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CAMBIO DE PLANES

Mansión Rojas

Cuernavaca, México

56 millas al sur de Ciudad de México

Towers había recibido un disparo en el bíceps derecho y otra bala en el hombro que había atravesado su chaleco de Kevlar. El tiro en el brazo lo había rozado, pero la bala que había atravesado su hombro había dejado una herida muy fea.

—Si escapa ahora, lo perderemos para siempre —dijo Towers—. ¡Muévase!

—No antes de conseguirle un médico —Moore estiró la mano hacia su cinturón y pulsó el control de la radio—. Marina-Dos, aquí J-Dos, cambio.

El auricular de Moore chirrió con estática, luego se oyó una voz:

—¿J-Uno, J-Dos? Aquí Marina-Dos. Perdí contacto con Marina-Uno. ¿Estás ahí, cambio?

Era el teniente de Soto en tierra, un tipo de apellido Morales.

—Marina-Dos, es Moore. Necesito un médico en la sala para Towers. Perdimos a Soto en el accidente, cambio.

—Entendido, J-Dos. Médico en camino.

Moore suspiró de alivio en tanto por el rabillo del ojo vio movimiento cerca de un par de puertas al otro lado de la sala de estar. Una puerta estaba completamente abierta, revelando una amplia escalera más allá. Una figura que llevaba una máscara de gas y un abrigo largo corrió hacia la escalera, poniendo los pies de Moore en movimiento. No estaba seguro, pero la altura, el pelo y la contextura eran similares a las de Rojas.

En algún lugar en el segundo piso, los hombres de Soto intercambiaban disparos con al menos dos más de los guardias de Rojas en tanto Moore llegaba a la escalera y corría hacia abajo a través de una gruesa alfombra, con su M4 en mano y lista.

Las luces se encendían a medida que Rojas corría a través del suelo de azulejos y no más de dos segundos más tarde, una explosión desde atrás lanzó paneles de yeso, vigas y hormigón hacia la cochera subterránea donde guardaba sus autos antiguos. Le tomó una sola mirada para entender lo que estaba sucediendo: sus atacantes habían abierto un agujero en el techo y apareció una cuerda. Venían hacia abajo.

Rojas corrió hacia la bóveda en el lado izquierdo del sótano y se puso a trabajar en el panel de acceso, luchando por recobrar el aliento. Digitó el código, hizo el análisis de huellas dactilares, luego se dio cuenta de que tenía que quitarse la máscara para al análisis de la retina. Respiró hondo, contuvo el aire, se sacó la máscara y puso su ojo en el lugar correcto. El láser brilló. Luego metió el dedo en el tubo para la muestra de sangre.

Cuando apareció el primer soldado en la cuerda, Rojas sacó una pistola del bolsillo de su abrigo y disparó, haciendo que el soldado se echara al suelo y buscara refugio detrás de la Ferrari 166 Inter antigua de Rojas.

Un segundo soldado empezó a descender y Rojas se alejó del panel y esperó a que la puerta de la bóveda emitiera un golpecito y se abriera con un silbido. Se metió a la bóveda y luego tomó un respiro, pensando que el aire del interior estaría limpio. Lo estaba. Pero no podía cerrar la puerta; un mecanismo a prueba de fallos le impedía estar encerrado en el interior.

Corrió a través de los cientos de obras de arte, las filas de muebles, las cajas de libros y las cajas y vitrinas de armas, junto con una colección de discos de vinilo de unas 10.000 unidades que tenía cada álbum almacenado en su propia caja de plástico. A Sofía le había encantado esa colección y a veces había pasado horas hojeándola. Llegó a la pared del fondo, donde había dos bastidores de gran tamaño de los que colgaban varias de sus alfombras turcas, junto con una pieza de seda persa del siglo XVI que había comprado en Christie's por 4,45 millones de dólares estadounidenses, convirtiéndola en una de las alfombras más caras del mundo.

Movió los bastidores a un lado para revelar una puerta de metal empotrada en la pared con una cerradura de combinación. Hizo girar el dial. La combinación era la fecha de su aniversario de boda. La cerradura emitió un golpecito y Rojas levantó el pequeño mango, tirando la puerta hacia él.

Estaba empezando a entrar en pánico, a imaginarse a sí mismo siendo atrapado y teniendo que explicarle todo a Miguel. Él nunca le había contado a Miguel cómo su hermano, Esteban, había sido asesinado, cómo se había sentido esa escopeta en sus manos y cómo él había querido vengarse desesperadamente; nunca le había dicho lo mucho que había luchado por construir sus negocios, cuántos riesgos había tomado, nunca le habló de las muchas noches de insomnio que había sufrido para poder darle al chico todo lo que soñaba, todo. Pero no importaría. Todo el tiempo del mundo, toda explicación y todas las disculpas no cambiarían el hecho de que la mentira era la muerte.

Y una parte de Jorge Rojas iba a morir esta noche.

Un tiroteo afuera de la bóveda lo trajo con un escalofrío de vuelta a la realidad.

Entonces cayó en cuenta: ¿Dónde estaba Alexsi? ¿Ya la habían capturado?

Las luces se encendían a medida que Rojas avanzaba hacia la sala rectangular, de no más de tres metros de ancho y unos quince metros de largo. A ambos lados había estanterías de acero sin tornillos cediendo ante el peso del dinero en efectivo, dólares estadounidenses, millones y millones de dólares, quizás quinientos millones o más, Rojas mismo no estaba seguro.

Ver esa cantidad de dinero en un solo lugar era suficiente para afectar hasta a una persona inerte, el dinero en fajos y apilado hacia arriba para formar sólidos muros de color verde jaspeado. Rojas una vez había imaginado que los billetes eran las páginas de algún relato espectacularmente largo narrando su vida y que no, no estaban manchados con sangre. En el fondo de la bóveda había más estantes llenos de cajas de armas y más municiones, no antigüedades o armas de colección como las que estaban en las bóvedas exteriores, sino mata policía y artefactos explosivos improvisados que le había dado la gente de Samad, que habían sido traídos de contrabando desde Colombia. Había un arco de concreto justo al fondo y más allá estaba el túnel que conducía a la cochera en la colina. Las paredes del túnel habían sido reforzadas con madera tratada a presión, luego rellenadas con bloques de cemento, varillas de acero y concreto. Era el tipo de conducto que Rojas deseaba poder construir entre Juárez y los Estados Unidos, aún más sofisticado que el que Castillo se había visto obligado a destruir.

Se encaminó hacia el arco y el túnel más adelante.

Pero en el otro extremo de la habitación detrás de él, apareció un soldado apuntándole con su rifle.

Apartamentos Valley View

Laurel Canyon Boulevard

Studio City, California

Samad estaba sentado en la cama, el suave resplandor de su teléfono móvil proyectando largas sombras en el techo. Talwar, Niazi y el resto del equipo de Los Ángeles estaban durmiendo en las otras habitaciones. Se suponía que Rahmani lo llamaría en cualquier momento para que él pudiera informarle sobre su ensayo y Samad deseaba que el anciano hiciera esa llamada porque se sentía totalmente agotado, sus ojos estaban casi completamente cerrados. Lo que estaban a punto de hacer, la complejidad y la audacia de todo, la pura voluntad que requería, fue mucho que aguantar. Él nunca admitiría abiertamente sentir ninguna culpa, pero cuanto más se acercaban a ese momento fatídico, más agudas y profundas eran sus reservas.

Su padre era el problema. Esa vieja foto le hablaba, le decía que esto no era lo que Alá quería, que matar a personas inocentes no era la voluntad de Alá y que a los infieles se les debía enseñar el error de sus acciones, no asesinarlos a causa de ellas. Esa vieja foto le recordaba a Samad el día en que su padre le había regalado una bolsa llena de chocolates. «¿Dónde la conseguiste?», le había preguntado Samad. «De un misionero estadounidense. Los estadounidenses nos quieren ayudar».

Samad cerró fuertemente los ojos, y apretó los puños, clavándose las uñas profundamente en la piel, como si pudiera purgar la culpa de su cuerpo, sudarla como una fiebre. Tenía que meditar, orar más intensamente a Alá y pedirle su paz. Miró su Corán:

Oh, Mensajero, despierta a los creyentes a la lucha. Si hay veinte entre vosotros, pacientes y perseverantes, ellos vencerán a doscientos: si hay cien, vencerán a mil de los infieles: pues estos son un pueblo sin entendimiento.

El teléfono vibró, haciéndolo sobresaltarse.

—Sí, mulá Rahmani, aquí estoy.

—¿Todo está bien?

—Alá es grande. Nuestro ensayo salió a la perfección y supe de los otros equipos. No hay problemas.

—Excelente. Tengo otra noticia que pensé en compartirte. Hice un trato con el cártel de Sinaloa. A pesar de que Zúñiga fue asesinado, su sucesor, quien también es su cuñado, me ha prometido el mismo acuerdo que teníamos con Rojas, pero aún mejor, porque él nos ha puesto en contacto con el cártel del Golfo con el fin de duplicar nuestros envíos. Ya no necesitamos el cártel de Juárez. Nunca me gustó la actitud del señor Rojas.

—No era muy agradable cuando hablé con él.

—Ya no importa. Hablaré contigo mañana, Samad. Descansa tranquilo, descansa bien. Allahu Akbar.

Mansión Rojas

Cuernavaca, México

56 millas al sur de Ciudad de México

Moore había perseguido a la figura por las escaleras hacia abajo, a través del sótano y hacia el par de bóvedas. Pero luego había recibido disparos de alguien detrás de él y eso lo había dejado atrapado justo detrás de la puerta abierta de la bóveda, sin una forma clara de dar la vuelta y meterse al interior de la bóveda.

Se arriesgó a echar un vistazo hacia fuera y espió al hombre al otro lado del sótano, agachado cerca de uno de los autos. Cuando el hombre levantó la cabeza, revelando el parche negro en el ojo debajo de su máscara de gas, Moore abrió fuego sobre él, una ráfaga de tres balas que lo obligó a buscar una mejor cobertura.

Con la oportunidad de moverse, Moore se levantó de las cuclillas, a punto de dar un salto hacia la bóveda. Tres de los hombres de Soto se encontraban en el sótano con él, como lo demostraron los disparos que intercambiaron con Castillo, y Moore llamó a Marina-Dos para que esos hombres centraran toda su atención en aquel hombre.

—Asegúrese de que sepan que estoy en la bóveda —agregó.

Mientras los hombres de Soto enviaban una descarga de fuego en la dirección de Castillo, Moore dio \& vuelta y se precipitó hacia adelante, barriendo con la mirada las esquinas, las grietas, cada lugar cerca o alrededor de un mueble o detrás de una alfombra donde uno pudiera esconderse. Era una bóveda. ¿Hasta dónde podría ir? Pero entonces, allí estaba, justo por delante, más allá de los bastidores de alfombras, otra puerta con una cerradura de combinación ligeramente entreabierta.

Su corazón se aceleró. Al diablo. Se quitó la máscara de gas, necesitaba todos sus sentidos ahora. El aire era bueno, o al menos eso le parecía por ahora. Había entrenado mucho con diversos tipos de gases, desde el campamento de entrenamiento dentro de la Cámara de Confianza y continuando con el entrenamiento SEAL. Había estado expuesto tanto con y sin máscara. Ojos rojos y vómitos eran a menudo el resultado de una evolución exitosa. Al menos su mayor capacidad pulmonar le daba una ventaja. Respiró hondo, contuvo el aire y...

Abrió la puerta y la bordeó hacia adentro. Se deslizó hacia el interior, escaneando el lugar con la mirada.

Todo lo golpeó a la vez: los estantes, las pilas de dinero, las armas y las cajas de municiones en el otro extremo, y la entrada de concreto a un túnel...

Luego otra imagen lo golpeó como una corriente eléctrica que lo hizo soltar un grito ahogado: Rojas blandiendo un rifle AK-47.

Reaccionando mucho más rápido de lo que Moore había previsto, Rojas se tiró al suelo al lado de una de las estanterías de armas y disparó una salva automática completa.

Dos balas se clavaron en el pecho izquierdo de Moore, tirándolo hacia uno de los estantes de dinero, sin respiración, y sus disparos salieron desviados, destrozando la pared de dinero en efectivo hasta que pudo cesar el fuego.

Rojas cayó al suelo, golpeándose fuertemente un codo, y perdió el control del rifle.

Moore recuperó el equilibrio y se agachó para mirar hacia delante, donde Rojas estaba a punto de levantar su AK-47, pero se detuvo, dándose cuenta de que Moore lo tenía; no había tiempo, no había posibilidad. Levantó una palma de una mano, luego la otra.

—¡Levántate! —le ordenó Moore.

Rojas se levantó, dejando su rifle en el suelo. Con las manos aún en alto, arrastró los pies descalzos hacia Moore.

Así que este era el hombre más rico de todo México, rodeado de los despojos de la guerra que él había desatado en México, en los Estados Unidos y en el resto del mundo. Construía hospitales y escuelas, mientras el cáncer de su imperio se extendía a través de esos mismos patios de escuela. Era un santo, sí, seguro, con sus ropas blancas ahora manchadas con sangre y sus bolsillos llenos con las penas de millones de personas. Y, por supuesto, estaba tan absorto en sí mismo que no tenía idea de cuántas personas habían muerto a causa de él.

Pero Moore conocía a algunos de ellos, sus fantasmas ahora estaban mirando sobre sus hombros, sus muertes habrían sido en vano, si no fuera por este momento, esta noche.

Rojas comenzó a sacudir la cabeza y lo miró furioso.

—¿Tu redada patética? ¿Todo esto? ¿Crees que significa algo? Me arrestarán y saldré libre.

—Lo sé —dijo Moore, soltando su rifle y sacando una de sus Glock, con una bala ya en la recámara. Levantó la pistola a la cabeza de Rojas—. No estoy aquí para arrestarte.

Castillo estaba tirado, apoyado contra uno de los autos antiguos de Rojas, el Corvette 1963 para ser precisos, muriendo por una herida de bala en el cuello, cuando escuchó un disparo estallar dentro de la bóveda. Se quitó la máscara y el parche del ojo y empezó a rezarle a Dios para que se llevara su alma. Había sido una buena vida y había sospechado que el final iba a ser así. Si vives a punta de pistola, entonces debes morir de un disparo. Él sólo deseaba saber si el señor Rojas había escapado. Si pudiera morir sabiendo que eso era cierto, entonces dejaría esta tierra con una sonrisa después de tomar su último aliento. Le debía todo a Jorge Rojas.

Durante la redada, los hombres de Soto habían capturado con éxito al chef, a varios otros sirvientes y a una mujer identificada como Alexsi, la novia de Rojas. Una vez que la casa fue asegurada, Towers, que llevaba un cabestrillo, se reunió con Moore cuando subían a uno de los autos particulares que habían dejado estacionados a la vuelta de la esquina para su escape.

—Es una lástima que haya tenido que dispararle...

Towers levantó la ceja, pidiendo más detalles.

Moore desvió la mirada y se metió en el asiento del conductor.

—Vámonos antes de que llegue el circo. Tenemos que recoger a Sonia y llegar al aeropuerto.

Misión del Sol

Resort y Spa

Cuernavaca, México

Miguel oyó los golpes en la puerta y cuando levantó la vista, Sonia, vestida con su bata, ya estaba respondiendo. Dejó entrar a dos hombres vestidos con pantalones y chaquetas oscuras, luego encendió una luz. El miró con los ojos entrecerrados hacia el resplandor.

—Sonia, ¿qué diablos? ¿quiénes son estos tipos?

Se acercó a la cama y levantó las palmas de las manos.

—Relájate. Estos tipos son parte de mi equipo.

—¿Tu equipo?

Ella respiró hondo, con la mirada errante como si estuviera buscando a tientas las palabras. De hecho, lo estaba.

—Mira, todo esto es acerca de tu padre. Siempre lo ha sido.

Se paró de un salto de la cama, se dirigió hacia ella, pero uno de los hombres se acercó y lo fulminó con la mirada.

—Sonia, ¿qué es esto?

—Esta soy yo diciendo adiós. Y que lo siento. Sigues siendo un hombre joven con un gran futuro, a pesar de todo lo que tu padre ha hecho. Debes saber eso.

Él comenzó a temblar, a perder el aliento.

—¿Quién eres?

La voz de ella se volvió fría, acerada, extrañamente profesional.

—Obviamente, no soy quien crees que soy. Y tampoco lo es tu padre. Tenías razón acerca de él.

—¿La tenía?

—Me tengo que ir. No me verás nunca más —dijo arrojando su teléfono celular—. Cuídate, Miguel.

—¿Sonia?

Ella se dirigió hacia la puerta con los dos hombres.

—Sonia, ¿qué mierda es esto? Ella no miró para atrás.

—SONIA, ¡NO TE VAYAS! ¡NO TE PUEDES IR!

Uno de los hombres se dio vuelta y lo apuntó con un dedo.

—Quédate aquí —le advirtió—, hasta que nos hayamos ido.

Cerró la puerta tras él, dejando a Miguel de pie, en estado de shock, con su mente rebobinando a través de todo lo que Sonia le había dicho alguna vez, a través de las millones de mentiras.

Contra todo enemigo
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