6
Como si acabaran de salir del colegio, los chicos rompieron la formación y avanzaron en tropel hacia el submarino. Yo fui arrastrada por la manada, contenta de que me ignorasen durante un rato, perdida en la muchedumbre. Albemarle gritaba:
—¡Eh! ¡Eh, esperad! —Pero no nos detuvimos todos hasta que dio comienzo el tiroteo.
Una ráfaga de disparos de armas automáticas surgió de los alrededores del submarino. Yo no alcanzaba a ver demasiado, atrapada en el repentino choque en cadena, pero pude oír el bramido de una voz amplificada: «¡Alto! Están en una zona restringida. Estamos autorizados a emplear la fuerza y no dudaremos en hacerlo a menos que desistan ahora mismo. Abandonen de inmediato». Mientras la voz hablaba, un deslumbrante foco surcaba la neblina rastreándonos, como un chiquillo que revuelve entre las hormigas con un palo.
La gente se replegó tras el Sallie o se ocultó en las sombras entre los cilindros oxidados. Mientras yo me refugiaba en aquellas trincheras entre docenas de chicos que olían a grasa, perdí el contacto con Cowper. El grupo comenzó a proferir un aluvión de insultos y quejas, lo que me hizo creer que se había perdido toda esperanza. Entonces se volvieron hacia mí:
—¡Tú y ese estúpido viejo! ¡Tendríamos que haber sabido que era un mentiroso de mierda! ¿Qué vamos a hacer ahora? ¿Dejar que los marines nos frían el culo?
De pronto me estaban zarandeando, pasándome de mano en mano para sacarme de nuestro escondite y dejarme bajo el intimidatorio brillo del reflector.
Entonces me quedé sola en la carretera, sintiéndome muy pequeña junto a las múltiples ruedas del remolque del Sallie. Se me había caído uno de mis zapatos y, a través de mis finas medias, inevitablemente notaba el frío y tosco macadán. La luz del foco estaba caliente. En un torbellino de sentimientos heridos, me protegí los ojos y eché a caminar hacia él. De acuerdo, pensé, como si hubiese perdido la razón. Me sentía bien dejándome ir. Las lágrimas me caían por las mejillas y apuré el paso cada vez más, consciente únicamente de mis propios pies y de la achicharrante luz semejante a la del mediodía. Una música orquestal in crescendo parecía acompañarme, como si fuese a romper a cantar una espectacular canción de Broadway.
De repente, alguien me cogió por los aires y me apartó de la luz. Mientras caímos al suelo, tuve una extraña e intensa sensación de que era Papá Noel quien me estaba placando. Entonces recobré el sentido común, y me di cuenta de que era únicamente el disfraz acolchado lo que me había recordado a Papá Noel: era el chico vestido de ardilla (como si eso fuese menos raro). Por encima de su hombro peludo, pude ver las hileras de enormes ruedas avanzando pesadamente, tan cerca que podía tocarlas.
—Lo siento —dijo, tratando de recuperar el aliento—. Jesús, ¿estás bien?
Me escocía la mejilla porque me la había raspado contra el suelo. No estaba segura de lo que acababa de ocurrir, pero cuando el Sallie terminó de pasar, vi la cabeza de la ardilla aplastada en medio de la carretera. Me senté y dije:
—¿Acabas de disculparte por salvarme la vida?
—Ah, lo siento… Quiero decir… —Antes de que pudiese seguir hablando, una ensordecedora ráfaga de fuego automático estalló en la orilla, y él se arrojó sobre mí gritando—: ¡Agáchate!
Pero no nos disparaban a nosotros. Le disparaban al Sallie, que seguía avanzando. Reluciente bajo el foco como una monstruosa cochinilla, el inmenso camión maniobraba zigzagueando hacia el submarino, donde se distinguían unas figuras con chalecos naranjas que corrían para ponerse a cubierto. Los disparos procedían de un Humvee blanco aparcado a un lado del muelle, que dos hombres con cascos de Darth Vader utilizaban para apoyar sus armas. Como si de dos surtidores se tratase, de ellos manaban dos brillantes chorros de munición que excavaban pústulas de níquel por todo el vehículo y dejaban postimágenes rojas flotando en el aire.
El cuerpo del muchacho se estremecía con cada descarga.
—Está bien, está bien —decía, más para sí mismo que para mí.
Se trataba de un chico corpulento y fuerte que necesitaba un afeitado, pero incluso sin su máscara, tenía un aire de ardilla que me provocaba ganas de acariciarlo y decirle: «Ya está, ya está». A pesar de todo el ruido, yo estaba extrañamente tranquila y no fui capaz de apartarme de la acción, a pesar de que temía que en cualquier momento una bala perdida me atravesara el ojo.
Aquello no se detenía. En el último segundo, los soldados dejaron de disparar y se retiraron a la pasarela del submarino. Su Humvee desapareció de nuestra vista cuando la colosal cabeza tractora se enfrentó con él y lo tiró del embarcadero con un estruendo metálico. El Sallie continuó y golpeó la base giratoria de la pasarela, lo que combó el estrecho arco como si fuese un juego de construcción e hizo caer a los guardias, que desaparecieron de nuestro campo de visión. La máquina siguió adelante, sobresaliendo cada vez más y constituyendo, así, su propio puente hacia el submarino. Aguanté la respiración por la inminente y catastrófica caída (patrulla pene), pero el Sallie se detuvo allí, con la mitad de sus ruedas suspendidas en el aire. El foco del submarino siguió apuntando a aquel precario objeto, como si lo contemplase con incredulidad.
Una voz surgió del equipo del disc-jockey, que seguía sobre el Sallie.
—Aquí el comandante Fred Cowper solicitando permiso para subir a bordo.
Un hombre emergió de la indemne cabina trasera del Sallie sosteniendo un micrófono inalámbrico. Vestía un espectacular uniforme militar de color blanco con charreteras negras y doradas y un montón de medallas sobre el bolsillo del pecho. A pesar de la niebla, la distancia y su nueva y magistral vestimenta, al momento me di cuenta de que se trataba de Cowper. Era normal que hubiera estado a punto de atropellarme; conducía marcha atrás. Asombrada, aparté al chico y me puse en pie. Los demás salían de sus escondites por cientos, igual de desconcertados y murmurando en la oscuridad.
El altavoz del submarino respondió:
—Fred, aquí el comandante Coombs. Creo que no has pensado lo que estás haciendo, pero en mi manual esto es traición. Estás interfiriendo con operaciones navales críticas.
Cowper dijo:
—Harvey, este no era mi plan original, pero estoy intentando optimizar al máximo una mala situación. Este es el trato: permitid que toda esta gente y yo subamos a bordo y luego dejadnos en tierra, en algún lugar medianamente seguro. A cambio, nosotros nos ganaremos nuestra plaza a bordo; sé que estáis faltos de manos. Estos chicos harán cualquier cosa que se les ordene y, además, tenemos una tripulación de viejos pelmazos con sus delfines, que se mueren por volver a coger un timón. Eh, y yo me realistaré. ¿Dónde vais a encontrar a otro tipo con mi experiencia?
—Yo no acepto extorsiones, hijo de puta senil —dijo Coombs.
—¿Qué extorsión? Es un gesto humanitario, por no mencionar el mantener la fe en esta gente… y en mí, ya que estamos. Sandoval nos lo prometió. Háblalo con él si no te gusta. El muy cabrón está ahí, ¿verdad?
—De hecho, ya debería haber llegado. No me sorprendería enterarme de que tú y tu turba lo habéis matado.
—Estoy tratando de salvar vidas, gilipollas arrogante, pero si no nos dejas subir a bordo ahora mismo, voy a echarte el Sallie encima y hundiré todo el tinglado. No tenemos nada que perder. —Cowper volvió a entrar en la pequeña cabina de cristal y puso en marcha el motor. Entonces nos anunció—: ¡Todos a bordo! ¡No corráis! Embarcad de forma ordenada. La tripulación os conducirá abajo… o adonde sea.
Ya nos estábamos moviendo. Tras los primeros pasos vacilantes, los chicos pasaron en estampida, demasiado apresurados para hacérmelo pasar mal. Pude observar que la pasarela derrumbada no frenó a nadie; al parecer, era sencillo saltar desde el borde hasta las maderas forradas de guano que había a lo largo del submarino y, de allí, a la popa, donde habían atravesado una tabla. Me limité a dejarme llevar. Todos los demás tenían prisa a causa de su instinto de supervivencia, pero yo me sentía apática y totalmente fuera de todo aquello.
Luchando contra mi malestar, traté de mezclarme con el resto mientras esperaba a Cowper manteniéndome cerca de Albemarle y los demás hombres que pastoreaban a los rezagados. Abajo, vi cómo los dos marines que habían caído al agua eran pescados por la tripulación del submarino. Ambos guardias parecían alterados, pero estaban vivos. Otros marineros ayudaban a los chicos a atravesar aquel trecho de agua oscura. No parecían especialmente resentidos con nosotros, lo que me pareció reconfortante.
Fue una sorpresa que algunos de ellos, de repente, apuntasen con sus armas a tierra y empezasen a disparar. Éramos un blanco seguro.
Los disparos causaron gritos de terror y todo el mundo se tiró al suelo. No, me di cuenta de que algunos no se agachaban, no se detenían, sino que simplemente continuaban adelante con una furia enloquecida. No parecían estar bien. Era a ellos a quienes disparaban los marines. Había gente azul entre nosotros, y muchos más descendiendo colina abajo.
Ex. Xombis.
No todo el mundo tardó tanto en caer en la cuenta como yo. Albemarle y los otros hombres ya habían formado una línea defensiva en la parte trasera del grupo y blandían martillos grandes como los que se utilizan para cincelar. Luego me enteraría de que formaban parte de la equipación reglamentaria de la planta.
—¡Que no cunda el pánico! —gritaban—. ¡Seguid avanzando!
Cuando una criatura sin piel y vestida con ropajes de seguridad quemados atravesó la niebla, todos levantaron sus martillos como Thor y lo aplastaron de un golpe. El problema fue que no se quedó en el suelo, sino que rebotó en el pavimento como un hombre de jengibre abollado.
—¡Es Reynolds! —gritó alguien.
—Si él es Reynolds, vosotros sois tachones de carretera —gritó Albemarle atacando de nuevo con su arma.
Más monstruos arremetían contra nosotros, hábiles como acróbatas. Mantenerlos alejados requería una operación tipo cadena de montaje con un ataque constante de martillos voladores, pero nuestra ventaja de uno contra cien se socavaba rápidamente. En algunas zonas, la línea empezó a quebrarse en torbellinos de lucha mano a mano. Para los chicos de delante, que se tomaban su tiempo en subirse tranquilamente al submarino, aquello debía de parecer unos ligeros disturbios en un concierto de rock más que una desesperada batalla perdida, pero quienes estábamos allí atrás notábamos el aliento de la muerte en la nuca. Los combates medievales y los simulacros de incendio escolares se convertían en una sola cosa.
De repente, Cowper estaba a mi lado, espléndido en su uniforme blanco.
—¡No dejes que te pisoteen! —me gritaba—. ¡Lo conseguiremos!
—¿Cómo has conseguido cambiarte de ropa? —le pregunté.
—Siempre vengo preparado.
—No cabemos todos en ese submarino.
—Claro que cabemos —dijo él—. ¿Ves esos cilindros grandes junto a la carretera? Antes albergaban misiles balísticos, pero se sacaron para dejar sitio a los misiles de crucero y a los equipos SEAL.[5] Esa sustitución se pospuso indefinidamente, lo que deja un gran espacio vacío dentro del compartimento del misil. Ya lo verás. No te preocupes.
Ojalá estuviese más convencido de lo que quería parecer.
Mientras los tripulantes del submarino ayudaban a los últimos a embarcar entre furiosos gritos de «¡No interrumpáis el paso! ¡Venga, abajo! ¡Moved el culo!», el tiroteo arreció y me impresionó ver cuántos xombis eran masacrados en tierra. Aun así, empezaban a superarnos en número. Los cartuchos gastados tintineaban contra los laterales del submarino como monedas de una máquina tragaperras, y el agua helada me salpicó cuando los demonios acribillados de balas se arrojaron del borde del muelle para caer en las profundidades bajo el embarcadero. Enseguida el agua se llenó de cuerpos que se sacudían.
Después de que una hilera de tripulantes me pasasen de unos a otros como si fuese un cubo de agua en manos de una brigada de extinción de incendios, por fin llegué a la cubierta en forma de pasarela del submarino, que estaba atestada de refugiados que se arremolinaban. Sobre nosotros se alzaba la gigantesca cruz negra que el submarino tenía como torre de mando, un Gólgota de acero que atraía a los peregrinos a su salvación.
Mientras esperaba mi turno para bajar, recé.