II

Line, la asistenta, tenía el día libre, y aquel domingo fue Roger quien preparó el desayuno. Estuvo un rato llamando a la puerta del dormitorio de Lafargue antes de obtener una respuesta.

Richard comió con apetito, mordiendo ávidamente los cruasanes recién hechos. Se sentía de buen humor, casi con ganas de bromear. Se puso unos téjanos y una camisa fina, se calzó unos mocasines y salió a dar una vuelta por el jardín.

Los cisnes nadaban de un extremo a otro del estanque. Cuando Lafargue apareció junto a las lilas, las aves se acercaron a la orilla. Él les echó unos trozos de pan y luego se agachó para que comieran de su mano.

Después echó a andar por el jardín; los macizos de flores ponían manchas de vivos colores en la extensión verde del césped recién cortado. Se dirigió a la piscina, que medía unos veinte metros y estaba situada al fondo del jardín. La calle y las villas de alrededor quedaban ocultas a la vista por una tapia que rodeaba toda la propiedad.

Encendió un cigarrillo rubio, dio una calada y se echó a reír. Cuando regresó a la casa, en la mesa del office encontró una bandeja que Roger había dejado con el desayuno de Ève. Sujetando la bandeja, Richard pasó al salón y, pulsando con una mano la tecla del interfono, gritó a pleno pulmón:

—¡En pie! ¡A desayunar!

Acto seguido, subió al primer piso.

Abrió la puerta y entró en el dormitorio, donde Ève aún dormía en el gran lecho con baldaquino. Su cara apenas asomaba entre las sábanas y su cabellera morena, espesa y ondulada formaba una mancha negra sobre el satén de color malva.

Lafargue se sentó en el borde de la cama y dejó la bandeja junto a Ève. Ella, ya incorporada, tomó un sorbito de zumo de naranja y mordió con desgana una tostada untada con miel.

—Estamos a veintisiete —dijo Richard—. Es el último domingo del mes, ¿lo habías olvidado?

Con la mirada perdida en el vacío, la joven esbozó un débil gesto negativo.

—Bueno —añadió Richard—, dentro de tres cuartos de hora nos vamos.

Salió de los aposentos de Ève. Al llegar al salón, se acercó al interfono para gritar:

—He dicho tres cuartos de hora, ¿entendido?

Ève se había quedado inmóvil para soportar la agresión de aquella voz amplificada por los altavoces.

Llevaban ya tres horas viajando en el Mercedes cuando salieron de la autopista para tomar una pequeña y sinuosa carretera comarcal. La campiña normanda se sumía en el sopor bajo el sol estival. Richard se sirvió una soda helada y, antes de cerrar la puerta del pequeño frigorífico, le ofreció un refresco a Ève, quien lo rechazó para seguir dormitando con los ojos entornados.

Roger conducía deprisa pero con habilidad. No tardó mucho en aparcar el Mercedes a la entrada de una finca situada a las afueras de un pueblecito. Un espeso bosque rodeaba la propiedad, algunos de cuyos edificios, protegidos por una verja, se alzaban muy cerca de las primeras casas del pueblo. Grupos de paseantes disfrutaban del sol sentados en el pórtico. Entre ellos circulaban varias mujeres en bata blanca, que llevaban bandejas llenas de vasitos de plástico multicolores.

Richard y Ève subieron el tramo de escalera que conducía al vestíbulo y se dirigieron al mostrador, donde una imponente recepcionista ejercía su autoridad. La chica sonrió a Lafargue, estrechó la mano de Ève y llamó a un enfermero. Ève y Richard fueron tras él y los tres entraron en un ascensor, que se detuvo en el tercer piso. Un largo pasillo ofrecía una perspectiva rectilínea con puertas a ambos lados, reforzadas y provistas de una mirilla rectangular de plástico transparente. Sin pronunciar palabra, el enfermero abrió la séptima puerta de la izquierda contando desde el ascensor y se apartó a un lado para ceder el paso a la pareja.

En la cama estaba sentada una mujer, una mujer muy joven pese a sus arrugas y su espalda encorvada. Ofrecía el penoso espectáculo de un envejecimiento prematuro, con profundos surcos en un rostro por lo demás todavía infantil. El cabello desgreñado formaba una masa compacta y llena de rebujos. Los ojos, desorbitados, se movían en todas direcciones. La piel estaba cubierta de costras negruzcas. El labio inferior le temblaba espasmódicamente, y su torso se balanceaba despacio adelante y atrás, con la regularidad de un metrónomo. Sólo llevaba puesto un camisón azul sin bolsillos. Sus pies desnudos flotaban dentro de unas chinelas con borlas.

No parecía haber reparado en la llegada de los visitantes. Richard se sentó a su lado y le sujetó la barbilla para volverle la cara hacia él. La mujer era dócil, pero ni su expresión ni sus gestos dejaban traslucir el menor atisbo de sentimiento o emoción.

Richard le pasó un brazo alrededor de los hombros y la atrajo hacia sí. El balanceo cesó. Ève, de pie junto a la cama, contemplaba el paisaje por la ventana de cristales reforzados.

—Viviane —murmuró Richard—, Viviane, cariño…

De repente se levantó y, agarrando a Ève de un brazo, la obligó a volverse hacia la enferma, que había reanudado su balanceo con la mirada perdida.

—Dásela —ordenó en un susurro.

Ève abrió el bolso para sacar una caja de bombones. Se inclinó y le tendió la caja a aquella mujer.

Manoteando, Viviane se apoderó de ella, arrancó la tapa y se puso a engullir con glotonería los bombones, uno tras otro, hasta comérselos todos. Richard la observaba aturdido.

—Bueno, ya está —dijo Ève, suspirando.

Empujó suavemente a Richard hasta hacerlo salir de la habitación. El enfermero, que esperaba en el pasillo, cerró la puerta mientras ellos dos se dirigían al ascensor.

Richard y Ève se acercaron de nuevo al mostrador de recepción para intercambiar unas palabras con la empleada. Luego, Ève le hizo una seña al chófer, que leía el periódico deportivo L’Équipe apoyado en el Mercedes. La pareja se acomodó en el asiento trasero y el coche tomó la carretera que llevaba a la autopista para dirigirse a la región parisiense y regresar a la villa de Le Vésinet.

Richard había encerrado a Ève en sus aposentos, en el piso de arriba, y había concedido el día libre al servicio. Se relajó en el salón y picoteó de los platos fríos que Line había preparado antes de marcharse. Eran casi las cinco de la tarde cuando se sentó al volante del Mercedes y se encaminó a París.

Aparcó cerca de la plaza de la Concorde y entró en un edificio de la calle Godot-de-Mauroy. Con el manojo de llaves en la mano, subió tres pisos a paso rápido. Abrió la puerta de un amplio estudio. En el centro de la estancia destacaba una gran cama redonda, cubierta con sábanas de satén malva, y unos grabados eróticos decoraban las paredes.

Sobre la mesita de noche había un teléfono con contestador automático. Richard puso en marcha la cinta y escuchó los mensajes. Habían dejado tres durante los dos últimos días. Voces roncas, jadeantes, voces de hombre que dejaban mensajes destinados a Ève. Anotó las horas de las citas propuestas. Salió del estudio, bajó rápidamente a la calle y montó en el coche. De regreso en Le Vésinet, se acercó al interfono y, con voz melosa, llamó a la joven.

—Ève, ¿me oyes? Tres para esta noche.

Subió al primer piso. La encontró en la salita, pintando una acuarela. Se trataba de un paisaje sereno, idílico, un claro de bosque inundado de luz, y en el centro del cuadro, dibujado con carboncillo, el rostro de Viviane. Richard soltó una carcajada, cogió un frasco de esmalte de uñas del tocador y arrojó el contenido sobre la acuarela.

—¿Es que no piensas cambiar nunca? —susurró.

Ève se había levantado y guardaba metódicamente los pinceles, las pinturas, el caballete. Richard la atrajo hacia sí hasta que sus rostros quedaron prácticamente pegados y murmuró:

—Te agradezco sinceramente la docilidad con que te pliegas a mis deseos.

Los rasgos de Ève se crisparon y de su garganta brotó un largo gemido, sordo y grave. Un brillo de cólera apareció en su mirada.

—¡Suéltame, macarra de mierda!

—¡Vaya! Tiene gracia…, sí… Cuando te rebelas estás encantadora, de verdad.

Ella se había zafado de su abrazo. Se retocó la melena y se recompuso la ropa.

—¿Esta noche? —dijo—. ¿Es eso lo que de verdad quieres? Muy bien, ¿cuándo nos vamos?

—Ahora mismo.

No intercambiaron una sola palabra durante el trayecto. Sin haberse dicho nada todavía, entraron en el estudio de la calle Godot-de-Mauroy.

—Prepárate, no tardarán —ordenó Lafargue.

Ève abrió un armario y se desnudó. Guardó su ropa antes de ponerse unas botas negras muy altas, una falda de cuero y unas medias de malla. Para completar el disfraz, se maquilló con polvos blancos y carmín rojo. A continuación se sentó en la cama.

Richard salió del estudio para entrar en el cuarto de al lado. En la pared medianera, un espejo sin azogue le permitía observar sin ser visto cuanto sucedía en la habitación donde aguardaba Ève.

El primer cliente, un comerciante sesentón, asmático y con el rostro congestionado, llegó una media hora tarde. El segundo, que se presentó hacia las nueve, era un farmacéutico de provincias que visitaba a Ève con regularidad y se contentaba con verla deambular desnuda por el reducido espacio de la habitación. Al tercero, Ève tuvo que hacerle esperar, pues el hombre había llamado poco antes por teléfono, casi sin aliento. Se trataba de un joven de buena familia, homosexual reprimido, que caminaba arriba y abajo profiriendo insultos y masturbándose, mientras Ève, tomándolo de la mano, lo acompañaba en sus desplazamientos.

Al otro lado del espejo, Richard disfrutaba con este espectáculo, riendo en silencio mientras se balanceaba en una mecedora y regocijándose cada vez que la joven esbozaba una mueca de asco.

Cuando todo hubo terminado, el cirujano se reunió con ella. Ève se quitó las prendas de cuero para ponerse un traje de chaqueta de corte sobrio.

—¡Ha sido perfecto! Eres perfecta… Maravillosa, paciente… Vamos… —murmuró Richard.

Le ofreció el brazo y la llevó a cenar a un restaurante eslavo. Repartió billetes entre los músicos de la orquesta cíngara que se habían apiñado alrededor de su mesa, los mismos billetes que había recogido de la mesita de noche donde los clientes de Ève los depositaban a cambio de sus servicios.

… Recuerda. Era una noche de verano. Hacía un calor espantoso, húmedo, insoportablemente pesado. Se acercaba una tormenta que no acababa de estallar. Montaste en la moto para lanzarte a correr en la oscuridad. El aire de la noche, pensabas, me sentará bien.

Conducías deprisa. El viento te hinchaba la camisa y te levantaba los faldones, haciéndolos restallar. Los insectos se estrellaban contra tu cara y tus gafas, pero ya no tenías calor.

Pasó un buen rato antes de que te alarmara la presencia de aquellos dos faros blancos que penetraban las tinieblas siguiendo tu estela. Unos ojos eléctricos inexorablemente clavados en ti. Preocupado, aceleraste al máximo el motor de la 125, pero el coche que te seguía era potente y no tuvo ninguna dificultad en mantenerse pegado a ti.

Zigzagueabas por el bosque, al principio inquieto, luego cada vez más asustado ante la insistencia de aquella mirada que no se apartaba de ti. A través del retrovisor, viste que el conductor viajaba solo. No parecía querer acercarse.

Finalmente, la tormenta estalló. Empezó con una lluvia fina que al poco se convirtió en aguacero. Después de cada curva, el coche aparecía de nuevo. Empapado, te estremeciste. El indicador de la gasolina de la 125 comenzó a parpadear peligrosamente. Sólo quedaba combustible para unos cuantos kilómetros. De tanto dar vueltas y más vueltas por el bosque, te habías perdido. Ya no sabías qué dirección tomar para ir al pueblo más cercano.

La calzada estaba resbaladiza, así que redujiste la velocidad. Súbitamente, el coche se acercó, se situó a tu altura e intentó arrinconarte hacia el arcén.

Frenaste y la moto dio un giro de ciento ochenta grados. Mientras acelerabas para alejarte en dirección contraria, oíste el chirrido de sus frenos: él también había maniobrado y continuaba siguiéndote. Era noche cerrada y la tromba de agua que caía del cielo te impedía distinguir la carretera que se extendía ante ti.

De repente, dirigiste la rueda delantera hacia un talud, confiando en atajar a través de la maleza, pero el barro te hizo derrapar. La 125 cayó al suelo y el motor se caló. Levantaste la moto con gran esfuerzo.

Sentado de nuevo en el sillín, accionaste el contacto, pero ya no quedaba gasolina. Una potente linterna iluminó la maleza.

El haz de luz te sorprendió cuando corrías a esconderte tras el tronco de un árbol. Deslizaste la mano en la caña de tu bota derecha y palpaste la hoja de la daga, ese puñal de la Wehrmacht que siempre llevabas contigo.

Sí, el coche también se había detenido, y se te encogió el estómago al ver aquella figura maciza que empuñaba una escopeta. El cañón apuntaba hacia ti. La detonación se confundió con los truenos. La linterna, que estaba sobre el techo del vehículo, se apagó.

Corriste sin parar. Al apartar las ramas para abrirte paso, las manos se te cubrieron de arañazos. De vez en cuando, la linterna volvía a encenderse, un destello de luz surgía de nuevo a tu espalda, iluminando tu huida. El corazón te latía tan fuerte que no oías nada más; tus botas habían quedado cubiertas de una costra de barro que dificultaba tu carrera. Tu mano se cerraba con fuerza en torno al puñal.

¿Cuánto tiempo duró la persecución? Jadeando, avanzabas en la oscuridad, salvando los troncos caídos. Tropezaste con una raíz y caíste sobre el suelo mojado.

Tendido en el fango, oíste aquel grito, más bien un bufido. De un salto, él te pisó la muñeca, aplastándote la mano con el tacón de la bota. Soltaste el arma. Después se lanzó sobre ti. Primero te sujetó por los hombros, luego te tapó la boca con una mano y con la otra te apretó el cuello mientras te golpeaba los riñones con la rodilla. Intentaste morderle la palma de la mano, pero tus dientes sólo encontraron un puñado de tierra.

Te tenía agarrado por detrás. Permanecisteis así, pegados el uno al otro, en la oscuridad… La lluvia amainó.