11

LA segunda noche vino mal dada para los vilanoveses, como ya se ha contado. La suerte cambió de repente y se puso del lado contrario, como una gata rabiosa. Era como meter el mundo en un agujero y verlo marchar por el hueco.

-Son los ojos -se quejaba el Serrano. Él sabía de las artes del de Boullón. Lo había visto actuar muchas veces. Por eso habían ido a buscarlo-. No hay otro para enfrentarse al Santiso -en eso estaban todos de acuerdo. Pero el Santiso era más fuerte. Le llevaba la delantera. Le paraba las jugadas como si se las adivinase antes de ponerlas en la mesa-. Son los ojos. ¿No veis que no se los da, que le rehúye constantemente la mirada, el cabrón del matapuercos? También él le sabe las mañas. El milano contra el zorro. Uno buscando y el otro escondiendo. En ésas estamos.

Y quien escondía, ganaba. Les había cogido la mano. Como para no recuperarse. ¿Cómo dormir con aquel anuncio de cataclismo encima? Se acomodaron en el cuarto: Pico Serrano, Martín García, don Evaristo y el Agonías, cada uno donde le cuadró, unos en la cama y otros en el suelo, arrimados a la pared. Todos excepto el de Muras, que se quedó en el escaño del hogar.

-¿Qué se puede hacer? -preguntaba el administrador, que tenía la camioneta en la puerta del corral para una urgencia.

Esperar. Seguían sin noticias del licenciado. A saber dónde se habría metido. Así pasó la segunda noche y entró el tercer día, aquel en que, según lo acordado, pondrían punto final a la travesía. Era el trato. Tres días y tres noches. Concluida la tercera, apurada hasta el amanecer, como las anteriores, según quedasen las partes se procedería a los libramientos: ganancias y pérdidas, cobros y declaraciones, a concretar en un lugar previamente concertado en función del bando ganador: para los vilanoveses, cierto despacho de la ciudad de Compostela, a cubierto de indiscreciones, que ya un mes antes don Evaristo había apalabrado con un abogaducho de la curia santiaguesa acostumbrado a situaciones parecidas; para los lugueses, un bufete semejante, en este caso en la capital de la provincia, establecimiento de confianza de don Arturo, que al fin y al cabo era su reino, por así decir. Esto si no se arbitraban cambios de última hora, que también podía haberlos. Llegado el momento, con las palabras dadas y los tantos sumados, cada cual pondría sobre la mesa, al cuidado del valedor, dinero y obligaciones, avales y cartas de pago.

Incapaz de conciliar el sueño, don Evaristo se echó fuera del cuarto y, agarrando los restos de licor café, pasó lo que quedaba de noche sentado a la mesa de la partida, acodado en la manta zamorana, repasando una y otra vez las apuestas anotadas en la libreta del Lobeiras, que, en su ausencia, había quedado a su cuidado. Allí lo encontró Martín García, que tampoco era capaz de sujetarse al catre.

-¿Qué hace usted, don Evaristo? -preguntó el de Lombados.

-Le busco la querencia -respondió el galeno-. Alguna deriva tiene que tener ese cabrón, que no se la encontramos. Alguna lógica en la maquinaria. Nos va la vida en el empeño.

Le temblaban las manos. Sentía que le faltaba el resuello, pese a estar acostumbrado a similares singladuras. Anotaba y estudiaba cada tanto, cada respiración, cada jugada, como quien busca claves secretas, los caminos que había de tener el Santiso, igual que los tenía el de Boullón, aunque ahora pareciese que el otro se los levantaba. Las artes de la puja y el subastado tienen su ciencia, y las del tresillo, y las del truco y el julepe; pero hay otra ciencia distinta que es la ciencia de cada jugador particular, individual, intransferible. La ciencia del jugador es un natural que cada cual lleva consigo y que es diferente del natural de los otros. «Una filosofía», diría el de Muras si estuviese allí, que no estaba. El alma sobre el tapete. Si das con esa alma secreta, das con la querencia, las líneas de la derivada, que vienen escritas en la lógica de la partida, en cada mano que se da y en cada mano que se reparte, en cada carta que se toma o que se deja. Si das con ese aliento interior, das con la derivada, y si das con la derivada, lo tienes cogido por los cojones, no habrá Dios ni Virgen Bendita que pueda hacer que se nos escape, pensaba don Evaristo, con los ojos encendidos por el ansia. En ésas andaba, repasando tantos, posiciones, gestos y rodeos.

-¿Sabe usted cuánto llevamos en la mesa? -se volvió de repente hacia el de Lombados.

¡Novecientos trece mil reales! ¡Doscientas veintiocho mil doscientas cincuenta pesetas! ¡Cuarenta y cinco mil seiscientos cincuenta duros! ¿Cuándo se ha visto tanto junto? ¡Una fortuna! La vida de todos ellos, ciertamente. La vida de ellos y de sus familias, además de las representaciones. Bien que lo sabían los lugueses, y bien que se lo recordaron antes de ir a acostarse: que ellos traían dinero vivo, contante y sonante, y estaba por ver qué ponían los de esta parte, confiados en el regreso de Lobeiras, si es que el licenciado regresaba.

-¿Responde usted de ese hombre, señor administrador? -preguntó el de Compostela.

-Va con él Maquieira.

-Con el Maquieira ha tratado el de Muras, que está borracho y no cuenta. Maquieira lleva el miedo en el cuerpo. ¿No se lo vio en la cara cuando le mandamos irse? A saber lo que estará pasando por esos caminos. Maquieira está aún más asustado que nosotros.

Entró, pues, el tercer día. Don Ramiro durmió hasta bien entrada la mañana. En realidad, se despertó para comer, afeitado y con la sotana mudada, que era una cortesía que se hacía a sí mismo y a los presentes. La vieja del Pasamundos había mandado preparar dos cabritos, adobados la tarde anterior con mucho pimentón y ajo -el pimentón era especialidad de la casa, por lo que se puede ver-, y olía que daba gloria, con los pucheros a fuego lento desde muy temprano, para que las carnes fuesen cogiendo el punto, la calentura del otoño acariciando los postigos, el rostro de la joven Leonor encendido como una granada. Parecía volver a la vida el de Muras cuando la miraba. Pero antes de comer, Pico Serrano, Martín García y don Evaristo quisieron hacer un aparte con el cura. Había mucho capital en el trance, bastante más de lo que habían calculado en un principio, pese a haber hecho ya una estimación generosa.

El de Boullón preguntó por el licenciado.

-¿Qué sabemos de ese hombre?

Nada. Ninguna noticia. Hizo un gesto el eclesiástico y se sentó a la mesa.

-Pues entonces la conversación puede esperar -les espetó.

Estaban los lugueses delante. Con los lugueses delante, mejor no tratar estos asuntos. Si acaso, después, con los ánimos más centrados. Según les había advertido don Arturo, atento en el trato pero firme en la posición, mientras el tal Lobeiras no se presentase con la garantía del dinero y los pagarés comprometidos, ellos, los que llamamos de la Ponte Nova, no continuarían, y les recordó además, a don Evaristo y al Serrano, que si no se cumplían las partes de lo acordado los lugueses se reservaban el derecho a levantar el campo con lo que ya llevaban a bordo, que era un capital. Así estaban las cosas. El petimetre de Santiago asentía a cada palabra del patrón. ¿Una amenaza? No lo tomemos así. Tranquilicémonos como caballeros que somos. En la mesa y en el juego es donde se conoce el señorío. En la mesa ya estamos. Qué bien huele la cocina. Venga entonces ese vino, señora Francisca, que del juego ya nos ocuparemos después.

A Serrano se le iba la vida. El miedo no le cabía en el cuerpo. Tanta jactancia, tanto empuje en las entradas, tanta altanería para, llegada la hora, aflojar y entregarlo todo. ¿A eso habían venido? Tenía una fortuna comprometida, cartas de los socios de la raya de Portugal, contratos y palabras dadas, los pagarés del mineral y de la gente de la conserva, que ésa no perdona, sin contar el capital de la familia, incluido el de su mujer, la señora Amalia, que también de esa parte había dispuesto. ¡Todo encima de la zamorana! Fue mucha la ambición que les entró cuando don Ramiro decidió dar la batalla, una garantía para bajarles los ánimos a los lugueses, bastante más listos que ellos, ahora se estaba viendo. ¿Quién carajo creía el cura que era? ¿El brazo armado de Dios? ¿El Caudillo de las Españas? Se revolvía en la silla el tratante y sentía que le temblaban los pulsos, apretando los puños para no dar el espectáculo. Igual que cuando habían ido a buscarlo a la de Asados, sentado ante el plato de chorizo y alubias, comiendo sin ofrecerles, como si fuesen sus criados. Exactamente igual.

-La conversación puede esperar -les espetó, para cuando él quisiera, para cuando considerase que debía darla, mientras se acomodaba a la cabecera de la mesa, a la vista de las primeras tajadas, humeantes, guisantes y patatas doradas, al tiempo que anudaba al cuello la servilleta.

Le ardía la sangre al Serrano y otro tanto a Martín García, que había cerrado tratos con los de la Leonesa, con la administración de las minas, empeñada también en el asunto, e incluso había comprometido a don Floro, su principal aval. No habría honor ni vergüenza que pudiese excusarlo cuando se desenmarañase todo: que el dinero no era suyo, sino de la compañía y de las propiedades que habían confiado en él, además de las tierras de la Gaiosa que le había rapiñado a su difunta hermana y con las que tan buen negocio había hecho, pese al mal trago de la sobrina. Pero el de Boullón ni siquiera los miraba. Hincaba el diente en el cabrito como si le fuese la vida en el asunto. Qué tajadas. Qué manera de deshacerse en la boca, que parecían manteca, mismamente. Y ellos allí, instalados en la agonía.

Los lugueses comían en silencio, chupando los tuétanos, como lobos de la montaña. Sentado en medio de ellos, don Evaristo casi podía pintar la escena, o cuando menos imaginarla: los Berdullas entrando en Vilanova de Alba, el Santiso y don Arturo en lugar principal, subidos en un coche sin capota, los otros dos hermanos encaramados a los laterales. Detrás, y en un segundo automóvil, Paredes, Cornellá y el tal Honorio, bigotillo fino. Fiesta por todo lo grande. Músicas y confeti. Acamparían en la Bella Romana, agasajados por la Portuguesa, y allí harían las partijas, ante todo el mundo, descorchando el champán de las pilas; a un lado los vencedores, al otro los derrotados haciendo hilera: don Floro con los pagarés, ¡mil duros encima de la mesa!, Avelino Mediano, don Aníbal Salazar, Casto Rubián, el señor alcalde, ataviado con el traje de ceremonia, las insignias de la casa de Santa Cruz, línea directa con el despacho del gobernador, que de seguro querría negociar aparte con el nuevo capital, igual que cuando la Cruzada repartieron el botín del mismo modo: participación en el negocio de la piedra, acciones en el puerto franco que se anunciaba, solares en la Banda del Río, cartas a los amigos de Madrid, los jerarcas del Movimiento, chaquetas blancas, palmaditas en la espalda, trato preferente para los nuevos socios, mientras la banda de Tino Fantasías, Celestino Serantes, atacaba pasodobles a puerta gayola: «Marcial eres el más grande» de Martín Domingo; «Ponteareas» de don Reveriano Soutullo, y las pupilas de doña Hermitas brincando de acá para allá en busca de nuevos acomodos... Así entraban los antiguos generales en la hora grande de la victoria: Alejandro Magno, Napoleón después de la campaña de Italia, coronado en París emperador de Francia... Cuando don Evaristo se ponía heroico siempre acababa en lo mismo: Marengo, Hohenlinden, Wagram, Borodino... Se sabía de memoria la lista de las batallas. Se le iba la cabeza al galeno. ¡El gran corso! ¡El restaurador! ¡Viva Franco! ¡Arriba España...! Quizá había llegado la hora de empezar a arrimarse a don Arturo, tal como pintaban las cosas. ¿Quién habría de reprochárselo? Son las leyes de la supervivencia, ahora igual que siempre. Las hubo peores y de peores había salido. Pero antes convenía manejar la situación, que venía atravesada. Poner en su sitio al de Boullón, por ejemplo, que los había metido en semejante angostura. ¿Qué dirían sus amigos de Compostela, sus socios del wolfram, los asideros del señor arzobispo, al verlo en tal apuro? ¿Qué se le había perdido a él, doctor de fuente limpia, entre semejantes pelagatos? Seis desgraciados. De distinta condición, eso sí, porque tampoco era cosa de meter en el mismo cesto al Serrano y al Agonías, a Martín García y al Lobeiriñas, o incluso a don Manoliño, ladrón de gallineros, prendido en faldas y suspiros a sus años, ¡con cinco hijos!, vergüenza debería darle. Cierto que no todos eran iguales. Pero todos eran perdedores, gente derrotada, de antes y de ahora, enredados por aquel tahúr de mesa llena, don Ramiro, príncipe de perendengues, no había más que verlo, dándole al tenedor y tirando del vino, que ni siquiera pestañeaba. ¿Cómo pudo írsele la cabeza en esta devanadera estúpida, arrebato de aficionados, a él, un hombre de ciencia y de significación probada? Don Evaristo miraba a sus compañeros, repasándolos uno a uno, sentados alrededor de las fuentes de cabrito, y podía leer el pánico en sus caras, incapaces de tragar bocado, mientras el matapuercos de la Ponderosa, sentado al otro extremo de la mesa, manejaba en silencio la navaja.

-¿Dónde se ha metido el Agonías? -preguntó alguien.

Encerrado en el cuarto de las camas, Agustín Salgado, funcionario municipal, no quería hablar con nadie. En su caso, la negrura de la noche era infinita. Para él aún no había amanecido, ¡quizá no llegase a amanecer nunca! Ya se veía colgado sobre el abismo: el aliento de Pedro Botero subiendo por las paredes, aquellas cuatro pobres almas quejándose desesperadas, que cada llanto suyo era una garra que le mordía el alma, cuatro rosas blancas, no muy agraciadas, ciertamente, como tampoco su madre, pero que eran una bendición que Dios le había concedido sin merecerla, las cinco, día y noche mirando por él, día y noche arropando sus suspiros, su rabia escondida, su humillación, arrastrado sin papeles por las calles de Vilano-va cuando entraron los señoritos de Falange y los soldados del gobierno militar, pisando fuerte y calzando espuelas, y su mujer suplicándole a don Floro que por favor no me lo maten, que no me lo lleven, que no habrá día que no bese los pasos que dé para lograr el perdón, la vista gorda, decían otros, aunque señalado para siempre, pues no hay peor castigo que el que no mata y deja la gangrena dentro, herida abierta y sin cicatrizar, supurando materia, que le come las entrañas y jamás lo dejará respirar. Ay, don Agustín Salgado, dónde te has metido, que lo ves todo perdido por culpa de estas compañías. Hundido en la fatalidad, entregado al cataclismo, pese al meneo que le había dado la noche anterior el Serrano cuando lo metió a empellones dentro de la casa desde debajo de la viña: «¡Te dejo con esta helada y mañana te llevamos a enterrar!», el funcionario de cuentas, ejecutor de desahucios, pájaro negro que anuncia la muerte en el corral de los pobres mientras los ricos se reparten las tajadas, contratos de compra y cartas de recomendación, don Agustín Salgado, derrotado entre los derrotados, no recuperaba el aliento. Se le había metido el frío en el cuerpo y no lo dejaba moverse, derribado en el jergón, los ojos vueltos hacia el techo, igual que un cadáver. Dios debería ser más justo, arrancando de una vez de este mundo a los que estorbamos o no tenemos condiciones para hacer frente a las calamidades.

-¿Dónde se ha escondido el señor Salgado? -insistió el viejo Berdullas, mientras se recreaba en los costillares y celebraba el vino de la casa.

-No se encuentra bien -respondió el Serrano.

Lo habían traído por lo del mal de ojo, quizá para compensar el sueño de las sotanas, una vela a Dios, don Ramiro, y otra al Diablo, el Agonías, y aquí estaba el resultado: el capital comprometido, las fuerzas flaqueando, Lobeiras sin aparecer, los lugueses hartos y el de Boullón zampándose las mantecas del cordero como un general, como un señor de los de antes, o como si el asunto no fuese con él, asomados al precipicio como estaban todos, en mala hora habían salido de casa para venir a perderse aquí.

-Pruebe estas chuletas, señor Francisco -apuntó don Arturo poniéndole una nueva tajada en el plato al Primitivo-, que están bastante más tiernas y han cogido mejor el punto. ¡Y alegre esa cara, hombre, que no se acaba el mundo!

Cómo gozaban los cabrones. Parecía que ya estuviesen tocando con los dedos el corazón de la plata, los temblores del dinero, como quien siente la victoria en las manos, sabiendo que los tenían agarrados, a ellos, el ímpetu de las rías, con el Santiso Matapuercos sentado al otro extremo de la mesa, mirando de reojo, como gato de monte al acecho, mientras don Ramiro, picando aquí y allá, celebraba también el vino y el punto de las costillas, ajeno al espanto que los consumía. El miedo es libre, señor mío. El miedo entra como un hurón en la tobera, sube por la espalda, se instala en el cerebro, paraliza la voluntad y el pensamiento. Pero de eso era de lo que más sabía el de Boullón: en parte por su oficio, acostumbrado a verle la cara a la vieja de los cuernos, pero también por lo que tenía detrás, que era mucho envite el que allí había, mucho general, mucho viento en las velas.

-Cuente entonces la de Benito Silva, señor abad -sugirió el patrón de los lugueses, repantingado en la silla y con un cigarro en la mano, ya metidos en la sobremesa.