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Donde se cuenta la historia de Matías de Amaral,

el viejo de la Gaiosa, que también es una explicación

del mundo, razón primera de las cosas

La casa de Amaral quedaba a un paso de la casa del Castro: a tiro de piedra, quizá incluso algo menos. Entonces las casas tenían nombre, igual que las criaturas, y las distancias se calculaban a ojo. En invierno, ahogados en el diluvio, se hacían insalvables, pero en verano era una alegría recorrerlas. En comparación con la de Amaral, la pequeña casa del Castro era una choza. Se llamaba así, del Castro, por estar al pie de la Pena Moa, y acaso por algunos otros misterios que andaban en boca de la gente, quizá de los tiempos del moro de Amarinda, tampoco es cosa de pararse ahora en esto. Allí vivían la niña Rosaura y su madre, la señora Antonia, sin otro amparo que el que podían darse entre ellas. La tía Felisa entró por la puerta algún tiempo después. En la casa de Amaral, en la otra orilla del río, vivía el viejo Matías. Desde el umbral de la casa del Castro podían verse a lo lejos los tejados y la galería de la casa grande, la baranda de madera, la caseta del molino y el pequeño huerto de manzanos.

Decía el viejo Matías que las criaturas que tienen nombre tienen alma y que, por tanto, ni se comen ni se matan. Eso decía. Las tres Marías: la Pinta, la Moura y la Doloriñas, tenían nombre. Vivían en el corral, bajo el sobrado, en un establo amplio y bien dispuesto, que el viejo cuidaba con esmero, como quien guarda un tesoro, las tres. Debemos advertir que tres vacas, en los tiempos que rememoramos y en los ramales del Alba, el río que bajaba desde la Tierra de Montes, alindaba los ribazos e iba a recostarse a los pies de los vilanoveses como una vieja raposa cansada de perseguir gallinas cuando antaño había celebrado tanta abundancia, tres vacas para un hombre solo en aquellos días, repito, equivalía casi a ser un potentado, y el viejo Matías las trataba como a princesas. «Sólo les falta hablar», exclamaba. Las atendía personalmente. Las mimaba como si fuesen de su propia sangre, cambiándoles el agua y la hierba dos veces al día. De ellas sacaba la leche que la señora Antonia, de la casa del Castro, llevaba luego a vender por las puertas de los señores, empujando el carrito con las calderetas. Legua y media desde la Gaiosa hasta las primeras casas de Vilanova, después de cruzar el puente de Santiago. Legua y media ir y otra legua y media volver, todos los días. A veces llevaba consigo a la niña Rosaura. Una vez a la semana, la señora Antonia y el viejo Matías se sentaban a echar cuentas.

También había dos bueyes en la casa de Amaral, acomodados en establo aparte. Venancio y el Prieto. Y el perro Ney. La gente no sabía que Ney era el nombre del general de Francia, como en otro lugar se ha explicado, que entró en Galicia con los ejércitos de Napoleón para someter la causa de los patriotas, y de los curas, y de los señoritos de las ciudades, y que cuando el mundo entero se levantó contra semejante ignominia, cuando la furia de los patriotas venció, humilló y arrastró por las brañas el orgullo del emperador, el recuerdo o la memoria de los vencidos acabó en los caniles domésticos, en los corrales de las aldeas, y así fue como el común determinó ponerles a los perros el nombre del general francés: Ney. Desde entonces buena parte de los perros se llaman en Galicia de este modo, y Ney pasó a ser nombre de perro entre nosotros, no de mariscal de Francia. Son las justicias de la historia, que no vienen en los libros.

De los bueyes se encargaba Cibrán. Doce o trece años debía de tener el pillastre cuando hacía reír a la niña Rosaura lanzando reinetas a la presa del molino, o quizá alguno menos, tampoco importa demasiado. El tiempo se medía entonces de otra forma. Los años de las personas, al igual que los años del mundo, tenían otras glaciaciones. El nombre de Venancio no se sabe de dónde pudo venir. Quizás de algún pariente, algún ave de paso, algún recuerdo de los papeles con los que el de Amaral solía entretenerse. El de Prieto sí, igual que el de Dolores. El viejo Matías tenía mucho poderío. «Alguien tiene que explicar el mundo», decía. «Le puse Prieto por don Indalecio: trabajador y sufrido, pero no manso. La gente confunde la mansedumbre con la lealtad.» De estas cosas Matías hablaba en voz alta, como para sí mismo, o para la señora Antonia, o para las tres Marías, es posible que también para el zagal, que ya había crecido lo suyo y se notaba que iba a ser un hombre fuerte, recio de cuerpo, «ojalá que también de razón y entendimiento», sentenciaba el viejo. Desde la casa de Amaral, al otro lado de la del Castro, se veía correr el río y las estribaciones de la Camposa, que llevaba hacia la parte de Boullón, parroquia de Santa María, y a la aldea de Borela, un poco más arriba, por el camino que conduce a Carballedo. En la de Boullón, allí, en el principio del relato, mandaba de cura joven don Ramiro: Siete al Caballo. Ya por entonces se le conocía la afición. Tenía fama de generoso, liberal en el trato, alegre y conversador. Poco que ver con el personaje huraño e introvertido que el licenciado Lobeiras conoció aquella tarde, durante la visita a la rectoral de Asados, en compañía del Serrano y el administrador. El tiempo también corrió de este lado. Así es como van cuadrando las cosas y como hemos de ir componiendo la historia.

Gustaba don Ramiro de visitar con cierta frecuencia la casa grande de Amaral. Entraba a caballo, montado en una mula pedresa que amarraba junto a la cancilla y a la que los chicos, la Rosaura y el chavalote Cibrán, incordiaban lanzándole huesos de fruta a las orejas. Más bien Cibrán, porque Rosaura era una niña. Mucho celebraban los dos la visita del cura, que siempre tenía para ellos un regalo: melindres o pan blanco, y porque tampoco podía decirse que abundasen las visitas. Las casas estaban fuera del camino real, que era el que se dirigía por la Xesteira hacia Carballedo, y para llegar hasta allí había que ir a propósito. El viejo Matías se encerraba con el cura en el comedor y hablaban, o se retiraban al fondo de la huerta, al pie de la parra, en el tiempo de calor, a compartir una jarra de vino. En estas ocasiones la señora Antonia nunca aparecía. Nunca Rosaura recuerda a su madre en presencia del cura. Pero cuando el de Boullón se retiraba, después de aquellas demoradas visitas en las que repasaban el mundo entre los dos, el viejo Matías y el clérigo, como camaradas, siempre había un regalo para los chicos. Cibrán y Rosaura aguardaban la despedida junto a la mula, con el perro Ney meneando la cola. Pasado el tiempo, la niña Rosaura habría de evocar aquellas visitas de otra manera, y es probable que llegase a entenderlas de otro modo. La entrada al mundo de los mayores consiste en alzar de repente el telón del paraíso, o abrir una rasgadura para cruzar al otro lado, creyendo que allí hay otra luz, otro milagro. Pero en su caso, llegado el momento, lo único que encontró fue desolación y frío, aquel frío terrible que la hacía temblar por las noches, cerca ya del amanecer, cuando Martín García abandonaba su cuarto en casa de la Leonesa, o después, en el cafetín de los artistas, la Estrella de las Cíes, donde el licenciado Lobeiras quedó cegado por la luz de la revelación. «Hay cosas que usted no sabe, señor maestro...» Pero aquí estamos en el principio de las cosas, y entonces las cosas eran así. Se iba el de Boullón en la mula y se quedaban ellos, los chicos, mirando el camino, hasta que el viejo Matías reclamaba la atención del muchacho: que había que mover los bueyes, o limpiar los establos, y entonces la pequeña brincaba hacia la casa del Castro, donde su madre también estaba a la ventana, mirando hacia el mismo camino, con la figura del señor abad jinete de la pedresa.

Junto al cura venía también algunas veces el músico, lo llamaban así, grandote y parlanchín: el Músico, otros le decían Tangueiro, el tañedor, por el arte de rimar coplas, casi de la edad del clérigo. No venía siempre, sólo en algunas ocasiones. Bajaba desde los altos de Borela para hacer las fiestas, entre mayo y septiembre, de Nuestra Señora a San Miguel, e iba recorriendo la tierra tocando en las romerías. Era su oficio. En realidad no es que fuese de Borela, sino más bien de la parte de la Camposa, pero le decían de Borela porque era mejor lugar, más alto y soleado, colgado sobre el Almofrei, el río que baja desde la tierra de Montes y desemboca en el Alba para regar juntos la patria de los vilanoveses. Eran otros tiempos. Cuando venía el músico se armaba la romería, casi siempre junto a la viña, reconfortados los hombres por la galanura del vino, y entonces la fiesta era doble: por la visita del cura y por la música del acompañamiento. Rosaura y Cibrán se sentaban en la cerca para escucharlo. Se llamaba Quintín, aunque para ellos era el Músico, ya digo, o el Tangueiro. El de Boullón lo traía consigo para cantar las misas, a real la ceremonia, dos reales si había procesión; pero en la viña había tambarria a lo grande. Entraban las mulas por la era, y sobre la del músico se distinguía de lejos el acordeón, que brillaba al sol como una gran caja de plata, que el artista hacía suspirar después, deslizando sobre el teclado los dedos, como una sinfonía de mirlos. Tampoco en estas ocasiones aparecía la señora Antonia. La fiesta era sólo para los hombres, y para los niños, encaramados a las piedras del muro. Pocas veces recuerda Rosaura la risa del viejo de Amaral. Más que de bromas y de risas, el señor Matías era hombre de sentencias. Así lo recuerda la muchacha. Pero en la viña del río, junto a la presa del molino, estallaban entonces también las risas, aturuxos y silbidos. Quintín afinaba el instrumento y tocaba hasta que se acababa el vino, casi siempre las mismas piezas, y se notaba que eran amigos, los tres. Al irse, dejaban siempre los bollos de pan blanco y los melindres.

El de Amaral tenía tres libros. También así lo recuerda la chiquilla, incluso desde la distancia, después de que el tiempo fue desovillando las cosas y otras luces arrojaran otras sombras. Tres libros en la repisa de la cocina, material suficiente para el conocimiento y la explicación del mundo, decía. Con bastante menos gobiernan otros. En verano solía leer a la sombra de la viña, en el lugar de las conversaciones con el señor abad y las fantasías del músico, cuando venía el de Borela. Entrado el invierno, se instalaba junto al fuego, a veces con la señora Antonia desgranando el maíz a su lado, silenciosos los dos, apenas sin cruzar palabra: la mujer a sus labores y él enfrascado en las lecturas. La niña Rosaura enredaba al pie de la madre, o con las polainas del viejo. El mozote Cibrán se quedaba en el escaño del fondo, junto a la pared. Uno de los libros eran los Textos Sagrados: la Biblia. Ahora que podemos ver las cosas con otros ojos, ya digo, no deja de chocar que sin ser creyente, que no lo era, ni hombre de iglesia, sino más bien al contrario, le gustasen a Matías semejantes lecturas, igual que puede parecer extraña su afición a las visitas del cura. Pero una cosa no estaba reñida con la otra. De cuando en cuando, sumido en el relato, el viejo levantaba los ojos de la página, miraba a la madre de la rapaza y exclamaba: «Aquí está toda la maldición, todas las calamidades, todas las desgracias. No hay nada que no haya sucedido o pueda suceder que no venga en este libro». Lo tenía muy gastado. Mil veces repasadas las páginas. Iba y volvía. Mucho le incomodaba la historia de José, la traición y la envidia de los hermanos sobre todo. «La envidia es la perdición que nos come, Antonia, el más grande de los pecados.» Le hacía gracia la de Sansón, rapado por la señora Dalila y a merced de los filisteos. Ella una mujer bregada, vaya que sí, y él un calzonazos, como tantos: lazos de amor, que ciega los ojos. Pero le enfurecía lo que él llamaba el Dios Injusto, Celoso, Caprichoso, Vengativo... El Dios de Sodoma y Gomorra, por ejemplo. El Dios implacable del Diluvio. El Dios del Castigo y la Aniquilación, arrojando azufre por todas partes, golpeando a sus criaturas como criba en el cedazo. Un arrebatado... En esto no estaba de acuerdo para nada con don Teodoro, el abad de la Colegiata, y aunque no diremos que no creyese en la historia del Día del Fin del Mundo tal como se anunciaba en la carta de las monjas de Santa Clara, que era algo que los vilanoveses llevaban muy dentro y muy en secreto, como antaño habían creído en el regreso de don Bartolomé el Navegante, en los días de don Juan Manuel y el Triángulo Inscrito en la Circunferencia, el viejo Matías tenía su propia manera de ver las cosas, incluida la Altísima Divinidad, no digamos después, cuando la Divinidad volvió a desatar su cólera y se armó la que se armó por estas tierras. En la Biblia estaban todas las historias, todos los mundos posibles, todas las voces y todas las claudicaciones, sentenciaba el de Amaral, sentado en el escaño del hogar, con la señora Antonia desgranando las mazorcas y los dos chicos, el muchacho Cibrán y la niña Rosaura, enredando en el alpendre.

Los otros libros, no por aparentemente menores los consideraba el patrón de más escasa importancia. Uno de ellos era la Flora del padre Merino, bastante deshojada por cierto, a la que le faltaban las tapas, pero a la que el viejo volvía de tiempo en tiempo, principalmente entrada la primavera, tampoco sabríamos decir con qué provecho, por aquello del empuje de la tierra y los idus de marzo, solía decir, como quien advierte de una gran conflagración cósmica. «¿Os parece poca conflagración, poca consumación el milagro de la vida renovado año tras año, como las aguas vuelven al molino después de la sequía, como los pájaros regresan a cantar a los árboles?» El tercer libro era un pequeño manual de matemáticas: aritmética y geometría. La aritmética llegaba a los quebrados. La geometría a las medidas y las razones del triángulo, que según el de Amaral eran suficientes para explicar todas las leyes que gobiernan la naturaleza, la conjunción de los astros y las noticias del futuro, junto con las razones del círculo, que era la curva de la perfección. No sabemos si hablaba de esto con el de Boullón. Tampoco las ciencias que ambos compartían, en el caso de que compartieran alguna. Lo que sabemos de aquellos días lo sabemos por los ojos de la niña Rosaura, repito, y por la visión de los hechos que, andando el tiempo, la niña-mujer fue construyendo hasta llegar a nosotros, no porque las cosas fuesen así necesariamente, que tal es la condición de la memoria, sino porque así las recordamos, o mejor: así las recordaba la niña de la Gaiosa, casi cuarenta años después, cuando hubo oportunidad de llegar a ella. Bien puede verse que lo que en ésta narramos está tomado de aquella memoria. En la casa del Castro había también una vaca, y un cerdo, criado con mucha devoción. Pero no hay nombre para ellos. No ha llegado a nosotros esa noticia. En el relato no cuentan. Junto con las tres Marías y las labores de la huerta, que atendía la señora Antonia, ayudada después por la tía Felisa, iba corriendo la economía humilde de aquellas mujeres.

Cuando Fuco Fariña proclamó la República en el balcón de los vilanoveses, Rosaura tendría dos o tres años, no más. Poco recordaba de aquello, sólo de segundas y por lo que después le contaron. Los sábados, el viejo de Amaral bajaba a la villa. De allí volvió con la noticia. El mundo empezaba a cambiar. Fue entonces cuando le puso Prieto a uno de los bueyes. Entró ufano en la casa, encendido de la taberna, alzado como un capitán, y le gritó desde la puerta al animal: «Buenas noches tenga usted, don Indalecio». Macho de cuernas bravas. La Doloriñas vino después. La compró en la feria de Carballedo. Una muñequita. La trajo de la mano por el camino de la Camposa y la acomodó en el establo, junto a las otras. ¡Viva la República! En las minas de Asturias se gestaba la Revolución. En las nuestras no. Entonces las nuestras estaban paradas. Era la gente del mar la que llevaba la iniciativa: el Sindicato de las Rías. Recogido en el cuarto del sobrado, encima de las tres Marías, que le daban calor en las noches de invierno, el viejo patrón escuchaba las noticias con una radio de galena. La radio y los libros. Eran su afición. Y la taberna, las noches de los sábados sobre todo. Por aquel entonces las tabernas eran el centro del mundo. En la radio de galena escuchaba algunas veces la voz guerrera de la Ibárruri, la Pasionaria. De ahí vino el nombre de Doloriñas. El joven Cibrán lo miraba desde la puerta del corral. Ya no era un niño. Andaría por los trece o catorce años y empezaban a gustarle las romerías, igual que al viejo patrón el trato de la taberna. A veces desaparecía dos o tres días y entonces el viejo se enojaba. ¿Quién cuidaba de la hacienda? ¿Para qué lo mantenía en casa? El viejo contra el mozo. De entonces recuerda Rosaura los primeros desencuentros, las primeras voces contra la autoridad. También las primeras distancias entre los pequeños, se notaba la diferencia de edad. Pancho Cibrán apuntaba más alto, o lo parecía, gallardo como un bailarín, y a la niña no le sentaba bien aquella altanería, aquellas maneras, que no eran las suyas, sino de otras compañías, aunque el muchacho nunca la dejase de lado, ni olvidase de vez en cuando las bromas. Pero ya no era lo mismo. Pasaba tiempo fuera, ocupado en trasiegos y reuniones, que para el viejo eran fiestas, líos para perder el tiempo, desatendiendo lo que importaba, y un día le gritó aquello tan cruel de «gracias infinitas me tendrías que dar, que te libré de ir muriéndote por los tojales», y al chico no le gustó nada, golpeó el postigo y se fue de casa.

No del todo. Volvía de vez en cuando. Aparecía de repente, para dormir en el pajar, como quien sale de extrañas profundidades, y entonces se afanaba en los establos y volvía a los bueyes como si no hubiese pasado nada, como si quisiese apurar el trabajo atrasado. Pero al viejo no lo convencía. Tampoco es que lo apartase de su lado, pero ya no era el trato de antes. Sólo la pequeña Rosaura, cuando lo sentía llegar, cruzaba el camino que separaba las dos casas, como un jilguero, como el cachorrillo que reconoce al antiguo camarada, y se presentaba en los labrantíos o en el pajar, dondequiera que anduviese el chico, buscando su compañía. Silbaba el muchacho y allá iba ella, ligera como una ardilla, en busca de las reinetas. También la señora Antonia tenía sus atenciones con él. Jamás le faltó a Cibrán una taza de caldo o un cuenco de leche recién ordeñada en la casa del Castro, ni un haz de paja donde dormir, en caso de que lo necesitase. Si no era en una casa era en la otra. El de Boullón, don Ramiro, seguía parando en la de Matías y preguntaba por el chico cada vez que venía, aunque el chico no preguntase por él. El mundo cambiaba deprisa. Tal vez no en la Gaiosa. En los labrantíos y en los herbazales del río, en el canal del viejo molino, el agua seguía siendo la misma, la misma lluvia, las mismas heladas en invierno, el mismo fuego en el hogar, el mismo calor en verano. Pero en el resto del mundo las cosas estaban cambiando. También en las tabernas de Vilanova, a las que el de Amaral bajaba todos los sábados, haciendo a pie la legua y media que las separaba de la casa. Fue entonces cuando determinó vender los bueyes: el Venancio y el Prieto, y empezó a dejar sin cultivar algunas tierras. Porque estaba viejo, decía, los años no perdonan, y no tenía en quién apoyarse, refiriéndose sin duda a Cibrán, que aparecía cuando aparecía. La señora Antonia iba sosteniendo lo que era posible, hasta que entró la Felisa.

Felisa entró por la puerta porque no tenía adónde ir, y donde comen dos comen tres. No hay noticia de parentesco alguno entre las mujeres. Entró como los ratones de campo, como los pájaros de los zarzales, por un pedazo de pan, un cobijo al que arrimarse, y como la necesidad era mucha, se quedó. Entonces pasó a ser la tía Felisa. Algunas de las labores que hacía Cibrán las hizo después ella. No todas, porque un hombre es un hombre, pero se las arreglaba. Entre Rosaura y las dos mujeres iban salvando las tareas, incluidas las del viejo patrón de Amaral, cada vez más metido en las lecturas de los Textos Sagrados y en la atención a las tres Marías: la Pinta, la Moura y la Doloriñas, que eso nunca lo dejó de mano, como si no tuviese otra familia. Una tarde que la niña y la Felisa trabajaban la tierra del molino, la única donde el viejo seguía plantando un poco de maíz, por no sé qué repentina necesidad Rosaura volvió a la casa, a la casa del Castro, quiero decir, y se dio de bruces con el de Boullón, que salía por la puerta. Venía a despedirse, oyó decir después. De la casa del Castro, no de la de Amaral. Se quedó parado don Ramiro, mirándola. Sólo un instante. No era allí donde la niña esperaba verlo, desde luego. Nunca el abad había cruzado hacia aquella parte del mundo, de las muchas veces que había visitado la de Matías. El Castro era otra cosa. Sonrió el cura, miró fijamente a la niña y, acariciándole los cabellos, como quien acaricia a una cachorrilla, le dijo: «Hoy no he traído nada para ti. Otro día...». Ni la señora Antonia ni el patrón de Amaral comentaron nada. Tampoco Felisa. Pero la niña sintió que aquella sonrisa del cura la templaba por dentro. «Otro día...», como en los tiempos de Cibrán, que ya no estaba. Al parecer venía a despedirse, don Ramiro. Dos o tres semanas antes, el viejo aldeano había aparecido con la segunda noticia. Al principio era un rumor, la voz de los locutores en la radio, músicas militares, aquel aviso de teléfono desde la capital de la provincia, la centralita clausurada, «no se atienden más llamadas», anunció Luciano, el tabernero, escondido tras el mostrador, «órdenes del gobernador que quiere despejada la línea». A continuación, las alarmas, las instrucciones en el sindicato, la marcha sobre la villa. ¡Viva la República! Los militares se habían levantado en África. Las gentes de Fuco Fariña, que gobernaban el Sindicato de las Rías, avanzaban hacia la capital. Brillaban los ojos de Matías, aferrado a la taza de caíño. Noticias de Madrid. Noticias de Sevilla. Rosaura nunca había oído hablar de esos lugares. ¿Dónde estaba Cibrán? De repente, el mundo dio un vuelco y se quedó panza arriba, despatarrado. Aunque la señora Antonia seguía llevando las calderetas por las puertas del señorío, empujando el carrito, cruzando el puente de Santiago que conduce a la villa, ya nada volvió a ser igual: ni el canto de los pájaros ni el agua corriendo por la presa del molino. Tampoco las músicas del acordeón, ni las visitas del cura, que al parecer lo habían trasladado a otros extramundis. «Anda la religión metida en las trincheras», comentó una noche el viejo patrón. «¿Qué se puede esperar de semejante cataclismo?» Y un día, al amanecer, aparecieron los primeros cuerpos en las zanjas, hacia el alto de la Gaiosa, y algunos también en la Banda del Río. La señora Antonia se cruzaba con ellos, reventados en las cunetas, con los ojos llenos de moscas cuando alguien no los recogía. «Se acabaron los cristianos», se persignó ante la lumbre. La niña Rosaura, que cada día era menos niña, no se atrevía a preguntar, pero pensaba en Cibrán, que andaba por esos pagos de Dios, extraviado, y del que tampoco había noticias. Matías se hizo viejo de repente, en pocas semanas. Se plantaba ante el corral, mirando fijamente el río, tambaleándose como una vieja balandra, medio borracho, y tenían que bajar del Castro las mujeres para meterlo en casa.

Así ocurrieron los hechos, según los recuerda la niña, y según se los contó aquella noche al licenciado Lobeiras en el cuarto de la Estrella de las Cíes, la noche de la gran confesión. Entraron los nuevos amos y la vida se transformó en otra cosa. Incluso las palabras, antes tan transparentes, cambiaron de significado. En la casa grande de Amaral apenas se abrían los postigos, cerrada a la vista de la gente, con el viejo dentro. Cesó la música. Se acabaron las visitas, los bollos de pan blanco y los melindres del cura. Únicamente la señora Antonia y la Felisa acudían a diario para atender a las Marías, que no sabían de desgracias ni de claudicaciones. Dicen que una tarde, en la taberna de la Xesteira, el viejo Matías se irguió sobre sus talones. Quizá fue cosa del vino. Quizá fue la rabia que lo consumía. Entrada la noche, regresaba borracho a casa, arrastrándose por las zanjas, y se quedaba en la puerta del establo mirando a sus tres princesas: la Pinta, la Moura y la Doloriñas. Pero en la taberna de Luciano, según parece, se levantó airado de la mesa. Hablaba en la radio un general, puede que ni siquiera eso, tampoco importa para lo que queremos decir; se levantó de la mesa y gritó: ¡Viva la República!, como quien sale de un pozo, como quien alienta en medio de la agonía. ¡Viva la República! Don Manuel, el acordeonista, remedaba tangos en un rincón. Allí estaba también Quintín, el músico de Borela, callado como un peto. Coincidieron en el lugar como habrían podido coincidir en cualquier otro sitio. Hacía tiempo que no se veían. El mundo les había vuelto la espalda y ya no paraba nadie en la viña, ni entraba la mula por el camino del río, nunca más habían vuelto a escucharse las risas del señor abad, ni en la casa grande ni en la choza del Castro. A saber qué habría sido del cura, adónde lo habría empujado la vida. El viejo volvió la cara hacia el antiguo compañero de farras y gritó: «¡El himno de Riego!», para ver si le correspondía. Gritó así, con la voz recia de la juventud, los restos que todavía le quedaban. No había muchos parroquianos. Cuatro gatos. Pero el viejo insistió: «¡El himno de Riego!». En los Textos Sagrados repasaba por entonces las jornadas terribles del Sinaí, cuando Moisés subió a la montaña para recibir las órdenes del Altísimo. ¡Qué poca ley la de los israelitas, acampados al pie de la ladera! ¡Qué poca fe! ¡Qué miserable presencia! Apenas empezó a soplar el viento, allá salieron corriendo todos con el rabo entre las piernas. Habían nacido para esclavos y esclavos morirían. Cuarenta días bastaron para cambiar de chaqueta. ¡Casta de cobardes! «No me pierda, señor Matías», gimió el Luciano. Don Manuel, el del acordeón, ni se movía. Tampoco el otro, como si los dos se hubiesen quedado plantados en el sitio. «No me pierda, que tengo familia...», se lamentaba el tabernero. No era mala gente Quintín. Ninguno de ellos era mala gente. Pero el mundo se había convertido en una fiera rabiosa. El de Borela le esquivaba los ojos. Lo echaron fuera. «¡El himno de Riego!» Echaron fuera al de Amaral. Sin hacerle castigo. Pero lo echaron fuera, arrojado a la intemperie de la noche, y tardó dos días en aparecer por casa. Fueron a buscarlo las mujeres, la señora Antonia y la señora Felisa, y lo encontraron derrumbado entre los juncos, empapado en alcohol y en su propia rabia. Pasó varios días en la cama hasta que se repuso. Una semana después se presentaron en la Gaiosa las nuevas autoridades. Traían papeles. Venían a por las vacas. Órdenes de la superioridad. La señora Antonia se ahogaba. Las calderetas... Matías de Amaral apareció en la puerta con una escopeta. Nunca olvidaría Rosaura aquella impresión. Debía de tenerla en el establo, escondida entre los animales, o en algún rincón del cobertizo, o en el escusado del trastero, quién sabe. El caso es que allí estaba, agitando los cañones. «¡Fuera de mi casa!», gritó. «¡Fuera de mis tierras, casta de cabrones, que sólo tenéis vergüenza para estas cosas! ¡Fuera de mi vista que os meto dos de éstas entre los ojos y no volvéis a respirar nunca más, me cago en la santísima estrella!» Así les plantó cara, echando cuanto llevaba dentro. «¡Fuera de mi casa, mamones!» Le temblaba la voz. Eran cinco los visitantes: camisas de señoritos dos de ellos, desarrapados de mierda los otros tres. No hubo más voces. Recularon. La señora Antonia se quedó parada en medio de la era. Cuando los de Falange volvieron, al día siguiente, porque volvieron, cómo no iban a volver, armados hasta las cejas, con gente de Pontevedra y varios números de la Guardia Civil para rodear la casa, entraron en la cuadra y allí estaban ellas: la Pinta, la Moura y la Doloriñas, reventadas, cada una con un tiro de posta entre los cuernos, posta de abatir jabalíes, como dijo el viejo que les haría a aquellos facinerosos si no se largaban. Antes así que en manos de aquella tropa. ¡Viva la República! Aparecieron las tres Marías, derribadas de aquella manera en medio del establo, y del señor de Amaral nunca más volvimos a saber. Aquí acaba su historia. Durante un tiempo dijeron que si andaba en el monte, con las gentes de Fariña, donde dicen que también se había perdido el joven Cibrán, como se extraviaron otros, que no quisieron venirse abajo, o no tuvieron ocasión de hacerlo. También dijeron que si no habría embarcado para las Américas, como las reinetas de la presa. Pero adónde podía ir un viejo acabado, sin apoyo ni familia, a no ser las pobres mujeres del Castro, que se quedaron solas, en el pozo oscuro de la Gaiosa, hasta que Martín García apareció un día por la puerta anunciando la salvación.