7
No nos dejaban bajar.
—¡Las escotillas deben estar despejadas! —gritó alguien a la cabeza de la multitud—. ¡El personal del buque debe tener libre acceso o no podremos cerrar! ¡Haced sitio!
Esto propició un aluvión de protestas y súplicas, pero estábamos demasiado apiñados para montar disturbios y, en cualquier caso, solo los chicos que estaban lo bastante cerca para ver las escotillas pusieron objeciones; el resto sabíamos que no íbamos a bajar enseguida. El submarino medía cientos de metros y los xombis se nos echaban encima.
Observamos con impotencia cómo se extendían por el muelle y buscaban la mejor forma de atravesarlo y saltar como grotescos piratas hasta la popa. La retaguardia, liderada por Albemarle, iba en disminución y hacía lo posible por alejarlos, pero mantener el equilibrio allí era dificilísimo: aquello era una rampa resbaladiza hacia el mar. Los hombres caían por docenas, y sonrientes monstruosidades los sujetaban con sus mortíferas garras hasta hacerlos desaparecer. Cada pérdida provocaba un nuevo coro de lamentos. Cowper estaba allí, y me provocaba pavor que llegara el momento en que lo viese forcejeando por su vida o tragado por el agua.
En algún momento el tiroteo cesó, y oí que la gente decía:
—Se han quedado sin munición.
Tan pronto como este rumor se difundió por la multitud, se produjo una conmoción en el frente.
—¿Qué está pasando? —pregunté, mientras los chicos que me rodeaban estiraban el cuello como locos para ver algo.
Un niño que tenía cerca, obeso y con cara de Buda, respondió:
—Toda la tripulación ha bajado.
—Puede que vayan por más balas —sugerí yo.
—Han cerrado las escotillas.
Un peso angustioso parecía quitarnos el aire.
—Bueno, se acabó —alguien dijo con serenidad—. Estamos muertos.
—Han jugado con nosotros —admitió otro chico.
—Nos dejan subir al barco, esperan a que estemos bien acorralados y nos dejan fuera. Lo único que tienen que hacer es esperar que los putos exoides hagan el resto.
—Mierda, tío.
Yo no sabía qué creer y tampoco estaba segura de que ellos lo supieran.
—No saquemos conclusiones precipitadas —dije de forma estridente—. No sabemos qué están haciendo ahí abajo.
—Cállate. Tienen comida, tienen agua, tienen oxígeno, tienen electricidad. Lo más probable es que estén cómodamente sentados.
No todo el mundo se lo tomaba con la misma estoicidad que este grupo de muchachos. En otros lugares de la cubierta, se podía oír la oleada de pánico: un centenar de variaciones del estribillo «¡No nos pueden dejar aquí fuera!».
Un chico de mirada salvaje y con una redecilla en el pelo se volvió hacia mí y dijo:
—Todo esto es culpa tuya.
—Dios, cállate —gruñí.
—Si tú no hubieras venido, nada de esto habría pasado.
—Eres tan estúpido…
Todos me rodearon como si fueran salvajes hostiles, y sus brazos mugrientos se abalanzaron sobre mis brazos, mi pelo, mi cuello.
Totalmente exhausta, no era capaz de pensar en nada que decir o hacer. El tiempo se detuvo, y todo se congeló en un extraño cuadro, temblando como una película enredada en un viejo proyector. Un momento. Vibración. La cubierta estaba vibrando. El agua bullía alrededor del timón. De un extremo al otro del submarino emergió una ovación desesperada, desaliñada.
Nos estábamos moviendo.
Era una enfermiza carrera contrarreloj. El enorme submarino parecía no zarpar nunca, mientras que los ex invadían con gran rapidez la parte baja de la popa. Allí abajo era como una licuadora gigante. Cuando la hélice se puso en marcha, hubo una retirada general hacia el cable de seguridad, pero el enemigo (la mayoría hombres, todo hay que decirlo) no tenía tantos escrúpulos. Seguían saltando hacia la resbaladiza superficie en tropel, sin que les importara ser absorbidos bajo la nave, y estaban liquidando a nuestra retaguardia.
Sin embargo, la sensación de que nos movíamos, las renovadas esperanzas de huida, parecían dar fuerzas a nuestros defensores. Contraatacaban con increíble fervor, sacrificándose con tal de no permitir que el enemigo abriese una brecha en sus líneas.
Observé cómo un xombi agarraba a alguien por el cuello y lo envolvía como una pitón, lo que le impedía deshacerse de él. Vi a muchos hombres arrojarse por voluntad propia al mar, con sus atacantes enganchados, ya que preferían hacer eso antes que arriesgarse a formar parte de las filas enemigas. Entonces, por fin me di cuenta de que lo que estaba en juego no era morir, sino pasar a ser un ex. Ellos no querían matar, sino multiplicarse. Nos codiciaban. Para ellos, el estrangulamiento era un acto de procreación; incluso tenían una especie de beso profundo que sugería una perversa y escabrosa ternura hacia la víctima estrangulada. Era espantoso ver aquello.
El submarino empezó a moverse rascando glacialmente el muelle. Estábamos llevando a cabo la huida más lenta de todos los tiempos. Mientras pasábamos junto a la sobrecogedora cabeza del Sallie, tuve una visión privilegiada de sus hileras de neumáticos destrozados, de los cristales de la cabina estallados y del emblema profundamente marcado, «Sallie». La idea de Cowper regresando a aquella tormenta de fuego me hizo sacudir la cabeza con incredulidad. ¿Mi madre habría conocido aquel aspecto de él? Nunca me había contado nada que explicase su feroz atracción por ese hombre… o que la excusase. Lo vi allí abajo, sustituyendo a alguien con su martillo, y sentí algo que no se parecía a ninguna emoción que hubiese experimentado nunca: una cruda amalgama de anhelo y sobrecogimiento. Amor. ¿Realmente era mi padre? Por primera vez, deseaba que lo fuese. Necesitaba desesperadamente que lo fuese.
Mi ensueño fue interrumpido por gritos de «¡Mirad!» y dedos que señalaban a tierra. Al principio no veía nada en la penumbra, pero entonces vislumbré una peculiar forma blanca que atravesaba la hierba y emitía un leve chirrido eléctrico. ¡Un carrito de golf! Bajaba hacia nosotros a toda velocidad, más rápido de lo que yo pensaba que los carritos de golf podían ir, y derrapó hasta detenerse junto al Sallie.
—¡Por el amor de Dios! —dijo Albemarle desde abajo—. ¡Es Jim Sandoval!
Los ex del embarcadero corrieron hacia el elegante conductor, que trepó al remolque del Sallie en busca de un punto de apoyo. Ellos lo siguieron y él corrió hacia el extremo delantero, que flotaba en el aire, con su calva cabeza brillando bajo el foco. Acorralado, no dudó en utilizar su impulso para saltar por encima del agua hacia la multitud que formábamos; debía de haber más de cinco metros. Derribó a la gente como si fueran bolos. Antes de que pudiéramos enterarnos de si alguien había resultado herido por este acto desesperado, nos distrajo un estruendo procedente de la orilla: miles de ruidosos pasos. Nos quedamos en silencio, escuchando.
Venían. El brumoso vacío se llenó de ellos, como una plaga bíblica (o tal vez extras de una epopeya bíblica) que corría con silenciosa desesperación.
—Xombirama —dijo un chico con demasiados pírsines, sobrecogido.
El miedo invadió toda la cubierta mientras aquellas hordas inhumanas, aquella maratón nocturna recorría el prado en dirección al muelle en una avalancha de brazos y piernas azules que se sacudían. La gente se armó de valor para el trágico final, pero tan atroz como parecía el enemigo, su número únicamente sirvió para atascar el ya precario paso a la popa y una gran cantidad de ellos sencillamente acabó en la estela de la hélice. Al principio también resultaban alarmantes las espasmódicas multitudes que se apiñaban sobre el Sallie, aquellos cuerpos que desbordaban como si de una presa se tratara… Pero llegaban demasiado tarde: el salto de Sandoval había sido afortunado. El submarino se había apartado justo entonces del radio de salto y aquellos seres desnudos se estrellaban contra el lateral de la embarcación y, sin sufrir daño alguno, resbalaban como una grumosa catarata y se amontonaban en la línea de flotación, donde intentaban aferrarse al casco que pasaba.
Realmente, empezaba a dar la impresión de que lo único que teníamos que temer era al puñado de ex que ya estaban a bordo (que, desde luego, ya era algo suficientemente malo). Pero entonces el Sallie comenzó a volcar sobre nosotros.
—¡Aaah! —exclamó la gente, al ver la plataforma tambaleándose por el peso de los cuerpos. Si no hubiesen seguido cayendo como lemmings, ya habría volcado. Se me puso el corazón en un puño y traté de alentar al submarino para que se moviera más deprisa:
—Vamos, vamos, vamos…
Por qué poco. Cuando la gran aleta del timón quedó a la altura del Sallie, el enorme vehículo se inclinó hasta pasar el punto sin retorno. Se oían crujidos que sonaban como disparos mientras la plataforma se doblaba y las ruedas traseras se levantaban. Todos nosotros proferimos gritos de pavor cuando el extremo delantero de aquella cosa se sumergió en el agua, pero sin llegar a caerse, pues los ejes de los neumáticos se aferraron al borde hasta el último instante posible, hasta que el vehículo estuvo tan increíblemente empinado que el equipo de sonido que llevaba en la zona trasera se cayó en picado remolque abajo.
—¡Va a golpear la hélice, va a golpear la hélice! —decía alguien.
El Sallie cayó por fin.
Fue una caída ruidosa; cada una de sus nueve hileras de ruedas golpeó primero contra el borde de hormigón y luego contra el muelle más bajo de madera: ¡Pupumpupumpupumpupum! La enorme hélice debió de quedar liberada mientras el tráiler caía, porque el rotundo y fatal golpe que todos esperábamos conteniendo la respiración nunca llegó. Lo que sucedió ya fue aterrador: un montón de agua engulló la popa y se llevó por delante a muchos ex, pero también a filas enteras de hombres. Algunos de ellos escaparon de la hélice y se quedaron flotando en nuestra estela. Podíamos oírlos gritar en la oscuridad.
No muchos de nosotros teníamos energía para sentirnos avergonzados. No veía si Cowper seguía a bordo o no y, por el momento, no quería saberlo. Unos cuantos niños histéricos se estaban conteniendo. Yo lo comprendía: en aquel momento mi mayor miedo era que alguien me incluyese en su compasión, que entorpeciese nuestra huida. Habría estado encantada de matar a alguien así, aunque ya estuviésemos a salvo y fuera del alcance de la masa de ex.
Pero no había nada de lo que preocuparse. La embarcación no se detuvo.