CAPÍTULO QUINTO

El sempiterno Kjær estaba un poco aturdido y tenía el rostro tan hinchado que el hoyuelo de la barbilla era el único rasgo del que aún quedaba algo. De cuando en cuando propinaba un empujoncito a la muela picada que había sobre la mesa y murmuraba algo acerca de su abogado. Jastrau guardaba silencio. Los cócteles Lundbom le zumbaban en la cabeza, pero se encontraba a gusto en el agradable crepúsculo del local. Solo cuando alguien apartaba el portier y un destello de la calle bulliciosa, azul y soleada acariciaba la sala, daba un respingo sobrio.

—U-uh —rezongó Kjær desmadejado, meneando la cabeza de un lado a otro. Tenía una mirada confusa, sus pupilas no se movían a la par. Y, con ese egoísmo propio de quienes han bebido, Jastrau, que de pronto parecía molesto ante esa irregularidad, se levantó indignado y se alejó por el bar para ver si habían llegado más conocidos.

Hello, señor Jastrau —saludó una voz de hombre.

—Huy, buenos días, señor Jastrau —tintineó una voz femenina; Jastrau se topó con una mirada brillante, los ojos curiosos, y a la vez cansados, de una mujer ya experimentada.

Era la señora Kryger, acompañada del lúgubre señor Raben; habían pasado a tomarse un aperitivo.

—¿Nos hará usted el honor de sentarse a nuestra mesa a tomar una copa? —preguntó Raben, afable, poniéndose en pie. La cicatriz de la mejilla le favorecía, observó Jastrau.

—Claro, muchas gracias —aceptó con un suspiro jocoso mientras se apoyaba cortésmente en el respaldo de una silla—, pero tendrá que ser algo flojo. —Arqueó las cejas—. De lo contrario, me temo que la cosa no tendría un final muy agradable.

En la penumbra del bar, la figura de la señora Kryger era como un resplandor: el cabello rubio ceniciento, los ojos grises y un luminoso traje de noche, todo en el mismo tono. Solo una mañana tempestuosa en el mar, olas de plata glacial y un cielo entoldado grisáceo y refulgente de sol disuelto, podría haber resultado tan cegadora.

—Por lo visto, lleva usted una vida muy dura, señor Jastrau —observó mientras se inclinaba hacia él con interés.

—Algo agitada, tal vez —contestó él tomando asiento. No la veía muy joven. Además, ¿por qué aquel brillo en sus profundos ojos de señora?

—Dicen que bebe mucho —insistió ella con impertinencia.

—También dicen que soy católico —fue la respuesta de él.

¿Por qué no le quitaba los ojos de encima?

—Eso no me lo creo —rio ella—. Pero no acierto a comprender de dónde saca tiempo para poner en circulación tantos rumores. Debe de ser usted un auténtico hombre del Renacimiento. Y encima tiene que leer todos esos libros y reseñarlos. Por cierto, sigo sus críticas con el mayor interés.

—Pues yo no, demonios —intervino Raben, seco. ¿Ya había rivalidad?

—Ah, ¿no? Pues están maravillosamente escritas. Son lo primero que miro cuando me traen el Dagbladet por las mañanas.

Se tuteaban, pensó Jastrau. Entonces las miradas prolongadas y los aspavientos tal vez no fueran más que coquetería para incitar a Raben. A pesar de todo, Jastrau no podía apartar la vista de sus ojos grises. Algo le decía que debajo de aquella seda gris había unas rodillas huesudas.

—La crítica es algo muy subjetivo, muy etéreo —contestó Raben con aire condescendiente.

—¿Encuentra usted el derecho más objetivo? —replicó Jastrau mordaz con los ojos entornados.

La señora Kryger se echó a reír.

Cuando reía, su cuello delataba que ya no era tan joven.

—En mi vocabulario, «objetivo» es sinónimo de «aburrido» —gorjeó—. Cuando los hombres empiezan a hablar objetivamente, agradezco a mi Dios y Creador que me hiciese mujer.

—Teniendo corazón y belleza, ¿para qué quiere más una mujer? —replicó Raben con ironía.

—¿Piensa usted lo mismo, señor Jastrau? —se apresuró a preguntar la señora.

En ese momento les pusieron delante tres Dubonnets.

—Yo de mujeres no entiendo, me limito a tener debilidad por ellas. —A Jastrau le divirtió decir aquellas palabras mirándola a los ojos. Ella sabía que iba a divorciarse… claro, a eso se debía el brillo… Luego desnudó los dientes en una sonrisa.

—Ahí lo tiene, señor Raben, al fin un hombre inteligente —rio ella—. Pero es que es crítico.

Forzaba una risa de jovencita.

—Por cierto, que les suponía a los críticos un temperamento… más austero y más sabio —prosiguió; movía el pie, juguetona.

—Y yo lo tengo.

Los tres se echaron a reír.

—No, de verdad… Siento un enorme respeto hacia los críticos.

Tonteaba, Jastrau se daba cuenta.

—No logro entender cómo pueden saber si lo que escriben de un libro es verdad —prosiguió ella.

Raben era un puro grito.

—Tiene que ser un gran trabajo; bien pagado, imagino —comentó después casi con benevolencia dirigiendo sus ojos oscuros hacia Jastrau.

Pero Jastrau se sentía juguetón. Se había producido un cambio en él.

—Sí, fantásticamente —contestó con las piernas bien estiradas—. Vivo sin preocupaciones. Puedo permitirme invitar a tres Dubonnets.

—Pero también crea enemigos —observó la señora Kryger.

—¿Cómo soportar la vida sin ellos?

Se sentía virtuoso. Daba igual qué interpretara, lo importante era seguir tocando.

—¿Existe algo más estimulante? —continuó—. Me atrevería a jurar que nuestra lengua jamás alcanza tan altas cotas como cuando se despotrica en la prensa. Al leer esos artículos casi se oye pasar silbando las palabras. ¿Nunca ha reparado en ello?

—Sí, el poder es estupendo —suspiró Raben.

—Sí, el poder es estupendo —rio Jastrau triunfante. Acababa de comprender que había ocupado un puesto de enorme importancia y responsabilidad, y aquella idea lo llenaba de alegría. Deseoso de fanfarronear, miró fijamente a los ojos de la señora Kryger, acechante y juguetón.

—No le imaginaba tan sediento de sangre —objetó ella.

—La sed de sangre, señora —y levantó los labios en un gesto lobuno—, la sed de sangre excita la imaginación, la sed de sangre aguza el lenguaje, todo el estilo. Tome, por ejemplo, las reseñas elogiosas de un crítico y sus diatribas, compárelas y verá que las buenas son estas últimas. Una sintaxis tan rigurosa que tiembla. Suave, elegante, con unas imágenes sorprendentes, novedosas y exquisitamente repulsivas. Para que luego digan que la maldad no es creativa. Los artículos elogiosos, por el contrario, suelen ser como trapos de fregar: están hechos de cualquier modo.

Se echó a reír.

—Sí, el poder tiene que ser estupendo. —Raben se frotó las manos.

La señora Kryger, por su parte, se inclinó hacia delante y puso la mano en el brazo de Jastrau.

—Me parece que no ha dicho usted una sola palabra en serio.

—¿Y por qué? —preguntó Jastrau en tono irónico—. ¿Por qué cree si no que me paso allí sentado un año detrás de otro a cambio de un modesto salario? ¿Cree que es por el cariño de aquellos a quienes elogio? Ja, ja, los poetas encuentran que esos elogios son más que merecidos. Y si elogio también a sus colegas, entonces soy un pelele. No, me quedo porque me gustan las peleas. Me agrada oír cantar a Skrep[35]. Eso es todo. Y si alguna vez me retiro o me echan, cuanto más tarde, mejor, quiero que graben mi nombre en la columna de arriba.

Conoce usted la columna, ¿verdad, señora? Pero sé que acabaría echando de menos ese sonido, ese silbido tan especial de la lengua: Skrep, cantando.

—Idealistas no sois, precisamente —intervino Raben con una sonrisita desdeñosa.

Jastrau siguió adelante con su juego.

—Hay críticos que van por ahí silbando como colegiales cuando levantan alguna polémica. Sí, es un trabajo lleno de alegrías y satisfacciones.

Se recostó en el asiento y volvió a enseñar los dientes; por dentro estaba radiante. Lo que decía guardaba tan poca relación con la realidad que podría haber cantado todas y cada una de sus palabras. Pero la señora Kryger continuaba inclinada, mirándolo fijamente. No lograba zafarse de esa mirada. ¿Qué quería de él?

—No habla en serio —dijo ella frunciendo los labios.

Se oyó un «¿No?» cantarín.

De pronto, resonaron unos pasos arrítmicos, el arañar de un bastón contra el suelo y un susurrante: «¿Te has agarrado bien?».

La señora Kryger se estremeció. Una figura corpulenta se tambaleaba al fondo del local. Parecía una pelea.

—¿Qué…? —alcanzó a decir sin aliento.

Entonces la figura empezó a acercarse con los brazos en los hombros de los dos camareritos de uniforme. Era el sempiterno Kjær, borracho como una cuba. De no haber ido escoltado, se habría estrellado contra la pared. Lenta y cautelosamente, pasó de largo la procesión.

—¿Quién chantres era ese anciano? —preguntó la señora Kryger con un escalofrío.

—¿Anciano? —rio Jastrau—. Si no tendrá más de cuarenta y cinco años.

Y, risueño, echó un vistazo al reloj de encima de la barra. ¡Qué exactitud! Las cuatro y media.

—Uf, no consigo sacármelo de la cabeza —insistió la señora Kryger temblando de arriba abajo—. Me he quedado helada.

Raben se echó a reír.

—Yo no le veo la gracia —exclamó nerviosa; de repente clavó en Jastrau una mirada incisiva, casi perversa—. ¿Piensa usted acabar como él algún día, señor Jastrau?

Jastrau sonrió.

—No, no creo. Yo no tengo un carácter tan metódico como el de Kjær.

Raben se dio una palmada en el muslo.

—Como el de Kjær —repitió la señora Kryger; sus ojos parecían de pronto asustados, un cambio veloz tonos claros, grises—. ¿Es que lo conoce?

Jastrau se inclinó hacia ella, burlón e íntimo.

—Es uno de mis más íntimos amigos —aseguró.

Ella movió la cabeza, contrariada.

—Los hombres se toman estas cosas de un modo muy extraño. Yo todavía no me he repuesto. ¿Qué tal si nos vamos? Sí, nos vamos, ¿verdad? Esto está muy oscuro.

Afuera, en la acera soleada, la señora Kryger los tomó a los dos del brazo y se estremeció entre ambos.

—Cuando hace sol, todo se olvida —rio—. Es extraño. Hasta ahora siempre me había sentido muy a gusto en el bar.

—Deberías haber tomado un cóctel —observó Raben, condescendiente.

Jastrau parpadeó. Sentía los efectos del alcohol. El tráfico que lo rodeaba era una masa fluida. Pensamientos y palabras eran un todo; la vida, una catarata. Sonrió para sus adentros.

—Por cierto —dijo la señora Kryger apretándole el brazo—. El otro día escribió usted un artículo sobre un libro irlandés moderno, ¿verdad? Creo que trataba sobre Odiseo.

—Lo escribió Vuldum —contestó Jastrau—. Un libro de Joyce: Ulises.

—¿Lo conoce?

—No, pero lo tengo.

—¿Lo tiene? ¿Y me haría el inmenso favor de prestármelo? —preguntó con vehemencia.

Jastrau la miró no sin cierta ironía.

—¿Está usted en buena forma? —preguntó estudiando su figura menuda con mirada burlona.

—¡Qué pregunta tan rara! —exclamó ella.

—No tanto, porque es grueso, arduo, impenetrable y famoso. Hacen falta músculos para leer ese libro.

—¿Me lo presta?

—Por supuesto, no faltaba más.

—Vaya, aquí está su periódico —observó Raben. Se encontraban a las puertas del edificio de Dagbladet—. Supongo que ha llegado el momento de despedirse.

Jastrau no tenía muy claro si aquello era una sutil invitación para que se esfumara, pero prefirió interpretarlo así.

—Sí —dijo—. Tengo que subir.

Les dijo adiós. Sin embargo, los ojos de la señora Kryger volvieron a interrogarlo. ¿Qué pretendía? ¡Ah, santo cielo! ¿Tan interesante lo encontraba? No pudo evitar sentir la atracción de esa mirada brillante y experimentada y tuvo que corresponderle, sonreírle, nublarse, aunque solo durante un fugaz segundo.

Después logró liberarse e hizo una entrada en falso por la puerta giratoria, una vuelta completa hasta volver a salir.

La señora Kryger y Raben ya habían desaparecido. Ella aún centelleaba ante sus ojos. ¿Seguiría por allí? ¿Y Raben? ¡Pero al demonio con ellos! Solo la puerta, girando. ¡Al demonio con todo! ¡Adiós muy buenas!

Allí estaba, unos pasos por encima del nivel de la calle, y era dueño de hundirse libremente. La sola conciencia de ello tenía un efecto expansivo. Qué indoloro era todo cuando por fin se entregaba en manos de su destino.

Iría a casa. ¿A casa? Deambuló por la plaza con una sonrisita astuta dibujada en los labios. ¿Era aquello una casa, un hogar? Un puñado de cuartos que le daban cobijo y donde alborotaba. ¡Steffensen! ¡Anna Marie!

Una muchacha bonita iluminaba la entrada del Scala. Preciosa, con mucho porte. ¿Y si daba media vuelta y se dirigía a ella? ¡Ah, la cantidad de idioteces que se podían llegar a decir! Sintió que estaba llevando una vida demasiado ascética. Las chicas resplandecían en exceso cuando paseaba por la calle.

Otra vez. Sonrió a unos ojos de chiquilla y dijo: «¡Bi-i-ss!». Las tonterías que hay que hacer. Y ahí estaba él, que podía hundirse cuando quisiera y no lo aprovechaba.

Un pez nadando en un agua espejeante de sol. Los contornos nítidos de las casas y el tráfico. En algún punto de su cerebro brillaba un cóctel.

Entonces, una mujer de negro se apeó de un tranvía amarillo.

La madre de Steffensen había muerto. De nuevo, algo con fuerza. Una extraña inflexibilidad regía el destino de Steffensen, algo que no era posible ablandar sin más.

Jastrau frunció los labios.

¿Y qué le importaba a él el destino ajeno? Era bueno, saludable, pasar una noche oyendo cómo se abría una persona, sentir su aliento cálido e íntimo. Eso era la embriaguez. Pero Steffensen no se abría. En su impenetrabilidad, era arrogante como un enigma. ¡Ja, ja! ¿Un enigma? ¿Él? No, no era más que un fastidioso crucigrama prácticamente resuelto. Si Steffensen y Anna Marie estaban en casa… habría otra escenita. ¿Por qué habían tenido que elegir precisamente su casa para sus eternas escenas? No, tarde o temprano tendría que defenderse. Aquello era intolerable.

Se sentía muy solo allí a la sombra, en la Reventlowsgade, errante por la calzada, caminando en zigzag por las aceras, como si siempre encontrase más interesante lo que había al otro lado de la calle. Se quedaría irremediablemente solo si… Sí, eso era. Necesitaba a esos dos a su alrededor, de lo contrario… de lo contrario no tendría vida, nada por lo que vivir, ja, ja, ja. ¡Santo Dios! ¿No podía prescindir de ellos? Era demasiado cómico. ¿Steffensen? De acuerdo, podía pasar. Pero Anna Marie… Si estaba enferma, ¡enferma! ¿Un flechazo? Formas suaves. Una mujer. Algo que da vueltas a tu alrededor, te atiende. Algo… tal vez fuera eso… algo con el miedo pintado en la mirada y… algo intangible.

Eso era. Su madre había muerto muy joven. Un ideal femenino intangible.

¡Una idea! ¡A punto de tener una idea, una solución!

A la puerta se encontraba el portero pelirrojo.

—¡Ya tengo un comprador para su gramófono!

—El problema es que no está en venta —contestó Jastrau en tono irónico.

—Yo ere…

—No, no —cantó Jastrau burlón mientras subía las escaleras despreocupado. Acababa de evaporarse una idea.

Anna Marie estaba sola en casa.

Con el miedo pintado en la mirada. Estaba cosiendo un vestido… ¡Algo intangible!

—¿Tiene usted dos vestidos? —preguntó Jastrau entre risas sentándose frente a ella—. Jamás lo habría imaginado.

Ella lo miró asustada.

—¿Dónde está Stefan? —preguntó.

—No lo sé.

—¿Han discutido?

—No, por desgracia.

Soltó el vestido y se quedó mirándole.

—¿No le agrada Stefan?

En un primer momento, Jastrau no respondió. Se quedó contemplando, entre emocionado y burlón, sus ojos blanquecinos. ¿Por qué se le abriría el iris con un tono tan lechoso? Un rostro débil y femenino que no había terminado de formarse. ¡Qué fácil era atormentarla! La madre de Steffensen había muerto. ¿No era como jugar con un cuchillo?

—Y a usted, ¿le agrada? —preguntó repentinamente.

Un rubor desigual encendió de pronto el cuello y la parte baja de las mejillas de la joven como una quemadura. Su boca se contrajo, se desdibujó. No tenía ninguna seguridad. Estaba a punto de llorar.

—¿Cómo puedo saberlo? —contestó. Su acento aarhusiano adquirió un timbre triste, desesperado.

Jastrau sonrió con dulzura. No tenía coraje para más.

—No, es imposible saberlo.

—Y no debería ser así. Pero yo no lo sé, no lo sé, no lo sé.

Una lágrima brilló en sus ojos.

Algo cohibido, Jastrau apartó la vista y la clavó en la mesa. Estaba cubierta de polvo. Podría haber dibujado en ella con el dedo.

—Hoy estoy muy contento —anunció sin transición—. ¿Le apetece venir conmigo al Tivoli?

Volvió a mirarla. Encontraba su propia sonrisa de lo más insípida.

—Pero no tengo ningún vestido que ponerme —exclamó ella, confusa.

—Si tiene dos, nada menos.

—No, no me tome el pelo —le suplicó—. Pero una criada… y usted… ¿en el Tivoli?

—¡Qué demonios, ni que fuese la primera vez que voy con una criada al Tivoli! —rio.

Y le arrancó una sonrisa.

—Yo ahora mismo estoy contento —continuó persuasivo—, y usted se viene conmigo antes de que cambie de opinión.

—Pero ¿y Stefan…?

Jastrau levantó las cejas en un gesto irónico.

—¿Se pondrá celoso?

—Ah, es capaz de ponerse de cualquier manera.

Jastrau rompió a reír.

—Sí, me temo que es la única forma de describir sus estados de ánimo. ¡Cualquier manera!

Anna Marie le miraba sin comprenderle.

—Entonces, será mejor que vaya a arreglarme —dijo.

Al bajar por las escaleras, Jastrau le sonrió. La chaqueta y el vestido estaban gastados y deslucidos, los tacones de los zapatos se le iban torciendo. Alrededor del cuello llevaba un pañuelo morado, oscuro y raído. Arrepentido de su sonrisa, la cogió bruscamente del brazo.

—Esperemos que no tenga carreras en las medias —dijo en un extraño tono extático. Luego se echó a reír.

Ella apartó el brazo con nerviosismo.

—Oh, no.

Pero él siguió riéndose.

—De lo contrario, me enamoraré perdidamente de usted.

—Pues no voy con usted —replicó ella, ágil y mordaz.

—¡Bobadas!

—Usted solo quiere reírse de mí —exclamó con miedo.

Entonces Jastrau le puso las manos sobre los hombros, la giró hacia él con brusquedad y la miró a los ojos.

—¿Tengo pinta de querer reírme de alguien? —preguntó con vehemencia.

Ella bajó la vista.

—No, no —susurró acaloradamente, pero un destello de inteligencia le iluminó la mirada y su cabeza se alzó, altanera—. Más bien tiene pinta de querer besarme.

Él la besó delicadamente. Ella se dejó caer hacia atrás como si esperase un beso apasionado.

Por eso todo quedó en un leve roce de labios, no muy comprometedor.

¡Algo intangible!

—¡Basta! —dijo Anna Marie.

Jastrau seguía inmóvil, mirándola con dulzura. De repente, le peinó la ceja izquierda con el dedo en un arco continuo.

—Nos vamos, muchachita —dijo lentamente.

Una vez en la calle, Anna Marie caminaba más erguida.

—No eres más que un chicarrón grande y gordo —dijo riendo sin apartar la mirada de la punta de sus zapatos.

El Tivoli estaba bañado por el sol de última hora de la tarde, con su asfalto blanquísimo entre los árboles verdes. Los troncos presentaban un aspecto gris y polvoriento, y el calor estival estaba suspendido encima de los senderos en una neblina baja, un aire seco y electrizante.

—¡Así que esto es el Tivoli! —exclamó Anna Marie respirando hondo. La sorpresa hacía que en su voz resonara el cantarín timbre aarhusiano. Jastrau recordó de pronto que no era más que una muchacha provinciana. Tal vez nunca hubiera estado allí, tal vez tan solo hubiera oído hablar del Tivoli en su infancia.

—¿No había estado aquí nunca?

—¡Qué va! —Y empezó a parlotear. Sí, era toda una experiencia para ella. Su padre le había hablado de aquel lugar, una fantástica descripción de sus tiempos de soldado. A saber cómo sería su padre. Jastrau no tuvo coraje para interesarse por su profesión. ¿Un obrero? Y volvió a sonreír con expresión compasiva. ¡Una carrera en la media! Aquella compasión, peligrosa y juguetona, volvía a colmarlo de una dulzura que se tornaba en erotismo muy fácilmente.

¿Y si le enseñaba el Tivoli? Ahí estaba el escenario al aire libre, con su estilo de templo griego. Unos acróbatas de negro y rojo con los traseros redondos, prietos y unas piernas con los músculos en tensión giraban en lo alto contra un cielo entre azul y dorado. ¿Y si se quedaban tranquilamente entre el público, mirando? Saludó a un joven profesor universitario cuyos ojos violáceos inspeccionaron a Anna Marie desde detrás de las gafas. Qué misterio, ¿verdad? Jastrau sonrió. Después se arrimó suavemente a Anna Marie, que observaba a los acróbatas.

Estaba de bote en bote. ¡Mirad! ¡Mirad! Un rostro surgido del cielo miró hacia abajo. Era entre azul y encarnado, casi a punto de estallar. Con los dientes sujetaba un enorme aparato terminado en una rueda brillante como la plata y en varios anillos donde cuatro acróbatas —dos hombres y dos mujeres— hacían volatines mientras giraban.

Anna Marie los observaba con un interés febril.

A Jastrau le pareció ver el parque bajo una luz nueva. O bajo una luz vieja, la de los años de su infancia. Él y Anna Marie volvieron a ponerse en movimiento. Caramba, ahí estaba el Teatro de la Pantomima, con su cola de pavo real. Hicieron el recorrido de rigor por los senderos asfaltados, serpenteando entre los paseantes. Ahí estaba la Sala de Conciertos de estilo moruno. Qué despacio se va siempre por estos jardines, el gozoso vagabundeo del Tivoli. Y ahí la Torre China.

El crepúsculo aún no había difuminado los edificios entre los árboles. Se recortaban claros y nítidos, manifiestamente falsos al resplandor rojizo del atardecer, y eso era lo más hermoso y emocionante, su irrealidad. El paisaje alpino de la montaña rusa tenía un brillo demasiado colorido. Aquello no eran los Alpes. Y los farolillos de los arriates y de la orilla del lago, que aún no eran flores de fuego, quedaban desenmascarados por sus tallos de hierro oxidados.

Los grandes arcos iluminados que abovedaban los senderos, deshojados en medio del follaje de las copas de los árboles, parecían un complejo campo de croquet para niños gigantescos.

—No conoce usted a mi hijo —dijo Jastrau.

—No.

—Pues entonces… olvidado. Se perdió en un teléfono —explicó guasón—. Todo se pierde. Pero da igual, hoy estoy muy contento. Que no se me olvide.

—Ah, ¿sí? —preguntó Anna Marie. Se sentía en la obligación de decir algo.

—Sí, ya lo creo. Hoy he cometido una de las mayores estupideces de toda mi vida, una de las buenas.

—¿Y eso le pone contento?

—Sí.

Habían entrado en el gabinete de espejos y se contemplaban distorsionados en uno cóncavo. Se vieron gordos y redondeados, y rompieron a reír; se vieron flacos y larguiruchos, y pusieron cara de ascetas; les salieron largos zancos y un torso rechoncho y unas patitas cortas de tejón y se les alargó el torso. Al final, fue un auténtico alivio mirarse a un espejo normal y sacudirse de encima todas las deformaciones. Anna Marie hasta parecía bonita, algo tosca, quizá, y con un mentón desdichadamente débil, pero si no hubiese tenido aquella piel tan pálida y tan enfermiza, si hubiese tenido el rubor en las mejillas de la dependienta de una mantequería, simplemente eso, habría sido casi un placer pasear con ella. Cuando Jastrau le puso una mano en el hombro y la apartó del espejo, alcanzó a verse a sí mismo en un destello, el pantalón claro de cuadros y la chaqueta oscura, algo a medio camino entre un músico negro de jazz y un marmitón de permiso en tierra, algo fondón; sí, eso alcanzó a ver, y fue más que suficiente.

De modo que aquel era su aspecto.

—Ahora estoy de buen humor —aseguró suavemente.

En el parque había oscurecido. El cielo vespertino resplandecía azulado por entre las negras copas de los árboles. Estaba salpicado de violetas. Y en los restaurantes y los establecimientos empezaban a encenderse las lámparas eléctricas.

De entre la multitud surgía un susurro intenso, como el de los bosques al ocaso. Zapatos relucientes y ojos relucientes brillando en la oscuridad. Anna Marie caminaba pegada a él.

¿Por qué aquel gesto tan paternal de cogerla del brazo? La culpable era la umbrosa frescura de las copas de los árboles. Y seguramente también la refriega entre melodías de las distintas orquestas, que levantaba una nube de zumbidos de insectos en el aire nocturno, y también el murmullo de aquel gentío, todo lo vivo e impreciso que se agitaba entre la sombra y la luz, sí, el gentío también era el culpable. Y él hacía lo mismo que todos los demás.

Se extraviaron por un pequeño roquedal falso que había en el jardín, lleno de grutas y recovecos, un cómico pedazo de rococó y paisajismo. El interior de las grutas oscuras estaba iluminado por una luz atenuada rojiza y verde, grandes acuarios de peces resbaladizos, y gente fascinada que guardaba silencio frente a ellos con el rostro cubierto por un resplandor verdoso y rojizo, como sombríos mendigos ante un escaparate.

—Hay peces —exclamó Anna Marie como una niña mientras arrastraba a Jastrau hasta uno de los acuarios.

Grandes peces rojos se perseguían y se mordisqueaban con sus bocas blandas, y tras ellos pululaba un banco de pequeñas percas rayadas, un hervidero de colas y aletas en movimiento, mientras las burbujas ascendían por el agua verde e iluminada. Una larga anguila había suspendido su cuerpo brillante en medio del acuario como el tallo de una planta.

Pasado un instante, Jastrau estaba tan hipnotizado por el movimiento deslizante de los peces como todos los demás espectadores.

De repente, dio un respingo. En mitad del tanque de agua había un pez perlado fijo en una diagonal con su cabeza de pico hundida en la arena. Su impasibilidad desprendía una fuerza inquietante. Era consciente de su poder.

Ahora parecía incomprensible no haber reparado en él de inmediato. Era el centro, terrible, inamovible. Cuando movía el ojo, apenas un destello, lo recorría una sacudida eléctrica.

Era un lucio.

—¿Por qué creo que ya no voy a ser capaz de olvidarlo? —dijo Jastrau. Y se marcharon.

En el Divan II ya estaban encendidas las lámparas de la larga hilera de enramadas que conducen al restaurante. Espalderas y parra brava ondeando alegremente, un rococó liviano y romántico.

—La invito a langosta. Así podrá darme la enhorabuena por mi estupidez de hoy —dijo Jastrau retozón y dando una patadita.

—No se da la enhorabuena por una cosa así —replicó ella con sequedad.

—Claro que sí… Al menos una vez al año deberíamos sacrificar una estupidez a los dioses.

Se sentaron a una de las mesas separados por una langosta inmensa y una botella de vino blanco. La fresca brisa nocturna agitaba suavemente las hojas de la parra. Y la música, a lo lejos, flotaba en el aire como un enjambre de mosquitos, a veces un único insecto trémulo y tenue junto a sus oídos, muy, muy sutil.

Anna Marie tenía ojos de sonámbula y una mirada apagada y perdida que no veía a Jastrau.

—Lo que no entiendo… —dijo desvalida, sin poder completar la frase ni volver a la consciencia.

Jastrau acarició su rechoncha mano, que estaba sobre el mantel.

La mirada de la joven le rozó en un intento de orientarse, como si empezara a despertar.

—¿Me creería si le digo que soy una persona muy desgraciada… y…? —Sus cejas se agitaban, inquietas—. ¿Y… que ahora mismo no me lo parece? ¿Cómo es posible?

—Es porque está conmigo —contestó Jastrau para hacerse el gracioso.

Anna Marie esbozó una sonrisa forzada y se pasó la mano por la frente.

—¿No es mejor que bebamos? —propuso él con dulzura.

—Sí, sí, tenía que darle la enhorabuena por no sé qué disparate —dijo ella mirándole fijamente. Sus ojos se agitaban inquietos, a veces cercanos, a veces distantes.

—No, por una estupidez —rio Jastrau.

—Sí, una estupidez, eso era, pero es que soy tan estúpida… —Y, de repente, soltó una carcajada demasiado estruendosa, miró a su alrededor sobresaltada y agachó la cabeza.

Jastrau alzó la copa de vino reluciente con una sonrisa. Al lado de las rojas cáscaras de la langosta, las manos estregadas de Anna Marie estaban envueltas en un resplandor blanco. Pero no debería estar pensando en esas cosas. ¡Estética y arrogancia! Era una mujerzuela insignificante, real. ¡Una pecadora! ¿De dónde salía ahora esa palabra? ¡Hojas de parra, frescor y embriaguez, eso sí! Pero ¿esa palabra?

La saludó con la copa.

Ella asintió torpemente.

Se aferraba a su bebida, sin liviandad, sin gracia; nada de tallos de flores.

Volvía a estar preocupada.

—Ahora estoy con usted —dijo de pronto, aunque seguía observándole sin verle, con la mirada clavada más allá de su oreja, en las enramadas, en la nada—. ¿Cómo es posible que tenga que estar recordando constantemente que no estoy enamorada de usted?

—Caramba, caramba —canturreó Jastrau con una sonrisa tierna.

Ella tenía los ojos abiertos a más no poder.

—No —dijo—, pero…

Y le sostuvo la mirada por un instante, un contacto vacilante de luces y almas, trémulas y temblorosas como los haces de dos proyectores que intentan encontrarse.

—Una vez tuve una amiga. Se llamaba Agnes —continuó apartando la mirada—. Estaba comprometida con un hombre joven. Un… músico. Pero… traicionó a su prometido… con el padre de él. —Comió un poco de langosta—. Cuando estaba con el padre, le amaba a él, y cuando estaba con el hijo, le amaba a él —soltó apresuradamente; después se detuvo un instante y prosiguió más despacio—: Ella pensaba… No… ella me contó que solo entonces había empezado a querer al prometido de verdad.

Jastrau miró hacia el mantel para ocultar sus ojos.

—¿Es eso posible? —quiso saber ella.

—Tiene que serlo, si ella lo dice —contestó Jastrau.

No se atrevía a mirarla. Sentía una ternura abrumadora.

—No, estoy diciendo disparates. Ni yo misma lo entiendo —observó la joven con tristeza.

Jastrau cogió una rebanada de pan.

—Es usted… —No alcanzó a decir más, porque en aquel momento se dio cuenta de que estaba desmigajando el pan entre los dedos… de que estaba partiendo el pan. Y lo soltó de inmediato como si se hubiera quemado. ¡Estaba partiendo el pan! ¡Estaba partiendo el pan! ¡Aquel gesto pío cada vez que bebía y estaba con mujeres! ¡Aquel Jesucristo que llevaba en la sangre!

¡No! ¡No!

Entornó los ojos y miró de repente a Anna Marie, y la miró y siguió mirándola como si ella fuese la culpable. ¡No! ¡No! Ella le sostuvo la mirada. Sus ojos se iluminaron muy lentamente y poco a poco fue pintándose el miedo en ellos. No podía apartarlos de él. Estaba desvalida, vendida, la boca se le abría, el mentón no le obedecía.

—¿Sabe usted que ha muerto la madre de Steffensen?

Fue como una cuchillada. ¡Se acabó Jesucristo! ¡Se acabó el almíbar con las mujeres caídas! ¡María Magdalena! ¡Ya sabría él cómo limpiarse, cómo hacerse respetar!

Por un momento lo vio todo blanco. ¡El resplandor de un cochillo! Y oyó el eco de sus propias palabras expandirse por la estancia y convertirse en realidad. «¿Sabe usted que ha muerto la madre de Steffensen?».

En ese mismo instante se arrepintió hasta el dolor, apretó los labios y contuvo el aliento como si eso fuese a impedir que las palabras llegaran a su destino. Después, al cobrar conciencia de lo irreversible —a ella se le había escapado el tenedor de entre los dedos—, dejó caer las manos sobre la mesa y clavó en la joven una mirada desahuciada.

—Oh, no —gimió.

Anna Marie estaba completamente rígida. Un intenso rubor escapaba por encima del pañuelo morado. Sus labios brillaban, húmedos, desdibujados, al resplandor de la lámpara amarilla del jardín.

—Entonces, lo sabe todo.

—Sí.

—Entonces sabe que estoy enferma. —Estaba al borde de las lágrimas.

—Sí.

—¿Cree que nunca me curaré? Ah, lo sabe. Usted sabe muchas cosas. ¿Cómo pudo ocurrir? ¿Cómo pudo Hans Christian contagiarse con esa enfermedad tan asquerosa?

—¿Hans Christian? —se sorprendió Jastrau. No era curiosidad. Solamente se sentía profundamente desdichado.

Y, de pronto, esa pregunta se le escapaba, como si le concerniera. No tenia que contestar. La miró suplicante, pero ella ya se había precipitado a un torrente de palabras y sentimientos confusos. Como una sonámbula, había superado el borde.

—Sí, el señor Stefani… y luego yo… y después Stefan. Ah, ¿qué podía hacer yo? Venía de un hogar modesto y me dieron trabajo en la elegante casa del farmacéutico. Ay, la señora Stefani, ¿ha muerto? No lo tuvo fácil. Era estricta… pero justa. Era una mujer justa. Iba de acá para allá con los pies enfundados en sus enormes botas de cordones. Fue ella quien cazó a Hans Christian. Siempre se salía con la suya.

—No tiene por qué contarme nada —se resistió Jastrau.

—Sí, qué va a pensar si no usted de mí. Además, yo no soy más que una pobre tonta. Stefan era estudiante. Tan engreído como ahora, pero no tenía la piel tan mustia, ni iba tan sucio, ni era tan grosero como ahora. No, aunque yo no estaba enamorada de él, era estudiante y además hijo de Stefani, un farmacéutico rico, y una noche que estábamos solos en la casa entró en mi cuarto. Yo no estaba enamorada, ni un poquito. Conocí a un conductor antes que a él. Pero ¿qué va a pensar usted de mí? Usted, que es tan bueno…

—¡Bobadas! —Jastrau hacía girar su copa de vino.

—Claro que sí, si no, no nos tendría viviendo en su casa. Yo no estaba enamorada de él, así que no estuvo bien por mi parte. Tampoco estaba enamorada de Hans Christian. Nunca lo estuve. Pero él me daba licores, me emborrachaba un poco, así que es muy diferente. Pero, con Stefan, aquel día solo había tomado un té antes de irme a la cama.

Jastrau no pudo evitar echarse a reír.

—Sí, eso empeora las cosas notablemente.

—No, no. —Ella lo miró, asustada—. No se burle de mí. Y ahora la señora ha muerto. Qué desgraciada soy.

—¿Qué tal si tomamos un café? —propuso Jastrau.

—Pero ¿qué piensa de mí? —exclamó la joven con más vehemencia si cabe. Los ojos le brillaban—. Llevaba un mes con Stefan… sí, un mes, cuando una noche… una noche llegó el señor con los licores. Eran licores buenos, de los finos. De esos de color verde. No me acuerdo del nombre. No sabían muy bien, me parecía a mí. Pero yo me los bebía de todas formas, porque era como una fiesta. Entonces ocurrió. Pero no fue culpa mía, y después no me atreví a contárselo a Stefan, no me atreví… Ah, cómo sufrí, no tiene usted idea de cómo sufrí. Y la señora… no me atrevía a mirarla a la cara, y el señor, en cambio, se sentaba a la mesa y nos miraba a Stefan y a mí, al uno y al otro. Lo sabía todo. Y cómo sonreía. ¿Por qué lo haría?

Jastrau se encogió de hombros imperceptiblemente y Anna Marie se quedó mirando el mantel con aire ausente.

—¿Lo entiende, entonces? —insistió como una sonámbula, con los ojos muy abiertos. La blancura amarilla del mantel se reflejaba en ellos desagradablemente—. ¿Entiende que fue entonces cuando me enamoré de Stefan? ¿Qué otra cosa podía hacer? Le estaba engañando, con su padre. ¿Qué otra cosa podía hacer sino enamorarme de él? —Lo miró embobada y se apresuró a añadir—: Fue un disparate, ¿verdad?

—No, no lo fue —le aseguró Jastrau.

—Y luego… no, no, no puedo… —Se retorcía las manos—. No puede exigirle a una mujer que hable de algo así.

Le lanzó una mirada de fuego.

Jastrau meneó la cabeza de un lado a otro, sonriente.

—Creo que deberíamos pagar y marcharnos —dijo con calma.

—Luego vino la enfermedad —exclamó ella con vehemencia—. Esta asquerosa enfermedad. El señor fue a Copenhague. Y cuando volvió… entonces… ah, no… ¿cree usted…? No, una mujer no puede recuperarse. Para un hombre es otra cosa. Para ellos no es nada. Pero ¿para una mujer?

—¿La ve a usted un médico?

—Oh, todo es inútil. Nunca sé si estoy enferma o estoy sana. No sé nada. No tengo derecho a vivir como las demás personas. ¿Y qué he hecho yo? ¿Fue tan horrible? ¿Lo fue? Sí, estuvo… estuvo mal, pero…

De repente, apartó de un manotazo platos y copas, ocultó la cabeza entre los brazos y empezó a sollozar sobre la mesa.

Jastrau se levantó, se acercó a ella y le acarició el cuello con delicadeza. ¿Qué podía decir?

Entonces la joven levantó la cabeza bruscamente y se aferró a sus manos:

—No le cuente a Stefan que su madre ha muerto, porque entonces volverá a pegarme y a atormentarme… —Su boca se contrajo. La abría y la cerraba como un pez.

—¿Por qué sigue con Stefan?

—Es él… no, es… pero él cree que es su obligación. —La última palabra la dijo chillando—. Como me despidieron… inmediatamente… aunque fue el señor… y yo… y Stefan. Me pusieron de patitas en la calle. Como a una perdida. Que es lo que soy.

Se puso en pie, se apartó el cabello de la frente y meneó las caderas, febril e incitante.

—¿Qué otra cosa soy? ¿Qué otra cosa soy? Quiero ir a bailar al Arena, eso quiero. Quiero divertirme. Quiero emborracharme como una cuba. Quiero… quiero…

Extendió los brazos y se echó al cuello de Jastrau.

—Y tú vas a bailar conmigo toda la noche. Eres muy bueno, muy bueno. Vas a bailar conmigo… Pero estoy enferma. Y, entre sollozos, ocultó el rostro en el pecho de Jastrau.

La parra brava ondeaba alegremente a su alrededor.