CAPÍTULO SÉPTIMO
Un estallido como el disparo de una pistola… y un tintineo de cristales.
Jastrau despertó aturdido, aspiró el olor de una habitación extraña, la oscuridad densa y perfumada que lo envolvía, y sintió la proximidad de una tibieza animal, un cuerpo desnudo que respiraba. En la oscuridad, todo eran ruidos y movimiento, como si abajo, a lo lejos, alguien echase carreras. Unas voces gritaban con un eco más propio de un subterráneo. Y más allá de las voces y de los ruidos, un sonido corrosivo, como el de unos pasos veloces por un bosque seco, sobre leña, cada vez más fuertes. No era un sueño. La oscuridad se arremolinó por unos instantes. Después arriba volvió a ser arriba, y abajo, abajo. La confusión subía de la calle y los sonidos se abrían paso hasta la alcoba que daba al patio.
Else la Negra se agitaba en sueños.
De pronto, Jastrau oyó un quejido en la noche. Se propagó por el aire como una ráfaga y le encendió la sangre de ardor mientras escuchaba con los ojos clavados en la oscuridad de la habitación. La sangre le hervía. Correr, salir disparado sobre una bicicleta, un muchacho con la lengua colgando, correr, correr… las bombas de incendios.
De improviso, se sentó. Oyó un crujido en el cuarto de al lado y descubrió una tenue línea de fuego en la oscuridad, como si hubiese mirado demasiado rato un filamento de carbón incandescente. Apartó la vista. La línea de fuego se mantenía en su sitio, obstinada, no acompañaba el movimiento del ojo, era real. Debía de haber una grieta en el entrepaño de la puerta.
—¡Fuego! —gritó.
Saltó de la cama, estuvo a punto de tropezar con una botella de oporto vacía que rodaba por el suelo, ¡qué bien lo habían pasado bebiendo en la cama!, ¡la oscuridad volvía a arremolinarse como una bola vista desde dentro!, y logró abrir la puerta que conducía a la sala. Se quedó paralizado, cegado por el resplandor flamante e inquieto de las largas lenguas de fuego que lamían las ventanas desde la calle. ¿Ardía el piso de abajo? ¿Estaban ya rodeados por las llamas? ¿En una bola de fuego? ¿O ardía la casa de enfrente?
—Pero ¿qué…? ¡Oh, Dios mío!
Era Else la Negra. Se levantó desnuda.
—¡Fuego! ¡Fuego! ¡Socorro!
Jastrau, en la puerta y con la boca abierta, no podía dejar de mirar. Los visillos ondeaban, y a intervalos velaban las llamas y las hacían parecer irreales; husmeó el olor caliente a quemado que entraba por la ventana abierta.
—Se está quemando mi casa —dijo en voz baja.
Las llamas se avivaron como si acabasen de encontrar nuevo alimento y vio una chispa que danzaba por la tela como una luciérnaga. Corrió a atraparla y la aplastó como a un insecto. Un pedazo de papel carbonizado aleteaba como una mariposa negra.
—¡Hay que cerrar! —chilló Else la Negra.
Jastrau apartó bruscamente los visillos y cerró de golpe la ventana, pero el cristal cayó del marco. El calor lo había reventado. Se echó a reír. ¿De qué servía? Poco habían avanzado. Las chispas podían colarse en la casa y prenderle fuego. Una brisa tórrida le hizo jadear. Se le chamuscaba el pecho. Estaba desnudo.
En aquel momento se olvidó de todo salvo del fuego.
Entregado, no podía sino mirar las llamas rojas. La que ardía era su casa. Solo en ese instante lo comprendía del todo. Algo se abrió en su interior. El comedor era un mar de llamas, la portezuela de una estufa que dejaba ver un fuego abrasador. Y, en la sala de estar, el incendio subía y bajaba como una erupción volcánica, llameante al prender en una cortina para volver a bajar y subir de nuevo mientras el humo, negro, se abría paso por los cristales rajados y arrancaba los pedazos, que caían como caspa. Por puro instinto, inconscientemente, Jastrau arrancó los visillos y, pudoroso, cubrió con ellos su desnudez, como si las llamas fueran curiosas.
—Se está quemando mi casa —repitió en trance.
Else la Negra estaba a su lado.
—¿Tu casa? —preguntó sin comprender.
Él la miró. El calor le arrancaba lágrimas y hacía que unas sombras rojas danzasen ante sus ojos, sombras de fuego, sombras de sangre. El cuerpo desnudo de la mujer flotaba entre olas de color púrpura. Había levantado los brazos. Una oscuridad verdosa acechaba en sus axilas sombrías. ¡Else la Negra! Sus pechos se volvieron infinitamente anchos, llenos de reflejos vacilantes sobre una piel amarilla. Formas femeninas. Una llama repentina saltó en el aire y se ciñó a otra cortina al otro lado de la calle, un brazo femenino que exigía, un cuerpo femenino que demandaba, elástico, tentador, devorador, un fuego abrasador. Mujer.
—¿Tu casa? —repitió sin aliento.
Jastrau estaba envuelto en los visillos. ¿Era ante ella ante quién se avergonzaba? A la luz de las llamas era un pedazo de carne terroríficamente roja, como la de una carnicería, demasiado pecho.
—Sí, vivo ahí enfrente —jadeó él sosteniendo su mirada brillante de calor. Sus lágrimas reflejaban el fuego rojo, líquido e imprevisible.
Todo brillaba. Todo era líquido e imprevisible.
—Se está quemando, maldita sea… Entera —se lamentó con aire dramático mientras extendía un brazo desnudo, allí envuelto en su toga—. Se está quemando —dijo con júbilo; su voz adquirió el tono extático de la literatura—. Todas las naves se queman.
Sus oídos continuaban ensordecidos por el ruido que subía de la calle, incesante, incesante, como un repique de campanas. Abajo todo era brillo. Los cascos de la policía. Los cascos de los bomberos. Adoquines y aceras relucientes por el agua y con un tono granate, como de caoba. Las largas mangueras grises reptaban sobre las piedras y vomitaban impetuosos manantiales por los escapes. En mitad de la calle había una escalera con unas ruedas que ascendía en vertical y con un movimiento lento se iba inclinando hacia el muro y las ventanas incendiadas, donde las llamas serpenteaban como culebras hasta abrirse paso entre la piedra y la madera.
—¿Qué hacemos, señora? —Era la voz llorosa de la señora Lund. Llevaba un peinador. Su pelo era un amasijo de papillotes—. ¡Santo Dios, si está en cueros!
Y desapareció con un gritito virtuoso.
—No, así no podemos quedarnos aquí —chilló Else la Negra corriendo hacia la alcoba. Jastrau se volvió con una carcajada. La sala fluctuaba en rojo y verde. Sus muebles, su hogar, todo estaba ardiendo. ¡Caramba! El fuego se reflejaba en la espalda de Else. Su ridícula carrera femenina hacía retemblar sus carnes entre reflejos rojos. Saltaba, fofa e inquieta.
Tampoco él podía seguir allí, desnudo en medio de un montón de muebles que no eran suyos. El aire caliente chocaba en oleadas contra su piel. El humo empezaba a irritarle la nariz.
Tosiendo, corrió hacia la alcoba. Cerró con un portazo tras de sí.
Else revoloteaba a su alrededor en la oscuridad. Jastrau oía sus pies desnudos. La botella vacía rodaba por el suelo como en un camarote. Empezó a buscar su ropa a tientas.
—Tienes que ir —jadeó ella.
—¿Por qué? —Rio él mientras trataba de ponerse el pantalón a la pata coja.
—¡Tus muebles!
—No son míos.
—No sabía que vivías ahí.
—Ja, ja, ja, ja.
—Santo cielo, ¿qué hacemos, qué hacemos?
Era la señora Lund, que había asomado la cabeza. Había encendido la lámpara del pasillo, y un hilillo de luz entraba en la alcoba a oscuras. Los papillotes le dibujaban una silueta oscura en torno a las sienes que recordaba a una guirnalda de pámpanos.
—Tira bien, ¿eh, señora Lund? —Y Jastrau siguió bailoteando sobre la otra pierna. Aún sentía los efectos del oporto.
—Pueden prenderse los visillos —gimió la señora Lund—. Están entrando chispas por la ventana.
—Sí, sí. Ahora mismo voy, señora Lund. ¡Maldita sea mi estampa, con lo a gusto que estaba yo aquí durmiendo!
Else la Negra tenía la voz ronca.
Después, se alejó con el kimono escarlata aleteando tras ella. Jastrau la vio atravesar la raya luminosa del pasillo en un destello. Se agachó a recoger la chaqueta. La puerta que conducía a la sala volvió a abrirse de par en par. Cuando se incorporó, el resplandor de las llamas encendía de rosa el dosel de la cama. ¡Oh, amorcillos y alas de ángel! Un humo asfixiante entró en la habitación.
—¡Os vais a ahogar! —gritó—. ¡Os vais a ahogar!
Ya había conseguido ponerse los pantalones y la camisa. El destino lo había sorprendido desnudo. Se puso a silbar.
—¿Por qué no vienes a echar una mano, hombre estúpido? —chilló Else la Negra para hacerse oír por encima del ruido de la calle, que entraba por las ventanas que habían estallado. Ella y la señora Lund flotaron por un momento como sombras negras contra el fondo rojo, inquieto y humeante. ¡Su hogar! Estaba ardiendo, estaba ardiendo. ¡Hasta los cimientos! Qué alivio, qué liberación… Y siguió con sus silbidos, monótonos y enloquecidos, al ritmo del oleaje de fuego, hacia arriba, hacia arriba. Las dos sombras negras se balanceaban sobre sus asientos, las largas barras de las cortinas se escoraban como las vergas de un barco, los visillos tremolaban. Por un instante, brilló una constelación de chispas atrapadas en una de las cortinas. Asomó la punta pequeña y amarilla de una lengua de fuego. ¡Un grito! Y se desvaneció. De improviso, el fulgor de las llamas rojas encendió toda la sala. Habían descolgado los visillos y la caoba relucía en la oscuridad, los muebles reflejaban el incendio como si los hubiesen bañado en vino.
Un silbido enloquecido y monótono. Estaba ardiendo, estaba ardiendo. Todos los muebles, todo su hogar, sillas, mesas, libros.
Estaba ardiendo.
Había una fotografía de su madre. Estaba ardiendo. Había una fotografía de su hijo. El cristal se había rajado. Como un rayo. Lo llevaba clavado en el corazón. Pero todo estaba ardiendo. ¿Habrían puesto cristales nuevos en la puerta de la calle? El gramófono, las sillas rococó, el ramo de Cuaresma, todo en llamas. Y los muebles de roble. Ah, ja, ja. Estaba ardiendo, estaba ardiendo.
Lo mismo le daba ya terminar de vestirse.
¡Y le había dedicado a Lundbom la póliza contra incendios! ¡Se la había regalado! Sí, sí, querido cuñado. ¿Dónde está la póliza? Mañana, cuando leas el periódico, querido cuñado, boquearás como un pescado.
Seguía silbando sin parar.
Las dos mujeres apartaban los muebles. Jastrau se hizo con esmero el nudo de la corbata frente a un espejo con un resplandor rojizo.
—¿Por qué no ayudas, idiota? —jadeó Else, que sostenía desfallecida un extremo del diván lleno de almohadones inflamables.
—Ahora…
No alcanzó a decir más. Sus palabras se perdieron en un acceso de tos. Una humareda negra, un oscurecimiento chisporroteante, empezaba a arremolinarse entre las llamas, y por la ventana del centro se escabulló una burbuja de hollín y humo densa, plomiza y espesa, una esfera negra que, al contacto con el aire de la calle, estalló, tiznó la fachada y ocultó el tejado como el estandarte de humo de una fábrica.
Jastrau acudió en su ayuda. Pero todo se lo tomaba a la ligera.
—La que se quema es su casa —comentó Else la Negra apuntando hacia él con la cabeza mientras peleaba con la mesa.
La señora Lund no dijo nada. No entendía las bromas. Dejó un cubo lleno de agua al lado de la ventana.
—¿Está ardiendo el tejado? —se interesó Jastrau.
Se asomó a través del estandarte humeante que ondeaba contra el cielo nocturno. De cuando en cuando, llegaba un remolino de chispas que, rojas y amarillas, titilaban entre las estrellas sosegadas y pálidas. El humo rojizo subía sin parar.
De pronto, se oyó un bufido y un borboteo. El agua empezó a arrancar astillas de las ventanas de enfrente y lentamente se fue alzando una nube de vapor blanco. Vio una cabeza con casco, un bombero en la escalera.
—No, por lo visto mi casa es la única que se quema —dijo Jastrau.
La señora Lund no contestó. Sin embargo, acababa de comprender que era cierto, la casa que estaba ardiendo era la de Jastrau. Le escoció como una ofensa. Se irguió. Y, tras darse la vuelta bruscamente, estrelló con furia un trapo húmedo contra una chispa que se había colado por la ventana.
—¡Será botarate! —exclamó.
En ese momento, llamaron al timbre.
La señora Lund salió corriendo al pasillo. El movimiento tuvo un efecto liberador. Gimió.
Jastrau y Else la Negra, en cambio, iban tosiendo de un lado a otro del cuarto, que parecía iluminado por una tenue tulipa roja, cada vez más débil, puesto que en el edificio de enfrente ya solo ardían los cuartos del fondo; el fuego estaba siendo dominado y por las ventanas de marcos carbonizados solamente entraban nubes de vapor y humo, y de cuando en cuando un remolino de chispas silbantes.
—¡Ay, mis muebles! —gemía Else la Negra entre escupitajos y carraspeos.
Jastrau boqueaba en busca de aire. El sabor a humo empezaba a atenazarle la garganta.
Retiraron las sillas contra la pared del fondo.
—¡Ay, que se están arañando! —protestaba ella.
—Pues figúrate los míos —replicó Jastrau.
—A ti no hay quien te entienda —contestó Else enojada.
Jastrau tosió.
En el pasillo se oyeron voces masculinas y entró un bombero. La humareda era tan oscura que no se veía nada, pero el bombero encendió una linterna y dirigió su pálido haz de luz hacia el suelo y los muebles. Se detuvo al llegar al cubo.
—¡Una idea muy sensata! —exclamó resoplando—. Esas chispas del demonio son pesadas como moscas.
Miró hacia la humareda.
—Pero, gracias a Dios, ya no queda más que humo y aguachirle.
Permaneció inmóvil con la linterna encendida. Lo oían resoplar como un caballo cansado. Quería quedarse de pie.
—¿Se ha salvado algo? —preguntó Jastrau. Su voz era ardiente, pero tranquila.
—Ni lo que cabe en la palma de mi mano.
La mano, con la que hizo un ademán demostrativo, se intuyó en la proximidad de la luz.
—Pues este… —empezó a decir Else la Negra, pero, de pronto, sintió una patada en la espinilla.
Y vehemente, excitado y sin transición, Jastrau preguntó:
—¿Ha muerto alguien en el incendio?
—Pues no, no que yo sepa. —El haz de luz giró. El bombero se disponía a marcharse. La luz iluminó con claridad el kimono rojo de Else la Negra, que se frotaba el pie contra la espinilla.
—¿Está usted seguro? —Jastrau se acercó de un salto y agarró al hombre por el brazo. Su voz estaba a punto de quebrarse, como si fuese a dejar escapar un lamento—. ¿Está completamente seguro de que nadie ha muerto?
—No, pero se investigará —contestó el bombero con aire arrogante mientras se soltaba el brazo.
—Es que en esa casa puede ocurrir cualquier cosa —insistió Jastrau, que salió tras él.
—Pues sí, eso parece —replicó el bombero deteniéndose. No parecía disgustarle la idea de tomarse un respiro—. Por lo visto la familia que vive allí está de viaje. Dicen que el marido es periodista, un manojo de nervios, según el portero. Ja, ja, el portero, se le han tenido que quedar los pies bien tostaditos, viviendo justo encima del incendio. Y ahora tengo que irme. No creo que haya muerto ni un canario.
Se oyó un febril:
—¿Y cómo empezó el incendio?
—Al parecer, un cortocircuito. Hace ya un par de días que no hay nadie en la casa. Ni siquiera el inquilino.
—Sí, sí, sí. Ja, ja. ¿Está usted seguro de eso? —Jastrau volvió a agarrar al bombero por el brazo—. Porque eso del cortocircuito… Ja, ja, es lo que dicen siempre cuando no encuentran la causa. Pero imagine, un cigarrillo encendido entre las mantas de un diván… ¿no? Empieza a humear… ¿no, no? Eso puede acabar siendo un incendio… ¿no? —Y se echó a reír como un loco mientras lo zarandeaba—. ¿No? ¿No? ¿No? E imagine también que hay una mujer muerta en ese diván… si se quema… el crimen no se descubre… jamás.
—¡Uf! —gimió el bombero—. Creo que tanto calor me ha reblandecido el seso.
Jastrau se metió las manos en los bolsillos y se echó a reír. Y de la oscuridad surgió también la risa de Else la Negra, aliviada y divertida.
—Ah, bobadas… —dijo Jastrau.
—Estoy completamente de acuerdo con usted —dijo el bombero con ironía antes de salir.
—¡Ole, tú estás loco! —exclamó Else la Negra.
—¿Tú crees? —Jastrau meneó la cabeza de un lado a otro—. ¿Tú crees? Podría ser. Pero no, ha dicho que el inquilino no ha estado en casa desde hace un par de días. Claro… entonces es mentira. Sí… tal vez. ¿No tienes nada de beber, Else?
Estaban a oscuras. De las ventanas de enfrente solo salía una humareda negra en cuyo interior se intuían algunas llamas inquietas. Las líneas luminosas de las linternas de los bomberos se entrecruzaban como espadas. La calle volvía a estar más tranquila.
—Oh, algo de beber…
—Sí, vamos a la cocina a ver —propuso ella cogiéndolo del brazo entre risueña y protectora—. Yo te entiendo. Pero ¿no crees que sería mejor que fueses a averiguar lo que se ha quemado? Debe de ser terrible. Figúrate, todos tus muebles. Yo no sabía que vivías ahí enfrente.
Una vez en la cocina, encendió la luz, y Jastrau se sentó en una silla, agotado. Se quedó desmadejado.
—Dios mío, la de tonterías que has podido decirle a ese bombero. Una mujer asesinada en un diván. ¿Tú sabes lo que le has dicho? —Abrió un armario sin dejar de reír.
—Pues debería haber una mujer muerta —suspiró él con la cabeza gacha. Estaba sudando a mares—. Ah, no tienes ni idea… No tienes ni idea de lo que yo he pasado. Debería haber una mujer muerta en el diván. Y… —su tono se elevó— había una mujer muerta en el diván… y los cigarrillos… sí, es un plan diabólicamente urdido. Jamás lo descubrirán. Ah, Else, Else. Esto me va a volver loco.
—Vamos, vamos —lo consoló Else la Negra—. Tómate este coñac… Aunque bebes demasiado.
Jastrau apuró la copa.
—Sí, ya sé que no son más que imaginaciones mías. Claro que son imaginaciones. —Su voz sonaba ya más calmada, subía de vez en cuando, trémula e insegura, pero volvía a aplacarse—. Ay, ay, en esa casa hemos vivido una vida de lo más extraña. Intentábamos encontrar algo espiritual; Steffensen… el hijo de Stefani… ah, ja, ja.
—¿Tú conoces a Stefani? —se oyó decir con angustia.
—Sí, sí. —Jastrau sonrió cansado y asintió—. Lo conozco y se merece la tunda que le… ah, no no. Es todo tan inútil, tan absurdo…
—¿Sabías cuando te conté…?
Jastrau asintió de nuevo.
—Sí, sí, y da exactamente igual… todo… todo. ¿Qué me importa a mí… todo… todo? No es más real que esos tres hombres negros. Veía a través de ellos y se desintegraron… y dentro de poco veré a través de todo… y se desintegrará esta maldita alucinación. ¿Qué me importará entonces que hubiera una mujer muerta en un diván… o no? Cuando clavo los ojos en las cosas, se disuelven y se convierten en estanterías negras y en cuadros de El Greco, y si miro aún más fijamente, eso también se disuelve… El Greco, las estanterías… todo.
Else lo miró inquieta. Creía que deliraba.
—Oye, ¿no prefieres echarte y descansar un ratito? —Le puso la mano en la frente—. ¡Si estás ardiendo! Estás sobreexcitado. Estás enfermo.
—No, no. —Él sacudía la cabeza—. Deja que me quede aquí sentado. Si no, no veo el fuego.
—Si ya está apagado. Deberías echarte en mi cama.
—No podría cerrar los ojos. Hay llamas. Deja que me quede aquí sentado. Aquí se está muy fresco. Y la luz está encendida. Y hay colores blancos. Ay, a veces me vuelvo loco… Déjame quedarme aquí sentado. ¿Por qué no vas a ayudar a la señora Lund? Aunque ya no hay ningún peligro.
—Creo que deberías echarte —insistía ella, obstinada.
A Jastrau se le quebró la voz y empezó a gemir.
—No, déjame. No sigas. Me estás partiendo el cerebro. Déjame aquí sentado un rato… un rato… aquí solo, y luego…
—De acuerdo, te dejo. —Algo decepcionada, pero tranquila, se encogió de hombros y lo dejó allí.
A lo lejos se oía un zumbido apagado. Unas bombas de agua, que se alejaban. Volvían a casa. Jastrau reparó en la botella de coñac y, con una prontitud fulminante que lo sorprendió a él mismo, se abalanzó sobre ella y se sirvió otra copa.
Era pura tensión.
De un salto se plantó en la puerta. Nadie en el pasillo. De vuelta a la mesa de la cocina. Apuró la copa. A la puerta otra vez. Else estaba moviendo muebles con la señora Lund. Su sombrero colgaba del perchero. Fue a buscarlo con sigilo. Volvió a escabullirse hasta la cocina. Agarró la botella de coñac. Salió al pasillo. Abrió la puerta de la calle sin hacer ruido. La cerró sin hacer ruido. Y bajó por las escaleras a grandes zancadas. ¡La botella! ¡La botella! Se la guardó en el bolsillo interior y se puso la chaqueta con mucho cuidado.
Ya estaba abajo. Abrió el portal. Había gente en la acera contemplando las ventanas humeantes. Una bomba de agua estaba a punto de retirarse. Pero aún seguía todo en penumbra. Podía escabullirse pegado al muro y desaparecer al doblar la esquina.
Había logrado escapar.
La dulce aurora. Las casas seguían oscuras. Las calles parecían sumergidas en un agua azulada, y puertas y ventanas se dibujaban, submarinas e imprecisas, pero filtradas de una vida invisible. Y arriba, en lo alto, el cielo era Uso y brillante. La mañana había despertado, aunque aún no había descendido hasta la tierra.
Las piedras despedían su fragancia.
Jastrau caminaba. Se sentía como una sombra. Caminaba. Daba lo mismo hacia dónde. Al llegar a una esquina se detuvo, se llevó la botella a los labios y bebió un trago.
Necesitaba pensar. Estar solo y pensar un poco. Steffensen… la había matado. Había ocurrido. Tenía que haber ocurrido. Pero era… espantoso. ¿Tenía escalofríos? Era… espantoso. ¿La habría estrangulado? ¿Estrangulada? ¿La sensación de una garganta blanda entre las manos? Y un cuerpo de mujer cálido que se va debilitando —primero lucha— y el espanto en la mirada y la boca desencajada, vacía de gritos, porque la tengo sujeta por la garganta, aprieto… y la cabeza que se bambolea adelante y atrás… y ¿cómo? ¿Se pone morado el rostro? ¿Se le salen los ojos de las órbitas? ¿La lengua de la boca? ¿Cómo?
Jastrau permanecía inmóvil en la calle desierta, entregado a una mímica siniestra, como si tuviese el baile de san Vito.
Steffensen la había asesinado. ¡Aquella bestia! ¡Aquella bestia! Sus ojos. Su peligroso brillo esmaltado. Su frente anormal. Sus dientes de criminal, demasiado numerosos, demasiado finos. Su cara pálida, húmeda y nudosa de labios protuberantes y brutales. ¿Y Anna Marie? ¿Qué aspecto tenía ella? No lograba ver su rostro. ¿Cómo era?
Jastrau cerró los ojos y vio llamaradas rojas.
¡Fuego! Sí, la casa, los muebles. Nada quedaba. ¡Recuerdos! Bah, que se transformen en llamas… que se esparzan como pétalos de rosa. Es lo mismo. Llamas y pétalos de rosa. Es lo mismo. El Vesterbro Passage estaba despejado y lleno de luz. El obelisco de la Columna de la Libertad era de granito rosa. Había flores en aquella piedra, a veces, con cierta iluminación. Pétalos de rosa y llamas. Era lo mismo. ¿Tendría el cadáver las mejillas rojas? ¿El cadáver? ¿Anna Marie? No, estaba viva. Por supuesto que Steffensen no la había asesinado. Era imposible, el obelisco era rosa.
Quería torcer. No deseaba pasar por la plaza del Ayuntamiento, que se difuminaba rojiza, suave, delicada. ¿Por qué no se había quemado? La plaza entera. ¡Todos los recuerdos debían salir ardiendo! Quería torcer flanqueando el Tivoli y cruzar el puente de Langebro hasta llegar a Amager. La tierra de los árboles verdes lo refrescaría, necesitaba pensar con frialdad. Los labios le ardían, hinchados. No le quedaba tabaco. Pero sí coñac.
Se quedó inmóvil en la acera, se llevó la botella a los labios y echó la cabeza atrás. Solo sobre una acera larga, muy larga. Una eternidad de baldosas. Una escalera hacia el cielo caída por tierra.
La mañana era blanca como un reflejo en la creta.
Pero sí, Steffensen había asesinado a Anna Marie. Se había cometido un crimen. Podía sentirlo. Había ocurrido una gran catástrofe. Catástrofe. Kata y strophe. La catástrofe. ¡Al fin, al fin había ocurrido! ¡Alabado sea Dios! Pero ¿por qué? ¿Por qué agradecérselo a Dios? Jastrau iba como un loco. Era siniestro. Animal. Acabar con un ser humano. La vida, la muerte. Un segundo con vida, al segundo siguiente muerto. Y había ocurrido en su casa, entre esos muebles que tan bien conocía. Los muebles de roble, el gramófono y el ramo de Cuaresma lo habían visto todo, Oluf lo había visto todo. El niño los había visto. Unas figuras que daban tumbos por todas partes. La mano amarilla y brutal de Steffensen y Anna Marie sin mentón; no tenía mentón. ¿Por qué nunca la había besado en esa barbilla frágil que revelaba su desamparo? Han asesinado a una criatura. ¡Socorro! ¡Socorro!
Había que denunciarlo.
Ha habido un asesinato doloso y un incendio; no, un incendio doloso y un asesinato.
¿De veras la había matado Steffensen? ¿No eran fantasías suyas? No, se había cometido un crimen. Conocía al demonio de Steffensen. ¿Acaso no lo había planeado, no había estado al acecho, observado que fumaba acostada en el diván y tiraba las colillas encendidas? Y el crimen… era la infinitud del alma, claro. Steffensen la había asesinado.
De lo contrario, nada tenía el menor sentido.
De la playa de Kalvebod subía un gran frescor. ¿Qué era esa bola de hierro con púas? ¿Una maza? Un austero edificio gris adornado con dos mazas. Y una acera espaciosa como una plaza.
Un muro de granito.
Se apartó de él cuanto pudo. Un edificio brutal como un bloque de piedra. Era la Jefatura de Policía. Sintió que le faltaba el aire. Ahora tenía que acercarse a un agente y decir: «¡Deténgame!». No, no, no me detenga, pero se ha cometido un incendio… hay… un incendio doloso en la Istedgade… creo.
Tenía que hacerlo… ¿o no?
Un policía de bigotes vanidosos se acercó a él, ahora, ahora, ahora tenía que ser. El policía se quedó mirándolo fijamente.
—Buenos días —saludó Jastrau avanzando con paso algo inseguro.
¡Un incendio doloroso! No, no se dice así. Se dice incendio doloso.
—Buenos días —saludó una voz ronca—. Nos la hemos agarrado buena, ¿no?
—¡Bonita comisaría! —exclamó Jastrau de pronto.
—Andese con ojo si no quiere terminar conociéndola por dentro —le advirtió el otro, brusco y autoritario.
Jastrau se enderezó bruscamente y se alejó.
¡Desagradable! ¡Arrogante! ¡Con ese bigote y con esa voz! ¡Él se lo había buscado! Ahora tendrían que encontrar su incendio doloroso ellos solitos. Además, ¿para qué ayudarlos? No hacían más que darse aires.
Tampoco había razón alguna para denunciarlo. ¿Quién era él, Jastrau, para denunciar a un asesino? ¿Un crimen? ¿Acaso sabía él lo que era un crimen? ¿Tenía derecho moral a denunciar un crimen? ¿Iba a denunciar un crimen? No, no iba a denunciar un crimen.
Eso era labor de la sociedad, y por tanto no suya, porque el Estado no soy yo.
Una fresca brisa matinal sobre el puente de Langebro. Porque el Estado no soy yo. Un foso de agua reluciente como estaño y el antiguo terraplén de las murallas cuajado de árboles verdes. Más allá se extendía un parque elegante, vallado. Pero él prefirió subir a la parte más decrépita y refugiarse allí, estremecido, bajo unos árboles sólidos… al margen de la sociedad. Había grandes zonas ralas de césped. Hondos surcos y senderos recorrían el terraplén, que parecía una ballena chafada. Se le marcaban las costillas. Y abajo, junto a la orilla del agua, discurría la Senda de los Ladrones. Nada de denunciar crímenes. Mejor tumbarse a vaciar la botella de coñac.
Todo respiraba agua y cielo. Los pájaros se agitaban entre la maleza. Encontró un poco de hierba y un árbol que se inclinaba sobre el foso. Haría un buen pedestal. Allí podría echarse a contemplar el cielo pálido, azul. Pasaban nubes inquietas y oscuras. Y, por debajo de las nubes, corrían ráfagas frías. Sin techo y sin cobijo. Un asilo para pobres. Cosas que pueden pasar.
Le corrió un escalofrío por la espalda. Un sujeto con la ropa sucia de tierra y hierba seca. Un sujeto en plena naturaleza y…
una botella tirada;
la suya, qué condenada.
Lo sabía. Los pájaros empezaron a cantar. Cerró los ojos. Sí, señor. ¿No era como agitar en el aire un hilo de cobre? Empieza un pájaro en cierto árbol. «¡A levantarse tocan!». Los pájaros tienen costumbres de pájaros. Luego se extiende por el follaje y es completamente insoportable.
Pero ya no le quedaba más coñac.
Despertó estremecido. La rama de un árbol encima de su cabeza le aceleró el corazón. Oyó el cable de un tranvía. Cielo, árboles, tierra, agua. El tranvía pasaba al otro lado del foso.
Había dormido en la Senda de los Ladrones, en el parque de las murallas de Christianshavn.
Lentamente, bajó hasta el agua, se lavó las manos y la cara y se secó con un pañuelo. La perspectiva de ir todo el día con un pañuelo frío y mojado no resultaba agradable. Se le humedeció el bolsillo. Se estiró y se desperezó. ¿Qué había ocurrido? ¿Por qué era otro hombre? Su yo se había desplazado. Ah, era… no, Anna Marie. Se le encogió el corazón. No, no. Tenía el corazón atrapado dentro de un puño brutal, y ese puño lo apretaba como se estruja una esponja. Oh, no, no podía ser verdad. Había perdido la cabeza. Si al menos le quedara un poco de tabaco, o dinero. No, ni un céntimo. ¡Tan solo una moneda de veinticinco céntimos para un paquete de Flag! Pues no. Y ahí estaba la botella de coñac. La levantó y la observó al trasluz. Sí, algo brillaba en el fondo.
Una sola gota de coñac puede llegar a cubrir toda la lengua.
Un momento. Después, el puño volvió a estrujarle el corazón. No podía ser verdad. Pero él mismo había estado tras la cortina, al otro lado de los visillos, y había visto que todo podía suceder. Su casa había ardido. Todos aquellos objetos que había amado tanto que no había podido irse sin decirles adiós… quemados. Pero Steffensen… era imposible.
Estaba tan agitado que no pudo seguir allí por más tiempo. Tampoco podía caminar con calma. De haber tenido dinero, habría tomado un taxi. Debía hablar con el portero. ¿Por qué no se le había ocurrido anoche? ¿Sería capaz de hablar con él sin ponerse en ridículo? ¿Y si todo eran locuras suyas, invenciones, desvarios? Podía ir a la Istedgade. Pero no tenía dinero, de modo que no podría entrar a comprar en las tiendas y preguntar como el que no quiere la cosa, y… no, no debía hacer el ridículo.
Sin aliento, enfilo el Vestre Boulevard, cruzó el puente de Tietgen y fue rodeando la estación central… hasta la Istedgade.
Entonces vio a una mujer con un vestido marrón que salía de una panadería con un paquete en la mano.
Un cinturón negro ceñía sus anchas caderas.
—¡Anna Marie! —gritó corriendo hacia ella.
La mujer se dio la vuelta.
Y, mientras lo hacía, se puso de rodillas ante ella y se abrazó a sus piernas.
—¡Alabado sea Dios! —gimió.
Junto a ellos había un carro que transportaba cerveza. El cochero, que iba arrastrando una caja, la dejó caer en la acera, sorprendido. Las botellas tintinearon y el hombre se echó a reír.
—Está usted loco, señor Jastrau. ¡Qué va a pensar la gente! —exclamó ella tratando de soltarse. Un pastel se le escurrió de entre el papel de seda.
Jastrau se apresuró a levantarse y clavó en ella una mirada enloquecida y brillante de lágrimas.
—¡Qué más da, Anna Marie! Me marcho.
—Pero ¿sabe usted que…?
Jastrau ya iba calle abajo y Anna Marie se quedó contemplando cómo se alejaba. Llevaba el traje arrugado. El cuello de la camisa sucio. El ala de su sombrero tenía una orla de tierra.
—Aquí tiene, señorita —dijo el cochero recogiendo el pastel con galantería.
Ella no se atrevió a mirarlo. Intuía que, elocuente, meneaba la cabeza a un lado y otro, y le oyó decir en voz baja:
—¡Vaya curda!
Luego echó a correr hacia el portal y rompió a llorar.