1
SEPA el lector que la historia que narramos no fue catástrofe alguna, más bien al contrario: muchos la tuvieron por desquite, otros por ajuste de cuentas, reclamo de justicia universal, que a veces no olvida a los desamparados, y aunque sus protagonistas no son generales ni grandes de la patria, sino gente del común, la mayoría bastante derrotada, y aunque tampoco podíamos esperar entonces grandes milagros, pues todos los milagros posibles habían sido sobradamente gastados, un leve aliento de orgullo estremece estas páginas.
Eran siete, contando al de Boullón, que tendrá consideración aparte.
Siete son los nombres de Cristo. Siete los días de la Creación. Siete el calendario que gobierna la semana. Siete las maravillas del mundo. Siete las virtudes. Siete los pecados capitales. Siete la comunión absoluta: unión del ternario y del cuaternario, símbolo del espíritu (tres) y símbolo de la tierra (cuatro), camino de perfección. Siete son las direcciones del espacio y las puntas de la estrella. Siete son las medidas de la música y los colores esenciales. Siete las esferas. Siete el orden de los planetas. Siete las espadas que laceran el corazón. Siete fueron los sabios de Grecia, siete las ciudades, siete los desiertos que las circundan, siete los mares y los círculos sagrados, siete los principios de las criaturas... Todo está en los números, decía el filósofo. Y siete son las trompetas del Apocalipsis: número del Gran Perdón.
Pico Serrano, también llamado Francisco Serrano, Primitivo para otros, casado y sin hijos, comenzó con los vendedores de ganado en la montaña, donde amasó los primeros dineros, entró luego en el mineral y acabó en las contratas. Aunque en realidad hacía de todo: bobinas de cobre, grasas de Portugal, matutes de Zamora, partijas... Tenía trato con la gente de las sierras, así como con los pasos de la frontera, pero su querencia eran las rías. En el 46, en plena época del hambre, a punto estuvo de caer. Fue muy sonada. Lo pillaron con tres camiones en la raya, a la altura de Guillarei, cargado hasta la bandera con sacas de café torrefacto. Parece mentira. No sé si por apurar el negocio, o porque confiase de más en el trato, o porque la avaricia rompe el saco, el caso es que una parte de la mercancía había pasado por la refinería y estaba lista para consumirse. El olor era un escándalo. Se dice que los parroquianos salían a las puertas de las tabernas para verlo pasar, y no pudo ni llegar a Porriño. Lo pillaron antes. Hubo que mover influencias. No fue fácil sacarlo del apuro. En Pontevedra se cerraban en banda, porque llovía sobre mojado. Hasta al gobernador civil llegaron los recados que pedían clemencia. Un atrevido. Su mujer se llamaba Amalia. Señora Amalia, le decían algunos, porque cuando hay dinero hay señorío, y los Serrano acabaron juntando dinero, ¡vaya si lo juntaron! Señorío no, que ambos venían de donde venían, pero el dinero corría, y con el dinero, las influencias, el trato de favor, la voz de mando, las reverencias... También las envidias y los embustes. Pero esto al Serrano se la soplaba. Marrullero, temerario, hierro castigador, entonces era uno de los grandes, de los que no se paraban, olía el negocio a kilómetros y le gustaba traer los billetes atados en fajos para que se notase, para presumir de que podía ponerlos a engordar como los gallos en la caponera. O como las putas. «El dinero es como las putas», proclamaba, «hay que ponerlo a trabajar para que rinda, nunca parado». Eso también le tiraba mucho, el puterío.
Ya bien entrada la década siguiente, bastante después de los hechos que aquí se cuentan, se metió en negocios de más empaque, en la construcción, que era lo que mandaba, primero en el sur de España y después incluso en las Américas, en Caracas, aunque esta parte está algo confusa. Por entonces había un montón de gente marchando para allá, a las Américas. Quizá no tanto a Uruguay o Argentina, que eso fue más bien antes del 45, pero sí a Brasil y a Venezuela. Venían los de las compañías, ponían anuncios en los periódicos de Vigo y la gente salía por oleadas. Era como si alguien hubiese abierto una espita para aliviar el aire y evitar que el mundo reventase. Por lo que se sabe, el Serrano tardó en recuperarse de la grave deuda que tuvo que asumir a la vuelta de los sucesos que tanto conmocionaron a los vilanoveses, él y su señora, pero siempre supo adónde arrimarse. Al final, don Floro le dio una nueva oportunidad. Don Floro era una garantía. Por aquel entonces ya habían roto él y el administrador de la Leonesa, Martín García, su antiguo socio y amigo. Muchos dijeron que Serrano, el Primitivo, había traicionado al de Lombados, al tal Martín García. Está por ver quién se la jugó a quién. Cuando la ambición anda por medio, los hombres se ciegan. Pero es curioso: tanto dinero, tanta sinvergüencería, tanta abundancia, y lo mal que le fue. Su mujer se marchó en un embarque del Guadalupe, la señora Amalia, así, sin avisar, de la noche a la mañana, aprovechando una de las últimas escalas que el transatlántico hizo en el puerto de Vigo. Pudo ser el Guadalupe o quizá el Montserrat, da igual: eran los que hacían la ruta de la Guaira con la Transatlántica Viguesa. Ella andaría por los cuarenta pasados. Una edad difícil. Ya no era una jovencita, pero tampoco una vieja. Tenía maneras. Era cosa de ver cómo administraba el despacho en los días de la abundancia, metida en pleitos y disputas, que bien que el Serrano se aprovechaba. A lo mejor de allí les vino el desencuentro. O por darle vueltas a lo que había ocurrido antes, diría yo, que nunca llegó a perdonárselo. Mala cosa es el despecho de la mujer cuando queda dentro la herida y no consigue curarse. Cuentan que había ido toda la familia a ver el mar, los cuñados y los sobrinos, porque ya dije que hijos no había; el mar mayor, el de las grandes travesías, que él presumía mucho de ello, el Pico Serrano: asuntos en las Américas, socios que tenía allá, cartas, pagarés... El caso es que allí desapareció la señora Amalia, en el puerto de Vigo, como quien se va al fin del mundo, un suponer. Pasaron mucho tiempo esperando por ella en el café de las Avenidas. El propio Serrano fue a informar en comisaría. Le dijeron que presentase una denuncia. Pero qué denuncia presentar, a quién acusar, qué razones poner en la instrucción del atestado. Es muy posible que Pico supiese más de lo que decía. Eso comentó también la gente. Repare el lector en que no se nombra hombre alguno para la señora Amalia. Que no fuese su marido, quiero decir. Ni se le asignó entonces ni se le conoció después. Un misterio. Ya ven cómo empiezan las cosas. El caso es que volvieron sin ella. Cuando el asunto del Pasamundos, o del Pozo de la Señora, que también así se conoció el suceso, con la demorada resaca que vino a continuación, Serrano y la señora Amalia pasaban por casados y bien matrimoniados, aunque a él le gustasen los cohetes en campo ajeno, como a tantos. No son éstos asuntos que deban desviarnos del principal, ni tampoco es cosa de cruzar unas historias con otras, por más que el lector (o lectora) deba saber la naturaleza y la condición de los actantes. Tampoco aconseja la preceptiva enredar el relato, ya de por sí enmarañado, como luego se verá, propio de la memoria del común, que no es lineal, ni única, mucho menos transparente, sino que circula como el discurso de la vida, lleno de rodeos y atravesado por noticias varias. Pico Serrano acabó mal, ya digo. Se pegó un tiro a la desesperada en una pensión de Vigo, sin más datos ni referencias, sin un aviso, sin un papel... Pero cuando los sucesos que recoge el cantar estaba lleno de vida. Tal vez incluso demasiado.
A Agustín Salgado, Agostiño, le apodaban el Agonías no por el nombre, sino por el ahogo que se le ponía en los trances, no sentado frente al naipe, que eso pocas veces ocurría, sino acompañando las apuestas de los compañeros. Se le iba la vida. Había que sacarlo afuera para que pudiese respirar. Entonces lo auxiliaban el de Muras, don Manoliño, y don Evaristo, que eran los que tenían la ciencia, y un poco también el Serrano, para levantarlo cuando se descomponía. Funcionario municipal. Oficina de servicios. Pasaba por gente de bien, pero era un pobre mandado y, por tanto, poco de fiar. Según de quien viniese la orden, así podíamos esperar las consecuencias que, en cualquier caso, el Agonías ejecutaba con una mecánica implacable, aunque siempre con el miedo en el cuerpo, siempre temblando, pero eso sí, sin pestañear. Cuando las expropiaciones de la Banda del Río y de las tierras de la Gaiosa, que arramblaron de la noche a la mañana con todas las casuchas del Malecón por orden del gobernador de la provincia, para ampliar la fábrica de carburos y la explotación de las minas, aunque después no hubo ni ampliación ni nada, pasó el tiempo del mineral y allá quedaron las ruinas..., cuando reventaron las casas del río, digo, para allá se fue el funcionario Salgado con los papeles, llamando a las puertas, asustando a las criaturas incluso sin quererlo, pegando en las paredes el bando de la autoridad. Y la gente no se lo tomó a mal. Estoy por decir que ni siquiera los afectados se lo tomaron a mal. «Pobre Agonías», decían algunos, «qué tragos tiene que pasar». Iba Salgado con la Benemérita, llamaba a la puerta y entregaba la notificación oficial: treinta días para levantar el campamento, último aviso; si era el caso de hacer reclamación, los interesados debían presentarse en las dependencias municipales, no en el Gobierno Civil, que estaba en Pontevedra; en la Casa del Ayuntamiento, con cartas de propiedad y documentos probados. Pero ¿qué cartas de propiedad cabía esperar de aquella gente, cantera del común, marineros de secano? ¿Qué documentos? Vinieron señores de Vigo, personajes de Madrid, y los más inquietos preguntaban: «¿Qué papeles pueden tener esas almas perdidas, que están ahí desde el principio de los tiempos, porque nadie quiere esa angostura, ese cenagal, ese páramo abandonado de Dios?». Preguntaban unos y respondían los otros: «Sin papeles no hay propiedad. Si no hay propiedad, hay ocupación. Y la ley es la ley para todos. Favor que les hacemos sacándolos de semejante insalubridad». Los que no firmaban, porque no sabían firmar, ponían una cruz, o un aspa, y los que no estaban, no estaban, así que el Agostiño volvía con la encomienda y dejaba de cada vez el papel clavado en la pared de la casucha para que todo el mundo tuviese conocimiento de la disposición. Parece que en una de ésas lo encontraron echado en el camino, a medio morir, con la angustia que le daba el caso: tener que aplicar la ley a aquella gente, brazo ejecutor, obligado por la fuerza de la autoridad. Pero no se echó atrás. «Tengo cuatro hijas», exclamaba. Tampoco los otros, que asistían a los acontecimientos escondidos tras las vidrieras del café Suizo, hicieron nada para evitar el trance, si es que verdaderamente querían evitarlo, que está por ver. En este punto, los vilanoveses estaban divididos: por un lado, los partidarios del progreso y la transformación de la villa, ¿adónde vamos con esta pereza, con este secular abandono?, ¿queréis vivir de las piedras, de la melancolía de lo que un día fuimos, lamiéndonos constantemente las mismas heridas?, ¿cuándo nos daremos cuenta de que el viento de la historia no se para, que o te pones de su lado o te lleva por delante? Pero también estaban los atravesados, los de la cáscara amarga, los de siempre, entre la impotencia y la rabia de que no se contase con ellos y viniese gente de fuera, principalmente de Vigo y Pontevedra, a disponer de lo ajeno y ordenar lo que de siempre teníamos así. Discusiones de café. Aún hoy, cuando reviven en los papeles las luchas del progreso y el precio que tal determinación exige, tradición o modernidad, cuestión retórica a la que los vilanoveses fueron siempre tan aficionados, hay quien tira del asunto de la ampliación de la Gaiosa y de las casuchas de la Banda del Río, y otra vez vuelven las viejas cuentas: que a quién aprovechó lo que aprovechó, que quién sacó beneficio después de haber espantado a toda aquella pobre gente, que adónde fueron las promesas y los anuncios que se habían hecho cuando ya no quedaba nadie que reclamase nada. El Agonías no era mala gente, ya se ha dicho. Un desgraciado y un pobre hombre sí, pero no mala gente, marcado como estaba por aquella desgracia anterior que lo había arrastrado por las calles de la villa cuando derribaron la República, humillado, escarnecido, los militares en la plaza, los papeles volando por las ventanas, sin que nadie viniese a ayudarlo, ni a él ni a otros. Nunca más desde entonces consiguió arrancar el miedo del cuerpo: miedo a hablar, miedo a pensar, miedo a decir y a mirar de frente, miedo a respirar, miedo a cruzar la calle, del Ayuntamiento a casa y de casa al Ayuntamiento. Es difícil explicar cómo pudieron liarlo, cómo lo convencieron para entrar en el grupo. Si acaso lo perdió la locura, aquella fiebre que les dio a todos, y no supo decir que no. Aunque también se habló de los bonos: cartas de compensación para los desahuciados, que nunca aparecieron y que estaban de su mano. Nadie queda libre de culpa, como se puede ver. Después de los sucesos, se metió en casa y fue marchitándose como una hoja seca, el desgraciado. Cuatro hijas, solteras >todas. «Feas como rayos», lo castigaba el Serrano cuando quería provocarlo, o para humillarlo. Y añadía: «O para santas, o para putas». Y allá se fue. Lo internaron en el Hospital de la Caridad una mañana de noviembre, muy acabado ya, y en dos semanas, sin una queja, casi sin un suspiro, se apagó.
Don Evaristo era médico, igual que el de Muras, de quien hablaremos a continuación. Médico en Santiago. No es que la gente le tuviese mucha ley. Lo trataban de don por lo de Compostela. Por la villa venía más bien poco, siempre de paso y por propio interés, o para arreglar asuntos con el gobernador, cosas de elevado trato en los despachos de Pontevedra. Los médicos de Compostela no eran entonces como los de cualquier otro sitio, ni como los de ahora. Cómo lo explicaré: los médicos de Compostela eran de estudios, médicos de ciencia, como se decía. Iba uno a ellos a la desesperada, o cuando la cosa era muy seria y los de aquí no eran capaces de dar cuenta del recado: se ponía uno en camino, cogía el tren, o la línea de la costa, y se entregaba. Digo bien: te entregabas, sin condiciones, a lo que dijesen los sabios -estamos hablando de mucha necesidad la de aquellos tiempos-. Un mal paso, un revés sobrevenido, una mala caída, un aire atravesado, y allá se iba la salud, y con la salud la vida: la propia y la de los tuyos, las tierras, la hacienda, la casa y la familia, todo por el vertedero abajo, en un momento, antes de que te dieses cuenta y pudieses hacer nada, excepto coger el camino de Compostela, bien cargado de dinero, eso sí, para ponerte en manos de la altísima ciencia, «fuente limpia», decían. Don Evaristo no era de tanto mérito. La gente lo tenía por rastrero, interesado y ruin. Pero tenía consulta en Santiago, y por entonces eso era un título. Todo lo contrario de don Manoliño, el de Muras, también llamado el Médico de los Pobres.
Don Manoliño era otra cosa. Sustento de los cristianos, y cuando se le demandaba, en caso de necesidad, de todas las criaturas de Dios Nuestro Señor con tal de que se las pusiesen delante. Un suponer: la vaca del señor Armando, que había tenido un mal parto; la peste que entraba sin avisar en las cuadras de Vegadáns, los cerdos que no conseguían salir adelante después de haber pagado tanto por ellos en la feria, las cartas que venían de América. Cuando lo de las casuchas de la Banda del Río, don Manoliño fue de los pocos que se enfrentó y habló de ir a ver al gobernador. Pero no lo secundaron. Se quedó solo. Pequeñajo como era, se alzaba como un titán cuando se ponía bravo, aunque también es cierto que poco le duraba. La armó en el café. Golpeó recio en la mesa. Plantó la partida a medio jugar, que no era poco, porque se le indignó el alma, decía, «¿cuánta vergüenza tendremos todavía que soportar?, ¿cuánta desproporción?, ¿cuánto capricho?», fueron sus palabras. La gente de la Banda del Río era suya, o cuando menos él así lo proclamaba. En el gobierno civil dieron parte: «¿Procedemos?», preguntó alguien. Pero la autoridad hizo un gesto, quizá porque lo conocían. «Dejadlo estar. Mañana se le pasa...» Y así fue. Se dice que esa noche quedó enganchado en una vuelta del camino. Era lo que tenía. Cinco hijos. Otra santa en casa. Para la parte de Vilaxoán vivía una viuda suntuosa, discreta y soñadora. Don Manoliño pasó la noche con ella y se desahogó. Según parece, al día siguiente no se acordaba de nada. Se sentó a la mesa en el café y pidió cartas. Tampoco nadie intentó provocarlo. Si acaso, de vez en cuando, entre mano y mano, siete de copas, cuatro de bastos, lanzaba un suspiro, mientras repasaba el mazo con los dedos. Sólo el Serrano, lenguaraz como era, dejó caer en el tercer pase un comentario: «Parece que anda la gripe algo desatada por la parte de la costa...». Sin levantar los ojos de las cartas, el de Muras recetó: «Ponche de vino quinado y mucha cama». Cuando la gente del común llamaba por don Manoliño, fuese por razón de salud o por cualquier otra circunstancia, el de Muras recorría la comarca toda y, a veces, tardaba dos o tres días en volver al lado de la parienta. Nadie hacía preguntas. Su consulta era él, dondequiera que estuviese o donde la ocasión se presentase. Le gustaba el aguardiente del país. Siempre que salía de la habitación del enfermo pedía una copa, o se la tenían ya dispuesta, pues le conocían la querencia; vertía un poco en las manos y se daba friegas, por la cara también, para desinfectarse. El resto lo ventilaba de un trago. Y si era casa de pobres, pues la mayor parte de las veces era así, no aceptaba honorarios. Si acaso unos ojos de mujer. Viéndolo tan redondo, tan achaparrado, oliendo a licor casero, echándose hacia atrás en el naipe y vestido con su chaleco de paño, siempre el mismo, parecía imposible explicar su éxito. Pero lo tenía. El mujerío suspiraba por él. Era su grandeza. Don Evaristo no. Don Evaristo despachaba en la consulta de la capital, muebles de castaño tintado, con la gente esperando en la antesala, muy arreglada, siempre con la ropa limpia. Nunca el de Santiago pisó una feria. Para hacer una cura o despachar remedios, quiero decir. Don Evaristo pertenecía al gremio de Compostela. De allí le venía el don, que también concedían al de Muras, aunque en este caso aliviado por el diminutivo, don Manoliño, que lo dejaba más próximo a nosotros, sin contar otras fantasías.