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Donde se cuenta la historia del lugar del Pasamundos,
también llamado Pozo de la Señora
Avanza la carreta en medio de la llanura como una nave, agitando el poderoso toldo y su pesado armazón de varas. Al principio apenas se ve: un pequeño punto blanco que centellea a la luz de la mañana, perdido entre las altísimas hierbas. Pero los ojos de la niña lo distinguen antes de que aparezca, como si el aire y el olor de la tierra anunciasen su llegada. Ladra el perro. Salta del pescante y corre ligero hacia la pequeña. Se llama Ney. «¿Por qué le pusiste así?», le preguntó una vez. El hombre sonrió, escupió en el suelo, apretando los labios mientras afilaba la vara de negrillo, y dijo: «Era el nombre de un mariscal de Francia». Y añadió: «Todos los perros de esta parte del mundo se llaman de la misma manera».
El campo aparece erizado de flores amarillas, que la brisa de mayo hace fluir en grandes olas. Un poco más allá, cerca del río, florece también la retama. Allí está la barca. Es una plataforma cuadrada, de grandes maderos húmedos, como los que se ponen en los pontones de paso para que crucen las cabalgaduras. De uno de los extremos cuelga una pértiga que ahora reposa sobre la cubierta. Con ella se gobierna la embarcación para pasar de una orilla a otra.
Hace tiempo que el vendedor de chatarra cruza el río por este lugar: el Pozo de la Señora, paraje alejado del Camino Real, que viene a dar un largo rodeo por las estribaciones de la sierra. Aquí únicamente viven el viejo y su nieta. Pueden ganarse dos días por el atajo, si la corriente va mansa. Pero el viajero nunca tiene prisa. «En este sitio ahogamos tu abuelo y yo a una compañía entera de gabachos, peste de Satanás, en los días terribles de la francesada», le contó en una ocasión. Quizá no fuesen tantos, uno y otro exageraban bastante: el viejo barquero, sentado junto al fuego, porque ya entonces le costaba moverse, y el buhonero a la puerta de la cabaña, donde pasaba la noche. Pero la historia era siempre la misma. «Los mandaba un capitanzuelo joven, cargado de medallas, con un gorro de plumas muy pinturero, que apareció una mañana entre los ribazos. ¿Te acuerdas, Tomé?» Aunque le preguntaba al viejo, en el fondo hablaba siempre para la chiquilla. «Cuentan que entraron por esta parte porque venían perdidos. Algunos no tenían ni dieciséis años. Unas criaturas. Traían el pánico en los ojos, como si acabasen de ver la boca del infierno. Talmente. Muy bravo debe de ser el Anticristo para mandar gente así por estos mundos. Tu abuelo se dio cuenta enseguida. Primero los hombres y luego los caballos, les dijo, para no tener que pasarlos juntos. Cómo gritaban los condenados. ¿Te acuerdas, Tomé, cómo gritaban?» Y el otro: «Vaya si me acuerdo. Parece que aún los estoy oyendo, mal rayo los confunda. Nunca dejo de escucharlos. Así volviesen, así los reventaríamos otra vez. Pero no volvieron». «¿Cómo iban a volver?», insistía el compañero. «Aún estarán en el fondo del río, rechinando los dientes y maldiciendo como diablos. Los caballos los vendimos en la feria de Paradanta. No es que fuesen gran cosa, acabados como estaban, pero tampoco los pagaron mal. Armamos una buena fiesta. ¿Te acuerdas, Tomé...?»
Los hombres se reían, sobre todo el de la barca, con aquella risa nerviosa y sin dientes que a ella no le gustaba nada, porque le daba miedo. Le asustaba la risa del viejo tanto como la imagen de los soldaditos, los ojos fuera de las órbitas, pues es así como dicen que aparecen los ahogados, amarrados como racimos por no sé qué oscuras ataduras a la profundidad de las aguas. «Nunca sabemos dónde la tenemos.»
Sabía otras historias el buhonero: noticias de países remotos, hombres y ríos más anchos que aquél, ciudades llenas de gente, ruidosas, centelleantes. Pero al viejo no le interesaban. En el río siempre ocurrían las mismas cosas: la primavera, el verano, el otoño, el invierno... Igual que la máquina del universo gira alrededor de sí y dibuja en el cielo un círculo perfecto, así el mundo también, y sus criaturas, según dispone la ley de Dios Nuestro Señor. «Cada cual tiene su sitio», repetía. «Todos llevamos una marca en la frente.» Era la muchacha, todavía una niña, la que escuchaba asombrada las historias del hombre de la carreta, que llegaba siempre anunciado por los ladridos de Ney, a veces a la puerta de la cabaña y en invierno junto al hogar, pues de esa forma agradecía la hospitalidad, tanto a la ida como al regreso.
-¿Qué me has traído?
-Un cascabel.
En una cajita de madera. Abría la caja y allí estaba. Parecía de plata, aunque no lo fuese. El hombre contaba que había pertenecido a una reina de África. La reina tenía una cabra, una cabra sabia, que leía en los libros antiguos y siempre estaba rumiando, como si mascullase no sé qué cosas para dentro, quizá preocupada por el final de los tiempos ella también. La reina la llamaba haciendo sonar el cascabel.
Una vez vio pasar a unos gitanos. Venían de San Mamede, con músicas y sonajas, y encendieron hogueras no lejos de la casa. El viejo no la dejó salir. No se fiaba de ellos. Decía que eran hermanos o parientes de los matadores de Cristo. Durante toda la noche la muchacha vio arder los fuegos al otro lado del río, atenta a las sombras de los peregrinos, escuchando sus músicas. El barquero hizo tres viajes para pasarlos a cambio de una moneda de cobre cada vez, pero después de que se fueran hizo tres cruces y lanzó las monedas al río. «¿Por qué haces eso, abuelo?» «Ese dinero no es nuestro», respondió el viejo. Los gitanos llevaban consigo una cabra. La hacían bailar encima de una banqueta mientras tocaban. «¿Sería la cabra de la reina de África?», pensaba la niña.
En otra ocasión, el hombre de la carreta le trajo una cinta colorada. Según le explicó, era de seda y durante mucho tiempo había servido de lazo para la capa del enano de la torre de París.
-¿Cómo es de grande?
-¿El enano?
-No, la torre.
-Enorme. Tú nunca has visto nada parecido.
Ella nunca había visto una torre, aunque el hombre hablaba de ellas, y aún más su abuelo, desde el catre donde se consumía, atacado de reúma. Las torres de Compostela, por ejemplo. O las torres de la catedral de Astorga, que era de donde venía el viajero. Aquellas humedades tan duras, sobre todo en invierno, no eran lo más apropiado para la salud del viejo. Pero el señor Tomé no quería moverse del río. El paso de la barca había pertenecido a su padre, privilegio de los frailes de Oseira, por un real y medio de diezmo, y él lo administraba desde entonces, como lo administraría y rentaría su hijo, o su nieto, si tuviese uno, que únicamente la tenía a ella, pues todos eran parte del río, como los árboles, como la hierba que crece en las orillas, como las almas de los condenados que habitan en sus profundidades, sepultados entre los limos del fondo, o como la Dulcísima Señora, que en las mañanas de mayo se pasea sobre las aguas como una niebla blanca, como un sudario, y que un día vendrá a acogernos en sus brazos a todos. Así lo contaba el abuelo. Y ella, cada día más mujer, aprendió a manejar la pértiga y a desplazar la pesada balsa de madera por la corriente, para seguir dando cuenta del servicio cuando él ya no pudiese hacerlo. La única visita que el barquero realmente agradecía era la del hombre de la carreta.
-¿Qué me traes?
-Un espejo...
Olía a pimentón, a especias, a pellejos de Castilla y a aguardiente. También a ruda, que el buhonero vendía por las puertas de las casas cuando llegaba a esas ciudades de las que tantas cosas sabía. En el interior de la carreta, bajo la gran sábana de lona y el techo de pieles, candiles de latón dorado, cintas y aparatosos fardos, el mundo era diferente, se transformaba en otra cosa y ella sentía que allí podía ser feliz. El viejo se daba cuenta de eso.
-¿Y esto qué es?
-Un papel de colores.
-¿Para qué?
-Para que escriban los enamorados.
No sabía escribir. Él tampoco. Quizás en las ciudades las damas y los caballeros supiesen hacerlo. De hecho, el papel era para ellos. A ella le regaló una pieza de lienzo, muy blanca, como lucía la Señora del río cuando paseaba sobre las aguas, aquel reino misterioso. Conocía la historia porque muchas veces se la había contado el barquero. Cuando se fue, azuzando el paso de la mula por el camino de la sierra, ella cerró los ojos e intentó grabar en su memoria el recuerdo de cada gesto, el tacto de sus manos, sus silencios, para no perderlo, y también el aroma del interior de la carreta: a canela y a hierbaluisa, cintas coloradas y papeles de fantasía, con los ladridos del can Ney.
Vino muy duro aquel invierno. Nevó hacia finales de febrero. El río inundó las fincas, encharcó los campos y no dejó pasar la carreta del cacharrero. Nadie requería tampoco el servicio de la barca. Santa María do Castro, la aldea más próxima, quedaba a bastante más de tres leguas. Una mañana, el señor Tomé se puso enfermo. Se ahogaba. La humedad del río se le había metido dentro, como si se hubiese apoderado de él, decía. Era como si los rostros de los ahogados despertaran de repente de su profundísimo sueño y emergiesen del abismo de las aguas, arañando los ribazos, para robarle el aliento. En realidad hacía tiempo que los esperaba. «Ya están aquí, ya los tengo delante», se revolvía, agitado por las fiebres, empapado en sudor, haciendo crujir el catre con terribles sacudidas. La agonía duró casi dos semanas. Ella intentaba calmarlo con ruda y hojas de menta, tal como el abuelo le había enseñado, pues era la ciencia que tenían, pero el barquero volvía una y otra vez los ojos hacia el río, como una idea fija. «¡Ya están aquí...!» De repente, se paró. La respiración fue calmándose, como quien consigue librarse de un desesperado esfuerzo, un combate de varios días, igual que aquella vez, cuando lanzaron al pozo, uno por uno, la revolución toda del Anticristo. ¡Cómo gritan los malditos! Y ella dejó de oír la risa del abuelo.
Lo amortajó con el lienzo que le había regalado el buhonero. Nadie la ayudó. Estaba acostumbrada. El fuego del hogar permaneció encendido durante casi una semana, para luego ir apagándose suavemente, al tiempo que el verdor volvía a los campos y apuntaban los primeros brotes de los alisos. La pesada respiración de la niebla discurría al otro lado de los árboles como una dulcísima procesión. Envolvió el cadáver, enrollándolo varias veces, y con las fuerzas que tenía lo arrastró hacia la barca. Cogió la pértiga, empujó los maderos contra la corriente y las aguas la llevaron lentamente río abajo, como si la obedecieran. Ella estaba allí para eso. Desde el principio del mundo y hasta el final de los tiempos.