8

LA SOMBRA DE JORGE

Casa de Rojas

Punta de Mita, México

La mañana después del evento para recaudar fondos, Miguel llevó a Sonia a la biblioteca antes del desayuno. Él no tenía intención de mostrarle la habitación hasta después de que hubieran comido, pero en el camino a la cocina principal habían pasado por ahí y ella había visto varias fotografías enmarcadas en la pared y le había preguntado si podían pasar unos momentos en el interior.

La chimenea de piedra con un gran arco y una repisa hecha de madera de nudos de fresno negro, junto con las estanterías de suelo a cielo construidas con más maderas exóticas, la dejaron sin el aliento. Había escaleras rodantes y rieles a cada lado de la habitación y Sonia se montó en una para admirar los mil pies cuadrados.

—¡A tu padre le gusta leer! —exclamó ella, su mirada recorriendo los miles de textos de tapa dura. No había libros de bolsillo. Su padre había insistido en que todos los libros en la biblioteca fueran de tapa dura, muchos de ellos con tapas de cuero.

—El conocimiento es poder, ¿no? —respondió él con una sonrisa.

Había un pequeño bar cerca de la entrada, donde Jorge a menudo servía coñac producido por casas como Courvoisier, Delamain, Hardy y Hennessy. Unos sofás de cuero y alfombras de piel de tigre importadas de la India formaban una zona para sentarse en forma de L en el centro de la biblioteca, con pequeñas islas de gruesos sillones reclinables de cuero colocados a su alrededor. Sobre varias amplias mesas de centro había lentes de aumento para la lectura y pilas de viejas revistas Forbes, con páginas marcadas por su padre. Junto a ellas, los posavasos apilados en sus cajas tenían incrustaciones de oro de dieciocho quilates.

Sonia se bajó de la escalera y fue hasta donde estaba una de las fotografías que habían llamado su atención.

—¿Cómo se llamaba?

—Sofía.

—Era hermosa.

—Lo era —dijo él con un ligero temblor, imaginando lo que debía haber sido su funeral, al que no lo habían dejado asistir debido a que habría sido «demasiado traumático para él». Deseaba que su padre estuviera consciente de la culpa que había sentido porque él estaba en un avión, mientras otros estaban presentando sus últimos respetos a su madre. Había llorado durante todo el viaje a Suiza.

La fotografía de su madre había sido tomada en la playa en Punta de Mita y con una extensión de agua azul turquesa detrás de ella, se la veía ahí en su bikini negro y posando con una amplia sonrisa para la cámara, parecía una glamorosa estrella de cine de otra época.

—Mi padre amaba esta foto.

—¿Y qué hay de ésta? —dijo Sonia, moviéndose hacia una fotografía más pequeña del padre, la madre y el bebé envuelto en lino y seda. Estaban parados frente a un mar de velas y vitrales e iconos adornando las paredes.

—Esa es de mi bautismo. Y la de más allá es de mi primera comunión. Luego la de mi confirmación.

Sonia miró detenidamente las fotos de la madre de Miguel.

—Parece... no sé... se ve fuerte.

—Nadie podía decirle a mi padre qué hacer. Nadie más que ella. Ella era el jefe. No creo haberte contado esto, pero una vez estábamos en Cozumel de vacaciones y ella estaba haciendo buceo de superficie. Estábamos mirando un avión hundido y ella pensó que algo la había picado, y luego la perdimos y casi se ahoga. Pensamos que se podría haber golpeado la cabeza en algún coral. Mi padre fue tras ella y la sacó y le dio respiración boca a boca, y ella volvió en sí y escupió agua, tal y como se ve en la televisión.

—Guau, eso es increíble. Él le salvó la vida.

—Cuando ella le dijo eso mismo a él, él sólo dijo: «No, tú salvaste la mía».

—Tú padre es un romántico.

—Eso es verdad. Él me dijo esa noche que si ella hubiera muerto, no habría sabido qué hacer. Me dijo que estaría perdido. Unos meses más tarde le encontraron el cáncer. Fue como si el viaje hubiera sido una premonición o algo así, como si Dios nos estuviera tratando de preparar para lo que iba a suceder. Pero no funcionó.

—Eso es simplemente... no sé qué decir...

Él esbozó una débil sonrisa.

—Vamos a comer.

Lo hicieron y sus tortillas de huevo con salsa, queso blanco, comino y ajo en polvo fueron preparadas por el chef privado de su padre, Juan Carlos (también conocido como J.C.), quien les dijo que Jorge había ido a la playa a correr y nadar. Alexsi estaba en la piscina y ya iba por su tercera mimosa, según J.C.

Cuando terminaron de comer, Miguel le mostró a Sonia las instalaciones para entrenamiento deportivo, las cuales descubrió mejor equipadas que la mayoría de los hoteles cinco estrellas. Él dijo que su padre estaba muy dedicado al mantenimiento físico y hacía dos horas de entrenamiento al día, cinco días a la semana, con un entrenador personal.

—¿Sólo fútbol americano para ti? —preguntó ella.

—Sí. Estas pesas de metal son muy pesadas.

Ella sonrió y se aventuraron a la sala de entretenimiento, con un televisor de proyección gigante y asientos para acomodar veinticinco personas.

—Parece más bien una sala de cine —comentó ella.

Él asintió con la cabeza.

—Ahora te voy a llevar a mi lugar favorito de toda la casa.

La llevó hasta una puerta, luego bajaron dos tramos de escaleras y llegaron al sótano. Pasaron por un pasillo cuyas paredes contenían material de insonorización y Miguel tuvo que ingresar una serie de códigos de seguridad en la cerradura electrónica montada en la siguiente puerta. La puerta se abrió y las luces parpadearon de forma automática proyectando reflejos en un suelo de mármol blanco brillante que se extendía por veinte metros. Una rica alfombra negra dividía la habitación por la mitad y a cada lado había unas imponentes cajas metálicas y tablas de visualización cuyas luces también se encendieron.

—¿Qué es esto? ¿Una especie de museo? —preguntó ella, mientras entraba, taconeando en el suelo de mármol.

—Esta es la colección de armas de mi padre. Armas de fuego, espadas, cuchillos, le gustan todas. ¿Ves esa puerta de ahí? Justo adentro hay un campo de tiro. Es genial.

—Guau, mira esto. Tiene algunos arcos y flechas. ¿Es esa una ballesta? —dijo señalando un arma que colgaba de una percha.

—Sí, tiene como cientos de años o algo así. Ven aquí.

La condujo hacia una mesa donde había más revólveres y otras armas variadas en exhibición. Había rifles AR-15, metralletas MP-5, rifles AK-47 que su padre llamaba «cuernos de cabra», junto con docenas de otras armas de fuego, algunas con incrustaciones de diamantes, chapadas en oro y plata, y grabadas con el nombre de la familia, artículos de colección que su padre dijo que nunca deberían ser disparadas.

—Estas son las que nos gusta disparar —dijo, señalando una fila de pistolas Beretta, Glock y Sig Sauer—. Elige una.

—¿Qué?

Él levantó las cejas.

—Te dije que eligieras una.

—¿En serio?

—¿Alguna vez has disparado un arma?

—Por supuesto que no. ¿Estás loco? Si mi padre se enterara...

—No se lo diremos.

Ella hizo una mueca, se mordió el labio. Tan sexy.

—Miguel, no estoy segura de esto. ¿Tu padre no se molestará?

—De ninguna manera. Venimos aquí todo el tiempo —mintió. Habían pasado unos cuantos años desde que había participado en prácticas de tiro, pero ella no tenía por qué saberlo.

—¿Podemos disparar balas falsas, como en las películas?

—¿Tienes miedo?

—Más o menos.

Él la estrechó contra su pecho.

—No te preocupes. Una vez que sientas ese sentimiento de poder en la mano, serás adicta. Es como una droga.

—Puedo pensar en otra cosa que me gustaría tener en mi mano —dijo moviendo las cejas.

Él negó con la cabeza.

—Vamos a portarnos mal y disparar algunas armas.

Ella suspiró y eligió una de las Beretta. Él tomó una pistola similar, luego se acercó a un armario, abrió el candado y sacó algunas balas. La condujo hasta la puerta de atrás, ingresó el código de seguridad y entraron en el campo de tiro, donde de nuevo las luces se encendieron de forma automática. La llevó a una de las cabinas de tiro, donde cargó ambas pistolas, y luego le entregó unos auriculares y unos anteojos protectores.

—¿Tengo que usar esto? —le preguntó ella sobre la protección para los oídos—. Van a estropear mi cabello.

Él se echó a reír.

—¿Qué es más importante? ¿Tu pelo o tu audición?

—Está bien...

Se estremeció y lentamente se puso los auriculares.

Una vez que estuvieron listos para disparar, él le hizo señas a ella de que iba primero y debía prestar mucha atención. Le mostró cómo sostener el arma, el mecanismo de seguridad y luego disparó dos balas en el blanco, los tiros un poco desviados. Estaba más fuera de práctica de lo que pensaba.

Luego se trasladó a la cabina donde estaba ella. Se puso detrás de ella, respirando profundamente en su cabello y le enseñó cómo sostener la pistola. Luego, muy suavemente, la soltó, le dio un golpecito en el hombro y le señaló que debía disparar.

Ella disparó dos tiros. Sus objetivos eran siluetas de hombres, del tipo utilizado por oficiales de las fuerzas militares y la policía. Fueron dos tiros perfectos en la cabeza.

—¿Guau! —gritó él—. ¿Mira eso!

Ella lo miró, estupefacta.

—¿Suerte de principiante, supongo! Déjame intentarlo otra vez.

Lo hizo, se estremeció, y ni siquiera dio en el blanco con su tercer disparo.

—Inténtalo de nuevo —le instó él.

Ella le hizo caso, pero esta vez cerró los ojos y el tiro de hecho dio en el blanco.

Con un gemido, puso la pistola en la pequeña mesa frente a ella y luego se retorció las manos.

—¿El arma se está poniendo caliente! ¿Y eso duele!

Él se quitó los auriculares y los anteojos, el hedor de la pólvora flotaba pesado en el aire.

—Déjame ver tu mano.

Tomó la mano de ella entre las suyas y la masajeó con sus pulgares sobre su piel suave. Luego ella se acercó, le pasó un brazo alrededor de los hombros y se apretó con fuerza contra él, frotando su muslo contra su entrepierna.

Eso fue suficiente. Y en cuestión de tres minutos estaban en el suelo. Los gemidos de ella hicieron eco por todo el campo de tiro y él no dejaba de poner un dedo sobre sus labios, temiendo que su padre hubiera regresado de correr y los estuviera buscando. Castillo sabría que estaban ahí. Él lo sabía todo y le informaría a Jorge; sin embargo, Castillo sería discreto respecto a la naturaleza exacta de su visita al campo de tiro.

De repente, él se separó de ella.

Ella se sentó e hizo un puchero.

—¿Hice algo mal?

—No, soy yo.

—¿Entonces tenemos que hablar?

—No lo sé... es simplemente... la recaudación de fondos, todas estas personas... todo el mundo que mi padre contrata tiene miedo de ser despedido y por eso nos besan el culo. Pero, ¿realmente les caemos bien? Tal vez piensan que somos solo un par de tontos. Simulan respetarnos, simulan honrarnos, cuando a nuestras espaldas nos maldicen.

—Eso no es cierto. Piensa en lo que tu padre dijo ayer por la noche. Es un buen hombre.

—Pero aún así la mayoría de los hombres le temen.

—Tal vez estás mezclando el miedo con el respeto.

—Tal vez, pero la clase de poder que tiene mi padre asusta, incluso a mí. Quiero decir, nunca podemos estar realmente solos.

—Tu padre está usando su posición para hacer el bien en el mundo. Y ¿por qué siquiera estás pensando en esto ahora?

Respiró hondo y finalmente asintió con la cabeza. Se sentía culpable mientras se vestía. No le había dicho acerca de las cámaras de seguridad ocultas. Toda su aventura había sido grabada, ya que el apagar las cámaras hubiera alertado inmediatamente a Castillo. No había privacidad en la Casa de Rojas, porque su precio era demasiado alto.

Pasaron el día en la playa, nadando, tomando fotografías y bebiendo. A pesar de que Sonia llevaba un bikini azul, algunas de las fotos le recordaban mucho a su madre, ya que la foto en la biblioteca había sido tomada en la misma playa. Incluso sus nombres eran similares (Sofía/Sonia) y empezó a ponerse en el contexto de las tragedias griegas.

A pesar de que trataron de permanecer discretos, dos de los hombres de seguridad de su padre estaban ahí con ellos, sentados en sillas a unos diez metros de distancia y Castillo sin alejarse demasiado del borde de la piscina para espiarlos a través de un par de binoculares.

—Esos tipos trabajan para tu padre también —dijo Sonia, mirándolos por encima del borde de sus anteojos de sol.

—¿Cómo adivinaste? —le preguntó él con sarcasmo.

—Supongo que estás acostumbrado a esto, ¿no?

—Fue agradable cuando estuvimos en España. Creo que mi padre tenía algunas personas allí, pero yo no sabía quiénes eran, por lo que nunca me di cuenta de que estaban.

Ella se encogió de hombros.

—Cuando tienes dinero, algunas personas te odian.

—Por supuesto. El secuestro nunca está lejos de la mente de mi padre. Tiene amigos que sufrieron experiencias terriblemente traumáticas cuando sus seres queridos fueron secuestrados. La policía no sirve para nada. El dinero del rescate es ridículamente alto. O pagas o no ves a tu familia nunca más.

—Las pandillas de los cárteles hacen eso todo el tiempo.

—Estoy seguro de que nada les gustaría más que secuestrar a mi padre y obtener una enorme recompensa.

—No sé, está tan bien protegido. Dudo que alguna vez suceda. Además, viaja tanto. Es difícil predecir dónde estará. Dijo algo acerca de tener que hacer las maletas.

—Sí, tiene que viajar de nuevo.

—¿A dónde? ¿La Estación Espacial Internacional?

Él se echó a reír.

—Colombia, probablemente. Le oí hablar de que tenía que ver al presidente y tal vez a algunos amigos allá. Somos dueños de algunos negocios en Bogotá. Tiene un amigo que le hace trajes especiales.

—Mi padre se reunió con el presidente francés una vez, en el Tour de Francia, pero no es como que sea amigo con los presidentes alrededor del mundo como lo es tu padre.

—¿Sabes qué? —dijo él, su cara iluminándose a la luz de un pensamiento—. Tal vez nosotros mismos viajemos un poco...

La cena se sirvió puntualmente a las seis de la tarde, y Miguel y Sonia se habían duchado y vestido para la ocasión. Miguel le había advertido a Sonia que su padre ponía un gran énfasis en las comidas en familia, ya que eran tan escasas y distantes entre sí. Las cenas en casa eran experiencias preciadas y que debían ser tratadas con el máximo respeto.

Puesto que serían solo cuatro, cenaron en una de las mesas más pequeñas junto a la cocina principal y J.C. preparó una comida de cuatro platos de carne de res y pollo que se había convertido en una de las experiencias características de todos los Sofía's alrededor del mundo. La familia poseía dieciséis de los exclusivos restaurantes, todos nombrados en honor a su madre, y servían tanto platos de la cocina mexicana tradicional como de fusión, abarcando las seis regiones del país. Sus platos mundialmente reconocidos eran servidos en una atmósfera que Jorge había dicho debía evocar las grandes antiguas civilizaciones de México, desde los olmecas a los aztecas. Colosales esculturas de cabezas, barcos de pesca y máscaras antiguas eran solo algunas de las piezas de arte que colgaban en cada comedor. Una cena para dos en el Sofía's en Dallas, Texas, le costaba a la mayoría de los clientes casi doscientos dólares... antes de ordenar el vino.

—Sonia, ¿estás disfrutando tu estancia aquí? —preguntó Jorge, después de tomar un largo sorbo de agua mineral.

—Bueno, la verdad ha sido simplemente horrible. Siento que estoy siendo maltratada y estoy lista para irme a casa. Ustedes son terribles anfitriones, insoportables, y la comida es asquerosa.

Miguel casi dejó caer el tenedor. Se volvió hacia ella. Ella se echó a reír y añadió:

—No, estoy bromeando. Por supuesto que ha estado increíble.

Jorge finalmente sonrió y se volvió hacia Alexsi.

—¿Lo ves? Eso es sentido del humor. Eso es de lo que estoy hablando. Eres demasiado hermosa y demasiado seria.

Alexsi sonrió y tomó su vino.

—Ser hermosa requiere de un trabajo serio.

—Ah, y lista —agregó Jorge, luego se acercó a ella y le dio un beso.

Miguel suspiró y miró hacia otro lado.

La conversación durante la cena se centró en Sonia, sus experiencias en la escuela, lo que pensaba sobre el gobierno en España y sus opiniones sobre la economía europea en general. Ella se defendió mientras el padre de él continuaba con su interrogatorio. Cuando terminó la cena y se echaron hacia atrás en sus sillas tratando de respirar más allá de sus hinchadas cinturas, Jorge se inclinó hacia la mesa y endureció su mirada sobre Miguel.

—Hijo, tengo una gran noticia para ti. He estado esperando para anunciar esto, pero creo que este momento es tan bueno como cualquier otro. Fuiste aceptado para una práctica de verano en Banorte.

Miguel estaba a punto de fruncir el ceño pero contuvo la reacción. Su padre estaba radiante, los ojos llenos de una maravilla que Miguel no había visto en años.

¿Un programa de práctica en Banorte? ¿Qué le harían hacer? ¿Llenar registros financieros? ¿Estaría trabajando en una sucursal o en una oficina corporativa? ¿Qué es lo que su padre estaba tratando de hacer? ¿Arruinar su verano entero?

—Miguel... ¿qué pasa?

Tragó saliva.

—No estás contento. Será una experiencia valiosa. Puedes tomar lo que has aprendido como estudiante y ponerlo en práctica. La teoría solo te puede llevar hasta cierto punto. Tienes que trabajar para ver cómo funcionan estas cosas. Y luego volverás a la escuela para tu MBA, sabiendo muy bien lo que está sucediendo en el banco. Este tipo de experiencia no la puedes obtener de otra manera.

—Sí, señor.

—¿No estás de acuerdo?

—Eh, yo sólo...

—¿Si me disculpan? —preguntó Sonia, levantándose de la silla. Miguel se levantó de inmediato y la ayudó a salir—. Necesito ir al baño.

—Yo también —dijo Alexsi, mirando enfáticamente a Miguel.

Jorge esperó a que las mujeres su hubieran marchado y que los sirvientes hubieran terminado de recoger los platos. Luego hizo un gesto para que se fueran a la terraza para admirar el océano iluminado por la luna.

Estuvieron ahí parados junto a una barandilla, su padre todavía con una copa en la mano, Miguel tratando de reunir el coraje para rechazar el ofrecimiento de su padre.

—Miguel, ¿pensaste que ibas a saltar de un lado para otro todo el verano y no hacer nada?

—No, no lo hice.

—Esta es una gran oportunidad.

—Entiendo.

—Pero no la quieres.

Suspiró y, finalmente, se enfrentó a su padre.

—Quería llevar a Sonia de vacaciones.

—Pero si acaban de regresar de España.

—Lo sé, pero quiero mostrarle nuestro país. Estaba pensando en San Cristóbal de las Casas.

La expresión en la cara de Jorge comenzó a suavizarse y su mirada se desvió más allá de Miguel, hacia el océano. San Cristóbal era un lugar que sus padres habían visitado a menudo, una de las ciudades favoritas de su madre en todo México. Ella amaba las tierras altas de Chiapas y solía hablar acerca de las sinuosas calles, las casas de colores brillantes, con sus techos de tejas rojas y las verdes montañas en todo alrededor. El lugar era rico en cultura e historia maya.

—Recuerdo la primera vez que llevé a tu madre allí... —respiró hondo otra vez y no pudo continuar. —Creo que a Sonia le encantaría también. Él asintió con la cabeza.

—Voy a llamar al banco. Ustedes tomen el helicóptero y pasen una semana allí. Luego, después de eso, irás a trabajar. Si deseas que Sonia permanezca aquí, eso está bien, pero tú estarás trabajando.

Miguel echó hacia atrás la cabeza sorprendido.

—Gracias.

—Vas a tener una escolta mientras estés allí —le recordó su padre.

—Entiendo. Pero, ¿pueden permanecer discretos, como lo hicieron en España?

—Veré que así sea. Entonces, ¿qué te parece esta chica?

—Ella es... genial.

—Yo también lo creo.

—Por supuesto. Tú la encontraste para mí.

—No, no es solo eso. Ella es muy elegante. Sería una magnífica adición a nuestra familia.

—Sí, pero no quiero apresurar nada.

—Por supuesto que no.

—Bueno, pasamos a comer el postre —dijo la tía de Miguel desde la puerta, con Arturo junto a ella—. ¿Llegamos demasiado tarde?

—Nunca es demasiado tarde —dijo Jorge, dándole un beso y luego estrechando la mano de Arturo.

Mientras conversaban, Castillo estaba detrás de él, haciéndole un gesto con la barbilla a Miguel, quien se desplazó hacia donde estaba el hombre.

—¿Necesitas algo, Fernando?

—Sí, he estado tratando de ver los monitores con mi ojo malo... si sabes a lo que me refiero.

—Muchas gracias.

—Sin embargo, yo no haría eso otra vez —dijo—. A tu padre no le gustaría. Diría que no la tratas como una dama.

—Entendido. Gracias, Fernando. Fue una tontería.

—Yo también fui joven. Hice cosas por el estilo.

Miguel puso una mano sobre el hombro del hombre.

—Eres un buen amigo.

Luego volvió a la terraza, donde encontró a su padre diciéndole a Arturo que él realmente podía hacer una diferencia y que debían trabajar juntos para detener la violencia en Juárez.

—Yo sólo soy el gobernador, Jorge. No es mucho lo que puedo hacer. Las políticas del Presidente no están funcionando. Solo están provocando más violencia. Acabo de recibir otro informe hoy sobre más asesinatos en la ciudad y ayer recibí otra amenaza de muerte.

—Tú eres el mejor y el más brillante que tenemos. Sabes lo que debes hacer. Pero, sobre todo, no te desanimes. Esta violencia va a llegar a su fin. Voy a hacer todo lo que pueda para ayudar.

—Jorge, puedes haber oído esto antes, pero aún no de mí. Debo añadir mi voz a la de los demás.

—¿De qué estás hablando?

—Tú debes ser el próximo presidente de México.

Jorge retrocedió.

—¿Yo?

—Tienes las conexiones y las finanzas. Podrías realizar una campaña extraordinaria. Jorge se echó a reír.

—No, no, no. Yo soy un hombre de negocios, nada más.

Miguel estudió a su padre, la mirada de incredulidad en el rostro del hombre con una pizca de culpa en los ojos, como si fuera a decepcionar a todo el mundo si no se presentaba.

—¿Me extrañaste? —preguntó Sonia, enganchando su brazo alrededor del de Miguel.

Él se volvió hacia ella y le susurró:

—Sí, claro. Y tengo una sorpresa para ti.

Contra todo enemigo
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