22
ASUMIENDO LA CULPA
Casa del rancho de Zúñiga
Ciudad Juárez, México
Alrededor de las 11 a.m. de la mañana siguiente, Moore, Zúñiga y otros seis miembros del cártel se reunieron en la cochera para cuatro autos de Zúñiga con las puertas medio abiertas. Moore les entregó el cargamento de droga que había incautado y vio cómo los hombres de Zúñiga inspeccionaban los ladrillos y no encontraban nada sospechoso... sobre todo, los minúsculos agujeros de la inyección que Moore y Towers habían hecho al plantar los dispositivos GPS. El cártel de Sinaloa era poderoso, pero no era tan sofisticado como el de Juárez, que Moore pensaba que hubiera pasado los ladrillos por rayos-x y posiblemente habría encontrado los dispositivos rastreadores.
Como Moore esperaba, Zúñiga parecía muy contento con el «regalo» y seguramente ya tenía planes en marcha para mover las drogas antes del anochecer. Asintió con la cabeza observando los ladrillos y luego miró Moore.
—Su enemigo es mi enemigo, por lo visto.
—Cuando un cártel es demasiado poderoso, es el enemigo de todos.
—Estoy de acuerdo.
—Está bien. Me gustaría seguir ayudando. Permítame llevar conmigo a algunos de sus hombres. Iremos a secuestrar al hijo de Rojas. Como le dije, estamos juntos en esto —dijo Moore.
—Señor Howard, tal vez ahora estoy tan loco como para creerle. Tal vez le diga que sí.
—Nos va a tomar la mayor parte del día volar hasta allá en uno de sus aviones, por lo que ¿tal vez deberíamos irnos ahora?
—Tal vez aún no he tomado mi decisión.
Con eso Moore explotó, y probablemente no debería haberlo hecho, pero no había dormido mucho. Alzó la voz, casi gritando.
—Señor Zúñiga, ¿qué más quiere? Cien mil dólares en efectivo, un gran cargamento de droga que le robamos a Rojas. ¿Qué más? Mis jefes están cada vez más impacientes.
Torres, que había estado de pie cerca, avanzó contoneándose y levantó su propia voz.
—¡No le hable al señor Zúñiga de esa manera! ¡Le voy a romper el cuello!
Moore miró al hombre, luego a Zúñiga.
—Estoy cansado de este tire y afloje. He hecho una buena oferta. Hagamos esto.
Zúñiga le echó una última mirada evaluativa a Moore, luego le tendió la mano.
—Quiero que mate a Rojas.
• • •
Dos horas más tarde, Moore, Torres y Fitzpatrick, junto con un piloto y un copiloto, estaban metidos en un avión bimotor Piper PA-31 Navajo volando al sureste, en dirección a San Cristóbal de las Casas. El tiempo estaba despejado, las vistas eran espectaculares, la compañía, miserable, porque Torres se había mareado y vomitado dos veces en su pequeña bolsa blanca. Si había sido una larga noche, iba a ser un día aún más largo y Moore miró a Fitzpatrick, al otro lado de la cabina, quien puso los ojos en blanco ante la incapacidad del hombre gordo para soportar un viaje aéreo. Torres, al parecer, tenía un estómago enorme pero delicado y Fitzpatrick lo había reprendido antes de que abordaran el avión sobre la posibilidad de que no pudieran despegar debido a la «carga extra». La venganza de Torres por ese comentario fue potente y en la forma de una maloliente bolsa de vomito entre sus piernas.
Moore cerró los ojos y trató de conciliar una o dos horas de sueño, permitiendo que el zumbido de los motores lo sumergieran en un profundo estado de inconsciencia...
Las luces de la plataforma petrolera se apagaron y de repente Carmichael gritó:
—¡Nos vieron!
Moore se sacudió violentamente y se inclinó hacia delante en el asiento del avión.
Torres lo miró.
—¿Una pesadilla?
—Sí, y tú estabas en ella.
El gordo estaba a punto de decir algo, pero luego puso la mano sobre su boca.
Sitio de construcción del túnel fronterizo
Mexicali, México
El estudiante de secundaria Rueben Everson había pensado al principio que trabajar para el cártel de Juárez y contrabandear drogas por la frontera era una propuesta bastante tenebrosa. Pero entonces le habían mostrado todo el dinero que podría ganar y, con el tiempo, se había acostumbrado a toda la operación, incluso a llevar grandes cargamentos con una máscara de absoluta calma. Había sido listo, está bien, y no había cometido los errores estúpidos que le habían costado la libertad a algunas de las otras mulas. Siempre había estado muy tranquilo al hablar con los oficiales y nunca llevaba estatuas o imágenes de todos los santos a los que esos tontos les rezaban para que los mantuvieran a salvo durante una carrera. La Santa Muerte era la más popular entre algunos matones, que incluso le construían santuarios. Tratar de hacer que la imagen del esqueleto de la Virgen de Guadalupe pareciera un salvador cuando tenía el aspecto de la maldad en su estado más puro le parecía un poco estúpido. Luego estaba San Judas Tadeo, el santo patrono de las causas perdidas, y un tonto incluso había intentado meter treinta libras de marihuana en el interior de una estatua de San Judas y cruzar la frontera con ella. Qué imbécil. Un santo menos conocido era Ramón Nonato. La leyenda decía que tenía la boca cerrada con candado para evitar que reclutara a nuevos seguidores. A los matones les gustaba esta idea y le rezaban para que otros guardaran silencio sobre sus crímenes.
Algunos de los colegas de Rueben se apoyaban fuertemente en otros tipos de amuletos de buena suerte: joyas sentimentales, relojes, colgantes, patas de conejo y otro tipo de talismanes, así como los carteles de la película Cara cortada. Un amuleto de la suerte que hacía reír a Rueben era el pájaro amarillo Piolín de los dibujos animados Looney Tunes. Al principio no entendía por qué el pajarito era tan popular entre las mulas y otros narcotraficantes, pero luego se había dado cuenta de que Piolín nunca era atrapado por el gato Silvestre, por lo que el pajarito se había convertido en un héroe entre los matones. La ironía, por supuesto, era que se llamaban a sí mismos mulas cuando tenían un pájaro de mascota.
En este momento, sin embargo, no había forma de magia o religión que pudiera salvar a Rueben. Había sido capturado por el FBI, había conocido a un chico al que le habían cortado los dedos de los pies por una mala carrera, y ahora se veía obligado a trabajar para el gobierno si quería evitar ir a la cárcel. Las carreras que le daban dinero fácil para poder ir a la universidad se habían acabado para siempre. El agente Ansara había sido muy claro al respecto. Le habían inyectado un rastreador de GPS y habían convertido su teléfono celular en un dispositivo de escucha a través de un auricular Bluetooth. Era un perro con correa.
Más temprano en el día lo había llamado su contacto en el cártel y le había dicho que se reportara en Mexicali, donde un auto estaba siendo cargado para él, y mientras estaba allí parado, en el interior del depósito, un hombre de mediana edad con anteojos y el pelo cubierto de polvo se le acercó y le preguntó:
—¿Eres el nuevo?
—Supongo que sí. Pero no soy nuevo. Simplemente no he trabajado aquí antes. Por lo general, me hacen recoger la carga en otro lugar. ¿Qué están haciendo aquí? ¿Excavando otro túnel?
—Eso no es asunto tuyo, jovencito.
Rueben se metió las manos en los bolsillos.
—Qué me importa.
—¿Cuántos años tienes?
—¿Qué le importa?
—¿Todavía estás en la escuela secundaria, ¿no?
—¿Usted es mi nuevo jefe?
—Eso no importa.
Rueben frunció el ceño.
—¿Qué le importa?
—¿Qué tal son tus calificaciones?
Rueben soltó un bufido.
—¿En serio?
—Responde a la pregunta.
—Son bastante buenas. Tengo As y Bs más que nada.
—Entonces tienes que dejar de hacer esto. No más. Vas a morir o ser arrestado, y tu vida habrá terminado. ¿Me entiendes?
A Rueben le ardían los ojos. Entiendo más de lo que piensas, viejo. Pero es demasiado tarde para mí.
—Voy a ir a la universidad y así es como voy a pagar mi colegiatura. Tan pronto como tenga el dinero suficiente, voy a dejar de hacer esto.
—Todos dicen lo mismo. Necesito dinero para esto y para esto otro, pero la semana que viene voy a dejar de hacerlo.
—Solo quiero irme y terminar con esto.
—¿Cuál es tu nombre?
—Rueben.
El hombre le ofreció su mano y Rueben la tomó de mala gana.
—Yo soy Pedro Romero. Espero no verte por aquí de nuevo, ¿ok?
—Me gustaría poder ayudarlo, pero me verá de nuevo. Así es como son las cosas y punto.
—Piensa en lo que te dije.
Rueben se encogió de hombros y se volvió al momento que uno de los cargadores caminaba hacia a él y le decía:
—Listo para irnos.
—Piensa en ello —le pidió Romero, sonando mucho como el padre de Rueben.
Me hubiera gustado haberlo hecho, viejo. Me hubiera gustado.
Rueben condujo el auto a través de la frontera y se lo entregó a un equipo de hombres de Ansara sin incidentes. Lo dejaron en una oficina de alquiler de autos y el hombre ahí lo llevó de vuelta a su casa en el autobús del aeropuerto. Había una camioneta Escalade negra estacionada frente a su casa y Rueben se metió en el asiento trasero una vez que el autobús hubo desaparecido de su calle. El agente del FBI Ansara estaba al volante.
—Buen trabajo el de hoy, Rueben.
—Sí, qué me importa.
—El viejo tenía razón, ¿no?
—Sí, está bien, la tenía. Debí dejar esto antes de que ustedes me atraparan, pero ahora estoy jodido.
—No, lo hiciste muy bien. Me conseguiste algunas buenas fotos y audio de aquel hombre. Ahora podemos identificarlo y ver lo que está pasando en ese depósito.
Rueben cerró los ojos. Tenía ganas de llorar. Apenas podía dormir. Soñaba que vendrían por él durante la noche, vestidos de esqueletos armados con cuchillos para arrancarle el corazón. Veía a sus padres asistiendo a su funeral y mientras se iban, un auto lleno de sicarios pasaba junto a ellos y empezaban a disparar con ametralladoras contra la multitud, matando a sus padres, ambos heridos de tiros en la cabeza y mirando hacia el cielo para susurrar:
—Eras un buen chico. ¿Qué te pasó?
Estación de Policía de Delicias
Ciudad Juárez, México
Gloria Vega había trabajado en más de veintiséis países como agente de la CIA, desempeñándose en misiones muy breves, de ocho horas, y hasta algunas de dieciséis meses. Había visto su cuota de derramamiento de sangre y corrupción, y estaba preparada para presenciar más de lo mismo cuando se unió a Fuerza Especial Conjunta Juárez y se dio cuenta de que estaba siendo enviada a una ciudad conocida como la capital mundial de los asesinatos. Sin embargo, lo que no esperaba era que el derramamiento de sangre se produjera entre los miembros de su propio equipo.
Los gritos habían llegado hasta su escritorio solo cinco minutos atrás y todos se habían apresurado a ponerse sus chalecos antibalas, agarrar sus rifles y salir a la calle. El inspector Alberto Gómez se había puesto un pasamontañas para ocultar su identidad y estaba a su lado. Cada extremo de la calle había sido acordonado por los vehículos de la Policía Federal y Vega estimaba que por lo menos doscientos agentes en uniformes negros y pasamontañas se habían reunido ahí y estaban gritando: «¡Traigan al cerdo!».
Y luego, antes de que Vega, Gómez o cualquier otra persona pudiera detenerlos, una docena y media de oficiales se precipitó adentro de la estación, y la multitud rugió de nuevo. Esta vez, Vega escuchó un nombre: ¡López, López, López!
Ella conocía ese nombre y sintió que se le helaba la sangre. López era uno de los colegas de Gómez, un inspector que llevaba casi tantos años como él en la policía. La propia investigación de Vega llegó a la conclusión de que López estaba limpio y tratando de hacer lo correcto; él era el hombre que Alberto Gómez debería haber sido. Por otro lado, los teléfonos de Gómez habían sido intervenidos, había sido seguido por otros dos observadores que el líder de la JTF, Towers, le había dado a Vega, y ella había reunido suficientes pruebas para presentar a las autoridades de la Policía Federal para arrestar a Gómez por corrupción y sus lazos indiscutibles con el cártel de Juárez. Towers, sin embargo, no estaba listo para apretar el gatillo en la operación debido a que la detención de Gómez pondría sobre aviso al cártel. Todas las fichas de dominó debían caer al mismo tiempo.
Y así, con tiempo de sobra, Gómez había dado vuelta la situación antes de que Vega pudiera reaccionar. Mientras se dirigía rápidamente hacia la puerta de entrada, seis hombres arrastraron a López fuera del edificio, uno de ellos agarrando al anciano por su mata de pelo gris. Una vez que el rostro afeitado de López estuvo frente a la multitud, los gritos se hicieron más fuertes, y algunos gritaban:
—¡Maten al cerdo!
Los oficiales rodearon a López y al menos dos se echaron hacia atrás y comenzaron a golpearlo.
—Le están enseñando una lección antes de arrestarlo —le gritó Gómez en el oído—. Ha estado recibiendo dinero de los cárteles y trabajando como informante para ellos. Han muerto niños por su culpa. Y ahora tiene que pagar.
Maldito hipócrita es lo que Vega quería decir.
—No pueden hacer esto. ¡No pueden darle una paliza!
El grupo comenzó a cantar:
—¡López es el diablo y hay que eliminarlo! ¡López es el diablo...!
El canto continuó y Vega hizo una mueca cuando otro oficial con bíceps del tamaño de sus caderas le dio un duro golpe a López en la mejilla.
Eso fue todo. Gloria Vega, ex oficial de Inteligencia del Ejército y agente de la CIA, ahora infiltrada en la Policía Federal de México, había visto suficiente.
Levantó la pistola en el aire y disparó una salva, el martilleo de los disparos silenció a la multitud. Antes de que supiera lo que estaba sucediendo, una mano se envolvió alrededor de su cuello, otras manos le arrancaron el arma y aún más manos la arrastraron de espaldas de vuelta a la estación de policía. Ella gritó y trató de soltarse, pero no sirvió de nada. La arrastraron hacia adentro y allí fue puesta en libertad inmediatamente, en tanto Gómez pasaba por delante de ella y se quitaba el pasamontañas.
—¿Qué diablos está haciendo?
—No es justo. ¿Qué pruebas tienen? ¡No pueden golpear al viejo de esa manera!
—Se metió a la cama con basura. ¡Así que él es basura!
Se mordió la lengua. ¡Oh, Dios, cómo se mordió la lengua!
—Le dije que me gustaría tratar de mantenerla viva —añadió Gómez—. ¡Pero es muy difícil cuando va y hace algo como esto! Ahora, escúcheme. López no es el único. Los otros comandantes están sucios también. Hoy vamos a limpiar esta casa y va a ayudar o la voy a poner en una celda para mantenerla a salvo.
Ella se sacó su propio pasamontañas mientras afuera los gritos parecían llegar a un punto máximo.
—Será mejor que me encierre por ahora. No puedo ver esto.
Vega se frotó las comisuras de los ojos, la frustración quemándola por dentro de tal manera que pensó que iba vomitar. ¿Cuánto más podría aguantar? ¿Cuánto tiempo tendría que esperar antes de poder esposar a Gómez y terminar con todo esto? Él era el proverbial lobo envuelto en la piel de oveja que necesitaba tragarse una bala. Se imaginó a sí misma disparándole allí mismo, cortando una vena de corrupción, pero se dio cuenta de que la red era tan compleja que su muerte no haría ninguna diferencia. No haría diferencia en absoluto. Su corazón comenzó a hundirse.
—Gloria, venga conmigo —le ordenó él.
Ella lo siguió a su pequeña oficina, donde él cerró la puerta, por lo que estaban fuera del alcance del oído de los otros inspectores y oficiales.
—Sé cómo se siente —dijo.
—¿En serio?
—Yo tuve su edad una vez. Yo quería salvar al mundo, pero hay demasiada tentación a nuestro alrededor.
—¡No me diga! No nos pagan nada. Es por eso que no podemos hacer nada. Es solo un juego loco y estamos perdiendo el tiempo aquí. Perdiendo el tiempo. ¿Qué otra cosa podemos hacer?
—Lo correcto —respondió él—. Siempre lo correcto. Eso es lo que Dios quiere.
—¿Dios?
—Sí. Ruego a Dios todos los días para que salve a nuestro país y a nuestra Policía Federal. Él lo hará. Debemos tener fe en Él.
—Tiene que haber una mejor manera. Tengo que ganar más dinero que esto. Y tengo que trabajar con gente en la que pueda confiar. ¿Me puede ayudar con eso?
Él la miró con malicia.
—Puede confiar en mí...
Restaurante y Bar Montana
Ciudad Juárez, México
Johnny Sánchez había estacionado su auto alquilado en la Avenida Abraham Lincoln, que estaba a tan solo cinco minutos del Puente de Córdoba, con el fin de llevar a su novia, Juanita, a su restaurante favorito en Ciudad Juárez. El estilo southwest del interior del Montana incluía comedores en dos niveles y toques de madera en todas partes. Los manteles de lino blanco y las velas perfumadas no pasaron desapercibidas por su chica, y Johnny se aseguró de que les dieran una mesa cerca de la chimenea a gas. El capitán de meseros era un hombre joven llamado Billy y Johnny se había hecho buen amigo de él y le daba propinas bastante generosas al grupo de meseros de Billy. A cambio, Billy le regalaba tragos y le daba porciones de gran tamaño cuando ordenaba. Johnny pidió lo de siempre, un bistec de filete estilo Nueva York, mientras que Juanita, quien recientemente se había teñido el pelo de rubio y se había hecho un implante mamario más bien agresivo, pidió una ensalada de taco.
Mientras esperaban sus platos, Juanita tiró nerviosamente de los tirantes de su vestido rojo y le preguntó:
—¿Qué pasa?
—¿A qué te refieres?
—No estás aquí. Estás en otra parte —levantó la barbilla hacia la ventana y el puente a lo lejos.
—Lo siento.
No le diría que el ahijado de su madre era un sicario ni que él ahora trabajaba para la CIA. Eso probablemente arruinaría su cena.
Ella frunció el ceño y exclamó:
—Creo que deberíamos salir de México.
—¿Por qué?
—Porque ya no me gusta estar aquí.
—Acabas de llegar.
—Lo sé... he venido por ti. Siempre se trata de ti y de tu escritura. Pero, ¿qué hay de mí?
—Dijiste que ibas a bailar.
—¿Quieres que le muestre mi cuerpo a otros hombres?
—Pagaste buen dinero por él.
—Esa no es razón.
—No, pero si te hace feliz...
Ella se inclinó hacia delante y le agarró la mano.
—¿No lo entiendes? Quiero que me digas que no. Quiero que estés celoso. ¿Qué te pasa?
—Ya no puedo pensar con claridad. Y tienes razón. Tenemos que salir de México —su voz se quebró—. Pero no podemos.
—¿Por qué no?
—¿Señor Sánchez?
Johnny se volvió hacia dos hombres vestidos con costosas camisas y pantalones de seda que se acercaban. Ambos de veintitantos años, ninguno tenía más de cinco pies de altura y si Johnny hubiera tenido que adivinar su nacionalidad, habría dicho que eran colombianos o guatemaltecos.
—¿Y ustedes quiénes son? —preguntó Johnny.
Uno de los hombres bajó la voz y miró sin pestañear a Johnny.
—Señor, necesitamos que venga con nosotros. Es una cuestión de vida o muerte.
Ese no era un acento mexicano. Estos tipos eran definitivamente de algún lugar de América del Sur...
—Les hice una pregunta —repitió Johnny.
—Señor, por favor venga ahora y nadie va a salir lastimado. Ni usted. Ni ella. Por favor.
—Johnny, ¿qué diablos es esto? —preguntó Juanita, levantando la voz y sacando su pecho hacia fuera, lo que atrajo la atención de los dos hombres.
—¿Para quién trabajan? —preguntó Johnny, y su pulso comenzaba a acelerarse.
El hombre lo miró.
—Vamos, señor.
Oh, no, pensó Johnny. Dante ya debe haberse enterado de que me agarró la CIA. Han venido a matarme.
El arma de Johnny estaba en la habitación de su hotel. Miró a Juanita y luego se inclinó y le dio un beso profundo y apasionado.
Ella lo empujó hacia atrás.
—¿Qué está pasando?
—Vamos, nena. Tenemos que ir con ellos —se puso de pie, temblando, mientras el mesero se acercaba a la mesa con su carne—. Voy a necesitar eso para llevar.
Los dos hombres lo miraron y asintieron con la cabeza.
Y fue entonces cuando Johnny tomó la mano de Juanita y se echó a correr como loco hacia la puerta.
Esperaba oír gritos y/o el sonido de disparos en tanto los hombres que habían querido secuestrarlos decidían que en vez tendrían que morir.
Pero él y Juanita lograron salir del restaurante y llegar al estacionamiento, y cuando se dio la vuelta, no los estaban siguiendo.
—¡Johnny! —exclamó Juanita—. ¿Qué es lo que quieren?
Antes de que pudiera abrir la boca, dos sedanes pequeños rugieron y los encerraron. Más hombres, al menos seis, salieron de los autos, todos vestidos de manera similar, todos de la misma altura y edad.
Johnny levantó las manos. Todo había terminado. Lo siento, Dante.
Se llevaron a Juanita por el cuello y la empujaron dentro de un auto, y a él lo agarraron y lo tiraron dentro de otro. La cabeza de Johnny golpeó el asiento de atrás cuando el conductor aceleró y en algún momento después de salir del estacionamiento, tal vez uno o dos minutos más tarde, se puso tan nervioso que simplemente se desmayó.
Johnny se despertó un poco más tarde, sus brazos y piernas estaban atados a una especie de poste que luego se dio cuenta era parte de un elevador de autos. Estaba dentro de una tienda de reparación de automóviles, rodeado de varios vehículos en distintas fases de montaje y reparación. Una luz tenue se filtraba a través de un conjunto de ventanas a su derecha, con dos grandes puertas de acero justo delante.
Los dos hombres del restaurante estaban delante de él y el que era un poco más delgado sostenía firmemente una cámara de video de alta definición. Johnny suspiró. Solo lo habían secuestrado y lo tenían ahí para pedir un rescate. Haría el video. Corrales tendría que pagar. Todo iba a estar bien.
—Ok, ok, ok —dijo a través de otro suspiro.—Diré lo que quieran. ¿Dónde está Juanita? ¿Dónde está mi novia?
El tipo con la cámara apartó la mirada de la pequeña pantalla que había estado estudiando y gritó a través del cuarto.
—¿Terminaste?
—¡Si! —respondió una voz.
Y luego Johnny los vio: dos hombres más vestidos con trajes de protección negros, del tipo que se usan para pintar' autos, aunque no llevaban protección en la cara. Los trajes tenían manchas oscuras en los brazos y las caderas. Un hombre llevaba una herramienta eléctrica de color amarillo que tenía una estrecha cuchilla en la parte delantera, una sierra recíproca. Johnny había estado en muchas escenas de accidentes como reportero de un periódico local un par años atrás y estaba familiarizado con la herramienta utilizada por los rescatistas para sacar a personas atrapadas en sus autos.
El hombre con la sierra echó a andar el motor de la herramienta y en tanto se acercaba, Johnny se dio cuenta de que la sierra estaba manchada con... sangre.
—Mira, no hay necesidad de amenazas. Haré lo que me digan.
Con un bufido, el tipo de la sierra puso los ojos en blanco y avanzó.
—¡Espera! —exclamó Johnny—. ¿Qué quieren de mí? ¡Por favor!
—Señor —dijo el hombre con la cámara—. Solo queremos que se muera.