, y después de trabajar él mismo como portero tratando de terminar la escuela secundaria, decidió que no podía matarse trabajando como sus padres lo habían echo. Simplemente no podía.

No había otra opción. Se uniría al mismo grupo que había asesinado a sus padres. Esa decisión no había sido fácil o rápida, pero trabajar para Los Caballeros era su único boleto fuera de los barrios bajos. Y porque era mucho más inteligente que el matón promedio, y tal vez más vengativo, había ascendido rápidamente en las filas y aprendido mucho más sobre el negocio de lo que sus jefes sabían. Había descubierto muy temprano que el conocimiento es poder, por lo que estudió todo lo que pudo acerca de los negocios del cártel y sus enemigos.

El destino quiso que los dos muchachos que habían matado a sus padres fueran ellos mismos asesinados, solo unas pocas semanas antes de que Corrales se uniera a sus filas. Habían sido asesinados por un cártel rival a causa de sus actos audaces y tontos. Los otros Caballeros estaban contentos de verlos partir.

Corrales se estremeció y miró a su equipo de cargadores vestidos con sudaderas con capucha oscuras y pantalones de mezclilla y agobiados por sus abultadas mochilas. Los llevó a un rincón en la parte trasera de la tienda. Levantó un gran pedazo de madera terciada del piso y debajo estaba la entrada al túnel, un estrecho hueco accesible a través de una escalera de aluminio. Un aire frío y húmedo subió por los aires desde el agujero.

—Cuando lleguen al interior de la otra casa —comenzó a decir Corrales—, no salgan hasta que vean los autos y solo entonces salgan de a tres a la vez. No más. El resto se queda en el dormitorio. Si hay problemas, vuelven acá a través del túnel, ¿entendido?

Ellos asintieron con murmullos.

Y partieron hacia abajo, uno por uno, unos pocos llevando linternas. Este era uno de los túneles más pequeños pero más largos del cártel, de casi cien metros de largo, un metro de ancho y poco menos de dos metros de altura, con su techo reforzado por gruesas vigas transversales. Debido a que había tantos albañiles e ingenieros de la construcción sin trabajo en México, encontrar trabajadores para construir estos túneles era ridículamente fácil; de hecho, muchos estaban simplemente a la espera, listos para saltar al próximo proyecto.

Los hombres de Corrales se mantendrían muy juntos y encorvados mientras se apresuraban a bajar por el hueco. El túnel pasaba justo por debajo de uno de los puestos de control en Nogales, Arizona, y siempre estaba la preocupación de que un vehículo grande, como un autobús, pudiera provocar un derrumbe. Ya había sucedido antes. De hecho, Corrales se había enterado de que varios cárteles habían estado cavando túneles en Nogales desde hacía más de veinte años y de que, literalmente, cientos habían sido descubiertos por las autoridades. Sin embargo, la excavación de nuevos pasadizos continuaba, haciendo de Nogales la capital de los túneles para transportar drogas del mundo. Sin embargo, en los últimos años el cártel de Juárez había comenzado a ampliar sus operaciones y ahora controlaba casi la totalidad de los túneles más importantes que pasaban a los Estados Unidos. Tenían hombres que eran pagados generosamente para protegerlos y evitar que los cárteles rivales los usaran. Más aún, los mismos pasadizos habían sido excavados más profundos para que los radares de penetración terrestre no los pudieran detectar y/o los agentes los confundieran con uno de los tantos tubos de desagüe que corrían entre Nogales, México, y Nogales, Arizona.

Unos gritos desde la puerta detrás de él lo hicieron agarrar la mata policía metida en su funda sobaquera. Sacó la pistola y caminó hacia la puerta, donde dos de sus hombres, Pablo y Raúl, estaban arrastrando a otro tipo sangrando por la nariz y la boca. El ensangrentado luchaba contra los hombres que lo sujetaban y luego escupió sangre, cayendo a unas pocos pulgadas de los mocasines Berluti de Corrales. Corrales estaba seguro de que el tonto no tenía idea de cuánto costaban los zapatos.

Corrales frunció el ceño.

—¿Quién mierda es este?

—Creo que hemos encontrado un espía —dijo Raúl, el más alto de los dos—. Creo que es uno de los chicos de Zúñiga.

Corrales suspiró profundamente, se pasó los dedos por el pelo largo y oscuro, y de repente puso su pistola en la frente del hombre.

—¿Nos estabas siguiendo? ¿Trabajas para Zúñiga?

El hombre se pasó la lengua por los labios ensangrentados. Corrales presionó la pistola con más fuerza contra la frente del hombre y le gritó para que respondiera.

—Vete a la mierda —escupió el hombre.

La voz de Corrales cayó a profundidades fúnebres y se acercó más al hombre.

—¿Trabajas para los Sinaloa? Si me dices la verdad, vivirás.

La mirada del hombre se volvió inexpresiva; luego levantó la cabeza un poco más alto y dijo:

—Sí, trabajo para Zúñiga.

—¿Estás solo?

—No. Mi amigo está en el hotel.

—¿En la esquina?

—Sí.

—Está bien. Gracias.

Con ello, Corrales, bruscamente y sin vacilar un segundo, puso una bala en la cabeza del hombre. Lo hizo tan rápido, sin esfuerzo, que sus propios hombres lanzaron un grito ahogado y se estremecieron. El espía cayó hacia adelante y los hombres de Corrales lo dejaron caer al suelo.

Corrales lanzó un gruñido.

—Metan a este hijo de puta en una bolsa. Vamos a dejar esta basura en la puerta de nuestro viejo amigo. Manden a dos chicos al hotel y agarren a ese otro cabrón con vida.

Pablo miraba fijamente al hombre muerto y sacudía la cabeza.

—Pensé que lo dejarías vivir.

Corrales resopló, miró hacia abajo y vio una mancha de sangre en uno de sus zapatos. Maldijo y emprendió el regreso hacia el túnel, tomando su teléfono celular para llamar a su hombre dentro de la casa al otro lado de la frontera.

Zona de la cueva Crystal

Parque Nacional de las Secuoyas

California

Cuatro días más tarde

Un camión U-Haul se había detenido afuera de la gran tienda de campaña y el agente especial del FBI Michael Ansara vio como dos hombres salían de la cabina y se les unían dos más, que habían salido de la tienda. Un tipo, el más alto, abrió la parte trasera del camión y enrolló la puerta hacia arriba, y los hombres comenzaron a pasarse cajas unos a otros, formando una fila hacia la entrada de la tienda. Esta área era un centro de distribución de suministros a los grupos de más al norte. El que los cárteles mexicanos de droga estuvieran contrabandeando cocaína a través de la frontera hacia los Estados Unidos no era ni remotamente tan audaz como la operación que Ansara había estado observando la pasada semana.

Los cárteles habían establecido extensivas plantaciones de marihuana dentro de las escarpadas colinas y los terrenos aislados del Parque Nacional de las Secuoyas. Si bien había muchos senderos, grandes extensiones de tierra todavía estaban fuera de los límites a los excursionistas y campistas. Los patrulleros a pie eran pocos y distantes entre sí, lo que significaba que los cárteles tenían para sí enormes áreas de tierras remotas y bien camufladas, protegidas de la vigilancia aérea. Ellos estaban cultivando su producto en este lado de la frontera con impunidad y distribuyéndolo rápidamente a sus clientes, mientras el dinero se enviaba de vuelta a casa, a México. Ansara más de alguna vez había sacudido la cabeza con incredulidad frente a estos hechos, pero los cárteles habían estado haciendo esto durante años.

¿Audaz? Claro que sí. Y más aún cuando se ha pasado tanto tiempo en la zona como Ansara. Ya había tomado nota de las amplias medidas de seguridad que empleaban, las capas de defensa empezando por las áreas que corren paralelas a los caminos principales. Cualquier aventurero que se alejara lo suficiente de la ruta podía encontrar trampas para osos de varios tamaños por todo el camino, junto con fosas excavadas a seis pies de profundidad y cubiertas con ramas, hojas y agujas de pino. En el fondo de estas trampas había tablas de dos-por-cuatro con clavos. La idea era herir al curioso para que diera media vuelta y buscara ayuda médica. Más allá, Ansara había encontrado cables trampa que, de nuevo, hacían que los caminantes incautos cayeran hacia delante sobre camas de clavos ocultos. Si bien eran crudos, estos medios de desaliento eran solo parte de una red más sofisticada de defensa.

Llegar al punto de observación donde se encontraba Ansara había requerido una buena dosis de habilidad en senderismo. Había caminado con una mochila liviana, escalando colinas con gradiente de más de dieciocho por ciento para abrirse camino a lo largo de varios acantilados rocosos, resbalando por lo menos media docena de veces con el fin de encontrar un camino lo suficientemente ancho y no ser detectado. Piedras sueltas, ramas bajas colgantes y la pendiente lo dejaron sin aliento.

Alrededor de una hora al norte de la gran tienda que estaba observando, y a una caminata de dos horas del camino más cercano, estaba lo que Ansara había apodado «el jardín». A la sombra de los altos pinos de azúcar había más de cincuenta mil plantas de marihuana, algunas de más de cinco pies de altura y plantadas en ordenadas hileras a seis pies de distancia unas de otras. Estas hileras se extendían por el terreno escarpado y estaban plantadas en suelo rico. Muchas de las plantas estaban en medio de espesa maleza y cerca de arroyos que los cárteles utilizaban para el riego. Habían enterrado tubos a lo largo de la ladera, los arroyos habían sido represados y se había instalado un elaborado sistema de línea de goteo completado con mangueras de alimentación por gravedad para que las plantas no se regaran más de lo necesario. Esta era una operación profesional, sin reparar en gastos.

A lo largo del perímetro de la zona de cultivo se habían establecido pequeñas tiendas de campaña donde vivían los agricultores y el personal de seguridad; la mayoría de los alimentos eran almacenados en grandes sacos y colgados de las ramas de los árboles para protegerlos de los osos negros deambulando por la zona. Los campos eran vigilados las veinticuatro horas del día por hasta treinta hombres armados a la vez. Los suministros eran traídos por individuos a los que presumiblemente no se les contaba de la operación, solo que se necesitaban comida, agua, ropa, fertilizantes y otros artículos de primera necesidad. Las plantas cosechadas eran sacadas de contrabando durante la noche por grupos de agricultores protegidos por guardias. Los equipos que trabajaban durante el día andaban montados en costosas bicicletas de montaña y se movían rápida y silenciosamente a través de los implacables valles. Ansara supuso que muchos de los trabajadores eran familiares y amigos de los cárteles, personas en las que podían confiar. Cada entrada y salida principal del parque estaba protegida por guarda-parques, y la vigilancia hecha por Ansara había revelado que al menos un guardia nocturno había sido sobornado para permitir la entrada o salida de un vehículo entre la medianoche y las cinco de la mañana más o menos cada diez días.

Ansara no era ajeno al cultivo de marihuana. Había crecido en Los Ángeles Este, en un lado de un dúplex en Boyle Heights. El hermano mayor de su madre, Alejandro de la Cruz, vivía en el otro lado. Durante la semana, su tío era «jardinero de las estrellas» en el lujoso barrio de Bel Air. En las noches y fines de semana De la Cruz cultivaba y vendía marihuana a los mismos clientes ricos. Ansara había sido su asistente de confianza.

A los diez años, Ansara podía deletrear, así como pronunciar, delta-9-tetrahidrocannabinol (THC), el ingrediente químico activo en la marihuana que le permitía al consumidor drogarse. Se pasaba horas pidiendo vasos de poliestireno expandido por ahí y luego preparándolos. Empezaba por hacer agujeros de drenaje en el fondo, añadía tierra, luego insertaba, con el extremo puntiagudo hacia arriba, una semilla de color marrón moteado con manchas oscuras. Ponía treinta o cuarenta vasos en una fila sobre una bandeja, similar a la bandeja de galletas de su madre, y luego encendía los serpentines para calefacción que recubrían la parte inferior de los largos bancos para obtener calor desde el fondo.

Aprendió a trasplantar las plántulas germinadas, dejando suficiente tierra en el cepellón, y sobre la importancia de tener un ventilador oscilante funcionando las veinticuatro horas del día. Ojeaba los periódicos, especialmente los insertos y volantes, en busca de ofertas de luces para crecimiento de vapor de sodio de alta presión de 600 vatios.

El periodo nocturno, u oscuro, de una planta de marihuana era igualmente crítico para su crecimiento. Hacer que los temporizadores funcionaran las veinticuatro horas era un reto. Las luces para crecimiento fácilmente quemaban los temporizadores regulares, por lo que su tío le había enseñado que eran necesarios unos interruptores caros de alta potencia conocidos como contactores, o relevadores.

La demanda de cantidades específicas de luz de día y oscuridad creaba dos problemas de seguridad. El cubrir las ventanas para lograr la oscuridad despertaba sospechas desde la calle. Los oficiales de policía y de narcóticos andaban pendientes de eso. Un consumo de energía crónico por encima del promedio residencial podría hacer que Southern California Edison enviara un informe de alerta a esos mismos oficiales de policía y de droga. Además, un espacio de cultivo podía llegar a ser bastante húmedo. Abrir las ventanas a horas extrañas, independientemente de la temperatura o las precipitaciones en el exterior, era riesgoso.

A los doce años, Ansara era capaz de recitar las doce principales variedades de marihuana más potente, en orden decreciente de su contenido de THC, desde las semillas White Widow a las semillas Lowryder. Y durante todo ese tiempo Ansara nunca fumó marihuana, y tampoco lo hizo su tío, quien decía que eran hombres de negocios proporcionando un producto importante. Si vendes galletas, le había dicho a Ansara, no te sientas a comerte todas las galletas.

Todo llegó a un alto cuando su madre descubrió por qué pasaba tanto tiempo con el tío Alejandro. Ella no le habló a su hermano durante meses.

El que Ansara hubiera terminado uniéndose al FBI y apresado a individuos que cultivaban marihuana era una de las verdaderas ironías de la vida, y sin embargo otra ironía estaba, en este momento, ante sus ojos. Había solo un puñado de agentes antidrogas asignados a vigilar los veinte millones de acres de bosques federales de California, y por desgracia Ansara no era uno de ellos. Él estaba allí porque había estado buscando a un contrabandista en particular, un tal Pablo Gutiérrez, que había asesinado a un compañero agente del FBI en Calexico y que él creía tenía vínculos directos con el cártel de Juárez. Durante su búsqueda de este hombre, Ansara había encontrado el Oz de las plantaciones de marihuana en California. Sin embargo, él y sus colegas se mostraban renuentes a desbaratar esta operación porque tenían la esperanza de usarla para reunir más inteligencia sobre los cárteles. Todos tenían claro que necesitaban eliminar a los tenientes y jefes. Si daban un golpe demasiado pronto, los cárteles simplemente terminarían plantando otro campo a un par de millas de distancia.

A medida que se reforzaba la seguridad en la frontera entre México y los Estados Unidos, los cárteles expandían sus operaciones de cultivo en los Estados Unidos. Ansara había hablado con un agente especial de la Agencia Federal de Administración de Tierras, quien le había dicho que tan solo ocho meses atrás los guardaparques habían confiscado once toneladas de marihuana en una sola semana. El agente especuló sobre la cantidad de marihuana que no había sido confiscada, cuánto en realidad había logrado salir de los campos y sido vendida. Los señores de la droga mexicanos estaban operando en suelo estadounidense y no había suficientes agentes de policía para detenerlos. Al igual que los soldados solían decir en Vietnam, ahí está...

Ansara bajó los binoculares y se metió más adentro entre los arbustos. Pensó haber visto a uno de los cargadores mirando en dirección a donde se encontraba él. Su pulso comenzó a acelerarse. Esperó un momento más, luego levantó los binoculares. Los hombres estaban de nuevo trabajando y habían dejado de lado algunas cajas cuyas tapas habían sido removidas. Ansara hizo un acercamiento y vio paquetes de cepillos de dientes y pasta dental, jabón, cuchillas de afeitar desechables y frascos de aspirina, Pepto-Bismol, y jarabe para la tos. Otras cajas más grandes contenían pequeños tanques de propano y paquetes de tortillas, así como productos enlatados, incluyendo tomates y tripas.

Un pájaro revoloteaba por el dosel arbóreo sobre su cabeza. Ansara se sacudió, y contuvo el aliento. Una vez más, bajó los binoculares, se frotó los ojos cansados y escuchó a Lisa en su cabeza: «Sí, yo sabía en lo que me estaba metiendo, pero es demasiado tiempo separados. Pensé que podía hacerlo. Pensé que esto era lo que quería. Pero no lo es».

Y así, otra rubia de piernas largas con voz ronca y manos suaves se había escapado de las garras de Ansara. Pero esta había sido diferente. Ella había jurado que podía aguantar que él estuviera lejos y había hecho un valiente esfuerzo durante el primer año. Era escritora y profesora de Ciencias Políticas en la Universidad Estatal de Arizona (ASU) y le había dicho que era bueno cuando él estaba lejos, que necesitaba tiempo para ella de todos modos. De hecho, en la noche de su primer aniversario como pareja, ella había parecido estar completamente enamorada de él. En una fiesta lo había comparado con actores de cine y televisión como Jimmy Smits y Benjamín Bratt, y una vez lo había descrito en su página de Facebook como «un hombre hispano alto, delgado y bien afeitado con una sonrisa radiante y ojos brillantes, sin pretensiones». A él le había parecido genial. Él no habría sido capaz de usar palabras como esas. Pero la ausencia no hizo que el corazón se encariñara más; no cuando se tienen menos de treinta años. Él entendió. La dejó ir. Sin embargo, durante el último mes no había podido dejar de pensar en ella. Recordó su primera cita. Él la había llevado a un pequeño restaurante familiar mexicano en Wickenburg, Arizona, donde él le había contado acerca de sus propios días en ASU y sobre su trabajo como agente de las Fuerzas Especiales del Ejército en Afganistán. Le había hablado acerca de haber dejado el ejército y haber sido contratado por el FBI. Ella le había preguntado:

—¿Te está permitido contarme todo esto?

—No lo sé. ¿Escuchar cosas de alto secreto te excita?

Ella había puesto los ojos en blanco y reído.

Y la conversación se había puesto seria cuando ella le había preguntado acerca de la guerra, de sus compañeros caídos, de haber tenido que decirle adiós a demasiados amigos. Después del postre, ella le había dicho que tenía que irse a casa y la implicación había sido que no estaba realmente interesada en él, pero que él debía agradecer a su hermana por haberlos presentado.

Por supuesto, él la había perseguido como lo haría cualquier buen agente de Fuerzas Especiales/FBI, y finalmente la había conquistado con flores y mala poesía escrita en tarjetas caseras y más cenas nocturnas. Pero todo se había ido al infierno debido a su carrera y estaba empezando a resentir eso. Se imaginó a sí mismo en un trabajo de 9 a 5 con los fines de semana libres. Pero luego la idea de trabajar en un cubículo o tener un jefe respirándole en la nuca le dio náuseas.

Era mejor estar arriba en las montañas con un par de binoculares en la mano vigilando a unos malos tipos. Demonios, se sentía como un niño otra vez.

Los hombres terminaron su descarga, se subieron de vuelta al camión U-Haul y se fueron. Ansara los vio irse, luego unos cuantos hombres más aparecieron afuera y comenzaron a llenar mochilas con los materiales que levantaban de las cajas. Terminaron en unos diez minutos y se dirigieron hacia el jardín.

Ansara esperó a que se hubieran ido, luego se dio vuelta para irse.

Si no hubiera mirado hacia abajo de manera casual estaría muerto.

Allí mismo, a su derecha, había un pequeño dispositivo con un cono láser que sobresalía de la parte superior. Ansara reconoció inmediatamente que la unidad era un cable trampa láser, con su unidad par situada al otro lado del claro. Si atravesaba el láser, una alarma silenciosa se encendería. Ansara aguzó su mirada, levantó los binoculares y vio varias unidades láser más en las bases de los árboles. Eran visibles solo si sabías qué buscar y los mexicanos de hecho habían puesto hojas y pequeñas ramas a sus lados para camuflarlas más. Alrededor de todo el jardín habían sido instalados cables trampa convencionales y minas antipersonales Claymore, pero esta era una nueva sección del parque para Ansara y no había visto estos dispositivos de detección antes. Maldición, si venía aquí, tendría que ser aún más cuidadoso.

Oyó gritos desde abajo. Español. Las palabras: Arriba en la montaña, El lado este. ¿Lo habían visto?

Mierda. Tal vez se había tropezado con uno de los láseres. Se echó a correr mientras los hombres más abajo salían corriendo de la tienda de campaña.

Contra todo enemigo
titlepage.xhtml
sec_0001.xhtml
sec_0002.xhtml
sec_0003.xhtml
sec_0004.xhtml
sec_0005.xhtml
sec_0006.xhtml
sec_0007.xhtml
sec_0008.xhtml
sec_0009.xhtml
sec_0010.xhtml
sec_0011.xhtml
sec_0012.xhtml
sec_0013.xhtml
sec_0014.xhtml
sec_0015.xhtml
sec_0016.xhtml
sec_0017.xhtml
sec_0018.xhtml
sec_0019.xhtml
sec_0020.xhtml
sec_0021.xhtml
sec_0022.xhtml
sec_0023.xhtml
sec_0024.xhtml
sec_0025.xhtml
sec_0026.xhtml
sec_0027.xhtml
sec_0028.xhtml
sec_0029.xhtml
sec_0030.xhtml
sec_0031.xhtml
sec_0032.xhtml
sec_0033.xhtml
sec_0034.xhtml
sec_0035.xhtml
sec_0036.xhtml
sec_0037.xhtml
sec_0038.xhtml
sec_0039.xhtml
sec_0040.xhtml
sec_0041.xhtml
sec_0042.xhtml
sec_0043.xhtml
sec_0044.xhtml
sec_0045.xhtml
sec_0046.xhtml
sec_0047.xhtml
sec_0048.xhtml
sec_0049.xhtml
sec_0050.xhtml
sec_0051.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_000.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_001.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_002.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_003.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_004.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_005.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_006.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_007.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_008.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_009.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_010.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_011.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_012.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_013.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_014.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_015.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_016.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_017.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_018.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_019.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_020.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_021.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_022.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_023.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_024.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_025.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_026.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_027.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_028.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_029.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_030.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_031.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_032.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_033.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_034.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_035.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_036.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_037.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_038.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_039.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_040.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_041.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_042.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_043.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_044.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_045.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_046.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_047.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_048.xhtml