Primera jornada

-SE dijeron muchas cosas acerca de lo que sucedió aquella noche. Se dijeron entonces y me asombra que aún puedan interesarle a alguien a estas alturas. Usted es un hombre joven. Yo soy una vieja. Acépteme esta coquetería. Pronto cumpliré ochenta años y puedo decir que soy una vieja. Aunque la cabeza no me falla, gracias a Dios, hay asuntos sobre los que no estoy demasiado segura de que valga la pena volver. Agua pasada no mueve molino, decían los abuelos, o no debería moverlo. Pero, en fin, usted sabrá [...]. El caso del Pasamundos, como se lo llamó entonces, tampoco fue el único. Eran tiempos miserables. Tendría que haberlos vivido para saber de qué estamos hablando. Tiempos miserables que hacían miserables a las personas, aunque no lo fuesen, porque cada cual es fruto de lo que le toca vivir, o apechugar, como quien lleva una cruz a cuestas. Si hubiese usted venido a verme hace unos años, diez o quince, pongo por caso, tampoco más, no estaríamos aquí hablando, se lo aseguro. Sufrí mucho entonces. Supongo que sufrimos todos, pero unos más que otros, y yo hablo por mí. El tiempo no siempre cura; afloja la presión, a veces incluso disculpa a la memoria, pero no cura. Usted viene a revolver en los desvanes. ¿Sabe para qué sirven los desvanes?, ¿quiere que se lo diga? Pues para esconder los trastos que no queremos ver pero que no tenemos fuerzas o valor para destruir. Los amontonamos, los encerramos en un rincón oscuro, pero siguen ahí; son como ratones acechando en la oscuridad, ratones enormes, ratas.. Perdóneme que empiece de esta forma. Tampoco quiero que me interprete mal, ni que se sienta incómodo conmigo. Esta casa siempre ha sido hospitalaria y de puertas abiertas. Le agradezco las visitas. Me he hecho mayor y no tengo muchas. En los días de los que usted quiere hablar, Vilanova de Alba ya estaba muerta. Ahora está enterrada, me dirá. Pero entonces ya estaba muerta, por más que se empeñasen en menear continuamente el cadáver. Muerta y bien muerta. Sólo faltaba darle sepultura. Si algunos aguantamos lo que aguantamos fue porque cuando estás dentro del infierno te acostumbras a las llamas, quieres engañarte a ti misma, te agarras a lo que puedes, aunque sea a un clavo ardiendo, porque no tienes otra cosa, ni ves más allá, y porque las decisiones también tienen sus riesgos, y no voy a decirle que yo no estuviese llena de miedos. Ahora parece muy fácil, los tiempos han cambiado, ciertamente, o por lo menos han cambiado bastante, pero una mujer, metida en aquel infierno, poco tenía que decir, poco tenía que hacer, si no era fastidiarse, aguantar lo que viniese, decir amén y avemaría. No piense que fue fácil, ni para mí ni para nadie, enfrentarse a aquella losa que la aplastaba a una, que no te dejaba respirar, que te arrastraba hacia el interior de un pozo cada vez más profundo. Y yo aún era joven. Treinta años. Cuarenta y pocos cuando empecé a arreglar los papeles, que tampoco fue cosa de la noche a la mañana ponerlo todo patas arriba. El asunto llevó su tiempo, con disimulo, con prudencia. Un día me planté frente al espejo y me dije: ¿qué haces, qué vida te queda por delante, qué te ata a estos extramundis, qué más puedes pedirle a esta miseria? Lo dije así, en voz alta, para escucharme a mí misma. Mi padre había muerto cuatro años antes, el pobre. Se pasó un montón de tiempo mirando a una pared. ¿Cuánto tiempo? No lo sé. Mucho tiempo. Años. Como se lo cuento. Parece que lo estoy viendo: sentado a la puerta de casa cuando lo sacaba a la solana para que le diese un poco de luz, o en el cuarto de estar, como un fantasma, que la mayor parte de las veces ya ni me conocía. Le rezo a Dios para que a mí no me suceda lo mismo. A mi edad se piensa mucho en estas tristezas. De joven no. De joven lo tienes todo por delante. Pero a mi edad el pájaro negro está siempre en el tejado. Ojalá cerrase una noche los ojos para no abrirlos más. No digo que tenga que ser mañana, tampoco es eso, aún respiro y tengo fuerzas para ver entrar el sol por la ventana, pero si tiene que venir, que venga así: rapidito y sin escándalos [...]. Mi padre pasó años a la puerta de la cueva, esperando a que lo llamasen, más dentro que fuera, como un vegetal, desconectado del mundo, y yo a su lado. Rompía el alma verlo en aquellas condiciones, antes tan erguido, tan poderoso, tan dueño de sí, y después tan acabado. Hay momentos en que la vida no debe vivirse, porque deja de ser vida. Se llamaba Bernardo, mi padre. Bernardo Santomé Barcia. De la Barcia de Marcón. Allí hay mucha gente que se apellida así. Los Santomé no. Los Santomé vienen de las rías. Yo era hija única. A mi madre no la conocí. Me crió mi padre, sin otro amparo ni ayuda que su trabajo, su cariño y su santísima paciencia. La misma que yo tuve después con él, también es cierto, que nunca le faltó de nada hasta el último suspiro. Mi madre murió de parto. Entonces las cosas eran de esa manera, no había remedios ni medicinas. No es que fuéramos tan pobres como para tener que pedir, otros estaban bastante peor, nosotros teníamos con que pasar: tierras y capital de la familia. Pero la tierra y el capital eran esclavos, no había fuerzas para salir adelante, y después de la guerra, después de la que se armó cuando cayó la República, a los pobres nos fue aún peor. Bien sé lo que está pensando: que mi vida no era tan mísera, que en nuestra casa, pese a lo que acabo de decir, entraba dinero. Y no le diré que no. Otros se las vieron bastante más negras. Los de la Banda del Río, por ejemplo. Bien que me acuerdo de aquella gente, que les decían de la Banda del Río... Eran otra gente. No mala gente, otra gente. Casuchas de la junquera. Marineros de secano la mayor parte de ellos. Marineros sin mar, porque del mar entonces ya no quedaba nada: cuatro cangrejos, con las redes secándose en el arenal y los botes varados en la playa casi todo el tiempo. Cuando empezaron con las expropiaciones, para ampliar la fábrica de carburos, dijeron, o para las obras de los nuevos muelles, no sé, porque después nunca se hicieron, los muelles, quiero decir, que expropiaciones sí que las hubo; pues cuando empezaron con todo aquello, la gente ni fuerzas tenía para enfrentárseles. Entraban por la puerta enviados por el Ayuntamiento, a veces con la Guardia Civil, o los amigos de don Floro, que tenían vara alta en el gobierno de la provincia, y ni chistaban los desgraciados. ¿Conoció a don Floro? Debió de conocerlo, si es usted de aquella parte, de las casas del arenal... No eran mala gente los de la Banda del Río, repito. No voy a decir que nosotros tuviésemos mucho trato con ellos. Entonces había una gran distancia en todo. Unos aquí y otros allá. En la alameda de Santo Domingo, por ejemplo, o en el parque de los Exploradores, las familias salían a pasear los domingos por turnos y rigurosa jerarquía. A ver si lo digo bien: de un lado los menestrales, al otro los de primera clase, que era la nobleza de la villa, un suponer, y al final, si había sitio, los obreros. Tampoco entonces los obreros eran los de ahora, no vaya a pensar. Los tiempos han cambiado mucho. Había tres paseos: por el de la izquierda los artesanos, por el de la derecha los de la Moureira, y por el centro la gente rica, la gente con mando, que para el caso venía a ser lo mismo; mando y riqueza van juntos. Pero eso en la villa. Los de la Banda del Río eran otro mundo. Apenas subían a la ciudad, más bien vivían en el arenal, o en lo que quedaba del arenal, entre los zarapitos y las junqueras, arrinconados en sus estrechas casuchas, oliendo a brea. Todavía cierro los ojos y siento aquel olor dentro de mí: los botes varados en la playa, el olor del betún, el chillido de las gaviotas... ¿Sabe qué?, una de las cosas a las que más me costó acostumbrarme en estos nuevos mundos fue al silencio de las gaviotas y a la falta de la luz del mar, aquel espejo de plata. No me quejo. No soy dada a nostalgias. Eso está bien para otros. Cuando rompí, rompí con todo, y no daría un paso atrás de cuanto hice. Pero algunas cosas quedan en la memoria [...]. No eran mala gente los de la Banda del Río. Derrotados, pero no mala gente. Aunque no tenían nada que ver con nosotros. Por lo menos así lo veíamos entonces, y creo que ellos también lo sentían así, la gente de la seca... Cada cual lleva su cruz. Cuando la República, en los días del sindicato, hubo mucha revolución por aquella parte, pero al final las aguas volvieron a su cauce, o al cauce que mandaron hacer, que tampoco era el de antes, porque, por mucho que se diga, las cosas, después de que pasa el tiempo por ellas, nunca vuelven a ser lo que fueron, no digamos cuando hablamos de cataclismos, y a los de las junqueras no les tocó la mejor parte precisamente. Poco debe de quedar de aquello...

-Han pasado bastantes años.

-Ha pasado más de medio siglo, si quiere que le diga cómo yo lo recuerdo. Medio siglo es toda una vida para muchas personas. La luz de la ría... Qué saudades me trae usted. ¿Y de dónde dice que es?

-De las casas del Malecón. Bueno, en realidad de allí eran mis padres y mis tíos, de los que no sé mucho, porque la vida también nos revolvió un poco a todos, por lo menos a esa parte de la familia. Yo me crié en la capital. Mis padres dejaron las marismas cuando yo era un rapaz. Pocos recuerdos tengo.

-Poco debe de quedar, si es que algo queda. De cómo entraron las máquinas en el arenal, de cómo ocuparon la Gaiosa y llenaron de tierra las junqueras, de cómo aplanaron los campos de Amaral y de la Punta de Fuera sí que me acuerdo, y también de los arcos del puente de Santiago, que cegaron después, cuando construyeron las avenidas [...]. Dice que trabaja usted para la universidad...

-Estudios de economía. Proyectos de cooperación internacional. Supongo que suena un tanto pretencioso, y que no tiene mucho que ver con lo que aquí tratamos.

-¿Por qué le interesa entonces volver sobre aquello? A veces ustedes, los jóvenes, resultan desconcertantes. Es verdad que hay de todo. Hay a quienes no les interesa nada, o eso parece, y a quienes todo les hierve en el cuerpo y no paran de darles vueltas a las cosas. Usted debe de ser de estos últimos...

Me mira. Me observa durante un rato y continúa:

-Estudios de economía... En nuestros tiempos todo era bastante más simple, se lo aseguro. O estabas o no estabas. O te las ponían delante o no te las ponían. Y si te las ponían, ya podías amarrarlas, que no pasaban dos veces por la puerta si las dejabas marchar. Para un hueso había mil perros, buscándose los hígados, unos revolviendo en el cajón y los otros a la intemperie o a lo que saliese... Aunque, bien mirado, las cosas no han cambiado tanto. Son ustedes, los profesores, la gente estudiada, quienes se empeñan en darle vueltas a lo que en el fondo es un principio universal: la ley que mueve el mundo, antes igual que ahora... Hablábamos de las junqueras, de los solares del río y las barrancas... Mucho dinero se hizo por aquel entonces. Supongo que usted aún no había nacido, o tendría muy pocos años. Pero se hizo mucho dinero. Mucho dinero y mucho estrago, si le digo la verdad. Don Floro era el amo del mundo. Nada se movía sin pasar por sus manos. No digo que yo fuese una santa. Ni lo soy ahora ni lo fui entonces. Los santos no existen más que en los catecismos, ese invento de los curas. Si fuese una santa habría ardido con ellos, pero no ardí, como puede ver. Tampoco ellos, los del arenal y las casuchas del río, eran unos ángeles, no vaya a pensar. Cada cual se las apañó como pudo. Dios Nuestro Señor andaba ocupado en otros asuntos. Tendría yo once o doce años cuando echaron de España a Alfonso XIII. Doce años en el 31. Recuerdo a mi padre entrar por la puerta diciendo: «Ya tenemos aquí la revolución». Mi padre era monárquico, hombre de religión, recto, trabajador y sacrificado: gente del común, nada de señorío, pero de ley, «palabra dada, palabra empeñada», repetía, y cuando empezaron a llegar noticias de la quema de iglesias y conventos, tal y como iban llegando de Madrid y de Barcelona, que se decía que las momias y los difuntos andaban por las calles y los sacaban en procesión como si fuesen comparsas de Carnaval, mi padre se puso del lado de los curas, porque aquélla no era la clase de justicia que él quería. Los del Sindicato del Mar no lo veían con buenos ojos. Lo respetaban, porque era un buen hombre, una buena persona. Pero no era uno de ellos, eso lo sabían muy bien. Y cuando quemaron el convento de las clarisas, aquel desastre que tan profundamente conmovió a los vilanoveses, tomó partido. Fuco Fariña andaba ya con la revolución. Movía a la gente como un huracán, como un trueno desatado. Los de la Banda del Río eran de Fuco Fariña, como ya sabrá. Lobos rabiosos... Después dijeron que las expropiaciones, los desahucios, toda aquella furia contra la gente fue la venganza de los vencedores, ajuste de cuentas por los malos pasos del huido, castigo a los cómplices que lo seguían, pero no crea todo lo que se dice. Lo de la Banda del Río fue un negocio. Un negocio que aprovechó a los que aprovechó, a los que estaban en condiciones de sacarle partido, porque el mundo había cambiado de repente, y donde hay gallinas hay zorros, antes igual que ahora, y aquello era una miseria. He vivido mucho y sé cómo son las cosas. Los hombres no son criaturas inocentes. Tampoco las mujeres. Nacemos con el pecado de Adán y llevamos un Caín dentro. Yo era una niña, ya le digo. ¿Qué quiere que le cuente? ¿Que no recé por la derrota del Anticristo, que no le pedí a Dios y a Nuestra Señora, la Virgen María, por la victoria del Caudillo? Mi padre también rezaba. Si cierro los ojos, todavía siento a mi alrededor el olor de las mareas, pero también el aroma de las velas en el altar de San Vicente, con el párroco de Santa Clara atronando las bóvedas, anunciando el Fin del Mundo, y los gritos de la gente. Sor Magdalena de los Siete Clavos, la pobre... Vinieron de Santiago para ver si la hacían santa. Todas queríamos ser como ella, que purgaba la impiedad de sus hermanos, condenados para toda la eternidad en las calderas del Infierno. Yo entonces era así, como éramos todas. Los mandamientos de Dios Nuestro Señor regían nuestras vidas. Los mandamientos y la Altísima Palabra, que era la palabra del cura en el púlpito de la Colegiata. Las cosas tienen un orden natural que, si lo rompemos, debemos saber que estamos abocados a hundirnos en el abismo. Pero cuando empezaron a aparecer los cuerpos en las zanjas de la Gaiosa, en el malecón y en los altos del Confurco, con los ojos reventados y comidos por las moscas, cuando los de este otro lado empezaron la que empezaron, o mostraron la cara que tenían, no sé, las cosas con el tiempo se ven de otra manera, cuando los lobos enseñaron los dientes, por decirlo así, y la guadaña comenzó a segar sin tino ni misericordia cuanto encontraba a su paso, mi padre se revolvió otra vez, como había hecho antes, y al igual que antes se había levantado contra unos, se levantó en esa ocasión contra los otros, y se quedó a mitad de camino: ni del lado de acá ni del lado de allá, con un pie en cada bando, sin saber cuál era su sitio. Supongo que les pasó a muchos, o por lo menos a algunos, aunque la mayor parte de ellos, también es cierto, prefirieron bajar los ojos y mirar hacia otra parte. Mejor callados que enterrados. El mundo es de los que sobreviven. ¿En qué estaba...?

-Me hablaba de su padre.

-Murió en el 52. Ya le conté que pasó mucho tiempo sin responder de sí, falto de todo, arrinconado contra la pared del cuarto de estar, totalmente fuera del mundo. Al caer la tarde yo le llevaba todos los días un cuenco de papas. Era lo único que comía. Papas de maíz. Me ponía a su lado y se las iba dando, cucharada a cucharada, sin prisas, para no apurarlo. Ya no podía hablar. A veces me miraba, y entonces yo quería decirle algo, no necesariamente de los tiempos antiguos, que sabía que le lastimaban, alguna cosa... Pero en realidad ni me miraba. Vivía hacia dentro, como quien dice, asomado a la puerta de la sepultura, aguardando a que viniesen a buscarlo, que parece que ni llevárselo querían, vaya por Dios, así durante años. Entonces ya andaba el wolfram por los barrancos [...]. Supongo que de eso también quiere hablar. Del wolfram. El mineral. Días de escandalosa abundancia. ¡La gran hartura!, que decían algunos. Un espejismo, si lo vemos ahora. Pero que lo puso todo patas arriba, puede creerme. La gente se volvió loca, perdió totalmente el sentido, no sabría decirlo de otro modo. La gente creyó que se acababa el mundo: no porque faltase, sino porque no podían gastar lo que tenían. Sé que estas cosas no son fáciles de entender si no se vivieron aquellos tiempos, y si no sabemos que veníamos de donde veníamos, de la más negra de las agonías. Desde el Confurco a la Gaiosa se hicieron auténticas fortunas. Fincas echadas a perder, que ya casi no eran de nadie, pasaban a ser de repente tesoros de mineral purísimo, sacos sin fondo, aldeas enteras, codiciadas por unos y por otros. Las familias se enfrentaban entre sí como manadas de lobos: por unos palmos de tierra, cuatro varas junto a un cauce, un tojal que dos días antes nadie quería... Muchas heridas seguían abiertas, o a medio cerrar, del tiempo de la guerra, quiero decir, e incluso de los años de la República, que también las hicieron buenas los de aquel lado; pero la ambición del mineral volvió a sacarlo todo a la superficie como el pus sale de la gangrena, como cuando se desborda un pozo negro y todo lo apesta, exactamente igual. Quizá alguien pueda pintarlo de otro modo o con otras palabras, no digo que no, la gente habla de la feria según le va en ella, pero yo lo recuerdo así, y por más que haya pasado el tiempo no han cambiado mis recuerdos, incluso diría que se han agrandado [...]. Me casé a principios del 41. Tenía entonces veintidós años. Sin nada de mundo. ¿Qué mundo iba a tener yo? Una criatura. Entonces mandaban ya los nuevos amos, inflados como generales, con sus camisas nuevas recién bordadas, sacando pecho, un día sí y otro también, desfilando todo el tiempo en la plaza, arriba y abajo, arriba y abajo... Había días en que no paraban de sonar los tambores. Hebillas resplandecientes. Botas lustradas. A mí, que al fin y al cabo era una infeliz, aquello me gustaba, no voy a decir otra cosa: eran diferentes, no olían a podrido como los de la Banda del Río, Dios me perdone, y venían a salvar la Patria, o eso me parecía, con las piedras de las clarisas aún humeantes frente a nuestros corazones despavoridos. Incluso me enfrenté a mi padre cuando apareció Francisco por la puerta, que al principio Bernardo no lo quería.

-Francisco era su marido.

-Francisco Serrano, sí. Nos casamos en el mes de marzo, y yo era una chiquilla, ya digo: misas y novenas, la fiesta del Corpus y, por el mes de mayo, flores en los altarcillos de Nuestra Señora, poco más. Por no decir que nada más. Serrano pisaba fuerte, y entonces mi padre ya empezaba a marchitarse. Tampoco sobraba dinero en casa, y el amparo de un hombre se empezaba a necesitar. No digo que fuera ésa la razón, nunca pensé yo en semejante cosa, pero quizá algo de eso había [...]. De primeras, como pasa siempre, todo eran suspiros y presumir: mi marido picaba alto, le gustaba pregonarlo, de puertas afuera no podía decir que me faltase nada. Pero pronto el bicho empezó a mostrar su verdadero rostro. Digo bicho y puedo parecer cruel, o exagerada. Con el paso del tiempo, a pesar de las cosas que ocurrieron, parece que deberíamos poder mirar atrás de otra manera: con más misericordia, no sé... Pero no soy una hipócrita. Nunca lo he sido. Le pongo a las cosas el nombre que tienen. Supongo que eran los negocios, los compromisos, las amistades... Llevaba once años de matrimonio cuando murió mi padre, una tarde de diciembre. Para entonces mi vida era ya una ruina. Once años... En once años se ven muchas cosas, y las que no se ven pero se saben, y las que se sufren en silencio, cerrando los ojos y con la boca sellada... Mi padre murió en diciembre. El invierno es muy duro para los viejos, tanto más en aquellas humedades. Se arrugan como lombrices, pobrecillos. Entré por la puerta con el cuenco de papas y allí estaba, hecho un ovillo, en la silla donde lo ponía siempre al lado de la ventana, aunque todo el tiempo se lo pasaba mirando a la pared. A saber qué podía leer en aquella pared, mi padre. Entré por la puerta, digo, y nada más verlo me di cuenta de que ya no estaba. Llevaba mucho tiempo sin estar, también es cierto, pero su presencia llenaba la casa. Me llenaba la vida, debería decir [...]. No tuve hijos. No me dio Dios esa bendición. Al principio los echaba en falta. Una mujer sin hijos es un árbol sin lograr. Eso creía. Pero luego me acostumbré a no tenerlos, y casi que lo agradecí: es la voluntad de Dios, que al fin y al cabo es quien verdaderamente escribe en el libro de la vida. Si hubiese tenido hijos tal vez nunca habría sido capaz de tomar la decisión que después tomé. ¿Usted tiene hijos? No... Entonces no sé si entenderá lo que quiero decirle. Los hijos dan mucha fuerza, mucho aliento, pero también lo quitan; nos encadenan, nos atan de pies y manos, y nosotros nos dejamos atar, porque no hay nada más grande que ellos, nada más importante que ellos, nada que llene tanto nuestras vidas y nuestros corazones como los llenan ellos; son como hierros que llevamos sobre nosotros para siempre. Hubo una época en la que agradecí no haberlos tenido precisamente por eso, porque con ellos jamás me habría decidido a hacer lo que hice; pero ahora que soy vieja, y aunque tenga una buena vida, como puede ver, y tampoco me falte compañía, que son muchos años en esta parte del mundo, he de reconocer que a veces siento esa ausencia, ese agujero sin llenar, como la historia del árbol de la que le hablaba antes. Usted es hombre y a lo mejor no se da cuenta, pero las mujeres estamos hechas de otra manera, así es como pienso ahora. Vuelvo la vista atrás, repaso el tiempo vivido, los días grandes y los días pequeños, los momentos felices y los momentos de amargura, que fueron muchos, y los echo de menos, a los hijos... Tal vez para sufrir más, que algunos no dan sino disgustos, pero los echo en falta. Por lo menos uno. Ahora estaría más amparada. O quizás no, quién sabe. Tampoco es cosa de darle vueltas a lo que no tiene remedio. Las cosas vienen como vienen, a cada uno lo suyo... Cuando vivía mi padre, tan consumido como estaba, tan dependiente de mis cuidados, pienso que era él quien llenaba ese hueco. Casi diría que vivía para él, o por él, no por ninguna otra razón. Lo de mi marido fue un fracaso desde el primer momento. Entonces tampoco podías hacer otra cosa, a veces ni siquiera pensarla, ni tenía yo la vida que tengo ahora, la experiencia de la vida, quiero decir, para poder afrontar las cosas de otra forma [...]. Tardé mucho en tomar la decisión, como le digo. Tiempo y trabajo, y mucha inseguridad, y mucha agonía, y mucho miedo. En aquella época, pensar en rebelarse era inimaginable. Nos criaban como nos criaban. En eso mi padre era muy estricto, muy de ley, como le expliqué antes, y el mundo era un corralón estrecho, un cercado de alambre que nos asfixiaba, por no decir una cárcel, cada uno en su papel, mucho más entonces que ahora, aunque ahora tampoco piense que todo es gloria. ¿Quiere otro café? Mire que en esta tierra lo hay de primera, no aquellas porquerías de antes: aquella achicoria que sabía a rayos y que era lo único que se podía arañar. Cascarilla y achicoria, así vivíamos. Y menos mal que la había. Los años cuarenta y cincuenta fueron muy duros. ¿De verdad no quiere otra tacita? Engracia, tráigale otro café al señor. No, de éste no, que se ha quedado frío. Póngale uno recién hecho... Cómo me aficioné al café cuando llegué a Caracas en el 64... Ahora apenas puedo probarlo: por la tensión, o por las coronarias, o por los años, qué sé yo, sólo una pizca por la mañana, para saber que estás viva, y basta. Es lo que me dicen los médicos. Pero me encanta sentir su aroma por toda la casa cuando vienen visitas. ¿Y una copita de licor? ¿Prefiere mejor un whisky? La gente de aquí toma muchísimo whisky, casi diría que es la bebida nacional, aunque viene todo de fuera, todo de importación [...]. ¿En qué estábamos? Ah, sí, en los días del hambre, y en los hijos. Sentí la ausencia de ellos después, y quizá también ahora, que me he hecho mayor, pero de joven no tanto, si acaso al principio, en los primeros años de casada, porque, como acabo de decirle: casarse y no tener nada, ver cómo pasa el tiempo y que no prende la vida... No es lo que la gente pensase que debía ser una mujer, que también; era lo que yo pensaba de mí misma: la historia del árbol, ya le digo... Pero igual que no prendía la vida dentro de mí, después del matrimonio tampoco prendían otras cosas, o se desprendían, si queremos decirlo así, y cuando faltó mi padre, consumido en aquella silla del cuarto de estar, escondido tras aquel muro de silencio, siempre contra la pared, el hueco se hizo más profundo. Se me hizo insoportable...

-En el 49 tenía usted treinta años.

-Cuando ocurrió lo del Pasamundos, que es lo que usted vino a preguntar, aún vivía mi padre. Pero ya estaba muy acabado. ¿De qué año estamos hablando? ¿Del 49 o del 50? Habría que buscarlo en los periódicos, si es que los periódicos se ocuparon del caso, que tampoco recuerdo que se hablase de aquello en los papeles. Más bien se tapó todo, le echaron tierra encima, que era lo que se acostumbraba hacer [...]. Había mucha gente importante por medio, gente de postín, gente no sólo de dinero sino de representación, con mando en las altas instancias, vara alta, que decían entonces. Fue una grandísima vergüenza. La mayor vergüenza que pueda imaginarse. Pero mi padre no murió hasta diciembre del 52, y yo no decidí lo que decidí hasta el 63 o el 64... Eche usted cuentas, hágame el favor. Del 49 al 52 van tres años. Pero del 52 al 64 van doce. Quince en total. Se dice muy pronto. Para la gente de su generación, que podría ser la generación de mis hijos, quizá incluso de mis nietos, si los tuviese, estas cuentas son impensables. Pero están ahí. Quince años contados, uno detrás de otro. Quince años y lo que venía de atrás, que nada aparece de repente, nada surge de la noche a la mañana o que no venga cociéndose de antes. No soy una mujer que se desanime con facilidad. He labrado mi vida con mucho sacrificio y mucho trabajo, también con algo de fortuna, no digo que no, aunque la fortuna hay que ganársela. Pero me costó mucha amargura, muchas lágrimas, mucho sufrimiento llegar donde ahora estoy y poder hablar de esto con usted. Fueron tiempos muy tristes, muy miserables. Y yo no tenía nada a lo que agarrarme, aparte de mi padre, sentado en la silla del cuarto de estar viendo morir el mundo todas las tardes, como un fantasma. Lo del Pasamundos fue mucha condenación, un grandísimo pecado. Pecado de soberbia. Pecado de ambición. Pecado de gula y avaricia. Pecado de traición. Pecado contra Dios y contra sus criaturas, nosotros entre ellas. Pecado contra la ley del matrimonio y contra el honor de las familias. Porque el matrimonio tiene una ley. Ya sé que ahora las cosas se ven de otro modo. Creo que ya se lo he dicho antes. Quizá me estoy repitiendo. Pero las cosas tienen su ley. El matrimonio y la familia tienen su ley. ¿No es eso lo que nos han enseñado? Cuando me casé con Serrano, ya que usted me lleva a hablar de aquellos días remotos, que parece que nos estamos sumergiendo en los abismos, cuando me casé con Serrano, digo, yo era una palomita inocente y, ¿por qué no decirlo?, la más incauta de las criaturas. No voy a decir que estuviese enamorada. Nunca he sabido muy bien qué significa esa palabra, que parece que enloquece a algunos y a otros no les dice nada. Pero no era más que una cachorrilla: una cachorrilla mansa, por decirlo de alguna manera, flor de la mañana que nadie había rozado, y él abusó de mí. Abusó de mí y de mi confianza, de mi honor y de mi estima. Porque nosotros teníamos honor. El honor de la gente humilde, pero honor, que es la dignidad de las personas. Y el caso del Pasamundos, que tampoco digo que me afectase únicamente a mí, hubo mucha gente por medio, ya se lo he explicado, gente de las alturas y gente del común, seguro que usted también lo sabe, pues el caso del Pasamundos fue pecado contra la ley del matrimonio y contra la ley de Dios, contra el honor de las personas y contra las familias, contra muchas familias, no únicamente la mía [...]. No sé si mi padre era consciente entonces de lo que estaba pasando. Supongo que no. En su estado, habría sido el golpe de gracia de haberlo sabido, que tampoco pudo enterarse de mucho; yo desde luego hice cuanto pude por mantenerlo en la ignorancia. Tampoco había que esforzarse demasiado, consumido como estaba. Mejor que no viera las que pasé, las que ya venía pasando de antes: la soberbia de mi marido, el escarnio de nuestro matrimonio, la vergüenza de tener que volver los ojos continuamente hacia otro lado, las habladurías de la buena y la mala gente, que dolían, y había que hacer como que no escuchabas... Pero lo del Pasamundos fue la gota que colmó el vaso. Las consecuencias fueron terribles. Terribles. Ni los días más feroces de la revolución, cuando llegaron levantando el mundo los unos y los otros, las partidas del Anticristo y los amigos de don Floro, Anticristo también, ya lo pongo por delante, ni siquiera aquellos días, repito, laceraron mi corazón y marcaron mi vida como los sucesos de los que le estoy hablando. De la noche a la mañana parecía que se acababa el mundo. Tuvimos que vender las tierras de mi madre, que era la herencia principal de la casa, pues de la parte de mi padre poco había. Vendimos el capital y, en la medida en que se pudo, pedimos préstamos, algunos con mucha usura, porque la gente, después de lo que pasó, los que tenían poder para imponer nuevas condiciones, quiero decir, bien que se preocuparon de ajustar cuentas. No sé si en el caso de la Banda del Río las hubo, pero aquí puedo dar fe de que sí: cuentas feroces, aún parece que siento los dientes de los perros agarrados a mis carnes. Al principio mi marido no era capaz de salir adelante. Se quedaron todos como alelados: él y Martín García sobre todo, que habían sido socios un montón de tiempo y luego se enemistaron. Se enemistaron porque, al final, cada cual ha de responder de lo suyo, y Martín García también se las traía. Igual que don Manoliño, el médico de Muras, le llamábamos así, que anduvo arrastrado durante un montón de tiempo, casi trabajando por caridad; y Salgado, el funcionario, con cuatro hijas, que nunca más se recuperó; y la gente de Santiago, y aquel otro infeliz, que parecía un alma en pena, siempre detrás de su amo, nunca he visto nada más servil...

-Lobeiras.

-Exactamente. Lobeiras. Un vayapordiós. Andaba de criado de Martín García, el administrador de la Leonesa. Creo que tenía una especie de academia, algo así; daba clases particulares en un desván de la Rúa Nova... Toda esa gente acabó muy mal. Unos salieron mejor librados que otros, pero en general acabaron muy mal. No me refiero a mi marido: esa parte la cerré hace tiempo, de una vez y para siempre. Ya le he hablado antes de don Floro, que era el amo del mundo por aquellos días. Don Floro también tenía sus envites en el asunto. Entiendo que seguimos hablando de la misma historia. Aquí no hay inocentes. Don Floro amasó su fortuna, derrochada varias veces, según siempre se dijo, durante y también después de la guerra; la amasó y la multiplicó poniéndose del lado de los vencedores, levantando conejos por los tojales, o mandando que los levantasen por él cuando no se ocupaba personalmente de las operaciones, como sucedió en la de Amaral, que mucho se habló de aquello; y la agrandó aún más, la fortuna, digo, con los negocios que vinieron a continuación, amparado en los servicios prestados y en las amistades del nuevo régimen. Ése fue el caso de las expropiaciones de las junqueras, por ejemplo, aunque después en bien poco quedaron, aparte de las casas de la Sindical, que metió mucha mano en el asunto; y también en el comercio de las minas, después de que Martín García perdiera la vara que tenía, y en la recalificación de las obras públicas, y en la ampliación del Confurco y de la Gaiosa, de la Gaiosa sobre todo, que allí fue donde hizo más capital cuando se ampliaron los pozos... No es que yo estuviese al tanto de todo, pero tuve que ponerme, porque cuando vino lo que vino, la catástrofe del Pasamundos, quiero decir, ¡aquella vergüenza, aquella golfería!, que para mí era la gota que colmaba el vaso, aunque luego el vaso tardase quince años en desbordarse, cuando vino lo que vino, digo, tuve que agarrarme los machos, ¿no se dice así?, coger al toro por los cuernos y ponerme en camino, porque nos lo estaban quitando todo: el capital, las tierras y lo que fuese, buenos eran aquellos mastines para dejarlo correr. Cada día que pasaba, cuanto más se ahondaba en el caso, más profundo era el pozo en que nos íbamos hundiendo [...]. ¿Cuánto capital circuló durante aquellas tres noches? No lo sé. Creo que ni ellos lo sabían. ¿Un millón de pesetas? ¿Doscientos mil duros? ¿Sabe usted lo que eran doscientos mil duros por aquel entonces? ¡Dios mío! Y todavía hubo quien dijo que había más. La imaginación de la gente, cuando se superan ciertos límites, se dispara, pero yo sé lo que nos tocó a nosotros cuando echaron cuentas de las responsabilidades. De repente, todo el mundo tenía partes comprometidas: recibos, entregas a crédito, pagarés... Todo el mundo tenía cuentas, algunas ciertamente importantes, sobre todo la gente de la banca, y las más de ellas no había modo de probarlas, lo que aún era peor, porque andando por medio quien andaba, las primeras autoridades de la provincia, según se decía, incluso el arzobispo de Santiago, como llegó a decirse también, ¿qué era lo que había que probar: el arma con la que se había cometido el crimen, la ambición del capital que de semejante manera se veía burlado, o engañado, o traicionado, o vendido, o todo junto? Yo no sabía nada. Ni yo ni las otras, las pobres: la mujer de don Manoliño de Muras, la del Salgado, con sus cuatro hijas... Todavía hoy me pongo furiosa, a mis años, cuando pienso en aquellos días. Me hierve la sangre. Las mujeres estábamos para lo que estábamos, conejas para parir. En mi caso ni eso, con mi padre fuera de este mundo, que ya entonces era una sombra, incapaz de sostenerse. Las mujeres no contábamos, a no ser para sacar las castañas del fuego, cuando todo empezó a arder. Lo que más me dolió fue la humillación de tener que ir a ver a don Floro para negociar los pagos, las devoluciones, pagaré por pagaré, letra por letra. Tuvimos que malvender las tierras, ya le digo, con el capital de la familia como garantía: el capital de mi madre, que era lo que teníamos, no otra cosa; y como no había forma de saber a cuánto ascendía la deuda, porque cada día aparecían nuevas demandas, cuentas distintas, las que ellos querían hacer, el infierno entró en nuestra casa y, de repente, me di cuenta de que la única manera de sobrevivir era convertirme en uno de ellos, loba entre lobos yo también, parte del infierno. Fue entonces cuando entré en los negocios, las cuentas del mineral, el estraperlo... Don Floro ponía las condiciones y nosotros actuábamos a sus órdenes, asumiendo los riesgos. Así conseguimos salir adelante. ¡Quince años, desde que vi quebrarse todo a mi alrededor hasta que tomé la determinación de alzar el vuelo y desaparecer para siempre! No fue fácil. Pero cuando la situación ahoga, aprendes. O sucumbes, o sales a la superficie. ¿No me cree? Pues aquí estoy. Todo lo que ahora tengo, nadie me lo ha regalado. Otras se quedaron en el camino: la pobre del Agonías, por ejemplo, la de Agustín Salgado, que vio morir a su marido en el Hospital de la Caridad sin que nadie se apiadase de ella ni le echase una mano, ni a ella ni a sus cuatro hijas; o la señora Lorenza, la de don Manoliño, que tuvo que ponerse a coser por las casas para sacar adelante a sus pequeños, aquellas criaturas [...]. Si cabe yo tuve más suerte. Porque no tenía hijos, o porque había más empuje dentro de mí, o más rabia escondida, no lo sé. En estos casos, hasta que te ponen a prueba no sabes de lo que eres capaz.