IV

Alex condujo hasta París con mucha prudencia para no cometer ninguna infracción. Aunque había considerado la posibilidad de desplazarse por la capital en autobús y en metro, al final la descartó: no era una buena idea, pues sin duda Lafargue se desplazaría en coche y no podría seguirlo.

Alex se apostó frente a la entrada del hospital. Era muy temprano. No creía que el médico fuera a trabajar a esas horas, pero debía estudiar el terreno antes de que llegara. En una pared, muy cerca de la verja de entrada, un gran panel indicaba los servicios de que disponía el hospital y el nombre de los médicos que los atendían. Lafargue figuraba en el directorio.

Alex caminó por la calle, apretando dentro del bolsillo de la chaqueta la culata del Colt del policía. Después se sentó en la terraza de un bar, desde donde controló la entrada del personal del hospital.

Hacia las diez, un coche, un Mercedes conducido por un chófer, se detuvo ante el semáforo en rojo situado a unos metros de la terraza donde Alex esperaba. El fugitivo reconoció de inmediato a Lafargue, que leía un periódico en el asiento trasero.

El Mercedes esperó hasta que el semáforo se puso en verde y a continuación enfiló el camino que conducía al aparcamiento del hospital. Alex vio que Lafargue bajaba. El chófer se quedó un rato en el interior del coche; luego, como hacía mucho calor, decidió sentarse también en la terraza del bar.

Roger pidió una cerveza. Ese día, su jefe debía practicar una importante intervención y se marcharía del hospital en cuanto terminara para dirigirse a su clínica de Boulogne, donde tenía una reunión.

En la matrícula del coche de Lafargue figuraba el 78, el número de Yvelines. Alex se sabía los números de todos los departamentos: durante su estancia en la casa de campo se había entretenido memorizándolos, recitándolos por orden o jugando a asociarlos con otros datos numéricos: el periódico decía que un anciano de ochenta años se había vuelto a casar… ¿Ochenta?, el 80 es Somme…

El chófer no parecía tener prisa. Sentado a la mesa de la terraza, hacía crucigramas, totalmente absorto en la tarea. Alex pagó su consumición y entró en la oficina de correos que había junto al hospital. Desde allí no veía la entrada, pero le pareció muy poco probable que el matasanos saliera justo en ese momento.

Consultó el listín telefónico. Lafargue era un apellido común, había páginas enteras… Lafargue con ese final, sin ese, con una sola efe… Los Lafargue con una sola efe y sin ese eran menos frecuentes. Tres en el departamento 78; uno de ellos vivía en Saint-Germain, otro en Plaisir y el tercero en Le Vésinet. El que le interesaba había de ser uno de esos tres. Alex anotó las tres direcciones.

De nuevo en el bar, constató que el chófer seguía en el mismo sitio. A mediodía, el camarero preparó las mesas para el almuerzo. Por lo visto conocía al chófer, porque le preguntó si iba a quedarse a comer.

Roger respondió negativamente. El jefe tenía que ir a Boulogne en cuanto saliera del quirófano.

Efectivamente, el cirujano no tardó en aparecer. Montó en el Mercedes y el chófer se sentó al volante. Alex arrancó tras ellos. Se alejaron del centro de París para dirigirse a Boulogne. No resultaba difícil seguirlos, sobre todo porque Alex conocía más o menos el destino.

Roger aparcó delante de una clínica y continuó con sus crucigramas. Alex anotó el nombre de la calle en un papelito: no se fiaba de su memoria. La espera fue larga. Alex paseó arriba y abajo sin alejarse demasiado y tratando de no llamar la atención. Luego, sentado en una pequeña plaza, siguió aguardando sin quitarle la vista de encima al Mercedes. No había cerrado con llave su coche para poder arrancar de inmediato si el médico aparecía de improviso.

La reunión para planear las siguientes intervenciones duró poco más de una hora. Richard, pálido y demacrado, apenas intervino. Desde la sesión con Varneroy vivía como un autómata.

Alex había entrado en un estanco para comprar tabaco cuando Roger vio a Lafargue en el vestíbulo de la clínica y se apresuró a abrir la puerta trasera del Mercedes. Sin perder un segundo, Alex montó en el CX y arrancó. Se mantuvo a bastante distancia y, cuando no le cupo la menor duda de que se dirigían a Le Vésinet, abandonó la persecución. No valía la pena arriesgarse a que lo descubrieran, cuando ya tenía la dirección en el bolsillo.

Viajó hasta allí más tarde. La villa de Lafargue era imponente y estaba rodeada por una tapia que ocultaba la fachada. Alex escrutó las mansiones de los alrededores. La calle estaba desierta. No podía entretenerse más. Observó que las contraventanas de las casas vecinas estaban cerradas. Sus habitantes habían abandonado Le Vésinet durante el mes de agosto… Eran las cuatro de la tarde y Alex dudó. Había decidido inspeccionar la vivienda del cirujano esa misma noche, pero hasta que llegara el momento disponía de mucho tiempo. A falta de algo mejor, decidió pasear por el bosque de Saint-Germain, que estaba muy cerca.

Regresó a Le Vésinet hacia las nueve y aparcó el CX a bastante distancia de la calle donde vivía Lafargue.

Empezaba a anochecer, pero aún había algo de claridad. Escaló la tapia de una villa cercana a fin de observar el jardín que rodeaba la casa de Lafargue. Se sentó a horcajadas sobre la tapia, semioculto por el follaje de un castaño cuyas ramas crecían en todas direcciones. Desde lejos no podían verlo, y si aparecían transeúntes por la calle, se escondería del todo entre la fronda.

Oteó el jardín, el estanque, los árboles, la piscina. Lafargue estaba cenando al aire libre, en compañía de una mujer. Alex sonrió. Era un buen punto de partida. ¿Tendrían niños? No…, si así fuese estarían cenando con sus padres. Claro que a lo mejor se encontraban de vacaciones… O tal vez eran niños muy pequeños y ya los habían acostado. Sin embargo, Lafargue rondaba los cincuenta años, de modo que sus hijos, si los tenía, debían de ser como mínimo adolescentes… ¡No estarían en la cama a las diez una noche de verano! Además, no había ninguna luz encendida ni en la planta baja ni en el piso de arriba. Un farol de jardín proyectaba una luz bastante tenue sobre la mesa a la que estaba sentada la pareja.

Satisfecho, Alex bajó de un salto a la acera y esbozó una mueca de dolor; la pierna, todavía débil, se resintió de la sacudida. Regresó al CX para esperar a que la oscuridad fuese completa. Fumó con nerviosismo, encendiendo un cigarrillo con la colilla del anterior. A las diez y media, volvió a la villa. La calle continuaba desierta. A lo lejos sonó un claxon.

Alex bordeó la valla de la propiedad de Lafargue. En el otro extremo, sobre la acera, encontró una gran caja de madera que contenía palas, rastrillos y demás útiles del servicio municipal de jardinería. Utilizándola a modo de escalón, se encaramó al muro y saltó al jardín procurando caer sin brusquedad. Se agazapó tras un macizo de plantas y esperó; si había un perro, no tardaría en dar señales de vida. Ningún ladrido… Escrutó los arbustos que había a su alrededor mientras avanzaba pegado a la tapia. Buscaba en el interior del jardín algo que le sirviera de peldaño para escalar la pared en sentido inverso cuando llegara la hora de largarse de allí. Junto al estanque, una falsa gruta de hormigón daba refugio a los cisnes por la noche. Estaba adosada a la tapia y tenía más de un metro de altura. Alex sonrió e hizo una prueba. Saltar a la calle desde allí sería un juego de niños. Ya más tranquilo, avanzó por el jardín y dejó atrás la piscina. Lafargue había entrado en la casa y los alrededores estaban desiertos. De los postigos cerrados del primer piso escapaba una tenue claridad y el sonido de una música ligera. Piano… No era un disco: la melodía se detenía, volvía atrás. En la otra ala de la casa también se veía luz en algunas ventanas. Alex se arrimó a la pared, al amparo de la hiedra que cubría la fachada: apoyado en la barandilla del piso superior, Lafargue contemplaba el cielo. Alex contuvo el aliento. Transcurrieron varios minutos hasta que, por fin, el médico se retiró al interior.

Alex estuvo un rato dudando: ¿debía arriesgarse a entrar en la mansión? Sí: le interesaba conocer el lugar, aunque fuera vagamente, para saber qué terreno pisaba cuando entrara para secuestrar a la mujer del cirujano.

La casa era grande, y en todas las ventanas del primer piso había luz. Lafargue y su mujer debían de dormir en habitaciones distintas. Los matrimonios burgueses no siempre se acuestan juntos, eso Alex lo sabía.

Empuñando el Colt, subió los escalones de la entrada y accionó el pomo de la puerta, que no ofreció resistencia. Empujó el batiente despacio.

Avanzó un paso. Una habitación grande a la izquierda y otra a la derecha, separadas por una escalera. El dormitorio de la mujer quedaba a la derecha, arriba.

Las burguesas no suelen levantarse temprano. ¡Esa zorra debía de dormir hasta las tantas todos los días! Alex tendría que esperar hasta que Lafargue se marchara y entrar inmediatamente después para sorprenderla durmiendo.

Cerró la puerta sin hacer ruido. Corrió con sigilo hacia el estanque, se subió a la gruta y saltó la tapia. Todo era perfecto. Caminó deprisa hacia el coche. ¡No! Había un problema: Roger, el chófer, se marcharía con Lafargue, pero ¿y si había una criada? ¡Sería un desastre tropezarse de narices con una chacha!

Alex enfiló hacia la carretera de circunvalación, respetando escrupulosamente las normas de tráfico. Era medianoche cuando llegó al chalet de Livry-Gargan.

A la mañana siguiente, temprano, volvió a Le Vésinet. Devorado por la inquietud, vigiló la casa de Lafargue, convencido de que vería llegar a una asistenta. Cuando se llevara a la mujer de Lafargue no tenía que haber testigos: el cirujano capitularía ante el chantaje —o me cambias la cara o mato a tu mujer—, pero si alguien presenciaba el secuestro, un criado, un jardinero, cualquiera, avisaría a la poli enseguida y el maravilloso plan de Alex se iría al traste.

No obstante, Alex estaba de suerte. Era cierto que Lafargue tenía una asistenta, Line, pero la mujer se había ido de vacaciones hacía dos días. De las cinco semanas que le concedía anualmente el médico, se tomaba tres en verano para ir a Morvan, a casa de su hermana, y el resto las dejaba para el invierno.

En toda la mañana no se presentó nadie en casa de Lafargue. Más tranquilo, Alex regresó a París. Quería comprobar los horarios del cirujano. Era posible que no trabajara todos los días. Si se tomaba un día libre a la semana, más valía saberlo cuanto antes. Alex pensaba informarse en las oficinas del hospital utilizando cualquier excusa.

El chófer estaba esperando a su jefe, como todos los días, en la terraza del bar, frente al hospital. Alex sintió sed y pidió una cerveza en la barra. Ya se disponía a saborearla cuando vio que Roger se levantaba precipitadamente. Lafargue estaba en el aparcamiento y desde allí llamaba a su chófer. Mantuvieron una breve conversación, tras la cual Roger entregó las llaves del Mercedes al cirujano antes de dirigirse, refunfuñando, a la estación de metro más cercana. Alex ya estaba al volante de su CX.

Lafargue conducía como un loco y no se dirigía a Boulogne. Alex, desconcertado, lo vio torcer hacia la carretera de circunvalación y meterse luego en la autopista.

La perspectiva de recorrer una distancia larga siguiendo al médico no le entusiasmaba. Sin perder de vista las luces posteriores del Mercedes, se puso a elucubrar: Lafargue tiene hijos, se decía. Sí, están de vacaciones, acaba de recibir malas noticias, uno de ellos se ha puesto enfermo y va a verlo. ¿Por qué, si no, ha salido del trabajo antes que de costumbre y ha despedido al chófer? ¿O acaso ese cerdo tiene una amante? Sí, claro, ha de ser eso… ¿Y se va a verla de repente, en pleno día? ¿Qué significaba todo ese lío?

Lafargue pisaba el acelerador a fondo, sorteando los coches a derecha e izquierda. Alex frenó, sudando de miedo ante la idea de encontrar un control policial en el peaje… El Mercedes había salido de la autopista. Ahora avanzaba por una sinuosa carretera secundaria, pero no por ello había reducido la velocidad. Alex pensó en abandonar la persecución por miedo a ser descubierto, pero lo cierto era que Lafargue no echaba un solo vistazo al retrovisor. Viviane había sufrido otra crisis y el psiquiatra, cumpliendo su promesa, le había llamado para avisarle. Richard sabía lo que significaba esa visita a su hija, la segunda en menos de una semana… Ésa noche, cuando estuviera de vuelta en Le Vésinet, no le diría a Ève que llamase a Varneroy… ¡Era imposible, después de lo ocurrido! Entonces, ¿cómo se consolaría?

El Mercedes se detuvo ante la entrada de una finca. Un discreto cartel indicaba que se trataba de una clínica psiquiátrica. Alex se rascó la cabeza, perplejo.

Richard subió a la habitación de Viviane sin esperar al psiquiatra. El espectáculo que lo aguardaba era el mismo que en la anterior ocasión: su hija, presa de un ataque, pataleaba e intentaba agredirse. El cirujano no entró en el cuarto. Con la cara pegada a la mirilla, se puso a llorar en silencio. El psiquiatra, informado de su llegada, fue a reunirse con él. Sostuvo a Lafargue mientras se dirigían a la planta baja y a continuación entraron en un despacho.

—No vendré más —dijo Lafargue—. Es demasiado duro. Me resulta insoportable, ¿comprende?

—Sí, por supuesto…

—¿Necesita algo? Ropa…, no sé…

—¿Qué quiere que necesite? Serénese, señor Lafargue. Su hija nunca saldrá de ese estado. No quisiera parecer insensible, pero debe aceptar la realidad. Viviane vegetará y de vez en cuando sufrirá ataques como el que acabamos de presenciar… Podemos administrarle calmantes, atiborrarla de neurolépticos, pero, en el fondo, no podemos hacer nada decisivo y usted lo sabe. La psiquiatría no es como la cirugía. No podemos modificar las apariencias. No disponemos de instrumentos «terapéuticos» tan precisos como los suyos…

Más calmado, Richard fue recobrando el control de sí mismo y adoptó su habitual actitud distante.

—Sí…, tiene razón.

—Quisiera que…, que me diese su autorización… que me exima de la obligación de avisarle cuando Viviane…

—Sí —lo interrumpió Richard—, no es necesario que me llame de nuevo.

Se levantó, se despidió del psiquiatra y montó en el coche. Alex lo vio salir de la finca, pero no lo siguió. Había un noventa y nueve por ciento de probabilidades de que Lafargue volviera a Le Vésinet, a Boulogne o al hospital.

Alex fue a comer al pueblo más cercano. En la plaza estaban montando unas atracciones de feria. Él no paraba de darle vueltas al asunto. ¿Quién vivía en esa ratonera, allí, con los locos? Si era un niño, Lafargue debía de quererlo mucho para dejar el trabajo tan de improviso e ir a visitarlo.

Alex se animó repentinamente, apartó el plato, todavía medio lleno de patatas fritas aceitosas, y pidió la cuenta. Compró un gran ramo de flores y una caja de bombones y se fue al manicomio.

En el vestíbulo encontró a la recepcionista.

—¿Una visita para un enfermo? —preguntó.

—Emmm… sí.

—¿Qué nombre?

—Lafargue.

—¿Lafargue?

Al ver la cara de estupefacción de la empleada, Alex creyó que había metido la pata. Ya se imaginaba a Lafargue liado con una de las enfermeras que cuidaban a los locos…

—Pero… es la primera vez que viene usted a visitar a Viviane.

—Sí… Soy primo suyo.

La recepcionista lo miraba con extrañeza. Dudó un momento.

—Hoy no es posible visitarla. No se encuentra bien. ¿No se lo ha dicho el señor Lafargue?

—No, yo tenía que… Bueno, hace tiempo que había planeado esta visita.

—No lo entiendo. Esto es absurdo, el padre de Viviane ha estado aquí hace menos de una hora…

—No habrá podido avisarme. He salido de casa muy temprano.

La recepcionista meneó la cabeza y se encogió de hombros. Tomó las flores y los bombones y los dejó encima de su escritorio.

—Ya le daré todo esto cuando se haya recuperado un poco, hoy no merece la pena. Acompáñeme.

Subieron en ascensor. Alex caminó tras ella por el pasillo, balanceando los brazos. Al llegar a la puerta de la habitación, ella le señaló la mirilla. Alex se sobresaltó al ver a Viviane. Estaba acurrucada un rincón del cuarto, inmóvil, y miraba la puerta con expresión malévola.

—No puedo dejarle entrar…, supongo que lo entenderá.

En efecto, Alex lo entendía. Tenía las manos húmedas y se sentía mareado. Siguió observando a la loca y su rostro le resultó familiar, pero sin duda se trataba de una impresión equivocada.

Se marchó a toda prisa del manicomio. ¡Aunque Lafargue adorase a esa chiflada, a él no se le ocurriría secuestrarla! Eso sería como arrojarse en brazos de la poli. Además, ¿cómo? Había que entrar en el edificio, abrir la celda… No, tomaría de rehén a la mujer de Lafargue.

Volvió a la región parisiense conduciendo siempre con prudencia. Ya era tarde cuando llegó a su escondrijo, en Livry-Gargan.

A la mañana siguiente volvió a montar guardia junto a la villa de Lafargue. Estaba tenso, ansioso, pero la verdad es que no tenía miedo. Se había pasado la noche rumiando el plan e imaginando el resultado de la transformación de su rostro.

Roger llegó a las ocho, solo, a pie y con L’Équipe bajo el brazo. Alex estaba aparcado a cincuenta metros de la puerta principal. Sabía que aún tendría que esperar un rato más; Lafargue acostumbraba a llegar al hospital a eso de las diez.

Hacia las nueve y media, el Mercedes circuló por el jardín y se detuvo delante de la verja. Roger se apeó, abrió la puerta de par en par, sacó el coche, se detuvo de nuevo y volvió a bajar para cerrar la verja. Alex exhaló un profundo suspiro al ver que Lafargue se alejaba.

Lo ideal sería sorprender a la zorra antes de que se despertara. Era preciso actuar sin tardanza. Alex no había visto a ningún otro sirviente durante los días anteriores, pero uno nunca puede estar seguro de nada… Arrancó y fue a aparcar justo delante de la mansión de Lafargue. La verja no estaba cerrada con llave, de modo que entró y, como la cosa más natural del mundo, echó a andar por el jardín.

Alex avanzó hacia la casa con una mano en el bolsillo, apretando la culata del Colt. Miró los postigos de la derecha y le extrañó un detalle en el que no había reparado hasta entonces: estaban cerrados por fuera, como si esas ventanas estuvieran condenadas. Sin embargo, había visto luz, y de ahí salía la música de piano.

Se encogió de hombros y prosiguió su inspección. Rodeó la villa por completo antes de entrar. Respiró hondo y abrió la puerta. La planta baja era tal como la había visto la otra noche: un gran salón, una biblioteca y, en el centro, la escalera que conducía al piso superior. Subió los peldaños conteniendo la respiración, con el Colt en la mano.

Se oía un canturreo al otro lado de la puerta, ¡una puerta con tres cerrojos! Alex pensó con incredulidad que si el cirujano encerraba a su mujer, debía de estar loco de atar… Aunque quizá no, a lo mejor era una golfa y él hacía bien en desconfiar… Con cautela, descorrió el primer cerrojo. La mujer seguía canturreando. El segundo cerrojo… El tercero… ¿Y si además estaba cerrada con llave? Con el corazón palpitante, accionó el pomo. La puerta se abrió lentamente, sin que los goznes chirriaran.

La zorra, sentada delante del tocador, estaba maquillándose. Alex se pegó a la pared para no reflejarse en el espejo. Ella, desnuda, absorta en la tarea de maquillarse, le daba la espalda. Era atractiva, tenía la cintura estrecha, las nalgas —aplastadas sobre el taburete— musculosas. Alex se agachó para dejar el Colt sobre la moqueta y, de un salto, se abalanzó sobre ella y le dio un puñetazo en la nuca.

Como buen experto en la materia, había controlado la fuerza del golpe. En Meaux, en el club nocturno donde trabajaba, los alborotos eran cosa frecuente, y él sabía calmar rápidamente a los que armaban bronca. Un golpe seco asestado en el cráneo, y después sólo había que arrastrar a los camorristas hasta la calle.

La mujer yacía inerte sobre la alfombra. Alex se echó a temblar. Le tomó el pulso y sintió deseos de acariciarla, pero no era precisamente el mejor momento. Bajó la escalera, se dirigió al mueble bar y bebió un trago de whisky para calmarse.

Salió de la casa, abrió la verja de par en par y, conteniéndose para no salir corriendo, montó en el CX y arrancó. Aparcó en el jardín, justo delante de la puerta principal. Se dirigió a la habitación a toda prisa. La mujer no se había movido. La ató cuidadosamente con una cuerda que había sacado del maletero del coche y le tapó la boca con esparadrapo antes de envolverla con la colcha de la cama.

Bajó con ella en brazos y la metió en el maletero. Apuró de otro trago el whisky que quedaba y dejó la botella tirada en el suelo. Una vez sentado ante el volante, puso en marcha el motor. En la calle, un matrimonio mayor paseaba a un perro, pero ni él ni ella le prestaron la menor atención.

Tomó la carretera de París y cruzó la capital de oeste a este para dirigirse a Livry-Gargan. De vez en cuando miraba por el retrovisor: nadie lo seguía.

Al llegar a su casa, abrió el maletero y llevó a la señora Lafargue al sótano, envuelta aún en la colcha. Para mayor seguridad, ató la cuerda a una cadena antirrobo de moto enrollada en torno a una cañería del agua.

Apagó la luz y salió del sótano para regresar al cabo de un momento con una cazuela llena de agua helada, que vació sobre la cabeza de la mujer. Ésta comenzó a agitarse, pero la cuerda obstaculizaba sus movimientos. Tampoco podía gritar; simplemente se la oía gemir. Alex sonrió en la oscuridad. Ella no le había visto la cara en ningún momento, de manera que cuando la soltara no podría describirlo… si es que llegaba a soltarla. Después de todo, el cirujano sí que lo vería. Una vez terminada la operación, podría hacer un retrato robot. Lafargue podría dibujar el nuevo rostro de Alex… ¡la cara de un asesino y secuestrador! Bueno, se dijo Alex, ahora lo importante es conseguir que ese tipo me opere; luego ya veremos. Lo más seguro es que luego tenga que eliminar al cirujano y a su mujer.

Subió a su habitación, satisfecho por el éxito de la primera parte del plan. Esperaría hasta la noche, hasta que Lafargue volviera a Le Vésinet y se encontrara con la sorpresa de que la zorra había desaparecido. Después se reuniría con él y le explicaría el trato. ¡Sería inflexible! ¡Iban a enterarse todos esos cerdos de quién era Alex!

Se sirvió un vaso de vino y después de beber hizo chascar la lengua. Además, pensaba tirarse a la zorra, claro que sí. ¿Por qué no mezclar el placer con los negocios?

«Paciencia —se dijo—, ocúpate primero de Lafargue y ya vendrá después la diversión».