I

¡Es horrible! La pesadilla vuelve a empezar… No entiendes nada; mejor dicho, temes entender demasiado bien: esta vez, Tarántula va a matarte.

Lleva tres días sin dirigirte la palabra. Cuando te trae la comida, incluso evita mirarte… El día que irrumpió en el estudio para impedir que el loco de Varneroy siguiera azotándote con el látigo, te quedaste estupefacta. Su cruel determinación se estaba resquebrajando hasta el punto de manifestar compasión. De regreso en Le Vésinet, se había mostrado tierno, preocupado por tu dolor. Te curó las heridas con pomada y descubriste, atónita, que las lágrimas le empañaban los ojos.

Esta mañana lo has oído salir para ir al hospital. Pero después ha vuelto, se ha abalanzado por sorpresa sobre ti, te ha dejado sin sentido y aquí estás de nuevo en el sótano, prisionera, encadenada en la oscuridad.

Va a empezar otra vez el infierno, exactamente igual que hace cuatro años, cuando te capturó en el bosque.

Va a matarte, Tarántula se ha vuelto loco, todavía más loco que antes. Sí: Viviane ha sufrido otra crisis, ha ido a verla a Normandía y no ha podido soportarlo. Ya no le basta con prostituirte. ¿Qué nuevo tormento va a idear?

Sin embargo, en los últimos meses había cambiado mucho. No era tan perverso. Por supuesto, seguía gritando por el maldito interfono para asustarte cuando estabas desprevenida…

Después de todo, más vale morir. Nunca has tenido valor para suicidarte. Él ha aniquilado hasta el menor atisbo de rebeldía que hubiera en ti. ¡Te has convertido en su objeto! ¡Te has convertido en su objeto! ¡Ya no eres nada!

Soñabas a menudo con escapar, pero, en tu actual estado, ¿adónde podrías ir? ¿Volverías con tu madre, con tus amigos? ¿Buscarías a Alex? ¿Quién te reconocería? Tarántula se ha salido con la suya… Te ha atado a él para siempre.

Confías en que ese siempre acabe pronto. ¡Que termine de una vez, que deje de manipularte!

Ha anudado firmemente la cuerda, te resulta imposible moverte. El cemento del sótano te araña la piel. La cuerda te comprime e irrita los pechos. Te duelen.

Los pechos…

Los pechos… Había puesto un esmero obsesivo en su desarrollo. Algún tiempo después de empezar con las inyecciones, comenzaron a abultarse. Al principio no le diste importancia, atribuías esa acumulación de grasa a la vida indolente que llevabas. Sin embargo, cada vez que Tarántula iba a visitarte, te palpaba el torso y meneaba la cabeza. No cabía duda. Horrorizado, descubriste que tu pecho se hinchaba, adquiría forma. Día tras día, observabas el crecimiento de los pezones y te tocabas desesperadamente el sexo, que seguía fláccido. Llorabas con frecuencia. Tarántula te tranquilizaba. Todo iba bien. ¿Te hacía falta algo? ¿Qué podía ofrecerte que no tuvieras ya? Sí, se mostraba muy amable, muy solícito.

Dejaste de llorar. Para olvidar, pintabas y pasabas muchas horas tocando el piano. Todo seguía igual, aunque Tarántula te visitaba cada vez más a menudo. Era ridículo. Os conocíais desde hacía dos años, él había aniquilado tu pudor y, aunque al principio del encierro incluso hacías tus necesidades en su presencia, ahora, en cambio, te cubrías los pechos y te ajustabas constantemente la bata para cerrar el escote. Tarántula te entregó un sujetador para que te lo probaras. Era innecesario; tus pechos, duros y firmes, podían prescindir de él. No obstante, era mejor así. Llevando sujetador y blusa, te sentías más cómodo.

Al igual que te habías habituado a las cadenas, el sótano y las inyecciones, poco a poco te acostumbraste a ese nuevo cuerpo hasta que se convirtió en algo familiar. Además, ¿para qué darle vueltas al asunto?

Y tú pelo… Al principio, Tarántula te lo cortaba. Después te lo dejó crecer. Tal vez fuera por efecto de las inyecciones, cápsulas y ampollas, el caso es que tus cabellos cobraron brillo y volumen. Con el tiempo te creció una espesa melena. Tarántula te la lavaba, y te regaló un secador con un juego de cepillos. Te aficionaste a cuidarte el pelo. Te hacías diferentes peinados: moño, cola de caballo… Un día te lo rizaste y desde entonces lo llevas así.

Va a matarte. En el sótano hace calor y la sed vuelve a torturarte… Hace un rato te echó agua helada por encima, pero no pudiste beber.

Esperas la muerte; ya no importa nada. Te acuerdas del instituto, del pueblo, de las chicas, sobre todo de las chicas… Y de tu amigo Alex. Nunca volverás a ver todo eso, nunca volverás a ver nada. Te habías acostumbrado a la soledad; tu único compañero era Tarántula. Cuando en algunos momentos te invadía la nostalgia y te sentías deprimido, él te administraba calmantes, te colmaba de regalos, el muy cerdo, y todo para llevarte a esto…

¿Qué espera? Debe de estar urdiendo crueles y refinadas torturas, una puesta en escena de tu asesinato… ¿Te matará él mismo o te dejará en manos de un Varneroy cualquiera?

No. Ya no soporta que otros te toquen o te posean, lo viste claro cuando golpeó al perturbado de Varneroy, que te estaba castigando con el látigo.

¿Habrá sido por tu culpa? Últimamente te burlabas de él… En cuanto entraba en tu habitación, si estabas sentada al piano, te ponías a tocar The Man I Love, esa canción que detesta. A veces también lo provocabas, lo cual era más perverso aún. Hace muchos años que vive solo. ¿O tal vez tenía una amante? No, Tarántula es incapaz de amar.

Notaste que se turbaba cuando te veía desnuda. Estás segura de que le atraías, pero al mismo tiempo le repugnaba tocarte, es comprensible. Con todo, te deseaba. En tus aposentos estabas siempre desnuda; una vez, sentada en el taburete giratorio del piano, te volviste hacia él y separaste las piernas, mostrándole el sexo abierto. Le viste tragar saliva y sonrojarse. Eso es lo que le ha enloquecido todavía más: desearte después de todo lo que te ha hecho, desearte a pesar de lo que eres.

¿Cuánto tiempo te va a dejar pudriéndote en este sótano? La primera vez, tras la persecución por el bosque, te dejó ocho días solo en completa oscuridad. ¡Ocho días! Te lo confesó más tarde.

Claro, si no hubieras jugueteado con su deseo, tal vez ahora no se vengaría así.

No, no, es absurdo pensar eso… Es por Viviane, que está loca de atar desde hace cuatro años… Cuanto más tiempo pasa, más evidente es el hecho de que no tiene curación… Y él no termina de aceptarlo. No puede admitir que ese guiñapo sea su hija. ¿Qué edad tendrá? Por entonces tenía dieciséis años, de manera que habrá cumplido los veinte. Y tú tenías veinte, y ahora veinticuatro… Morir tan joven no es justo. ¿Morir? Pero si llevas ya dos años muerto. Vincent murió hace dos años. El fantasma que le sobrevivió nunca ha contado para nada.

En efecto, no es más que un fantasma, pero puede seguir sufriendo hasta el infinito. No quieres que siga manoseándote, sí, ésa es la palabra, estás cansada de tantos mangoneos, de tantas manipulaciones malsanas. Vas a continuar sufriendo. ¡Sabe Dios lo que es capaz de tramar Tarántula! Es un experto en tortura, te lo ha demostrado mil veces.

Estás temblando, tienes ganas de fumar. Echas en falta el opio. Ayer te lo dio y lo consumiste. Ese momento —siempre por la noche— en que viene a verte y prepara las pipas constituye uno de tus mayores placeres. La primera vez te produjo náuseas y vomitaste. Pero él insistió. Fue el día en que ya no pudiste negar la evidencia: estaban creciéndote los pechos. Te sorprendió llorando, solo en el sótano. Para consolarte, te propuso escuchar un disco nuevo. Pero tú, con un nudo en la garganta, le mostraste los pechos; no podías hablar. Él salió y regresó unos minutos más tarde con lo necesario: la pipa y las bolitas aceitosas. Un regalo envenenado. Tarántula es una araña con múltiples redes. Te dejaste convencer y desde ese momento eres tú quien le pide la droga si él olvida ese ritual diario. La repugnancia que al principio te producía el opio queda ya muy lejos. Un día, después de haber fumado, te dormiste en sus brazos. Mientras dabas las últimas caladas a la pipa, él, sentado a tu lado en el sofá, te abrazó y te acarició maquinalmente la mejilla. Su mano rozaba tu piel tersa. Siempre habías sido lampiño, así que sin querer le habías facilitado la tarea de transformarte. Cuando Alex y tú erais pequeños, esperabais ansiosos la aparición del vello, de una sombra sobre el labio. Alex no tardó mucho en poder dejarse bigote, primero un poco ralo, luego más poblado. Tú, en cambio, seguías totalmente imberbe. Un problema menos que solventar para Tarántula. Sin embargo, él te había dicho que eso carecía de importancia y te había explicado que, de todas formas, las inyecciones de estrógeno te habrían dejado lampiño. Aun así, te odiabas por responder tan bien a sus expectativas con tu bonita cara de chica, como solía decir Alex…

Y ese cuerpo tan delicado, de muñecas y tobillos finos, volvió loco a Tarántula. Una noche te preguntó si también eras homosexual. No entendiste el «también». No, no lo eras. Cierto era que alguna vez habías sentido la tentación, pero no, en realidad nunca ocurrió nada.

Tarántula no lo era, aunque al principio creías que sí… Aquél día que se acercó a ti para tocarte, imaginaste que deseaba acariciarte, cuando se trataba sólo de una exploración. Todavía estabas encadenado, acuérdate, fue muy al principio. Tímidamente, acercaste la mano hacia él. Y te golpeó.

Te quedaste desconcertado. ¿Por qué te tenía cautivo, si no era para utilizarte como juguete sexual? Era la única explicación que habías encontrado para el trato a que te sometía… ¡Un asqueroso pederasta loco que quería disponer de un jovencito sumiso! Ésa idea te llenó de rabia, pero pensaste: «¡No importa, participaré en el juego, que me haga lo que quiera, un día me escaparé, volveré con Alex y le partiremos la cara!». Pero con el tiempo, poco a poco y sin darte cuenta, acabaste jugando a otro juego. Un juego cuyas reglas había establecido Tarántula: el juego de la oca de tu degradación… Una casilla/sufrimiento, una casilla/regalo, una casilla/inyecciones, una casilla/piano… Una casilla/Vincent, una casilla/Ève.

Por la tarde Lafargue realizó una agotadora intervención que duró varias horas. El paciente era un niño con quemaduras en la cara y el cuello, al que fue preciso implantarle pacientemente colgajos de piel.

Al salir del hospital despidió a Roger y regresó solo a Le Vésinet. De camino se detuvo en una floristería, donde pidió que le preparasen un magnífico ramo.

Cuando encontró la puerta de la villa abierta de par en par y, desde el vestíbulo, vio que estaban descorridos los cerrojos de los aposentos de Ève, dejó caer las flores y subió corriendo, angustiado. El taburete del piano estaba volcado, había un jarrón hecho añicos, una bata y prendas interiores tiradas por el suelo, y la colcha había desaparecido. Junto a la cama yacía un par de zapatos de tacón, uno de ellos medio aplastado.

Richard recordó un detalle sorprendente: la verja de la entrada estaba abierta de par en par, aunque por la mañana Roger la había cerrado. ¿Un repartidor? Seguramente Line había hecho algún encargo antes de irse de vacaciones… Pero ¿y la ausencia de Ève? Se había escapado… El repartidor había llegado, había encontrado la casa vacía y, al oír las insistentes súplicas, había descorrido los cerrojos.

Richard no sabía qué hacer, estaba aterrado. ¿Por qué Ève no se había puesto la ropa que ella misma había dejado preparada sobre la cama antes de vestirse? ¿Y dónde estaba la colcha? La historia del repartidor no tenía pies ni cabeza. Sin embargo, eso mismo había estado a punto de suceder un año antes, precisamente durante unas vacaciones de Line. Por suerte, Richard había llegado justo a tiempo para oír a Ève suplicar desde detrás de la puerta y había tranquilizado al repartidor: no pasaba nada raro, su mujer estaba en plena depresión y por eso se había visto obligado a poner cerrojos…

En cuanto a Line y Roger, esa presunta «locura» de Ève bastaba para evitar que hicieran preguntas; además, Richard se mostraba afectuoso con la joven y, desde hacía un año, le permitía salir cada vez más a menudo. Algunas noches cenaba en la planta baja. La loca se pasaba el día tocando el piano o pintando. Line limpiaba sus habitaciones sin concederle la menor importancia.

Todo parecía de lo más normal. Ève recibía montones de regalos. Un día, Line había levantado el paño blanco que cubría el caballete y, al ver aquel cuadro que representaba a Richard vestido de mujer y sentado en la barra de un club nocturno, se había dicho que en efecto algo no funcionaba bien en la cabeza de la señora. El señor tenía mucho mérito al tolerar esa situación; mejor habría hecho metiéndola en un sanatorio, aunque, claro, eso no le convenía: ¡la esposa del doctor Lafargue en el manicomio, cuando ya tenía encerrada a su hija!

Richard se dejó caer en la cama, desesperado. Meneaba la cabeza, con el vestido de Ève entre las manos.

El teléfono sonó. Se precipitó a la planta baja para contestar. No reconoció la voz.

—¿Lafargue? Tengo a tu mujer…

—¿Cuánto quiere? Dígamelo, le pagaré… —chilló Richard, muy alterado.

—No te pongas nervioso, no es eso lo que quiero; no me interesa la pasta. Bueno, ya veremos si también puedes darme…

—Se lo suplico, dígamelo, ¿está viva?

—¡Pues claro!

—No le haga daño…

—No te preocupes, no voy a maltratarla…

—Entonces, ¿qué es lo que quiere?

—Verte. Tenemos que hablar.

Alex citó a Lafargue: esa noche, a las diez, en la puerta del drugstore de Opera.

—¿Cómo lo reconoceré?

—No te preocupes por eso; yo te conozco a ti… Ven solo y no hagas tonterías, de lo contrario, ella pagará las consecuencias.

Richard asintió, pero su interlocutor ya había colgado.

A continuación, Richard hizo lo mismo que Alex unas horas antes: agarró una botella de whisky y bebió un largo trago. Luego bajó al sótano para comprobar que todo seguía en orden. Las puertas estaban cerradas, de modo que por ese lado no había problema.

¿Quién era ese tipo? Un maleante, sin duda. Sin embargo, no pedía rescate, al menos de momento. Quería otra cosa, pero ¿qué?

Richard no había mencionado a nadie la existencia de Ève. Durante los primeros tiempos del encierro de Vincent, había tomado toda clase de precauciones para que ningún detalle delatara su presencia. Incluso había despedido a sus dos sirvientes y no había contratado a Line y Roger hasta mucho después, cuando la situación con Ève ya se había «normalizado» en cierto modo. Temía que la policía encontrara el rastro del desaparecido. Los padres de Vincent continuaban buscándolo, lo sabía por los periódicos locales. Por supuesto, su plan había salido a la perfección; había atrapado a Vincent en plena noche, en un lugar solitario, y había borrado cualquier pista. Sin embargo, toda cautela era poca. Dado que él había presentado una denuncia por lo ocurrido a Viviane, cabía la posibilidad de que llegaran a relacionar los dos casos.

Después, el tiempo había ido pasando. Seis meses, un año, luego dos, ahora cuatro… El caso estaba archivado.

Si el tipo hubiera sabido quién era Ève en realidad, no habría hablado como lo había hecho, no habría dicho «tu mujer». El secuestrador creía que Ève y Richard estaban casados. Lafargue salía algunas veces con ella y la gente pensaba que tenía una joven amante. Hacía cuatro años que había dejado de relacionarse con sus viejos amigos, quienes achacaron ese repentino retiro a la locura de Viviane. ¡Pobre Richard!, se dijeron, otro golpe: hace diez años, su mujer muerta en un accidente de avión, y ahora su hija internada en un hospital psiquiátrico. Pobre hombre…

Las personas ante las que se dejaba ver con Ève eran compañeros de trabajo, colegas; a nadie le extrañaba verle acompañado por una mujer en los escasos acontecimientos sociales a los que acudía. Los murmullos admirativos que, en tales ocasiones, suscitaba la aparición de su «amante» lo colmaban de satisfacción y de orgullo… profesional.

Ese delincuente no sabía absolutamente nada de Vincent, estaba claro. Entonces, ¿qué quería?

Lafargue llegó a la cita antes de la hora. Caminó arriba y abajo por la acera, zarandeado por la gente que entraba y salía del drugstore. Consultaba el reloj cada veinte segundos. Finalmente Alex lo abordó, tras haber comprobado que el médico estaba solo.

Richard examinó el rostro del raptor, un rostro cuadrado, tosco.

—¿Has venido en coche? —preguntó el joven.

Richard señaló el Mercedes, aparcado muy cerca de allí.

—Vamos… —ordenó Alex.

A continuación le indicó que se sentara al volante y arrancara. Se había sacado el Colt del bolsillo y lo tenía apoyado sobre las rodillas. Richard lo observaba, esperando descubrir un punto débil en su comportamiento. Pero Alex no daba explicaciones; se limitaba a señalar: «recto», «a la izquierda», «a la derecha». El Mercedes se alejó del barrio de la Opera para hacer un largo recorrido por París, desde la Concorde hasta los muelles, desde la Bastilla hasta Gambetta… Alex no perdía de vista el retrovisor. Cuando estuvo seguro de que Richard no había avisado a la policía, se decidió a entablar un diálogo.

—Eres cirujano, ¿eh?

—Sí. Dirijo el servicio de cirugía plástica de…

—Ya lo sé, y también tienes una clínica en Boulogne. Tu hija está chalada, la tienes encerrada en un manicomio de Normandía. Como ves, te conozco bien… A tu mujer por el momento no le ha pasado nada malo, está en un sótano, atada a un radiador, así que presta mucha atención si quieres volver a verla… Te vi el otro día en la tele.

—Sí, hace un mes me hicieron una entrevista —asintió Richard.

—Explicaste cómo cambias la forma de la nariz, cómo estiras la piel arrugada de las viejas y todo eso —prosiguió Alex.

Richard había comprendido. Suspiró. A ese tipo no le interesaba Ève, sino él.

—La policía me busca. He matado a uno de los suyos. Estoy en un callejón sin salida, a no ser que cambie de cara. Y tú te encargarás de ayudarme… En la tele dijiste que no hacía falta mucho tiempo. He dado este golpe solo, sin la ayuda de ningún colega. ¡No tengo nada que perder! Si intentas avisar a la poli, tu mujer morirá de hambre en ese sótano. No me vengas con truquitos estúpidos, porque te repito que no tengo nada que perder. Ella pagará por tus errores. Si me denuncias, jamás le diré a la poli dónde está y morirá de hambre. No es un final agradable…

—Entendido, acepto.

—¿Estás seguro?

—Por supuesto, siempre y cuando me prometas que no le harás ningún daño.

—La quieres, ¿eh? —dijo Alex.

Richard se oyó responder, con voz inexpresiva: «Sí».

—¿Cómo vamos a hacerlo? Me ingresas en el hospital, o mejor en tu clínica…

Richard conducía aferrando el volante con las manos crispadas. Tenía que convencer a ese tipo de que fueran a Le Vésinet. Saltaba a la vista que no era ningún genio. La ingenuidad de su plan daba prueba de ello. Ni siquiera se le había ocurrido que, una vez anestesiado, quedaría totalmente indefenso en sus manos. ¡Un imbécil, no era más que un imbécil! Creía que su plan daría resultado porque tenía a Ève. ¡Ridículo, totalmente ridículo! Sí, pero debía llevarlo a Le Vésinet, pues en la clínica no podría darle su merecido y tal vez el muy idiota lograría llevar a término su estúpido proyecto, ya que Richard jamás, en ningún caso, llamaría a la policía.

—Mira —dijo—, vamos a hacer una cosa para ganar tiempo. Supongo que ya sabes que las operaciones hay que prepararlas con mucha antelación. Antes hay que hacer pruebas al paciente y todo eso.

—¿Me tomas por idiota?

—No, claro… Si te presentas en la clínica por las buenas, empezarán a hacerse preguntas. Hay una lista de intervenciones programadas, hay que seguir una agenda…

—Pero ¿no eres tú el dueño? —murmuró Alex, sorprendido.

—Sí, pero me has dicho que te están buscando, ¿no? Entonces, cuanta menos gente te vea mejor para ti.

—Exacto. ¿Y qué?

—Vayamos a mi casa y te enseñaré lo que puedo hacer para modificar tu rostro: la forma de la nueva nariz, suprimir la papada, todo eso…

Alex no se fiaba del todo, pero acabó aceptando. Su plan marchaba sobre ruedas: el matasanos estaba cagado por lo que pudiera pasarle a su chica.

Cuando llegaron a Le Vésinet, Lafargue invitó a Alex a sentarse cómodamente. Estaban en el despacho. Richard sacó catálogos de fotos y encontró la de un hombre que se parecía vagamente a Alex; con un rotulador blanco, borró poco a poco la nariz y dibujó otro contorno en negro. Alex lo miraba, fascinado. Después, Lafargue repitió la operación con la papada. Esbozó un rápido retrato de Alex tal como era, de frente y de perfil, y otro representando al futuro Alex.

—¡Genial! Si consigues hacerme eso, no tendrás que preocuparte por tu mujer. —Al decir esto, Alex se apoderó del primer dibujo y lo rompió—. No se te ocurrirá hacer un retrato robot para la poli después de la operación, ¿eh? —preguntó, inquieto.

—No seas ridículo. Lo único que me importa es recuperar a Ève.

—¿Se llama Ève? Bueno, de todas formas, tomaré mis precauciones.

Lafargue no se dejaba engañar: el tipo tenía intención de matarlo cuando terminara la operación. En cuanto a Ève…

—Oye, más vale que no perdamos tiempo. He de hacerte unas pruebas antes de la operación. En el sótano tengo un pequeño laboratorio, así que podemos empezar inmediatamente.

Alex frunció el entrecejo.

—¿Aquí?

—Sí —contestó Richard, sonriendo—. Trabajo con frecuencia fuera del hospital.

Los dos se levantaron y Richard le precedió camino del sótano, donde había una sala muy espaciosa con varias puertas. Lafargue abrió una, encendió la luz y entró en la estancia. Alex lo siguió y se quedó atónito al ver lo que contenía: una larga mesa provista de un montón de aparatos y una vitrina llena de instrumental quirúrgico. Con el Colt en la mano, recorrió aquel miniquirófano que había instalado Richard.

Se detuvo delante de la mesa, examinó el enorme foco destinado a iluminar al paciente, cogió la mascarilla de la anestesia e inspeccionó las bombonas, aunque ignoraba lo que contenían.

—¿Qué es todo esto? —preguntó, extrañado.

—Pues… mi laboratorio.

—Pero ¿operas aquí?

Alex señaló la mesa, el gran foco y el resto de material, que ya había visto antes en el reportaje de la tele.

—No, no, pero, ya sabes… A veces tenemos que hacer pruebas…, con animales.

Richard notó que la frente se le empapaba de sudor y el pulso se le aceleraba, pero procuró disimular su miedo.

Alex meneó la cabeza, perplejo. Era verdad, él lo sabía: los médicos hacen montones de experimentos incluso con monos…

—Entonces no será necesario que vaya a la clínica. Puedes operarme aquí, ¿no? —propuso—. Si es que tienes todo lo que hace falta, claro.

A Lafargue le temblaban las manos, y se las metió en los bolsillos.

—¿Qué estás pensando? ¿Algún problema? —preguntó Alex.

—No…, sólo es que a lo mejor necesito un par de cosas.

—¿Cuánto tiempo tendré que estar en cama después de la operación?

—Muy poco. Eres joven y fuerte, y la intervención no es muy agresiva.

—¿Y podré quitarme enseguida los vendajes?

—Eso no. Habrá que esperar como mínimo una semana —respondió Richard, categórico.

Alex, pensativo, recorría la habitación toqueteando los aparatos.

—¿No será peligroso hacerlo aquí?

Lafargue abrió los brazos antes de responder que no, que no corrían ningún riesgo.

—Oye, ¿y estarás solo? ¿Sin ninguna enfermera que te ayude?

—Eso es lo de menos. Teniendo tiempo, yo puedo ocuparme de todo.

Alex se echó a reír y le dio una sonora palmada al médico en la espalda.

—¿Sabes qué vamos a hacer? —dijo—. Me quedaré en tu casa y, en cuanto puedas, me operas… ¿Te parece bien mañana?

—Sí…, si quieres, será mañana. Pero, durante tu…, bueno, durante tu «convalecencia», ¿quién se ocupará de Ève?

—Tranquilo, la he dejado en buenas manos.

—Creía que trabajabas solo.

—Sí, pero no del todo. Tranquilo, no le harán daño… Mañana me operas y nos quedamos los dos aquí una semana. Tu criada está de vacaciones; vas a llamar al chófer para que no venga mañana… Iremos los dos a buscar los productos que te faltan. Tendrás que tomarte unos días libres en el hospital. Venga, vamos…

Subieron a la planta baja. Alex ordenó a Richard que llamara a Roger a su casa. Cuando Richard hubo acabado de hablar por teléfono, Alex le señaló la escalera.

Lo acompañó al piso de arriba y le hizo entrar en los aposentos de Ève.

—¿Qué le pasa a tu mujer? ¿No está bien? ¿Por qué la encierras?

—Hace…, hace cosas raras…

—¿Como tu hija?

—Más o menos. A veces.

Alex corrió los tres cerrojos mientras le daba las buenas noches a Lafargue. Inspeccionó la otra habitación y salió a pasear por el jardín. En Livry-Gargan, a Ève las horas debían ya de parecerle siglos, pero todo iba bien… Al cabo de diez días, cuando Lafargue le quitara los vendajes, Alex lo liquidaría y santas pascuas. Diez días… Para entonces era posible que Ève estuviera ya muerta. Bueno, ¿y qué?

A la mañana siguiente, Alex fue temprano a despertar a Richard y lo encontró tumbado en la cama, vestido. Preparó el desayuno y lo tomaron juntos.

—Iremos a la clínica a buscar lo que necesitas. ¿Puedes operarme esta tarde? —preguntó.

—No. He de hacerte unas pruebas, tomarte una muestra de sangre…

—Ah, sí, los análisis de orina y todo eso.

—Y cuando tenga los resultados, podremos empezar. Mañana por la mañana, supongo.

Alex estaba satisfecho; el matasanos parecía formal. Se puso él mismo al volante del Mercedes para ir a Boulogne. Dejó a Lafargue delante de la clínica.

—No tardes mucho…, no me fío.

—No te preocupes, es cosa de un minuto.

Richard entró en su despacho. La secretaria se sorprendió al verlo llegar tan pronto. Él le pidió que avisara al hospital de que le resultaría imposible ir a pasar consulta. Después abrió un cajón, eligió dos frascos al azar, se quedó pensando un momento y fue a buscar un estuche de bisturís, pues supuso que ese detalle impresionaría más a Alex, lo convencería más de la sinceridad de su «colaboración».

Cuando se reunió con él en el coche, Alex leyó la etiqueta de los medicamentos, abrió el estuche que contenía los escalpelos y lo guardó todo en la guantera. De regreso en Le Vésinet, se encaminaron al laboratorio. Lafargue le extrajo un poco de sangre al delincuente. Inclinado sobre un microscopio, examinó someramente la platina, mezcló al azar unas gotas de reactivos y finalmente interrogó a Alex sobre sus enfermedades anteriores.

Alex estaba muy satisfecho. Observaba a Lafargue, miraba por encima de su hombro… Hasta echó un vistazo por el microscopio.

—Bueno, todo está perfecto —anunció Richard—. No es necesario que esperemos hasta mañana. ¡Estás sano como una manzana! Descansarás todo el día. No comerás a mediodía y por la noche te operaré.

Se acercó a Alex, le palpó la nariz y el cuello. El secuestrador se sacó del bolsillo el dibujo de su nuevo rostro y lo desplegó.

—¿Así? —preguntó, mostrando el esbozo.

—Sí…, así —confirmó Lafargue.

Acostado en la cama de Lafargue, que estaba encerrado en la otra habitación, Alex descansó varias horas. Tenía un poco de sed, pero no podía beber. A las seis de la tarde fue a buscar al cirujano. Estaba muy nervioso; la idea de tumbarse en una mesa de operaciones siempre le había asustado. Richard lo tranquilizó y le indicó que se desnudara. Alex dejó el Colt con reticencia.

—No te olvides de tu mujer, matasanos —murmuró mientras se echaba.

Richard encendió el gran foco. La luz blanca era cegadora. Alex parpadeó. Un momento después, Lafargue apareció a su lado vestido de blanco y con una mascarilla. Alex sonrió, ya más tranquilo.

—¿Empezamos? —preguntó Lafargue.

—Adelante… Y no me vengas con estupideces si quieres volver a verla.

Richard cerró la puerta del quirófano, tomó una jeringuilla y se acercó a Alex.

—Ésta inyección te relajará… Dentro de un cuarto de hora, te anestesiaré…

—Bien… ¡No intentes engañarme!

La punta de la aguja se clavó delicadamente en la vena. Alex vio que el cirujano sonreía, inclinado sobre él.

—¡No hagas tonterías!, ¿eh? Nada de tonterías…

De repente se sumió en la inconsciencia. En el último segundo de lucidez, cayó en la cuenta de que acababa de ocurrir algo que no había previsto.

Richard se quitó la mascarilla, apagó el foco y se cargó al delincuente al hombro. Salió del quirófano al pasillo y avanzó tambaleándose hasta otra puerta que había en el sótano.

Tras haber hecho girar la llave, entró en la cámara subterránea y llevó a Alex hasta la pared forrada de espuma. El sofá y los sillones seguían allí, así como otros objetos que habían pertenecido a Vincent. Encadenó a Alex al muro, suprimiendo algunos eslabones para atarlo bien corto. Luego volvió al quirófano, sacó un catéter de un cajón y se lo insertó a su prisionero en una vena del antebrazo. Aunque estuviera atado, cuando se despertara Alex encontraría la manera de moverse para impedir que Richard lo pinchara de nuevo… Lafargue estaba convencido de que ese tipo, desesperado y perseguido por la policía, hallaría fuerzas suficientes para resistir una tortura «convencional», al menos durante un tiempo. Y Richard tenía prisa… Ahora sólo cabía esperar.

Dejó la bata en el suelo. Subió a buscar la botella de whisky y un vaso. Después volvió para sentarse en un sillón, delante de Alex. Le había administrado una dosis muy pequeña de anestesia, de modo que su prisionero no tardaría en despertar.