CAPÍTULO CUARTO

Jastrau y Steffensen estaban sentados uno frente a otro, a la mesa, almorzando. El gramófono salmodiaba un jazz.

—El dinero empieza a escasear —observó Jastrau mientras aplastaba, meditabundo, una cáscara de huevo.

—Tú tampoco das ni golpe —replicó Steffensen.

—¿Te vas a poner moralista, ahora?

Steffensen lo miró con una sonrisita callada.

En ese momento, entró Anna Marie con el café. Cambió el disco del gramófono. Tenía la cara hinchada, como si hubiera llorado. Su aspecto era abatido, deplorable.

Jastrau le sonrió; ella le correspondió con una sonrisa nerviosa y desdichada, y tan pronto como pudo corrió a la cocina, como si quisiera ocultarse.

Steffensen sorbía el café sin decir nada.

Después, ambos cargaron sus pipas.

¿Cuánto tiempo podía prolongarse aquella situación? Steffensen era capaz de permanecer inmóvil e impasible durante horas, mano sobre mano. Él le dejaba hacer, porque, de lo contrario, los cuartos habrían quedado vacíos, y en una casa vacía acecharía la locura, en el vacío la decadencia se tornaría en dolor. Ahora que estaba habitada, la decadencia aliviaba, aliviaba como el jazz de los discos afónicos y gastados del gramófono. Pero si aquella figura con la mejilla apoyada en una mano, la pipa colgando de la boca, su cuello sucio y su desprecio absoluto y mezquino no reaccionaba pronto, no hacía un movimiento, no se volvía humana, entonces el vacío volvería a penetrarlo todo, entonces él no sería más que un objeto incapaz de volver a represarlo, y entonces… entonces se desatarían las hostilidades.

—¿En qué piensas cuando te quedas mirando a la nada? —preguntó Jastrau, enfermo de nerviosismo.

—Estaba casi pensando.

Su tono vago exasperó a Jastrau.

—Casi, ¿y eso sirve de algo?

—Huy, ya lo creo. Pensaba en un burgués con bombín.

—Muy gracioso —dijo Jastrau. ¿Por qué ese repentino brillo inseguro en los ojos de Steffensen? Un poco de movimiento en su figura impasible.

—Qué va… —titubeó Steffensen—. Imagínate una cosa, imagina que pudiéramos quitar la tapadera de un cráneo humano, como un bombín, y observar sus pensamientos. Ja. Menudo mundo, chico. Una vez oí decir que los pensamientos eran realidad. ¡Ja!

Jastrau lo escuchaba atentamente. Había algo bronco en la voz de Steffensen, como si deseara hacer confidencias.

—Sí, por qué no.

—No, por qué no. —Steffensen dejó escapar una risa afónica—. Me ha venido a la cabeza mi Viejo, el respetable farmacéutico de Aarhus. Cuando no puede dormir, la vieja bestia se queda en la cama pensando cómo se podría cometer un crimen sin que lo descubran a uno. Conmovedor, ¿eh? La vida interior de la burguesía, ¿no?

Le daba conversación. Jastrau no podía dejar de mirarlo fijamente. ¡Tenía una cantidad indecorosa de dientes en la boca! No era una boca humana. ¿Por qué hablaba tanto? Algo quería difuminar. Esquivar.

—¿Adónde quieres ir a parar? —le preguntó con dureza para evitar que se le escapara.

La sombra de una sonrisa pasó por los labios rígidos de Steffensen, que después se puso en pie con aquellos ademanes de vagabundo mudos y misteriosos que Jastrau ya había observado en él y fue hasta la puerta para espiar los ruidos que salían de la cocina.

El gramófono se había detenido. A juzgar por lo que oían, Anna Marie estaba fregando los platos sucios.

Steffensen esbozó una sonrisa astuta. Jastrau lo siguió con la mirada; no le resultaba simpático, pero aquellos ademanes misteriosos le obsesionaban. No entendía qué había podido impulsar al hijo de una familia acomodada de Aarhus a llevar la existencia de un parásito, solamente lo intuía. Pero sin mancha no había salido. Saltaba a la vista. No era un hombre limpio.

Steffensen estaba junto al diván donde solía acostarse Anna Marie.

—¿Has visto esto? —susurró taimado sosteniendo la manta del diván. Tenía un agujero de cigarrillo.

Jastrau se encogió de hombros.

—Sí, ¿y qué?

—Es una cerda, todo el día ahí tirada, fumando, y luego deja caer las colillas sin preocuparse de apagarlas del todo. Cree que eso es ser burgués.

Steffensen se echó a reír; Jastrau, en cambio, miraba sin comprender. ¿Por qué hablaba de un modo tan inconexo? Su rostro huesudo y pálido resultaba inquietante. Su frente tenía un aspecto desnudo y monstruoso.

—Vete tú a saber si eso expande el alma. ¿No es así como lo llamas? Cometer un crimen, digo —prosiguió soñador—. Si la expande de verdad o si con el asesinato ocurre como con el whisky. Una vez que tomas uno, siempre quieres más. Y allá vamos otra vez: la repetición, chico, esa condenada repetición. ¡Y que nunca se lo haya preguntado a un asesino!

—Tú deliras, hombre —exclamó Jastrau inquieto.

—No, qué va —susurró Steffensen, ladino, acallándolo con otro ademán de vagabundo—. ¿Y si la estrangulara y le prendiese fuego al diván, al lote completo? Se agarra unas cogorzas de campeonato, fuma acostada, va tirando por ahí colillas encendidas… ¿Qué? ¿Quién podría demostrarlo? Y, después, remordimientos de conciencia. —Alzó la voz con un brillo blanquecino en la mirada—. Maldita sea, me encantaría saber cómo es eso de tener remordimientos de conciencia. Si se conserva una sensación en las manos —alargó sus manazas de dedos ganchudos—, o sea, si se sigue sintiendo su cuello, así, entre las manos… o si se la sigue viendo, alucinaciones, ¿sabes?… o si no se soporta ver la escena del crimen, los muebles, los objetos muertos… o…

Jastrau seguía con la mirada sus gestos desmañados, más inquietantes si cabe porque venían a acabar con su habitual inmovilidad y eran silenciosos, pero le costaba creer en aquella voz susurrante y meneaba la cabeza de un lado a otro.

—Mira, ahora no tengo tiempo para oír tus fantasías —dijo poniéndose en pie, como si así pretendiese sacudirse de encima la impresión.

—Fantasías… estoy hablando muy en serio, maldita sea —replicó Steffensen.

Jastrau parecía escéptico.

—Me voy al periódico —anunció.

—Si lo digo en serio —insistió el otro; y lo agarró del brazo con fuerza—. ¿Es que no lo entiendes? Creía que tú podrías. No las ideas firmes y sólidas, las que pienso con lógica, porque esas no las comprendes, ya lo sé, o te importan un pito. Pero esto… pensar en firme, levantar una pieza sólida sobre otra para luego… luego siempre encontrarme con un punto débil…

—Mira, Stefan… —empezó Jastrau. De repente comprendió que Steffensen estaba bloqueado, y se quedó observándolo.

Steffensen continuó:

—Un punto débil, ¿sabes? Y entonces tiene que ocurrir algo… algo me arrastra hacia adelante, te digo, sin misericordia… tú no sabes por qué… pero tiene lógica… una lógica desquiciada. Y yo tengo que encontrar una solución, no me queda más remedio… una solución que me lleva al infinito.

—¿Una solución a qué? —preguntó Jastrau mirando de reojo y con nerviosismo hacia la puerta de la cocina.

—Sí, a ella. A eso. —Steffensen asintió.

—Pues me dejas como estaba.

—Te pica la curiosidad, ¿eh? —preguntó malévolo.

Jastrau se dio por vencido.

—Mira, Stefan, no tengo tiempo para estas cosas. Tengo que ir al periódico. Y tú no puedes quedarte aquí. No quiero que te quedes.

—No —se oyó, de pronto, decir con voz ronca.

—Anda, acompáñame.

Estaban en el pasillo y Jastrau intentaba pensar con claridad. El sombrero. Esta vez iba en serio. Y el bastón de paseo. Sonrió débilmente. Esta vez sí hablaría con el director Iversen.

—Oye —exclamó Steffensen al llegar a uno de los rellanos tirando de él con fuerza—. Me caes bien. Me caes condenadamente bien. Pero tengo la sensación de que si tú no me entiendes, no me entenderá ni Dios.

—¿Qué es lo que tengo que entender? —preguntó Jastrau con cautela. Aunque lo intuía.

—No, no puedes. Eres tan burgués como todos los demás, solo te reirías… o te pondrías sentimental.

Seguía inmóvil en las escaleras.

—Porque es que yo soy ridículo, penosamente ridículo —estalló repentinamente.

Y, sin esperar a Jastrau, siguió bajando las escaleras.

—No me apetece ir contigo —soltó sin dar más rodeos al salir del portal. Jastrau agitó el bastón en un gesto irónico. Steffensen ya se alejaba por la Istedgade. De espaldas parecía un rufián de Nyhavn.

Había algo irritante en esas maneras suyas de proletario. Las habían adoptado algunos artistas de la posguerra. Eran una moda.

Sin embargo, en el caso de Steffensen eran algo más que modos. Eran una protesta universal. Pero también una bufonada.

¿O no? Jastrau estaba inquieto. Si la cosa iba en serio, se estaba fraguando un crimen. Pero era una bufonada, era una bufonada, y Jastrau enfiló hacia la Vesterbrogade golpeando el enlosado con el bastón.

¿No suponía un abuso incrustar a los demás la vida privada de uno y todos sus problemas como hacía Steffensen? Si él había contagiado a Anna Marie o había sido al revés —porque esa era la desgracia, lo sabía—, ¿acaso no daba igual? En cualquier caso, Steffensen seguía siendo ridículo y eso era más de lo que podía soportar. Un caso típico de desquiciamiento.

Aunque, ¿quién no era ridículo? El propio Jastrau, sin ir más lejos. Allá iba al fin, a presentar sus respetos; su estiloso sombrero en la cabeza y su bastón en la mano. Sin ellos le resultaba imposible presentar su renuncia. Presentaba sus respetos y su renuncia.

Jastrau se puso a silbar. Los bancos tenían un aspecto muy agradable bajo los árboles verdes que jalonaban la Vesterbrogade. En la terraza del Wivel había apenas un puñado de clientes. La tarde aún no había alcanzado su chispeante madurez.

No era una idea nueva, esa de la renuncia. Se le había ocurrido el mismo día en que consiguió el puesto de crítico principal de Dagbladet. Tal vez lo había comentado con algún compañero. «Me pregunto cuándo me darán la puñalada por la espalda». Creía haber pronunciado aquellas palabras en una ocasión. ¿No decían también algo de que un hombre de treinta años en un puesto tan destacado solía durar cuatro años? ¿No había sido él mismo quien, calmoso y cínico, había dejado caer ese comentario? ¡Seguramente! «Bueno, ¿cómo librarme de acabar con un puñal entre los omóplatos?». Sí, se lo había dicho a Vuldum. Y Vuldum no le había consolado, todo lo contrario. «Esos viejos de ahí arriba se dedican a volvernos a unos contra otros», había contestado.

¡Aquellos cuatro o cinco años! ¡Aquella incertidumbre!

Jastrau se detuvo en seco. ¡Qué bonito estaba el Tivoli! Con los caminos asfaltados llenos de gorriones.

¡Pero aquella idea! Saber, ver con claridad es una ventaja. ¿Quién dijo esa estupidez? ¿No era precisamente esa conciencia la que le había vuelto inseguro y estéril como poeta? Durante cuatro años no había producido nada. ¿No era precisamente esa conciencia de que un día sería sacrificado, como lo habían sido todos sus predecesores, la que había ido minándolo muy despacio? Era como conocer la fecha de la propia muerte. Al fin y al cabo, tenía mujer e hijo. Al menos entonces. Se había visto obligado a pensar en su subsistencia.

¿Y no sería también aquella incertidumbre la culpable de que ahora fuese a la deriva? ¿No sería la razón que lo empujaba a beber? Porque bebía, ¿no? Pero entonces sonrió con la misma sonrisa que se pintaba en su cara al bajar en la montaña rusa del Tivoli. ¡Alehop! Había muchas razones, ay sí, ay sí. Pero también había otra: el whisky sabía bien.

Sin embargo, todo eso carecía de importancia. Ya estaba decidido. Cómo había tomado esa decisión, no lo recordaba. De repente, se había abierto paso entre una densa maleza y se había encontrado al borde de un acantilado sobre el mar. ¿Era falso romanticismo? ¿Hans Christian Andersen: «La campana»? Pero él lo había sentido así. Lo sentía así. Dicho con palabras: «Atravesó silbando la plaza del Ayuntamiento bajo un sol brillante —ven, querido mes de mayo[32]— y subió a Dagbladet, donde presentó su bien justificada renuncia». ¿Bien justificada? Podía darles veinte razones.

Pero también podía, ahora, en este instante, a las dos y diez minutos, en esta esquina, a la puerta del café Paraplyen, cambiar de idea y seguir trabajando como crítico de Dagbladet.

¡Cómo se refleja en sol en un manillar niquelado!

Silbando de alegría y de melancolía, también de melancolía, atravesó la plaza del Ayuntamiento. Todos los edificios estaban hermosos, transfigurados. Qué bonito era todo. ¡El rojo de los ladrillos, el ayuntamiento, el Hotel Palads, el Bristol! ¡Los rojizos castaños! La plaza le resultaba tan acogedora como una sala de estar, su sala de estar. Se encontraba tan a gusto como una figura familiar que a diario atraviesa la plaza, alguien de Copenhague. Ahí va Jastrau, maldita sea.

¿También iba a renunciar a eso? No, aquel día no. Pero sí pronto. Y, al cabo de muchos años, volvería y lo miraría todo con extrañeza.

Le había cobrado afecto al edificio rojo en chaflán de Dagbladet. Hasta a las letras de la esquina. Eran unas letras claras, nada sentimentales. Hubo un tiempo en que las miraba con respeto. Ahora su forma no era más que un recuerdo, tan pronto. Lo notaba al mirarlas.

Y la puerta giratoria. Y la escalera, con su pasamanos pulido. Y la ventana con vistas al patio asfaltado, siempre atestado de bicicletas. Todos recuerdos parpadeantes.

Silbaba bajito. Quería que la melodía se embebiera de todas aquellas cosas por última vez. Tranquilo, entró en la redacción. Como un día cualquiera. La puerta del soleado despacho en chaflán de Iversen se había quedado abierta.

Sentado al sol, con la larga y legendaria espalda inclinada sobre su escritorio como si fuese a abrazarlo, con los brazos poderosos por encima de manuscritos y documentos, estaba él, susurrando con voz ronca al tablero de la mesa. Al menos esa era la impresión que daba, porque sostenía el auricular del teléfono de tal modo que podía descansar el torso mientras escuchaba o tosía unas palabras por la bocina. Su cráneo alargado y animalesco se recortaba nítido contra la luz. El bigote le colgaba, goteante.

Jastrau carraspeó, en pie junto a la puerta, y la enorme mano del director se apartó de la imponente mole del cuerpo como la cabeza de una serpiente y se agitó para imponer silencio.

Cuando terminó de susurrar la conversación, su cabeza resurgió por fin al completo, sus miembros se encogieron y él volvió a ocupar su asiento con su estatura normal. Los largos brazos y piernas adoptaron una postura más discreta.

—Pero, jui, jui, si es Jastrau, mi redactor literario —exclamó con un sobresalto cómico. Sus ojos carecían de brillo—. No habrá sucedido nada, ¿verdad? Trae un aire tan solemne, jui, jui, parece usted toda una delegación.

Jastrau dejó el sombrero sobre la mesa, se sentó, ceremonioso, y se apoyó en su bastón.

—¿Está enfadado? —preguntó Iversen con cierto humor.

—No, en absoluto. Pero vengo a presentar mi renuncia —enunció con precisión.

El director se inclinó un poco hacia delante como si quisiera observar más de cerca el fenómeno. Después se pasó la mano por los grandes bigotes colgantes y en su rostro se pintó la expresión de quien acaba de salir de debajo del agua.

—Caramba… —murmuró tras una pausa—. Me sorprende. ¿No es algo repentino? Para usted mismo, quiero decir.

—En realidad, no —contestó Jastrau. De pronto sentía que era una vieja decisión. Tomada en el mismo instante en que se hizo con el puesto, cinco años atrás.

—¿Está usted enfadado por algo?

—No.

—¿Es por el dinero?

—No.

—Caramba… Me sorprende. —El director agachó su cráneo alargado y se rascó la nuca—. Si ahora vienen los tres largos meses de verano en los que no tiene usted gran cosa que hacer —añadió esperanzado.

—Sí, con ellos contaba. Ya sabe, los tres meses de preaviso.

Jastrau estaba rígido. Por dentro resplandecía.

Iversen, por el contrario, se agitaba lentamente en el asiento. Le fastidiaba tener que ocuparse de aquel asunto.

—Pero el verano es muy largo —dijo de repente aferrándose abviado a aquella salida—. Pueden pasar muchas cosas.

—No servirá de nada.

—¿No?

—No, porque para septiembre ya me habré hundido, y si luego llega la temporada de otoño, con todos esos libros, no… —Jastrau sacudió la cabeza para ahuyentar un presentimiento.

—Es extraño —replicó Iversen lánguidamente.

—Prefiero cortar ahora y no echar a perder todo lo que he publicado hasta la fecha con un trabajo de mala calidad. Por lo que he escrito hasta hoy siento que puedo responder —se apresuró a explicar Jastrau.

—Sí, sí que puede —contestó el director amablemente.

Le habían salido ojeras. Siempre le salían cuando se conmovía durante un discurso, y a Jastrau le inspiraban la mayor de las desconfianzas. Con eso y con todo, sus propios ojos empezaron a parpadear. ¿Lágrimas?

—Sí, su trabajo le honra y mucho —dijo el director, lento y distante, con esa voz arrastrada que toda la redacción insistía en imitar.

Su tono era tan sincero que los ojos de Jastrau parpadearon con más fuerza.

—¿Y si se tomara un año de excedencia? —insistió con suavidad.

Jastrau se irguió. Había oído rumores de que Iversen pensaba retirarse en el plazo de medio año, y aquello vino a reforzar su decisión.

—No, no serviría de nada.

—Es extraño. O sea, que insiste en irse… ¿A quién voy a poner en su lugar?

—Eso yo no lo sé. No tengo la menor idea.

—Pues me haría un gran favor si se le ocurriera algo —dijo el director con gesto serio.

—No me parece bien ser yo el que decida quién va a ser mi sucesor, no me parece bien —fue la firme respuesta.

—Ojalá lo hiciera. —Sonaba fatigado. Los ojos sin brillo del director se posaron en él, afables, más oscuros que nunca, hondamente humanos—. Ojalá lo decidiera usted todo. Más no puede pedimos. Llegamos hasta donde podemos. —Y abrió las palmas de sus enormes manos con triste ironía—. Además, me haría un gran favor.

Jastrau sonrió.

—No puedo colocar a un hombre en mi puesto y después echarlo a la calle si algún día me conviene volver a ser normal.

El director se pasó de nuevo la mano por el mentón.

—Bueno, a mí no me molestaría que lo hiciera usted, jui, jui. —En el rostro del anciano brilló una astucia cómica—. Debería pensárselo, tal vez después quiera quedarse. ¿Qué me dice?

Parecía satisfecho. La decisión quedaba en la incertidumbre, y aquello le convenía.

Sin embargo, Jastrau hizo acopio de fuerzas y se lanzó:

—No, para septiembre ya habré tocado fondo.

—¿Es posible predecir algo semejante? —preguntó Iversen arrastrando las palabras sin llegar a comprender—. Y, en tal caso, me parece realmente triste.

—Es algo por lo que tengo que pasar —replicó Jastrau, cantarín—. Y, mientras tanto, no serviré para gran cosa.

La actitud de Jastrau no podía ser más despreocupada. Había cruzado una pierna sobre la otra, ya no necesitaba apoyarse en el bastón.

—Sí, es realmente triste… asistir a algo así —insistió Iversen con aire grave—. Y yo que creía que iba usted para arriba, no para abajo.

Jastrau frunció el ceño.

—Claro, como dicen que frecuenta mucho la Stenosgade, para ver a los católicos…

—Eso no es cierto —replicó Jastrau, categórico.

—Pues es extraño —dijo Iversen con aire ausente—. ¿No era usted? Entonces sería otro. Uno está aquí, como un padre, escuchándolos a todos, y al final, con la vejez, acaba confundiendo unas cosas con otras. Pues yo creía que sí. Y lo habría entendido, mucho mejor que eso que dice usted de hundirse en septiembre así, como quien dice el jueves me voy a Krejme[33] jui, jui.

Sonrió, pensativo, meneando la cabeza.

—Por cierto, ¿ha oído usted que los campesinos ahora quieren que se llame Krejme porque así lo dicen ellos? Jui, jui —añadió.

Jastrau lo observaba en silencio.

—Krejme —repitió Iversen perdido en una sonrisa.

A continuación, se levantó, fue, encorvado, hasta un mueble, abrió un cajón y sacó una hoja.

—De modo que quiere presentar su renuncia —murmuró inclinado sobre el cajón—. Pues lo lamento de veras. Sinceramente, me da mucha pena.

De pronto, olvidó el papel y echó a andar despacio hacia la ventana en chaflán con vistas a la plaza soleada y bulliciosa.

—Qué bonita está hoy. —Su larga figura permaneció en pie junto a la ventana, vencida hacia delante, con las manos en los bolsillos—. Siempre lo está. ¡Venga a ver, Jastrau!

Jastrau se levantó. Sabía que era una cortesía enorme que el director se dignara compartir sus vistas con un empleado. Asomarse a la ventana junto a él era como salir a un balcón con el jefe del Estado.

—Me gustan mucho estas vistas —continuó Iversen lenta y cordialmente, entregado a su monólogo.

Jastrau permanecía a su lado.

—Nunca me canso de ellas. Muchas veces me quedo aquí pensando que un muchacho pobre, sí, fíjese, ahí viene uno, doblando la esquina, ese de las angarillas, pues pienso que tal vez un día él ocupe mi sillón. Vea, nos está mirando, ji, ji. Sí, ahora soy yo el que está aquí. Tal vez lo recuerde un día.

Hablaba con emoción, pero era muy capaz de recurrir en cualquier momento al refugio de la ironía. A Jastrau, sin embargo, cuando el director le pasó el brazo por los hombros y apoyó en él su corpachón huesudo, sus palabras le parecieron graves, trascendentes. ¿Era un ser humano que se abría ante él?

Fue un momento extraño, vacilante. Jastrau siempre recordaría la plaza tal y como la estaba viendo en ese instante, a sus pies, una superficie suave y blanquecina sesgada como un mar visto desde un acantilado, y recordaría la oscura línea transversal del torrente humano que de la Vesterbrogade bajaba hacia Strøget, el movimiento continuo, todas aquellas mujeres claras, luminosas. Y, de pronto, el director alto y encorvado de los ojos sin brillo y aquella plaza rebosante de vida se fundieron en una sola imagen, el periodismo, lo más vivo de todo, aunque con una mirada desfallecida y decepcionada.

—Sí, yo fui un chico como ese. Y ahora estoy aquí. Pero ¿por cuánto tiempo? Me lo pregunto a menudo.

Había algo ingenuo en el tono de Iversen cuando se ponía filosófico. Una chabacanería detrás de otra en abrupta sucesión. Cuando estaba conmovido, se parecía a su público.

—Sí, ¡la muerte! Nos hacemos viejos, Jastrau. —Bajó la vista hacia él—. Pero, estando tan decidido a hundirse le cueste lo que le cueste, debe usted de ser muy joven. ¡Jui, jui! Se ve que no piensa mucho en la muerte. Otros la recordamos constantemente. Por cierto, que a veces puede resultar cómica —ahogó una risita, poniéndose así a salvo de su propia emoción—, aunque sea tan trágica —añadió para asegurarse—. Ayer, sin ir más lejos, recibí la visita de H. C. Stefani, usted lo conoce, de luto y con floshat[34] Su mujer era noruega, y allí lo llaman floshat.

Jastrau se crispó bajo el peso del brazo de Iversen. ¿Es que no iba ni siquiera a poder renunciar a cinco años de su vida en paz? ¿Acaso iba a proyectar de nuevo la existencia de Steffensen una sombra en su camino? Intuía lo ocurrido.

El director prosiguió. Liberado de tristes pensamientos, repuso fuerzas con una anécdota.

—Yo la conocía bastante bien, una mujerona enorme… «Le sienta a usted muy bien el floshat», me dijo una vez que coincidimos en un gran funeral. Allí en Oslo lo llaman floshat. Pero el caso es que ayer subió Stefani. Completamente trastornado. Su mujer había muerto. La traía consigo, metida en una urna. Y la había dejado en el vestíbulo, en un bolsito de mano.

Se quedó largo rato con la mirada perdida.

—Hay que ver cómo lloraba. Por un bolsito.

La madre de Steffensen había muerto. Jastrau la veía como una gran sombra negra de toscos contornos. Pero ¿por qué esa sombra en medio de un momento de claridad? ¿Es que no iban a dejarle vivir su vida a su aire? Una vez presentada su renuncia, ya no tendría que pensar en nadie más.

—Juis. Sí, es bastante cómico cuando se conoce a Stefani… más a fondo. Cada vez que veía unas faldas se metía en líos, y ella era muy celosa, por lo que cuentan. Una mujerona noruega y, para colmo, celosa. Aunque esta vez la traía en el bolsito, tre bian. Y lloraba. Me dio muchísima lástima.

Jastrau se movió.

—¿Se marcha ya, Jastrau? —preguntó el director—. Bueno, pero entonces quedamos en eso: se lo piensa mejor. Es usted muy impulsivo, Jastrau.

Jastrau lo miró. Una sonrisa aniñada asomaba por debajo del bigote.

—No, presento mi renuncia hoy.

El director se inclinó ligeramente. Volvía a tener ojeras.

—Siempre ha sido usted una persona honesta. Me parece una tontería por su parte esa insistencia suya en hundirse. Más le valdría viajar un poco y volver convertido en un gran hombre. Pero también es honesto estar dispuesto a marcharse antes que escribir cuatro porquerías. Je. De eso ya andamos sobrados. Je.

Jastrau sonrió tímidamente. Parpadeaba de nuevo.

—Yo ya me despido —dijo.

—¿Tiene que ser ahora mismo? Supongo que no hará falta ponerse tan ceremonioso, ¿no? Aún nos quedan tres meses para estrecharnos la mano. Bueno, adiós. —Y agitó la mano con gesto socarrón.

Jastrau se inclinó a modo de saludo y salió del despacho, conmovido.

—¡Ah, por fin! —exclamó un periodista que llevaba un buen rato esperando en el vestíbulo. Era Gundersen, con sus gafas oscuras y sus labios de negro—. Menuda charla has tenido con Rhinoceros… ¿De qué humor anda?

—Excelente —rio Jastrau—. Nos hemos pasado un rato mirando por la ventana con lágrimas en los ojos, los dos.

—Estupendo. Entonces, allá voy.

Y Gundersen llamó a la puerta abierta.

Jastrau siguió su camino. La sensación de invulnerabilidad lo colmaba de tal modo que no quería hablar con nadie y, silbando, se marchó despacio.

Una sonrisita asomó a sus labios. Adiós. Adiós. Al bajar las escaleras se encendió en su interior la brillante convicción de que ahora podría hundirse tranquilamente. Ya había empezado el descenso. Adiós. Adiós.

La madre de Steffensen había muerto. ¿Debía decírselo? No, ¿por qué? Ahora todo avanzaba con suavidad. ¿Hacia dónde? ¿Hacia abajo? Había movimiento.

Una vez en la acera, sintió una abrumadora necesidad de darse una recompensa. Se lo había merecido. ¡Desde luego! Y, por supuesto, giró a la derecha y entró en el Bar des Artistes.

El local estaba oscuro, desierto. Ni un alma. No pasaban de las tres.

El portier rojo se deslizó tras él y le cerró el paso al sol con un susurro apagado. Bruscamente, el día avanzó muchas horas y anocheció. Al fondo, el gran muestrario de botellas y vasos y la barra de latón parpadeaban como el misterioso laboratorio de un alquimista.

El camarerito había apartado el portier de la salida que daba al patio y se desternillaba de risa.

—Venga, señor Jastrau… Tiene que ver esto —dijo ahogando una carcajada—. Le están sacando una muela al señor Kjær.

Jastrau fue a echar un vistazo, y en el patio descubrió a un caballero grueso con un elegante traje verduzco que ejecutaba una danza extraña y solitaria. Sus movimientos recordaban los de un títere averiado que solo puede patalear con una pierna.

—¿Qué está usando, Arnold?

—Unas tenazas, claro. Hemos encontrado unas viejas y oxidadas.

En ese momento, Jastrau vio al sempiterno Kjær echar atrás la cabeza como si contemplara con desesperación el pequeño cuadrado de cielo azul al tiempo que daba unos saltitos a la pata coja.

Jastrau y el camarero rompieron a reír.

De repente, Kjær dio media vuelta y agitó triunfante unas tenazas.

—¡Eureka! —exclamó sudoroso al entrar—. ¿Habíais visto alguna vez una muela semejante?

Sostenía una cosa negra y ensangrentada de la que asomaban tres raíces torcidas.

—¿Por qué no has ido al dentista?

—¡Qué dices! —exclamó Kjær con un ademán asustado—. No habría sabido llegar a ninguno; y, de haberlo conseguido, luego no habría sabido volver aquí. Ni que fuera un explorador.

Se sentó a la mesa redonda y observó la muela a cierta distancia con aire filosófico.

—¿Quieres verla, Jazz? Tiene cara.

Y se la tendió a Jastrau.

—¿Te das cuenta? Se parece a mi abogado.

Jastrau, que se sentía ciego, meneó la cabeza.

—Eso es porque aún no te has tomado tu cóctel Lundbom. Arnold, que sean dos.

Y, lanzando un suspiro, clavó sus nebulosos ojos azules en Jastrau.

—¿A qué obedece ese aire tan alegre y falto de talento que tienes hoy?

—Ah, he estado luchando a brazo partido por mi derecho a hundirme… y he ganado.

El cuerpo entero de Kjær se agitó en una muda carcajada.

—Qué bobadas… —rio—. Hundirse es totalmente imposible, Jazz. Antes te mueres. Es igual de difícil que irse a Canadá. P. el Chico ha vuelto a vender su billete. Se ha quedado atascado en Esbjerg.

Kjær sacó un sobre azul.

—Escucha: quiere que yo, o el camarero aquí presente, le prestemos dinero para volver. Creo que vamos a hacerlo. Nos echa de menos, animalito.