Carta

o memoria que la difunta

Amalia de Villegas, antaño

Amalia de Serrano, escribe al narrador,

para que conste

Conocí a Rosaura Castro una tarde en el local de Maripérez, en un acto musical o folklórico, no recuerdo bien, que organizaba la Hermandad Gallega, como tantos que programaba. Los paisanos necesitan todo el tiempo de estas ceremonias, que a mí siempre me han aburrido terriblemente, pero que a mi marido, Ignacio, pese a no ser de la Tierra, le agradaban mucho. Suspiros de España, decía. Conocí a Rosaura por casualidad, nadie nos presentó, quiero decir, aunque luego supe que era ella quien me conocía a mí. En cualquier caso fue ella la que dio el paso de acercarse. Creo que fue en la primavera del año 76, no antes. Acababa de morir Franco, lo recuerdo bien, porque no se hablaba de otra cosa. Por entonces yo ya estaba casada. Mi marido era conocido en la colectividad, colaboraba en la sección de actividades recreativas y de mantenimiento, asuntos relacionados con su trabajo: arreglos, contratas para algunas reparaciones, e íbamos bastante por allí. Se acercó y comenzamos a hablar, no recuerdo muy bien de qué. Ésa fue la primera vez. Luego hubo otras, casi siempre en el mismo lugar, pero también fuera de Maripérez, por conversar, porque era una mujer muy agradable, al tiempo que muy discreta, y sabía muchísimas cosas. Tenía una curiosidad enorme por saber. Me contó que era enfermera en un hospital privado de Caracas. En realidad era auxiliar de clínica, no exactamente enfermera, pero hacía de todo, incluso en algunas ocasiones, cuando había necesidad, ayudaba en los quirófanos. También daba clases en los arrabales de la capital, en los ranchitos de la zona norte, a los niños más humildes. Eso me impresionó mucho. Formaba parte de una organización de ayuda a los necesitados, pero no de caridad, eso lo subrayó bien, sino de ayuda social. De compromiso social, fueron sus palabras.

Era el año 76, hacia marzo o abril, puede que mayo. Las noticias que llegaban de España eran muy excitantes. Por una parte, desasosegantes, porque la gente no sabía muy bien qué iba a ocurrir, después de que el general se extinguiera en el Pardo, con los militares revueltos, desconcertados, sin saber qué partido tomar. Pero, por otra parte, eran noticias que ilusionaban. Yo no estaba ni con unos ni con otros. Jamás me impliqué en política, creo que ya se lo expliqué, y mi marido tampoco. Ignacio contemplaba los acontecimientos con curiosidad, supongo que como la mayoría, pero sin meterse en honduras, mucho menos en los empeños que entonces se organizaron, que ya parecía que íbamos a volver a lo de antes: a un lado los partidarios del Caudillo, arriba España y todas esas cosas; al otro lado los que apostaban por la democracia, también por la vuelta de la República, aunque en esto muy pocos confiaban, lo decían de boca para afuera, pero sin creer muy bien en lo que decían, o por lo menos sabiendo que ya nada volvería a ser lo que había sido, porque el tiempo no pasa sin dejar marca, y fue mucho lo que pasamos, se lo digo yo.

Rosaura tampoco se decantaba. Ni siquiera sé si andaba en esos debates. Más bien pienso que no. Lo suyo era otra cosa: el trabajo en el hospital, que al parecer le gustaba mucho, la escuela con los chiquillos en los ranchitos y las atenciones a su padre, que vivía con ella en un apartamento cerca de San Miguel, en Campo Rico. Una tarde, cuando ya teníamos confianza, me llevó a su casa. Era modesta, pero muy bien arreglada. Pagaban un alquiler razonable. Entonces tendría Rosaura unos cuarenta y siete o cuarenta y ocho años, diez menos que yo. Nos hicimos amigas. Era muy buena mujer. Elegante en las formas, pese a no provenir de clase distinguida, muy discreta en el vestir, igual que en el trato. Recuerdo que en una ocasión me habló de las necesidades de la gente de los ranchitos con la que trabajaba: gente que venía de otras partes del país y acampaba en los valles y en las sierras que rodean la capital, apretados bajo una plancha de latas renegridas y cuatro tablones, con las criaturas bebiendo agua de los regatos, cuando corría agua en los regatos y no venía una tromba, en la época de las lluvias, y se lo llevaba todo por delante. Yo animé a mi marido a que colaborase, e incluso puse algo de dinero para aquella causa. Pero fue sólo una vez, y ella no volvió a tocar el asunto. Durante un tiempo dejamos de vernos. No por nada, sino porque las dos teníamos nuestras cosas, yo tenía mis ocupaciones, nunca dejé los negocios, junto a Ignacio, y no coincidíamos. Si acaso de vez en cuando en la Hermandad, como le he dicho, y aun así tampoco mucho.

En el 79 vino a verme. Me dijo que pensaba volver a la Tierra. Ella lo decía así, la Tierra, con mayúscula, cuando se refería a Galicia. Casi todos los paisanos lo dicen así, la Tierra. Quería volver. Pero no para quedarse, sino por su padre, que no quería morir en este lado del mundo. Entonces no tanto, pero en los ochenta regresaron muchos, sobre todo después del 83, tras la catástrofe del gobierno de Herrera Campins. Aquí las cosas empezaron a ponerse muy difíciles. Lo que en otra época había sido abundancia y empacho, bastante vicio diría yo, se convirtió de repente en calamidades y agonías. Siempre pasa lo mismo. Después de las vacas gordas vienen las flacas, como nos enseña la historia de José, y detrás de las flacas a veces vienen flaquísimas, esmirriadas. Me preguntó si podía prestarle algo de dinero. Me lo devolvería a la vuelta, bolívar por bolívar, no tenía a ninguna otra persona a la que solicitar semejante favor, que para ella era muy grande, pues no quería regresar como una pedigüeña. Le costaba hablar de ello. Se notaba que lo había pensado mucho antes de tomar la decisión de venir a verme, apretaba las manos, me rehuía la mirada, y entonces me di cuenta de que sabía quién era yo: la señora de Serrano. Era la primera vez, desde que había llegado a Caracas, que alguien ponía aquel nombre, aquel tiempo, aquella humillación ante mis ojos. Me contó más: cosas que entonces no fui capaz de hilar ni estoy segura de haber comprendido bien, pero que las visitas de usted, mi querido amigo, cuando por primera vez hablamos de aquellos días, de la historia del Pasamundos sobre todo, me ayudaron a entender e incluso hicieron que buscase en los libros viejos de la memoria, y en algunos papeles, como a continuación pasaré a explicarle. Nuestras charlas fueron muy provechosas, mucho más de lo que puede imaginar. Cierto es que, como le dije, si en otro momento alguien me hubiese venido con ellas, lo habría echado fuera de mi vista sin contemplación alguna. Son muy profundas las heridas. Pero cuando hablé con usted, los años habían hecho el trabajo del bálsamo que cicatriza. Estas letras son para ordenar mi pensamiento, y también para ordenar la información que poco a poco he ido averiguando desde su anterior visita, ojalá que no sea la última.

Rosaura me habló de su padre, que había venido de Galicia para reunirse con ella. Me habló de las tierras de la Gaiosa, Vilanova de Alba, hoy desaparecida del mundo, Dios la guarde bien guardada dondequiera que la tenga, a ella y a todos los vilanoveses, mal rayo los confunda. Así se lo dije a Rosaura. Pero ella quería volver. Por su padre, ya le digo, que veía cómo se iba acabando. Le adelanté el dinero, pues entonces a mí no me faltaba, gracias a Dios, y pasaron cuatro años sin noticias suyas. Cuatro años. De vez en cuando me acordaba de ella, y no digo que no llegase a pensar que la muy mosquita muerta, tan calladita, tan correcta en las formas y en el trato, me la había jugado. No es que fuese mucho dinero el que se llevó, pero tampoco eran cuatro reales. En cualquier caso, me molestaba. En el 81 murió mi marido. Fue un trago muy duro. De la noche a la mañana me quedé sola. Por primera vez en mi vida me sentí sola, absolutamente sola, desamparada. Como se lo digo. Aún no tenía conmigo a Engracia, que llegó unos pocos meses más tarde. Tuve que recomponer mi vida, rehacer el nido, arreglar otra vez negocios y escrituras, no sólo las mías, sino también las de él, pues eran tiempos complicados. No piense que no tuve que llamar a algunas puertas. Cuando el viento viene de cara todo el mundo se arrima, pero cuando viene atravesado, hay que achicar la escota y aguantar bien las velas. Ya ve que no he olvidado del todo las viejas artes de la ría. Pero me levanté. Me levanté entonces y volveré a levantarme las veces que haga falta. Soy una mujer valerosa. Valerosa y afortunada. Eso sí, dejé de ir por la Hermandad. Primero, porque nunca me hizo mucha gracia aquella gente, si iba por allí era más bien por mi esposo; y segundo, porque muchos de los que antaño nos daban una palmadita en la espalda y eran todo zalamerías torcieron la cara de repente, no por nada, sino porque cada uno miraba por lo suyo y los tiempos venían muy atravesados, como ya le expliqué.

Y un día del 83, aquel año tan duro para los venezolanos, apareció por la puerta. Cuatro años sin saber de ella. Rosaura. Estaba exactamente igual, pero cambiada. Luego supe que venía enferma. Pero sobre la mesa puso, uno encima de otro, todos los bolívares que le había prestado. Sin intereses, porque tampoco los habíamos concertado, pero hasta el último céntimo, sin que faltase nada. Aún era una buena cantidad, no vaya a pensar. Si me la hubiera pedido entonces, no sé si habría podido prestársela. Todos andábamos muy agobiados. Recuerdo que era hacia el mes de diciembre, por Navidad. Había música por las calles. La invité a quedarse a tomar café, ya sabe que es una de mis debilidades, y hablamos. Como le he dicho, Engracia ya estaba en casa. Hablamos mucho. Me contó que no había venido antes porque no había sido capaz de reunir la deuda que tenía que pagarme y no quería presentarse sin el dinero. Fue una alegría verla aparecer de esa forma, cuando ya casi no contaba con ella. Me dijo que había ido por la Hermandad, que se había enterado de la muerte de Ignacio y que, como ya no me veía por allí, había decidido acercarse a mi casa. Pasamos juntas las fiestas. Ella no tenía con quien estar, según me contó, y yo tampoco tenía otra compañía que no fuese Engracia. Fueron sus últimas fiestas de Navidad. En febrero empeoró de la enfermedad que traía, que venía de atrás: se la habían diagnosticado los médicos en Santiago al poco de llegar allá. Estaba marcada. Una desgracia. Hacia julio, quizá por el calor, se puso muy enferma, tuvimos que ingresarla en el mismo hospital donde había trabajado durante años, no muy lejos de Campo Rico, y en el apuro de la situación, pues creíamos que se nos iba, mandé un día a Engracia a su casa, porque necesitábamos algunos papeles que no teníamos, por el asunto de la asistencia médica, y la pobre mujer volvió atónita: no había muebles, ni cuadros en las paredes; apenas lo básico, cuatro cosas para hacer de comer, alguna ropa en el armario, muy repasada, aunque ella siempre venía bien arreglada, que eso nunca lo perdió. Meses después, cuando falleció, fui yo personalmente a aquella casa, en parte para finiquitar el alquiler, pero también porque no quería que otros entrasen en su intimidad, y descubrí algunas otras cosas. Los libros, por ejemplo. No muchos, pero sí muy ordenados, varios de ellos de primeras letras, que supongo que usaba para enseñar a los niños en la escuela de los ranchitos, pero también poesías, romances de amor, una Biblia. Me llamó la atención la Biblia, que se veía muy gastada, muy manoseada. No la hacía yo en esas lecturas, francamente. Como le expliqué, en septiembre tuvimos que ingresarla, pero conseguimos que se recuperase, y pasamos juntas el otoño, después de que saliera del hospital. Lo que sobra en esta casa es sitio, así que dispusimos un cuarto y la trajimos a vivir con nosotras, con Engracia y conmigo, ya no dejamos que regresase a Campo Rico. Pero mediado noviembre, se apagó del todo. Entró de nuevo en aquella especie de agonía, que la iba consumiendo poco a poco, y ya no pudimos sacarla adelante. Fue entonces cuando visité su apartamento y me encontré con los libros de los que le hablo. Lo que voy a contarle lo sé por ella y por nadie más. Lo sé por ella, lo que quiso o pudo decirme durante el par de meses que pasamos juntas, con mucha intimidad, sobre todo cuando la acomodamos a nuestro lado, y también por algunos papeles en los que más tarde tuve que revolver, después de que usted viniese a visitarme y me dijera aquello de la cuarta versión, ¿recuerda? La cuarta versión de los sucesos del Pasamundos, que tanto han marcado nuestras vidas. Soy una vieja tozuda. Si no se lo conté entonces, cuando usted entró por la puerta queriendo saber, fue porque ni conocía la historia completa, la parte de la historia que se puede conocer, después de tanto tiempo, ni estaba segura de que usted quisiese ir más allá de los hechos sabidos, o tal como fueron corriendo después en boca de la gente hasta llegar a nosotros.

La noche del Pasamundos, efectivamente, asaltaron la posada unas partidas de huidos, entonces les llamaban así: huidos, escapados de la guerra que tanto daño nos hizo, los últimos lobos de la montaña. Uno de ellos era Pancho Cibrán, un joven de la Gaiosa, de la casa de Amaral, según me contó Rosaura. Se habían criado juntos, ella una niña, él un chavalote resuelto, con ansias de comerse el mundo, como todos a esa edad, pero que acabó con las partidas de Fariña, Fuco Fariña, o de los que andaban de aquella manera, gente de la Banda del Río, igual que les sucedió a muchos en aquellos días de tanta calamidad. Del caso de Amaral había oído hablar yo en mi casa, cuando vivía con Serrano. Fueron a buscarlo, al pobre viejo, para darle un escarmiento, por no sé qué bravuconadas que parece que había dicho, o quizá por el muchacho, que se había criado a su lado, de padres desconocidos. Entonces las cosas eran así. Andaba la gente por las puertas sin saber de quién era o de dónde venía. El viejo de Amaral y la señora Antonia, la madre de Rosaura, se hicieron cargo del chiquillo y lo criaron en aquellas huertas, le dieron pan, cobijo al calor de la lumbre, y la niña Rosaura creció a su lado como crecen juntos dos hermanos, o quizá algo más, que de esto Rosaura nunca dijo nada, pero hay cosas que se adivinan. Entonces metía mucho ruido por aquellos mundos don Ramiro, el cura de Asados, antes cura de Boullón, a quien mi marido y Martín García, el administrador de la Leonesa, fueron a buscar para poner al frente de la mil veces citada partida del Pozo de la Señora. Tenía fama de jugador, capitán generoso, avezado en toda clase de hazañas, muy especialmente en cuantas se relacionaban con el vicio del naipe: tresillo, tute arrastrado, brisca o lo que fuese, lo que le había valido el mal nombre de Siete al Caballo, como usted bien sabe. Pero igual que se le conocía el vicio de la baraja, que era muy grande, también se le consideraba liberal, hombre de buen trato, compasivo con los castigados, incluso con la gente que, cuando las cosas cambiaron como cambiaron, pasaron a ser malditos, apestados de Dios, jabalíes entre los matorrales. No es que el cura anduviese con ellos, ni siquiera que les tuviese simpatía, no digo eso, pero tampoco se la tenía a los otros. La historia de Rosaura es cierta. El tal Martín García, su tío, después de robarle las tierras, haciéndose con las escrituras en el lecho de muerte de su propia hermana, se la llevó consigo y la puso de querida en un burdel de la ciudad de Vigo, porque no quería tenerla en casa y porque ella al principio se le enfrentaba. Mucha gente lo sabía. Miraban hacia otro lado, pero lo sabían. La metió de querida después de quitarle todo. ¡Una fortuna valdrían entonces aquellas heredades, con el diablo del wolfram corriendo por las laderas! Le costaba mucho hablar de estas cosas a Rosaura, aunque era ya una mujer madura cuando intimamos, hecha y derecha. Pero cuando regresaba a la memoria de aquellos días volvía a ser una niña, frágil como una amapola al borde de los caminos. Lo que no sabía la gente, ni yo misma hasta que ella me lo contó, es que su padre era don Ramiro, el cura de Boullón.

Ya ve usted, mi confidente y amigo, cómo discurren los acontecimientos. En la noche del Pasamundos, en la posada de la sierra, había bastantes más intereses de los que en principio podíamos imaginar. Y no sólo allí. También en otros sitios. Ojalá podamos hablar de esto en persona para que pueda explicarle los pasos que fui dando hasta llegar a mis conclusiones, y para pedirle disculpas por algunos de mis silencios durante las primeras conversaciones que mantuvimos. He pensado mucho en dejar así las cosas, respetando tal vez la voluntad de Rosaura, que nunca quiso removerlas, a no ser por lo que al final conseguí que me contase. Pero ya ve que no. Quisiera pensar que ella, Rosaura, a su manera fue feliz aquí, igual que lo he sido yo, lejos de aquellos días mezquinos, no digo de los recuerdos, que los recuerdos siguen dentro de una para siempre. Cuando la despedimos, Engracia y yo tuvimos que hacernos cargo de lo poco que tenía. Después de liquidar el alquiler del apartamento, nos trajimos a casa sus escasas pertenencias: dos cajas de cartón llenas de papeles, media docena de libros y algunas libretas. Todo cabía allí. La ropa se la dimos a los necesitados. Las cuatro piezas de loza ni las retiramos de la alacena. Pocos días más tarde, quizá un par de semanas después del entierro, no sé, volví a reparar en las cajas, que habíamos dejado en el mismo cuarto donde Rosaura había pasado sus últimos días, en parte porque no sabíamos muy bien qué hacer con ellas, y me decidí a abrirlas. Eran las libretas de cuentas que usaba para la escuela de los ranchitos, como le he explicado antes, dos o tres libros de poesías, además de la Biblia a la que también he hecho referencia, y algunos otros materiales, la mayor parte de ellos domésticos, certificados, su pasaporte con los sellos recientes de su viaje a la Tierra, recibos pagados, ordenados en sobres de color marrón con el membrete del hospital donde había trabajado y donde la atendieron hasta el final, pero también un fajo de cartas que llamaron mi atención, atadas con una cinta azul. Enseguida supe de quién eran. Al final de sus días Rosaura me abrió su corazón, gastado por el tiempo, supongo que igual que yo le abrí el mío en aquellas largas horas de confidencias. De eso es de lo que quiero hablarle en la presente: de lo que no le hablé en nuestros primeros encuentros, porque no estaba segura de querer hacerlo. ¿Recuerda que en una de nuestras charlas hice alusión, como de pasada, al licenciado Manuel Lobeiras? Hice alusión a él como sin querer, como si no lo recordase entre la retahíla de personajes que en aquellos días se sucedieron. Y usted dijo: «Lobeiras», porque usted sabía de él, de su existencia, como también sabían otros.

De entre todas las personas que figuraron en la vida de Rosaura Castro, el licenciado Manuel Lobeiras Villaverde, que tal era su nombre, representa algo muy especial, y no quiero pasar por él como si no hubiese existido. Rosaura lo llamaba «mi maestro, mi profesor». Las cartas tenían su letra. Las leí. De primeras no. A decir verdad, la primera vez les eché un vistazo por encima, nada más, quizá porque me sentía incómoda asomándome de aquel modo a su intimidad sin estar ella presente. Teníamos muy reciente su pérdida. Les eché un vistazo y las guardé, las escondí en esos rincones oscuros de los que en alguna ocasión le he hablado, donde se amontonan las cosas que no queremos ver, pero que tampoco somos capaces de deshacernos de ellas. Pero después de sus visitas y de nuestras charlas volví sobre aquellos papeles, desaté la cinta azul y me adentré en las palabras del profesor. Esta vez con atención, con más interés, animada en parte por lo mucho que habíamos hablado entre nosotros. Las cartas de Rosaura. En los días más terribles de aquella juventud humillada, castigada, sometida a la lujuria del tío abusador, el Perro Rabioso, como a veces le llamaba ella, o la Comadreja, cuando le ardían los ojos con el recuerdo de aquella claudicación, Manuel Lobeiras Villaverde, profesor de clases particulares, secretario al parecer de la administración de la Leonesa, la gran empresa de las minas que Martín García dirigía, fue la única luz, el único bálsamo que alivió sus heridas, el único refugio que la niña Rosaura conoció. Eran cartas de amor. Largas cartas de enamorado, muy floreadas, muy refinadas, como ya no se escriben ahora, debo decir, pero también muy sentidas. Cartas de las de antes. Cartas de tiempos antiguos, tal era la devoción que el maestro le tenía a la chiquilla. Me conmovieron muchísimo. Soy mujer y sé de lo que hablo. A las mujeres nos conquistan por las palabras. A través de los ojos también, pero muy principalmente por las palabras. Cuando Rosaura, ya una mujer mayor, por no decir una vieja, igual que yo, no una niña en cualquier caso, hablaba de aquellos días, era como si volviese atrás, retrocediendo en la memoria, y se le encendían los ojos de una forma diferente. No exactamente feliz, pero distinta. Quizá es aquí donde debemos buscar esa cuarta versión de los hechos, como usted apuntó aquella tarde, al final de nuestra segunda conversación.

He de reconocer que cuando murió mi amiga yo no sabía de la existencia de tales cartas. Rosaura nunca me dijo que las conservase, quiero decir. Pero eran de él. Eran las cartas de Manuel Lobeiras. Aquel pobre desgraciado, según yo lo recuerdo, fue la única persona que verdaderamente amó a Rosaura Castro, la niña de la Gaiosa, a quien su tío había metido de puta en un burdel. Manuel Lobeiras fue quien llevó la noticia de lo del Pozo de la Señora al joven de Amaral, su querido hermano, tal vez algo más, no lo sé, condenado a trabajos de redención de pena en los pozos del mineral, como tantos otros. Leer las cartas fue como volver atrás en mi propia vida. Manuel Lobeiras, a quien su amo había encargado el cobro de los pagarés y la recaudación de las apuestas que don Floro y sus amigos estaban empeñando en la batalla del Pasamundos, fue quien encendió la mecha. Cierto es que la Guardia Civil llegó antes, pero no por traición suya, sino porque los lobos del señorío, no los de la montaña, también jugaban con cartas marcadas. El asalto a la del Pasamundos fue doble. De un lado, los huidos de las partidas, los últimos que por entonces quedaban, dejados de la mano de Dios, que era mucha su desesperación. Cuatro gatos. Poco tenían que perder, pues ya lo habían perdido todo. Pero desde la otra parte, los mandados de la gobernación, la tropa armada, tan pronto se dieron cuenta de lo que sucedía, o de lo que podía suceder, la revolución de la Gaiosa, la abundancia de capital que corría en las apuestas de la sierra, movieron sus propias fichas. Don Floro estaba allí. No sé si presente o por delegación. Pero estaba allí, como estaba en casi todo, también lo recuerdo, como había estado en la de Amaral, si no en persona, sí a través de la gente que había enviado para dar un escarmiento al viejo, para arrebatarle lo poco que tenía, sus tres Marías, que en la mente de Rosaura, tantos años después, seguían vivas: vivas y reventadas en medio del establo, donde las había dejado su amo, mejor muertas que entregadas. Fue Rosaura quien pidió al licenciado que llevase el recado a su hermano, la única persona que le quedaba, quién sabe si su amor de la infancia, cuyo recuerdo guardaba dentro de sí como un tesoro en medio de tanta negrura. Y el licenciado cumplió. No sin esfuerzo, no sin miedos o vacilaciones, pues no era un hombre resuelto, más bien al contrario. Pero cumplió. Eso explica el asalto de los evadidos. No tanto la actuación de la Guardia Civil. A la Guardia Civil la enviaron desde los despachos de la autoridad, o desde el despacho de don Floro, que en su ambición no se conformaba y, ante la posibilidad de perderlo todo, pensó que era mejor echar la zarpa antes de que otros le levantasen el botín. Ésa es la explicación que tengo de los acontecimientos que tratamos: mi versión, que se acerca bastante a la suya.

Mientras los guardias y la pequeña partida de Cibrán asaltaban la casa, cada uno por su cuenta, enfrentados a la noche de la montaña, sin sospechar lo que allí estaba sucediendo, Manuel Lobeiras Villaverde tomó una determinación, volvió sobre sus pasos y enfiló el camino de las rías. De Vilanova de Alba a Vigo hay unas tres horas de viaje, un poco más desde el alto de la sierra en aquella noche de lluvia cerrada. Rosaura no quería ir con él. Me lo contó ella después. El terror la tenía sobrecogida. Pero la decisión estaba tomada. El maestro la arrancó de aquella casa. Nadie hizo nada por detener a los prófugos. Allí mismo, en las avenidas, alquilaron un coche y se dirigieron primero hacia Ourense, siguieron después hasta Puebla de Sanabria, y, al día siguiente, a la capital de España. Ésa fue su huida, su Gran Escapada, igual que habría de ser la mía años después, en el 64, cuando desaparecí en los muelles de Vigo entre el pasaje del Guadalupe, rumbo a las Américas. También en este punto nuestras vidas se parecen. Nunca más habría de volver a la Tierra, Rosaura, excepto cuando vino a pedirme aquel dinero para llevar a su padre de vuelta a la Gaiosa, que quería terminar allí sus días: esa cosa de los gallegos. Tampoco yo regresaré, puede estar seguro. Cuando se me apague la vida, que siento que cada vez se va acercando más la hora, ya he dispuesto dónde tienen que dejarme: al lado de Ignacio, que con tanto respeto y tanta atención me reconcilió conmigo misma.

Así fue como Rosaura y el profesor dejaron el infierno en que vivían. Su equipaje era ligero: apenas las dos sacas del licenciado, pues por lo demás marchaban con lo puesto, con lo poco que ella pudo meter en una maleta. Al parecer no tuvieron tiempo para más, o Lobeiras no se lo dio. En una de las talegas estaban los pagarés, las cartas de compromiso de don Floro para Martín García. Sin las firmas de los amos, de poco les servirían. Pero en la otra estaba el dinero. Y nunca habían visto tanto junto, ni ella ni el enamorado. No era todo el dinero de la partida, ciertamente, pues la mayor parte estaba en la mesa del Pasamundos, pero era la gran empresa que el Perro Rabioso había conseguido reunir para levantarle la vida a los lugueses con las artes del de Boullón. Ni Manuel ni Rosaura habían tenido nunca tanto en sus manos, quizá tampoco ante sus ojos.

Por lo que ella me contó después, en Madrid se enteraron, no sin dificultades, porque estaban obligados a moverse con mucha cautela, del asalto al Pozo de la Señora y de la muerte de Cibrán. No me pregunte cómo les llegó la noticia porque no lo sé. Habían transcurrido cuatro meses desde la improvisada huida. Cuatro meses pasando por marido y mujer, pero también como cachorros acosados, primero en una pensión de la cuesta de San Vicente, subiendo desde la estación de Príncipe Pío hasta la plaza de España, luego en otras madrigueras. Como no tenían dirección fija en la capital, ni sabían ni habían pensado dónde meterse, improvisando a cada momento, y como tampoco querían dejar huellas de su huida, Lobeiras despachó al taxista en la puerta de la estación, que parece que es donde arriban todos los gallegos, y desde allí subieron a San Vicente. Y de San Vicente, cuatro o cinco días después, a otra pensión algo más apañada, un cuarto luminoso que daba a la parte de atrás de la Plaza Mayor, donde se acomodaron algún tiempo. Y después a otro lugar cerca de Atocha, hacia el final de la calle de Alcalá... Andaban de acá para allá, como quien dice, esperando no sé qué milagro que ninguno de los dos sabía en qué podía consistir, echando mano del dinero de la saca. Estas cosas las sé por Rosaura. Pero no de la primera época, de cuando nos conocimos en Maripérez, sino después, tras su regreso de la Tierra, marcada ya por la enfermedad, cuando empezó a abrir su corazón en nuestra casa. Lo sé por Rosaura y lo sé por las cartas de Manuel Lobeiras Villaverde, una vez que tuve ocasión de detenerme en ellas. Son cerca de noventa. ¡Noventa cartas! Rosaura las guardó todas: las primeras, las que recibía en el pequeño café de Vigo, y las siguientes, porque el licenciado seguía escribiendo para ella. Verdad es que no tanto como al principio, pero la pasión era la misma, o incluso más fuerte. Hay cuatro cartas fechadas en Madrid, durante aquellos días de miedo y ocultamientos, con el dinero robado, que ni siquiera dejaban la pensión por temor a perderlo: cuando salía uno, se quedaba el otro al cuidado del tesoro. Por las cartas podemos adivinar la muerte de Cibrán, aunque el licenciado nunca hablaba de estas cosas directamente. Eran cartas de amor. Quiero insistir en esto. En ellas no se habla de nada ni parece que interese nada que no sea la pasión del poeta, los ojos y las manos de la enamorada, la música de su voz, sus suspiros, la manera en que ella mira la calle a través del cristal viendo caer la nieve, el calor de unas castañas que él trae un día para calentarle las manos por temor a los sabañones, a veces también los silencios, además de príncipes antiguos, cuentos y fantasías varias. Pero son sus cartas, las que Rosaura guardó hasta el final y que yo rescaté de sus cajones privados, porque ella no quiso destruirlas. Quiero decir que pudo hacerlo. Pudo haberlas quemado cuando empezó a notar que entraba en la recta final. Pero no lo hizo. ¿Acaso para que otra persona, quizá yo, pudiese leerlas? No lo creo. Creo que lo que necesitaba era tenerlas consigo, sentirlas vivas, y que de algún modo la sobreviviesen, o que la acompañasen hasta su última parada. No sé qué grado de intimidad pudo existir entre Rosaura y aquel que ella llamaba su profesor, su maestro. Me refiero a intimidad física, que es de la que se suele hablar en estos casos. Intimidad espiritual, pienso que toda, si he de hacer caso a lo que ella dejaba entrever cuando hablaba de aquellos días, y también por la emoción de las cartas.

Hay otra que está fechada en Lisboa, poco antes de embarcar hacia América. No fue fácil el viaje desde Madrid a la capital portuguesa, por lo que parece. Tardaron bastante tiempo en decidirse, entre otras cosas porque hubo que cruzar fronteras. Nueve meses permanecieron en la capital de España, huyendo de pensión en pensión, temerosos de que alguien diese con ellos. ¡Nueve meses! Lobeiras no era un hombre valiente, pero el hecho de tener a Rosaura a su lado le daba fuerzas para sobreponerse. Arreglaron los papeles. No digo que moviesen influencias, porque no las tenían, más bien al contrario: mejor no ir por ahí. Supongo que hubo que poner dinero, tirar del fondo del saco que habían traído. Era su capital. Con dinero se puede todo, o casi todo: acercarse a la frontera de Badajoz, y desde Badajoz pasar a la villa de Elvas, por ejemplo, no como fugitivos, pero casi. La idea de América fue de ella. América... El joven Cibrán, decía, jugaba a lanzar manzanas a la presa del molino de Amaral, donde se habían criado juntos, e imaginaban que eran barcos camino de las Américas. Eligieron la república de Venezuela porque era la que más tráfico movía, o quizá la más accesible en aquel momento, no lo sé. Podían haber ido a Uruguay, a Brasil, a Argentina... Los vilanoveses están por todas partes, como usted bien sabe. Das una voz en medio de la plaza y aparecen. No se sabe de dónde salen, pero aparecen. Desde Lisboa alguien les consiguió dos pasajes para el puerto de la Guaira. Así fue como al fin llegaron, doce o trece años antes que yo: ella una rosa de primavera, él un poeta, aunque la rosa llegase apagada, que nunca sus ojos volvieron a brillar como en la presa del molino, y el poeta, que ya no era un muchacho, trajese los ánimos muy castigados. Se acomodaron durante un tiempo en la Guaira, quizá para acostumbrarse a la luz del país, a las músicas y a los aromas de la nueva tierra, y desde la Guaira subieron después hacia Caracas. Por aquel entonces el dinero ya comenzaba a escasear, nada dura eternamente, y tuvieron que buscar trabajo. Esta parte tal vez es la más conocida: Rosaura era una mujer dispuesta, aprendía rápido, y fuera de la Tierra, fuera del Infierno, deberíamos decir, recuperó el vigor que le faltaba. Lobeiras hizo lo que sabía: impartir clases particulares. No es que se le diesen muy bien aquí, pero entre los dos iban reuniendo algo, y poco a poco Rosaura descubrió que a ella también le gustaba enseñar, lo ayudaba en las clases, sobre todo cuando empezaron a faltarle fuerzas al licenciado. Este clima es duro para los que no consiguen acostumbrarse a él: estas humedades, estos calores, al parecer al hombre no le sentaban bien... Pero estaba Rosaura.

Lo del padre, don Ramiro, es de esa época. Le cuento todo esto porque la historia del Pasamundos debe quedar como lo que fue: una locura que nos descompuso a todos, pero que también recolocó algunas cosas, quizá no en el sitio en que deberían haber estado, que eso ya nunca fue posible, pero al menos en sitios distintos. Le cuento lo que ahora sé porque usted es un hombre joven y quizá merece la pena que alguien no permita que se pierda del todo lo poco que queda de aquella memoria. En los días de Madrid era más difícil, pero desde aquí las noticias iban y venían, fluían con más diligencia, una parte de los que están aquí está también allá, y viceversa: una parte de los de allá, incluso sin haber cruzado nunca los mares, sabía que estábamos aquí. Con algún dinero que ambos reunieron, y quizá con lo que quedaba del sonado trance, además de la ayuda de alguna gente de la familia que tenía el sacerdote, la que no se echó atrás, quiero decir, lograron traerlo. Después del desastre del Pasamundos, el de Boullón quedó muy afectado. No en prisión, que a tanto no se atrevieron, pero muy afectado. El arzobispo de Santiago, que al parecer andaba tras él, lo retiró de las misas. El señorío vilanovés fue en este punto implacable. Por lo que se cuenta, el cura vivía en un agujero, apartado del mundo, como un maldito. De vez en cuando, a escondidas, porque el vicio seguía maquinando en todos ellos, había alguna partida, de la que algo se aprovechaba el abad, pero nada que ver con otros tiempos. Según parece, un paisano del lugar, no sé si pariente suyo, más o menos de su misma edad, acaso compañero de antiguas romerías, lo sostuvo, tal vez por compasión, o por caridad. Su nombre no aparece en las cartas del licenciado. Ya he dicho que las cartas no hablan de estas cuestiones. Fue ella quien me lo dijo, la niña Rosaura. Se llamaba Quintín, el Tangueiro, músico de oficio, de aquellos que antaño cantaban historias por las ferias. Esos menesteres ya no existen, desaparecieron, se los llevó el tiempo, como se llevó tantas cosas, pero yo aún los recuerdo: los ciegos de los cantares. Rosaura lo recordaba de su niñez, de cuando iba de visita a la casa de la Gaiosa, junto con su padre, y parece que su padre, don Ramiro, también se acordaba de él, mucho más aquí, desde la distancia, que aviva tanto la morriña. Algo debía de haber entre los dos; alguna ley, quizás algún pecado que juntos hubiesen cometido, que también puede ser, o algún remordimiento, alguna mala conciencia. Cuando la maldición cayó sobre el abad, el Tangueiro fue el único que le dio cobijo, el único amparo que tuvo, y eso don Ramiro no lo olvidó nunca, ni Rosaura tampoco. Entonces Vilanova de Alba ya era una sombra de lo que había sido. Don Floro murió en la cama, como un señor, todavía no hace tanto tiempo de esto. Tendría noventa y siete o noventa y ocho años, qué sé yo. Los vilanoveses lo lloraron como si fuese un príncipe, patrón benefactor, agradecidos a su látigo y a sus atrocidades. Así es la justicia de los hombres, o de los que por tales se tienen, amigo mío. Del Perro Rabioso, Martín García, la Comadreja, nunca más volvió a haber noticias. Debemos suponer que lo devoró aquella Carolina. Fue Quintín quien localizó a Rosaura y quien le mandó recado de la situación del de Boullón, quizá porque él tampoco podía hacer más. La gente no olvidaba. La gente del común, la gente de los caminos y las aldeas hablaba del caso del Pasamundos como de una extraña romería, hazaña de tiempos pasados, alzamiento de antiguos capitanes, como un ajuste de cuentas entre lobos de la misma camada, como si no fuese con ellos. La gente del común se pierde con estas historias, que a veces parece que se tejen solas, como una devanadera que nos ayuda a pasar la vida, o a recordarla de otra forma. Pero los dueños del capital, los que se vieron metidos en aquella locura, no olvidaban. El de Boullón era un maldito. Incluso hubo quien dijo que el tal abad andaba repartiendo dinero por las parroquias, entre los humildes y los necesitados, cosa que enervaba aún más al señorío. Estas cosas también llegué a oírlas yo, aunque pienso que son tonterías, fantasías de los pobres, ya digo, que se consuelan de esa manera. El caso es que Rosaura supo del paradero del cura y no paró hasta que logró sacarlo de aquella miseria: a él, a su padre, como parece que la señora Antonia le confesó en su lecho de muerte, para no dejarla sola, aunque tampoco le valió de mucho. Con no pocos trabajos, y ahora sí, moviendo papeles, consiguieron traerlo, ella y Lobeiras Villaverde, que nunca le negó nada. Lo embarcaron en A Coruña, los parientes que allá tenía, y fueron a esperarlo a la Guaira: el poeta enamorado y la muchacha, entonces ya una mujer.

Tal es la historia como yo la sé y como me la contó Rosaura, y como después pude seguirla en los papeles, en las cartas del licenciado principalmente, que está enterrado junto a ella. El nicho es nuestro: de Ignacio y mío. Lo teníamos para nosotros, en el Cementerio del Sur: dos moradas gemelas. Cuando murió mi amiga, creo que tengo derecho a llamarla así, decidí que uno de los nichos fuese para ella, la muchacha de la Gaiosa, una caridad de Dios, si quiere verlo de este modo, o algo que salió de dentro de mí, porque ahora pienso que quizá parte de esta historia también es mía, y junto a ella pusimos al profesor de las pasantías, para que quedasen juntos, ya que juntos habían vivido tanto tiempo. Escribo estas líneas para que conste su existencia, porque las cosas fueron como fueron. Las escribo también porque siento que quizá no voy a tener ocasión de contarle esta otra parte de la historia personalmente, a usted, que vino a buscarla de mí, aunque no sé muy bien por qué razón, tampoco importa. Los días corren mucho más aprisa de lo que quisiéramos. Cuánto me gustaría volver a recibirlo en mi casa antes de partir, y agasajarlo con mi cafecito de la tierra, que no es la achicoria amarga de aquellos tiempos de miseria, pero sospecho que ya no será fácil. Siento no poder darle noticias de su tío Antonio. Intenté hacer averiguaciones, no piense que olvidé su encargo, pero sin resultado. Hágase a la idea de que los que hasta aquí vinimos, empujados por aquel mal aire, tampoco queríamos saber de allá. Hay cosas sobre las que es mejor no volver; es un derecho que nos corresponde y que deberíamos exigir que se nos respetase. Los silencios también hablan. Y las distancias. Y los secretos. La vida a veces nos castiga de tal manera que cualquier mirada que intentemos volver atrás se nos hace insoportable. ¿Por qué su tío iba a ser diferente? Rosaura era un arbolito tronchado. Lo troncharon muy pronto y ya no volvió a renacer, pese a su presencia, que era mucha, y pese a su dignidad, que tampoco perdió nunca. Así es como la veo yo ahora, al hablar con usted, o al escribirle, para dejar constancia de aquellos días, ciertamente llenos de furia, que nos marcaron para siempre. Una pobre muñeca rota. Tenía cincuenta y cinco años cuando vino a morir con nosotros. Cincuenta y cinco años. Aún no los había cumplido y parecía una anciana. Tendría que haberla visto. Otras veces no. Otras veces, cuando hablaba, cuando abría su corazón, parecía una niña, como si el tiempo no hubiese pasado por ella: las reinetas en el canal del molino, la memoria de Cibrán, ojos de agua, la música del acordeón... Se apagó como esas mariposas nocturnas, tan frágiles, que el viento de la noche aplasta contra el cristal de la ventana. Por eso decidimos ponerla a nuestro lado, en el nicho que teníamos para Ignacio y para mí: porque al final estaba sola, no tenía a nadie más, completamente sola, y no quisimos dejarla a la intemperie. Don Ramiro no. Don Ramiro, consumido en estos lugares, pues nunca logró acostumbrarse a ellos, quiso acabar sus días allá, y la muchacha, igual que lo había traído, se lo llevó, para cumplirle su última voluntad: que repose entre los suyos, ya que ésa era su querencia, el dogal que lo ataba a aquellos mundos, a aquellas esclavitudes, otros dirán que a aquellas grandezas, no lo sé, con los años nos volvemos mentes confusas, cachorros de la memoria, que nos vence y encadena. «¿Qué voy a hacer yo aquí?», le decía constantemente el viejo al ver próximo el fin de sus días. La hija invirtió en el viaje el último dinero que le quedaba, o que no le quedaba, porque me lo pidió a mí, a la señora de Serrano, que no quiso cerrarle la puerta y la acompañó hasta el final. Poco más sé que lo que aquí le cuento. Era una buena mujer. Sacamos los restos del licenciado del nicho común donde los tenía y los pusimos junto a ella. Allí están, por si algún día alguien se acuerda de que pasaron por esta vida, ánimas del Purgatorio, que no es otra cosa este pasar que siento que también a mí se me acaba. Quédese con la memoria de los hechos tal y como usted vino a buscarla. Las cartas del licenciado, después de leerlas, las quemé. Discúlpeme esta decisión. Pienso que ése habría sido el deseo de mi amiga, que si llegó a conservarlas hasta el final no eran para nosotros, sino para sentir que, a pesar de todo, en medio de tanta calamidad y de tanta agonía, un hálito de amor también le tocó a ella.

Hasta aquí los papeles de la señora Amalia, no sé si memoria o carta, que dejó para el narrador antes de morir. Lástima que no pudiésemos mantener una tercera entrevista. Sospecho que, a pesar de su discurso distanciado y aparentemente objetivo, ella también llevaba el dogal alrededor del corazón, o alrededor del cuello, como le gustaba decir, apretado y recio, a veces asfixiante, que no la dejaba respirar, y se desahogó conmigo. Quizá porque podía ser su hijo, o su nieto. Quizá porque precisaba un espejo distinto en que mirarse, consciente de que también en su caso la puerta se cerraba. Hasta aquí la memoria de los hechos tal como los recoge el cantar y tal como después, con mi testigo venezolana, pude ir recomponiendo. No volví por la casa. Nunca más volví a saber tampoco de Engracia, que seguramente acabó vendiendo el piso que la señora le había dejado. Qué iba a hacer ella en un espacio tan grande, una mujer sola. Leí los papeles en el hotel y al día siguiente busqué un vuelo que me devolviese a la Tierra. De entonces fue mi visita a la de Quintín de Borela, a mi vuelta de Caracas, para ver si había algo más que el relato mereciese. Me costó dar con el lugar, con su memoria, quiero decir, pues el viejo contador de historias hacía tiempo que también había fallecido. Su hija había dejado la aldea y vivía hacia la parte que llaman de Salcedo, que es una vega fértil, de mucha huerta, hoy casi incorporada a la capital. Me contó que había trabajado algún tiempo en la administración, trabajos auxiliares, pero que ya estaba jubilada, aunque le tiraba la tierra: lechugas y legumbres de casa, que le recordaban los días de la niñez. Rondaría los setenta, bien entrados. Soltera, sin hijos y sin más parientes, ni directos ni indirectos. Poco más conseguí sacarle. Si acaso un cierto interés mío por volver al lugar de la Camposa, al pie del Almofrei, donde bastantes años antes había asistido con mi hermano al velatorio del viejo don Ramiro, tendido en el ataúd, de cuerpo presente, y donde por primera vez había oído narrar la historia del suceso del Pasamundos y la partida de cartas donde Pancho Cibrán había perdido la vida. Pero no me secundó. La hija de Quintín, el hombre que había acogido al de Boullón, Siete al Caballo, en los días difíciles de la Gaiosa, después de los sucesos del Pozo de la Señora, no estaba por remover viejas historias.

-Mejor dejarlas ir -insistió mientras se secaba las manos en el mandil, después de ponerme una copa de aguardiente en la mesa. Aunque añadió-: De la casa de Amaral no queda nada, únicamente piedras y zarzas, y quizá ni eso. Era una buena casa. Casa de señores. Pero nadie la reclamó nunca y ya no queda nadie que vaya a reclamarla. Esa agua ya no mueve molino. Sé que durante algún tiempo mi padre siguió subiendo a la Gaiosa, porque supongo que para él había aún cosas que velar, fantasmas que andan en la memoria, ya sabe, y él era un hombre apegado a sus fantasmas, como todos, pero después de enterrar al señor abad, después de que lo trajera su hija de Venezuela, porque dijo que no quería terminar allá sus días, ya no había nada, ya nada quedaba allí, y tampoco creo que a nadie le interesen ahora aquellos cuentos, poca cosa para nosotros, aunque hayan sido dolorosos para ellos, que padecieron aquellas calamidades.

Igual que a mucha de nuestra gente, una cortina de niebla empañaba sus recuerdos, que tampoco ella quería avivar. Cierro los ojos y parece que todavía lo tengo ante mí, al viejo Quintín, envuelto en su zamarra de pana, la boina entre las manos, acomodado tras la mesa de la cocina, mientras la gente velaba al sacerdote tumbado en el ataúd del cuarto contiguo, mi madre siguiendo el rosario con el resto de las mujeres. Cierro los ojos y la veo también a ella, la Americana, sentada al fondo de la casa, al pie de la lumbre. Corren las copas de aguardiente, la lluvia encharca los caminos y las historias despiden el alma del difunto. Las cosas existen porque las recordamos, que es la manera que tenemos de sobrevivir a nuestra propia muerte. Tal fue la agitación que provocó en mí la noche de la Camposa, cuando el de Borela destapó de pronto el relato de los sucesos que acabo de reconstruir. Quizá el cantar sabe más. Pero yo no he querido dar cuenta de otras músicas. Sobre el puente de Santiago, con sus catorce arcos de medio punto sobre las junqueras del Alba y otras tantas conchas de piedra labrada en sus tajamares, dicen que el rey Alfonso mandó firmar la paz con Portugal en la guerra de los antiguos reinos. Pero estas cosas ya nadie las recuerda. ¿Para qué? De cuanto fue o les aconteció a los vilanoveses antes y después de desenterrar la carta de San Vicente Mártir, tampoco. Poco más queda por decir. Tío Antonio levantó el campo cuando todavía pudo hacerlo. Su hermano Saturno arrastraba la pierna por los malecones. Fuco Fariña debe de andar todavía por la raya de Portugal, reorganizando las partidas. La abuela Elvira pasó un montón de años sentada a la puerta de su casa, viendo correr el agua entre las junqueras. Recuerdo su mirada clara, casi líquida, fuera del mundo de los vivos ella también. La vida pasa por las cosas, por la memoria de los hechos y por las criaturas que los padecieron. Lo que antaño fue furia y desolación, herida y castigo, materia ponzoñosa que llena de peste el mundo, el bálsamo del tiempo lo cicatriza, no sé si cura, en cualquier caso lo adormece, la mayor parte de las veces para siempre.

O Cabo, Brión, 24-25 de agosto de 2010