CAPÍTULO CUARTO
Dos días después, Jastrau almorzaba en el restaurante del hotel. A través de las cortinas veía el angosto patio del establecimiento e intuía el parpadeo del sol arriba, entre los tejados, pero lo que llegaba hasta él no era más que un resplandor pálido y enfermizo. Desazonado por las eternas vistas al cortafuegos, se frotaba las manos nerviosamente con la servilleta.
Le resultaba casi imposible quedarse quieto. Aguardar la llegada de un nuevo plato era insoportable. Habría sido capaz de destripar la miga de un panecillo por pura impaciencia.
Se llevó el aguardiente a los labios con gran cuidado. A pesar de su cautela, el aguardiente se agitaba. Eran las manos. Imposible mantenerlas firmes. Estiró un brazo y observó la mano durante largo rato, treinta segundos. Temblaba.
Necesitaba otro aguardiente.
Al parecer, Kjær aún no se había levantado. Lo echaba de menos. Le parecía que era la única persona que conocía. La única. Y por lo visto, ambos llevaban la misma dirección. Pero Kjær tenía una fortuna que administraba un hombre de leyes, un dolor de muelas. Hundirse cuesta dinero. ¿Hundirse?
¡Bobadas! Los tres meses de paga de Dagbladet habían volado. En su mayor parte, con destino a la pensión alimenticia. ¿Y el resto? ¿Y si contaba el dinero? No puedo matarme a fuerza de beber porque tengo que estar sobrio para ganar el dinero que necesito beberme. No puedo beber porque tengo que estar sobrio para poder beber. ¿O cómo era? Parecía un aforismo. Pero un aforismo no es bueno hasta que la frase larga se repliega como un catalejo. El aquavit es una medicina. Cerró los ojos mientras, de nuevo, apuraba el vaso.
—Tiene una llamada, señor Jastrau.
Un camarero se inclinaba ante él con sonrisa cómplice. Claro, la noche anterior. Sí, sí. Había pasado por el restaurante, y en aquel estado. ¿Quién le habría visto? ¿Qué habría dicho? La sonrisa del camarero era más que elocuente. Ah, vivía inmerso en un mundo de sonrisas de camareros; las tenía muy próximas; no podía espantarlas con tan solo sacudir la servilleta. ¡Mosquitos! Eran las mismas sonrisas que revoloteaban zumbantes en torno al sempiterno Kjær, condescendientes, cómplices, íntimas, compasivas, monitorias.
—Una llamada. ¡Gracias! —contestó levantándose.
Pero ¿quién le llamaría? Se detuvo en mitad del local desierto. Un francés de pobladas barbas blancas se limpiaba la boca con una servilleta. Era el único cliente del restaurante, un viajante de vinos de Burdeos. Se dijeron mutuamente: Bon jour, monsieur! Lo hacían en cada almuerzo. Después rieron: «¡Jeje, jeje!».
El mundo volvió a quedar desierto y en penumbra mientras el sol brillaba en la calle, tras las cortinas. ¡Siempre tras las cortinas! Viandantes, bicicletas, automóviles, tranvías, destellos fugaces. ¿Quién le llamaría? Podía ser la señora Luise. No había vuelto a tener noticias suyas. ¡Extraño! ¿Todo se pierde?
¿Qué es una experiencia? El restaurante, el bar, el sempiterno Kjær se repetían, la penumbra, la música del gramófono, el sabor en la boca a moneda de cinco céntimos, el hastío de whisky —que, sin embargo, a diario desaparecía—, todo aquello volvía incesantemente. Era la corriente, el río. Seguramente sería la señora Luise. Y si no era ella, ¿quién? Una voz desde la orilla mientras pasa uno flotando a la deriva.
¡Flotando! ¡Flotando! ¡Flotando! Ya pararía solo. Tenía que escribir un artículo para ganar dinero. Ahora. Hoy. No, no… mejor mañana. Pero ya pararía solo.
Se sonrió con picardía. Socarronas, llaman a esas sonrisas. Porque aquella decadencia tenía que cesar automáticamente. Lo sabía en lo más hondo de su ser, era el más pícaro de sus secretos.
Empuñó el teléfono.
—De profundis clamo —se oyó decir con voz grave.
—¡Qué demonios! —A Jastrau le faltó poco para dejar caer el teléfono.
—Soy yo, que llamo desde las profundidades. Vuldum.
—¡Ah, vaya! —replicó Jastrau con gesto cansado. Otra vez lo del cristal de la Stenosgade.
—Me ha parecido muy inteligente de tu parte, Ole —prosiguió el otro sin más preámbulos—. Te has apeado a tiempo.
—¿Hablas en serio?
Al fin Vuldum lo sabía. La redacción estaría al rojo.
—Pero podrías haberme avisado. —En su voz resonaba un leve eco indignado—. Tal vez habría podido impedir que tu sucesor fuera una completa nulidad. Nunca se sabe. Un don nadie, quizá.
—Puede que tengas razón, Vuldum —contestó Jastrau algo embotado.
—Admitirás que revela cierta falta de compañerismo por tu parte, ¿no? —Parecía apenado por Jastrau.
—Sí.
—Es bueno conocerse a uno mismo —rio Vuldum—. Y ahora que lo admites, tal vez admitas también que le debes una disculpa al padre Garhammer. Sé que ya tiene la factura del cristalero, por el famoso cristal; son cuatro o cinco coronas, una minucia.
—¿Van a obligarme a entonar un mea culpa? —preguntó Jastrau risueño.
—No, Ole. Solamente a hacer gala de un mínimo de cortesía. Al fin y al cabo, fui yo el que tuvo el honor de presentaros.
—Parece que te interesa mucho este asunto.
—O que me interesas tú, Ole. Sé que el padre Garhammer te ha estado esperando todos los días. Recibe a las cuatro.
La voz de Vuldum era suave e insistente.
—Deberías pensarlo, Ole. Comprenderás que a mí me da lo mismo.
Quiere obligarme a que vaya, pensó Jastrau al colgar. ¡Obligarme a mí! Quieren humillarme. En la Stenosgade. Que me arrastre. Que me siente en el locutorio y me arrastre humildemente. ¿Una práctica de confesión? De profundis clamavi ad te, domine! Un pecador arrepentido que paga un cristal roto. Pero antes Vuldum hablaba de una ventana. ¡Y en cambio las malas lenguas…! Seguro que las malas lenguas lo habían convertido en una vidriera coloreada y con entramado de plomo. Pero ya era un cristal de nuevo. Cuesta abrirse paso hasta el reconocimiento de la verdad.
De nuevo en el restaurante, Jastrau alcanzó a verse en un espejo alto, de cuerpo entero: la chaqueta ajustada, los pantalones de cuadros claros, músico negro de jazz o marmitón de permiso en tierra. No estaría mal tener una imagen de uno mismo visto desde fuera. Tal vez fuese una fuente de informaciones fundamentales. Aunque ahí estaban esos espejos cóncavos del Tivoli. Tan pronto eras gordo y redondo como largo y espigado y con cara de asceta, tan pronto tenías unos zancos eternos y un cuerpecillo chato como el torso estirado y unas patitas cortas de tejón.
¿Serían todos espejos cóncavos?
¿Cómo se reflejaría en el cerebro de la mujer que estaba al otro lado del mostrador, tras la palmera de plástico? El local era tan oscuro que habían encendido la luz eléctrica. Y allí estaba ella, gruesa y pálida entre los vapores de la comida, sonriendo con clemencia. Y ¿cómo se reflejaría en Anna Marie? ¡Los espejos del Tivoli! ¿Le tendría a Steffensen tanto miedo como le tenía él?
¿Y en la señora Luise?
Al oír unos pasos veloces y enérgicos por el local, se volvió, intranquilo. Era un hombrecillo moreno con un elegante abrigo de color claro. Llevaba el sombrero en la mano, que le colgaba.
—Ah, estás aquí… Y ya con el aguardiente. Ja, ja.
Jastrau se puso blanco como un cadáver y, al encontrarse con una sonrisa emotiva y radiante, sintió vértigo.
—Buenos días, Kryger —saludó con voz ronca.
Pero Kryger, impasible, se sentó en una silla frente a él sin quitarse el abrigo y dejó el sombrero en una mesa libre.
—Es que voy con mucha prisa. Camarero, una cerveza. Sí. Nada de comer. No. ¿Cómo te va, Jastrau? De mil demonios, supongo.
Jastrau observó sus manos fuertes, sus muñecas duras y sus puños relucientes. Con aquellas mismas manos acariciaba a la señora Luise; y a muchas otras mujeres, a muchas.
—Los restos de un naufragio nunca sufren —contestó—. Se deslizan. Ceden a la resistencia.
—Caramba, ¿estamos de funeral? No va mal con la luz que tienen aquí. —Se inclinó sobre la mesa con aire confidencial—. Por cierto, Luise te manda recuerdos. Le caes simpático.
Jastrau no tuvo más remedio que mirarle a los ojos. Eran negros y cordiales. Una amplia sonrisa brillaba en ellos.
—Es mutuo —replicó.
—Oye, tienes una pinta espantosa —continuó Kryger acercando más la silla a la mesa—. ¿Has soltado todas las amarras?
—Si quieres llamarlo así, sí.
Kryger llevaba una corbata impoluta redondeada por los bordes.
—¿Tu matrimonio?
—Sí.
—¿También el niño?
—Sí.
Al parecer, nunca se abrochaba el botón de arriba del chaleco.
—También Dagbladet, por lo que me han contado.
—Sí.
—¿Y piensas dedicarte a escribir por tu cuenta, a crear?
—No.
Kryger tenía muy poca frente. Era extraño mirarla. Una suave protuberancia asomaba sobre cada ojo, el arranque de los cuernos.
Pero Kryger se recostó, buscó los ojos de Jastrau y descubrió los dientes en una amplia sonrisa irónica.
—¿Qué piensas hacer entonces? ¿Beber?
Jastrau se apresuró a apartar la mirada. Se sentía a disgusto ante tan insistente cordialidad. Kryger estaba tan reluciente que hacía daño a la vista. Qué extraño que la señora Luise…
—No deberías vivir aquí. Lo único que hace es echarte a perder —prosiguió el otro sacando dos cigarros—. ¡Toma! Deberías venirte a vivir conmigo. Tengo un diván en el despacho.
—¿Tienes un diván? —preguntó Jastrau lentamente. Tres figuras negras como tres ramas de un mismo tronco. Tres rostros que escupían. El principio del mal. ¡Qué locura! ¿Me quieres? ¡Dilo! ¡Dilo! ¡Ah, eres un bárbaro! Barbudo.
—Lo preguntas como si no lo creyeras, Jastrau.
—Sí, claro que me lo creo —replicó él, plomizo, sin poder apartar la vista de las manos de Kryger.
—Te encuentro, por decirlo suavemente, un poco ausente. ¿O es que tienes resaca?
Kryger no era un estúpido, a Jastrau le constaba. Pero ¿sería posible? ¿Tan fácil resultaba sentirse superior a una persona? ¡Solo con engañarla! Y ya estaba, ya era uno superior. Tenía la última baza. Jastrau lo miró directamente a los ojos.
—Tienes mirada de loco, Jastrau.
—Sí, he bebido bastante de un tiempo a esta parte —admitió Jastrau. Sin dejar de mirarle a los ojos. ¡Qué sencillo era!
—¡Pero, hombre, esto no puede seguir así! —exclamó Kryger. Luego cortó con esmero, casi con crueldad, la punta de su cigarro y sopló para eliminar el polvo.
Los ojos de Jastrau volvieron a deslizarse por su frente y sus hermosos cabellos lisos de una negrura azulada.
—¿Qué piensas hacer, entonces? —se interesó Kryger.
—A veces imagino que tengo una meta filosófica. He intentado llegar a lo que subyace bajo las opiniones, mis propias opiniones —explicó Jastrau—. He intentado ver qué había.
—Ya, y has encontrado sexo y dipsomanía, ¿me equivoco? —rio Kryger mientras encendía el cigarro—. ¿Estás enamorado?
—No —respondió Jastrau con una sonrisa; y de pronto tuvo valor. Se sintió estimulado. Era como afinar un instrumento—. Yo solo podría enamorarme de tu mujer.
—¡Caramba, caramba! —replicó Kryger con los ojos muy abiertos. Un destello. Luego sonrió lleno de ironía—: En realidad, Jastrau, yo creo que no sabes amar. Siempre he estado convencido.
—Ah, ¿no? —preguntó Jastrau alerta con una carcajada repentina y desesperada—. Pues, en realidad, tienes razón, Kryger.
El otro asintió con gesto comprensivo.
—Para mí las mujeres se dividen claramente en dos grupos: a las que se ama y a las que se venera —prosiguió Jastrau. Sentía la necesidad de mostrarse crudamente sincero con aquel hombre al que había traicionado; de desnudarse, confesar, ser desconsiderado, pero, al final, salir bien librado—. Hay magdalenas y hay vírgenes, y para mí es imposible fundirlas en una sola.
—Pero has estado casado, ¿no es así? —preguntó Kryger de pronto.
Jastrau asintió.
—¿Y por qué te divorciaste?
—La verdad es que no lo sé. ¿Fui yo el infiel o fue ella? —Jastrau tenía la mirada perdida. Luego añadió—: Echo mucho de menos a mi hijo.
Kryger se había sacado el cigarro de la boca y silbaba.
—¿Y tu madre? —preguntó.
—¿Esto qué es, un tercer grado? —replicó Jastrau malhumorado.
—No, no —se disculpó Kryger afablemente, casi con ternura—. Perdona, chico, perdona. Estaba dándole vueltas y se me ha ido la mano. No quería hacerte daño. Si hay algo que no quería es hacerte daño. No he venido a eso, mi queridísimo estúpido.
Afectuoso, ladeó la cabeza y le lanzó una mirada llena de camaradería. Tenía los labios sensibles y alargados, suaves como los de una mujer.
Jastrau, sin embargo, apoyó la cabeza en la mano y clavó la mirada en el mantel, al borde del llanto. Llorar le habría aliviado. Pero ¿habría sido algo más que unas lágrimas de alcohol, un dolor de cabeza y un remordimiento indigno? Además, era el día en que se proponía ir a la Stenosgade. De profundis clamavi! De profundis clamavi! Tenía que acabar con ello de una vez por todas, quitárselo de encima. ¿Cuándo había tomado esa decisión?
Se pasó la mano por la cara y se incorporó con una mueca llena de desdén. ¡Había que hacerlo!
—También he venido por otra cosa —lo abordó Kryger sin más rodeos. Volvía a ser el hombre impoluto que pasaba a la carga—. ¿Te gustaría ser secretario del profesor Geberhardt en Berlín?
—¿Secretario? —Jastrau se enderezó de un salto.
Kryger asintió.
—Hasta donde yo recuerdo, sabes taquigrafía. Recuerdo haber visto los signos en uno de tus borradores.
Jastrau suspiró.
—Sí, es cierto, pero eso no me convierte en licenciado en Ciencias Políticas, y así, ¿de qué le sirvo a Geberhardt?
—Todo eso ya lo sé —replicó Kryger cortante—. Pero mantengo correspondencia con Geberhardt y, en su última carta, me pidió que le consiguiese un secretario. Esta noche pienso telefonearle a Berlín para organizarlo todo. Tienes que salir de esta maldita ciudad. Eso es lo fundamental.
Jastrau lo miró con la sonrisa cansada. Qué magnanimidad tan conmovedora por parte de Kryger… ¡Si pudiera rechazarla! ¿Sospecharía algo? ¡Si pudiera rechazarla!
—Existen ciertos inconvenientes —objetó.
—¿Cuáles? —Y Kryger mostró los dientes.
—Mi puesto en Dagbladet. Todavía no han pasado los tres meses.
—De eso me encargo yo. Tú ante todo debes irte de la ciudad. No tengo más que sugerírselo a Iversen. ¿Tú crees que al periódico le beneficia que deambules por ahí en este estado?
—O sea, que hay que mandarme al destierro —dijo Jastrau desabrido con los ojos entornados y un aire suspicaz.
—¿Algún obstáculo más?
—Sí, montones. No sé orientarme en Berlín.
—¡Bobadas! —exclamó Kryger—. ¿Llevas con qué escribir? Te daré la dirección del profesor Geberhardt.
Jastrau rebuscó en la cartera y en los bolsillos. Llevaba el pasaporte, como de costumbre, y la póliza de incendios.
—Puedes anotarla ahí —dijo pasándole la póliza por encima de la mesa—. También puedes hacer dibujos. Y decorarla. —Se echó a reír.
Tras examinar la póliza, Kryger anotó en un margen las señas del profesor. Landauerstraße, 4. Berlín-Wilmersdorf.
—Si la usas como agenda, puede quedar muy bonita. Bueno, ya no hay más obstáculos, ¿verdad?
—Sí, montones. ¿Qué me dices de mi separación? Aún no se ha solucionado.
—Eso déjamelo a mí, con el abogado y todo. Lo único que hace falta es que salgas de esta ciudad destructora.
—¿Y tú cuándo te has vuelto un moralista? —preguntó Jastrau, haciendo un guiño al mujeriego periodista.
—Eso, en realidad, no viene al caso —contestò el otro con una sonrisa. Se mostraba impasible, aplomado e insistente. Mantenía muy derecho su cuerpecillo menudo dentro del amplio abrigo claro—. Supongo que ahora no habrá más obstáculos. Esta noche o mañana dejo recado al conserje y tú corres de cabeza a tomar el expreso que sale rumbo al sur. No te vendrá mal un poco de política, unas nociones acerca de la estructura del capitalismo. ¿No te parece igual de importante que esa corriente mágica de la poesía reciente?
—Igual sí, pero no más —replicó Jastrau.
Kryger esbozó una sonrisa irónica.
—Pues así lo dejamos, Jastrau. Me marcho, que voy con prisa.
—No puedo pagar un viaje a Berlín —protestó Jastrau; presentaba, burlón, un nuevo impedimento.
Sin embargo, Kryger sacó la cartera con un movimiento rápido y la estampó en la mesa.
—Eres de fiar en cuestiones de dinero, así que aquí tienes cien coronas.
Jastrau aceptó el billete, lo dobló con aire ausente y se lo guardó en el bolsillo del chaleco.
—¿Por qué te has vuelto tan filantrópico? —preguntó no sin cierto desdén.
—Me fastidia ver naufragios, por decirlo en tu lenguaje —se apresuró a responder el otro—. Ahora me marcho. ¿Por qué no me acompañas y vas ahora mismo a Bennett a comprar el billete?
Salieron juntos.
Jastrau no acababa de tomarse en serio a Kryger. La víctima. La noble víctima. Miraba su figura menuda y elegante por encima del hombro y se sonreía ante su actitud autoritaria.
Cuando Kryger se volvió un momento al paso de dos empleadas que llevaban la cabeza descubierta y las contempló embelesado, Jastrau no pudo sino echarse a reír. Kryger llevaba el sombrero bien encajado en la frente. Las dos protuberancias, las raíces de la cornamenta, quedaban bien ocultas.
—Me cuesta creer que seas buena persona, Kryger —aseguró Jastrau riendo todavía.
—Aquellas setenta y cinco me las devolviste —replicó el otro.
—¿Y te sorprendió?
—No estoy familiarizado con ese tipo de experiencias. Pero ahí está Bennett. Adiós y buen viaje.
Estaban en la esquina de Strøget, en medio del gentío.
—¿Tengo que darte las gracias, Kryger? —preguntó Jastrau en un rapto desesperado de cordialidad. No se atrevía a mirarle porque sentía el centelleo de las lágrimas en los ojos. Era todo inútil, falso. Había que actuar con firmeza. En un destello lloroso, vio la figura elegante de Kryger, con su sonrisa amplia y emotiva, su mirada cálida—. Hasta luego, chico. ¡Y recuerdos a tu mujer! —añadió. ¿Era desdén? Apenas dicho, se arrepintió. Era como un tajo, el resplandor de un cuchillo en la bruma soleada que envolvía a la multitud.
Una mano se agitó. Kryger desapareció. «¡Buen viaje!». El eco de aquellas palabras aún resonaba en el aire. Un gran ómnibus dobló la esquina, rugiendo. Todo quedó engullido en el movimiento. Jastrau entró en la agencia de viajes.
Un joven se aproximó desde el otro lado del mostrador. El billete a Berlín. ¿Podía comprarlo con aquel dinero, un dinero prestado por aquel hombre, Kryger? Él mismo al que había despedido con una patada llena de desprecio. «Y recuerdos a tu mujer». Porque, aunque Kryger no había llegado a sospecharlo, había sido una patada en toda regla. ¿Por qué había añadido ese comentario burlón? «Y recuerdos a tu mujer». ¿Simple cortesía? Kryger era tan menudo y tenía tanto aplomo… Era noble. Se había ganado a pulso aquella patada invisible en el trasero. Pero, en fin, nadie podría obligarle a viajar a Berlín con el dinero de ese hombre. Se lo devolvería, sí, señor. Pero antes iría a la Stenosgade, derechito al asunto, acabaría con ello de una vez por todas, y luego de vuelta al hotel, a escribir un par de artículos, colocarlos, cobrarlos y luego… y luego…
No había peligro alguno de tropezarse con Kryger. Había desaparecido entre la multitud por las aceras de Strøget.
Jastrau abandonó de inmediato la agencia de viajes, se dirigió a la parada de taxis y subió a un coche con rumbo a la esquina de la Vesterbrogade con la Stenosgade. Se recostó en el asiento y empezó a silbar. Había que acabar con ello. La velocidad del vehículo lo traspasaba como un estremecimiento acariciador. Mujeres por la acera. Siempre mujeres. El sol reclamaba rostros hermosos, figuras hermosas.
De profundis clamavi. Pero ¿dónde se hallaban esas profundidades? Mientras haya caras bonitas a la vista, un rayo de sol rozará las profundidades. Caramba, una muchacha increíble por la acera, flequillo negro y ojos de Asta Nielsen[44], un destello. Pero debía bajar del coche e ir a pagar aquel miserable cristal hecho añicos para que sus impulsos católicos acabaran en un mezquino pedazo de papel, una cuenta saldada.
Ojalá tuviera ya aquella cuenta en su poder, en la cartera. ¡Todo pagado! ¡Todo pagado!
En la esquina de la Stenosgade se apeó de un salto y corrió hacia el edificio rojo.
De repente, sin embargo, fue como si el sol se ocultase tras una nube. Apretó el paso, dejó atrás la iglesia y llegó hasta la Gammel Kongevej. Era una humillación, y se estaban aprovechando conscientemente, obligaban a un pagano a confesarse. No podía. No quería. ¡Pero las llamadas constantes de Vuldum no dejaban de zumbar en torno a él! Tenía que huir de ellas como quien huye de avispas. Si se fuese a Berlín, las cosas serían distintas. Podría haberse marchado. Pero no iba a hacerlo. Kryger recuperaría sus cien coronas. No iba a ser Kryger quien lo ayudara, eso desde luego. Sería demasiado rastrero. No le quedaba otra salida que volver a aquella iglesia católica y pagar ese cristal.
De nuevo, recorrió la calle, esta vez por la acera contraria. Se detuvo a contemplar las ventanas apuntadas con sus cortinas de blonda, paseó la mirada por la iglesia con sus puertas cerradas. ¿Por qué habrían tenido que encaramarse a la reja y quedarse dando tumbos frente a la puerta como sombras diabólicas Steffensen y él? Sombras, impulsos que habían roto en espuma contra los muros del templo dejando que la resaca arrastrase de vuelta un papelito, una cuenta. Conocía sobradamente esas olas sucias e impuras llenas de papelitos.
Tras el cristal de la puerta apareció una cara pálida. Sus ojos oscuros se detuvieron un instante en él y después continuaron calle abajo con indiferencia.
Jastrau se sintió acechado; sin embargo, permaneció inmóvil contemplando la alta torre de la iglesia. La cara se había esfumado.
Después, retrocedió un trecho y echó a andar de un lado a otro por la acera opuesta.
Tenía la sensación de que seguían espiándolo. Los cristales tenían miradas atentas. Volvió a entreverse la cara tras los visillos del locutorio. Los ojos negros seguían sus pasos. Seguramente sería el portero. Pero, al parecer, el portero se había sentido descubierto, porque no tardó en quedar completamente visible. A continuación, colocó con mimo los visillos, levantó la vista hacia el cielo como si le interesara el tiempo y dejó que su mirada descendiera suavemente por la fachada hasta detenerse, como por casualidad, de nuevo en Jastrau.
Con una sensación de indignación y descaro, este se quedó mirándolo, fijamente, con desvergüenza, hasta apartarlo de la ventana. Pero en el interior de la habitación continuaba intuyéndose un brillo negro envuelto en el fulgor de una palidez ascética.
¿Por qué había tenido Jastrau que devolverle la mirada? Había sido una chiquillada fruto de la irritación al sentirse observado. ¿Acaso sabía el portero quién era él? Pues eso hacía imposible tocar a retirada, no habría sido más que entonar las humillantes notas… de un mea culpa.
Cruzó la calle y tocó.
¡Mea culpa! La expresión quedó en sus labios en forma de mueca irónica y amarga. Un cristal hecho añicos. ¡Un deplorable mea culpa! Sí, lo había visto. El Semanario nórdico para cristianos católicos tenía un cristal nuevo en la vitrina. No era más que un cristal, pero a él iba a costarle una humillación. Escocía. Se había visto obligado a ir hasta allí. ¿Por casualidad? ¿Las llamadas casuales de Vuldum? No, sabía la verdad. Y ni siquiera había sido él quien había roto el cristal.
Cuando el portero lo dejó entrar, se inclinó hacia delante con todo su peso. Sin embargo, antes de que alcanzara a abrir la boca, el portero habló:
—Ahora mismo le anuncio al padre Garhammer. Tenga la bondad de esperar dentro, señor redactor.
El rostro de aquel hombre era impenetrable; sus ojos, humildes; su figura de lego, sumisa. No se oía un solo atisbo de ironía en su voz queda. A pesar de todo, Jastrau tenía el frío presentimiento de que se le aguardaba. El portero le había reconocido.
Una vez más, tomó asiento en el locutorio. El tarjetero estaba sobre la mesa, y junto a él había un catecismo católico. No podía ser descortés hojearlo un poco.
Lo olvidó, sin embargo, a la vista del perchero amenazante que ocupaba su rincón —en una taberna, en la salita de espera de una consulta—, un instrumento de tortura de otros tiempos, una rueda colocada sobre un palo, y de la gorra gris que él mismo había colgado y que semejaba un cuerpo martirizado.
Así pues, siempre había una condena pronta a caer sobre cada cual, una condena de un rigor bárbaro y medieval. ¿De qué servía entonces el humanismo moderno? De nada. De nada. El mundo estaba atestado de gentes sentadas junto a mesas feas a la espera de una condena o una revelación con el único consuelo de tarjeteros y ediciones atrasadas del Familie Joumakn con que alegrarse la vista mientras esperaban, esperaban.
¿Y ahora se abriría una puerta? ¿Y aparecería un médico con una bata blanca? ¿Y en la consulta, a su espalda, estaría brillando el sol?
De repente, entró el padre Garhammer, bajo y menudo, digno y apocado a la vez, con su hábito negro de jesuíta, y Jastrau se puso en pie y respiró con dificultad. La trinidad del mal. Las tres figuras negras de hábitos largos y negros, pero sin brazos. Era un consuelo ver las manos del padre. Se las frotaba con timidez. Era un consuelo ver el rostro del padre. Sin muecas en la boca, como si fuese a escupir. ¿Qué había sido eso? ¿El brillo de un escupitajo lanzado por los aires? No, ¡un reflejo que entraba de la calle!
Incómodo, Jastrau observó al padre y sorprendió una sonrisa en sus labios. No se percibía el menor asomo de triunfo en su expresión, y si había astucia, estaba mezclada con la dulzura de una vieja solterona. Tal vez fuese un error pretender hacerse con ese documento comprometedor, la factura del cristal roto, mostrarse humilde, fingirse humilde para lograrlo.
—¡Qué amable por su parte venir a verme! —exclamó el padre Garhammer sentándose a la mesa—. Por favor, no se levante.
Jastrau se inclinó hacia delante. No podía hablar.
—¿Y cómo está nuestro amigo Vuldum? —preguntó el padre. Seguía sonriendo—. Viene muy de tarde en tarde, y eso me in-quieta.
En su forma de pronunciar aquella última palabra resonó un eco de su alemán nativo.
—Bueno, me ha telefoneado unas cuantas veces.
—Ya veo. —El padre Garhammer sonrió como si pensara en un conocido lejano—. Creo que tiene usted en él un amigo bueno y sincero.
—¡No me diga! —El tono de Jastrau era escéptico.
El padre asintió.
—Sí, yo creo que sí. Der liebe Vuldum… Aunque se interesa demasiado por la reservatio mentalis. Y eso también me in-quieta. Ese interés suyo puede ser perjudicial para su alma.
El padre volvió el rostro hacia Jastrau.
—Usted tampoco está pasando por un buen momento, señor Jastrau.
Jastrau se encorvó humildemente.
—No, no, no —admitió; y de repente dio con las palabras clave—. No es posible construir una moral sobre una base científica —dijo con tristeza.
El padre Garhammer le dio unas palmaditas en la mano.
—¿Es usted consciente de eso, señor Jastrau? Nunca lo hubiera pensado —dijo en tono cordial.
—Siempre he sido consciente —replicó Jastrau en voz baja y apasionada—, pero ahora… ahora, además, lo siento, y eso es peor.
—Sí, eso es peor. Al menos intenta usted ser noble, eso es lo que pienso de usted, señor Jastrau.
Jastrau volvió a notarse los ojos llenos de lágrimas. Era la segunda vez en un mismo día, el día de la humillación. Pero las desterró con una sonrisa y levantó la vista hacia el rostro del padre.
—Sabe que vine una noche y me conduje de un modo brutal —dijo repentinamente.
—Sí, lo sé —respondió el padre con su sonrisa lejana—. Un poquito brutal, dejémoslo así.
—Y rompí algo.
—No fue para tanto, señor Jastrau. Cuando alguien no pasa un buen momento, pueden ocurrir muchas cosas.
—Quiero pagarlo. —Sonó casi con crudeza.
El padre Garhammer rebuscó en su hábito negro y sacó un recibito. Lo llevaba consigo. Jastrau desdobló el papel. Cuatro coronas por la instalación de un cristal. Un pedazo de papel. Un papelito que regresaba arrastrado por la resaca de las olas. Estudió la letra insegura del cristalero, escrita a lápiz.
—¿Solo cuatro coronas? —preguntó consternado.
—Sí, fue usted muy poco brutal —replicó el padre con una ironía que, con su acento extranjero, resultaba ingenua y hermosa.
Jastrau dejó un billete de cinco coronas sobre la mesa, no sin cierto embarazo; el padre, práctico y sobrio, se lo guardó.
—Bueno, nosotros nunca llevamos dinero encima, pero enseguida viene el portero… con la corona. ¡Qué amable por su parte venir a verme! ¿Tendrá usted la bondad de darle recuerdos míos al señor Vuldum? Y ahora me disculpará. Voy con un poco de prisa y tengo que dejarle. Pero ha sido muy amable viniendo a hablar conmigo y también ha sido muy amable al querer pagar ese cristalito. No tenía por qué. Lo comprendemos.
Jastrau se levantó para inclinarse en una reverencia filial.
—Hasta la vista —se despidió el padre con una sonrisa; luego desapareció.
Y de nuevo Jastrau se quedó a solas en el locutorio. Se frotó los ojos. Miró a su alrededor.
Luego se acercó al perchero y recogió su gorra, se asomó a la ventana y contempló la calle, tranquilo y libre de pensamientos, como quien ha superado una extracción dental.
La factura del cristalero estaba cuidadosamente guardada en su cartera.
Al cabo de unos momentos llamaron a la puerta. El portero entró, le tendió una corona y lo acompañó a la calle con el semblante impasible.
Jastrau ya casi había llegado a la plaza del Ayuntamiento cuando se acordó de encender su pipa.