13
Después de cuatro días navegando lentamente por la superficie, por fin nos sumergimos. La climatología había ido mejorando ligeramente cada día y el mar estaba completamente calmo. En mi furtivo fisgoneo me había enterado de que estábamos cerca de Newfoundland, en las inmediaciones de un lugar llamado Hibernia, y de que había mucho hielo en el mar. El peligro que suponían los icebergs fue el motivo de la inmersión aunque, cada día que pasaba, la tripulación también se volvía cada vez más paranoica respecto a embarcaciones hostiles.
Aunque tenía conocimiento de la maniobra (y había compartido la información con mi pequeño círculo de confidentes), no estaba preparada para ello cuando ocurrió. Fue en plena «noche», es decir, en el tiempo en el que se había acordado que todos los ocupantes de la habitación grande tenían que intentar dormir. En realidad, fuera era de noche, pero fácilmente podríamos haber estado en cualquier otro lugar del planeta en el que fuese mediodía; los relojes no se cambiaban en función de las distintas zonas horarias. Todo ello significaba que las noches a bordo se marcaban con iluminación roja de cuarto oscuro en algunas zonas, lo cual resultaba más perturbador que relajante. Nunca estaba verdaderamente oscuro. Los camarotes de la tripulación tenían cortinas, pero nosotros dormíamos de forma irregular en nuestra sala de estar siempre iluminada, como pasajeros abandonados a su suerte en un aeropuerto.
Al menos, el ruido no era un problema: se habían gastado miles de millones para insonorizar el barco. Literalmente, no había dos piezas metálicas que no estuvieran separadas por una arandela de goma, y todo el lugar estaba acolchado como un manicomio. Todas las tuberías y conductos pendían de un puntal amortiguado, y las propias cubiertas flotaban sobre protecciones insertadas en el casco. El resultado global de todo eso era que en los espacios superiores era posible oír el chapoteo del mar y, dependiendo de adónde fueras, podías oír sonidos silenciados de refrigeración, calefacción, fontanería, electrónica, ventilación, el zumbido más profundo de las poderosas fuerzas ocultas en la popa y, ocasionalmente, un timbre o los altavoces; pero normalmente eran ruidos de los que se vuelven subliminales. Por eso, el anuncio del capitán a media noche me cogió por sorpresa.
—A todos los tripulantes: nos encontramos en estado de inmersión. Inicien la inmersión.
Sonó una alarma ensordecedora y todo el mundo se despertó.
—¿Qué coño es eso? —gritó Tyrell.
—Ay, Dios, ¿qué es eso? —chilló otra voz.
Los peores sonidos posibles que puede provocar un submarino (inmensas cataratas y ráfagas de aire expulsado) amortiguaron mi voz mientras gritaba:
—¡Nos estamos sumergiendo! ¡Solo nos estamos sumergiendo! —El corazón se me agitaba como un pájaro pinzón en una jaula.
Notamos una aterradora sensación de que las olas se cernían sobre nosotros, de estar descendiendo por un pozo a un río subterráneo. Los minutos se hicieron eternos mientras se corría la voz de lo que estaba sucediendo y, entonces, todo el mundo se quedó quieto guardando un ansioso silencio, con los ojos muy abiertos y mirando hacia arriba, como encomendándose a los santos de pinturas religiosas.
En lugar de una vertiginosa y precipitada caída en picado hacia las profundidades, se produjo una extraña sensación de estabilidad, como si las cosas se volvieran muy pesadas e inmóviles.
—¿Ya está? —pregunté.
Julian respondió:
—Espera…
Espeluznantes ruidos propios de una casa encantada resonaron a través del casco.
—Seguimos bajando —dijo.
—Ay, Dios mío.
—Tú espera…
Los terribles sonidos empezaron a apagarse. Mientras descendíamos lentamente, se produjo un despertar general, como si hubiésemos pasado los últimos días inmersos en una especie de horroroso delirio, como si fuéramos adictos con el síndrome de abstinencia limpios de repente. Las personas que estaban demasiado mareadas como para beber o moverse, y que se habían deshidratado peligrosamente, se levantaban maravillados como peregrinos en Lourdes. El suelo estaba quieto. Nos miramos unos a otros con creciente euforia: fuera lo que fuera en lo que navegábamos antes, no era un submarino. ¡Aquello era un submarino!
Coombs habló por los altavoces:
—Damas y caballeros, nuestra profundidad de crucero es de cien metros. Lamento cualquier turbulencia que hayáis podido sufrir. Por si alguien se lo pregunta, nos hemos sumergido debido al hielo que rodea la isla de Newfoundland. La ciudad canadiense más oriental, Saint John, está a tan solo catorce millas y parece habitada; es decir, hemos divisado luces en esa dirección justo antes de la inmersión. Quiero que todos los pasajeros civiles sepan que he estado perfectamente informado de la difícil situación por la que están pasando y lo que me gustaría hacer es ofrecer la oportunidad de bajar a tierra a todo aquel que lo desee.
La multitud se alborotó ante aquella bomba. Algunos incluso arrancaron en sollozos.
—Hay muchas posibilidades de que esta parte de Canadá no esté demasiado afectada por el agente X: es una isla, es remota, es muy fría y no habrá demasiados refugiados que hayan llegado por mar, porque el puerto está helado. Se mostrarán dispuestos a acoger a unos cuantos huéspedes. Tengo que deciros que, por motivos de seguridad, emergeremos a la superficie bajo el abrigo de la oscuridad en menos de dos horas desde ahora y no permaneceremos demasiado tiempo en la superficie. No sabemos cómo reaccionarán las fuerzas de defensa canadienses al hecho de tener un submarino nuclear en su puerta, pero no pretendo averiguarlo. Como ninguno de vosotros está realmente preparado para el tiempo, aquellos que bajéis a tierra deberéis llevar las mantas de la Marina que se os repartieron. Estas deberían bastar para protegeros del viento hasta que lleguéis a un refugio. Cualquiera que desembarque sin un familiar o tutor deberá notificárselo a la oficial de enlace de la juventud para que os pueda asignar un número. Este número determinará el orden en el que saldréis de la escotilla, así que recordadlo.
Los chicos se abalanzaron sobre mí revolucionados. Tuve que improvisar una lista de turnos sobre la marcha.
Finalmente, Coombs dijo:
—Para aquellos que escojáis permanecer a bordo, no puedo prometeros nada. Con menos gente, la comida se podrá estirar un poco más, pero seguirá racionándose con prudencia. No puedo comunicaros nuestro destino, pero sí deciros que podría no ser tan agradable como este. Por ese motivo, os dejo la decisión a vosotros. Eso es todo.
Parecía que todo el mundo quería salir de allí. En veinte minutos había asignado números a más de trescientos chicos, tres cuartas partes de los jóvenes. Muchos de ellos habían estado enfermos todo el rato y estaban tan ansiosos por marcharse que tartamudeaban de la emoción. Su nerviosismo sofocaba cualquier duda que otros pudieran albergar y nos hacía sentir idiotas a los demás por no tenerlo claro.
Mientras inscribía a Tyrell, bromeé:
—¡Oh, no! ¡Pero si justo ahora se estaba poniendo divertida la cosa!
—Sí, vamos a echar de menos jugarnos a los chinos quién lo pasa peor. ¡Mierda!
El viejo Banks, de pie junto a su hijo, me preguntó:
—Vendrás con nosotros, ¿verdad? —Me conmovió su aspecto preocupado—. Debes hacerlo, por supuesto.
—No lo sé… Para mí es diferente —dije.
—Ven con nosotros —insistió—. Por favor. Este es el barco de la muerte; no es un lugar adecuado para niños.
—Me lo voy a pensar. Tengo que pensármelo. —A punto de ceder ante la intensidad de la súplica, dije—: Lo prometo.
Tyrell hizo que me perdiera en una especie de choque de manos fraternal, y dijo:
—Que te vaya mal, tía. Y cuida de ese tal Hector.
—Ah, sí —dije, riéndome.
—No jodas. —Mientras se alejaba, me gritó—: No te hagas la sorprendida cuando él os convierta a todos en unos raritos. —Dijo aquello en su habitual tono jocoso, con un cierto aire de numerito al final. Era más bien una frase estrafalaria de las que hubiera dicho Jake, pero yo estaba demasiado ocupada para pensar en eso.
Cuando lo más gordo hubo terminado, Hector se acercó a mí. Estaba tan acostumbrada a ver aquel disfraz que apenas me resultaba raro ya. Él intentaba parecer alegre, pero su expresión estaba como sujeta con alfileres.
—¿Te vas? —me preguntó.
—No lo sé —respondí sinceramente—. Al principio quería, solo porque no aguantaba estar encerrada con todos estos tíos, pero ahora… —Levanté la lista de nombres—. De todos modos, en realidad no me puedo ir sin el señor Cowper.
—Lo entiendo. —Estaba hecho un manojo de nervios.
—¿Por qué? ¿Tú qué vas a hacer?
—No estoy seguro. O sea, al oírlo me volví loco por irme, porque eso era como el objetivo de todo esto, ¿no? Quiero decir que es un poco estúpido no hacerlo. Pero mi padrastro acaba de decirme que se queda porque el barco necesita tripulantes, y ahora Julian dice que se queda… Y un puñado de chicos de los que escogiste como aprendices se quedan también. Robles y un par de oficiales más están yendo por ahí haciéndonos ofertas. Es extraño, creía que estaban deseando deshacerse de nosotros. —Me miró con tristeza—. Supongo que en cierto modo esperaba que tú te fueras… Así tendría un motivo para hacerlo yo también.
Pude notar cómo me sonrojaba. No sabía que se sentía así con respecto a mí; en realidad, a ningún chico le había pasado antes. Me dio pena tener que desilusionarlo.
—Hector, de verdad que quiero, pero mientras el señor Cowper esté en este barco, yo no me puedo ir. Si creyera que Coombs fuese a soltarlo, me iría en cuestión de segundos, pero sabes que eso no va a ocurrir. —Viendo su angustia, dije suavemente—: Tú deberías desembarcar, si eso es lo que quieres.
—No —dijo él, apartándose—. ¿Con estos gilipollas? Qué va, me quedo por aquí.
—Pero por qué ibas a hacerlo, solo porque…
—No, si está guay, Lulú, de verdad. Luego te veo. —Desapareció entre la multitud.
La sala de control era como una excursión escolar en la que los chavales estaban inusualmente atentos: todos los asientos estaban ocupados y dos o tres chicos escudriñaban por encima del hombro de cada uno de los miembros de la tripulación. Debía de haber unas cincuenta personas allí dentro. Salvo Tyrell, todos los chicos con los que había trasladado los cadáveres estaban presentes, lo cual no era ninguna sorpresa puesto que la mayoría de los que trabajaban en la estación eran parientes suyos. Hector me ignoraba deliberadamente. La sala estaba más oscura de lo habitual y sus botones y pantallas brillaban como un árbol de Navidad. La sensación general era de gran expectación. Le entregué mi lista a Coombs y después me entretuve escuchando el discurso que Kranuski dirigía a todos acerca de los puntos básicos de emerger bajo el hielo.
—El fatómetro será vuestro mejor colega, pero a medida que el techo se acerque también deberéis observar con atención este monitor. No solo sirve para evitar una colisión, sino para encontrar una vía, o «polinia», entre las capas de hielo. Cuando hayáis encontrado una, debéis posicionar la nave debajo, detenerla y realizar un avistamiento mediante el periscopio. Tened mucho cuidado con esto, porque un pedazo de hielo que apenas veáis puede, sin embargo, cargarse un periscopio y, entonces, estáis jodidos. Una vez que establezcáis que no hay peligro arriba, aseguraos de que todos los mástiles estén camuflados, orientad los planos de inmersión para el ascenso vertical y ascended muy despacio por la abertura. Hace falta cierta práctica para mantenerlo recto. Solo es cuestión de utilizar la flotabilidad de la nave para apartar con delicadeza los témpanos de hielo. En realidad, la torreta está reforzada para soportar un ascenso forzado a través del hielo, pero es como desvirgar a una chica: es algo violento, y no quieres quedarte enganchado. Es mejor subir despacio hasta ponerse debajo, empujarlos como un atento amante y luego deslizarse por el medio. —El capitán se las arregló para alertarlo del hecho de que yo estaba presente y, sin inmutarse siquiera, Kranuski dijo con la mayor cortesía y respeto—: Que alguien deje sentarse a la dama.
El tío barbudo de Jake, Henry Bartholomew, se levantó de una de las consolas e insistió en que me sentara en su sitio. Accedí solamente porque me sentía demasiado incómoda como para decir que no. Durante un rato no escuché gran cosa de lo que estaba ocurriendo (estaba demasiado ocupada deseando volverme invisible), pero entonces las cosas se pusieron tensas y me di cuenta de que realmente estábamos haciendo lo que Kranuski había descrito. Se hicieron un montón de maniobras forzadas hacia delante y hacia atrás, que me recordaban a mi primer intento de aparcar en paralelo, y entonces empezó una cuenta atrás a medida que ascendíamos: «Sesenta metros…, cincuenta y cinco metros…, cincuenta metros…».
Parecía no acabar nunca, pero cuando llegamos a los veinticinco metros, Robles dijo:
—Periscopio atravesando la superficie. —Y la nave se detuvo. El hombre rodeó el periscopio con rapidez y se quedó quieto mientras observaba algo—. No se divisa amenaza alguna —dijo—. Tengo los muelles a menos de mil metros a babor. Parecen nevados. Se distingue alumbrado público, pero ningún otro signo de vida. Los edificios están oscuros.
—Eso no significa nada —dijo Coombs, echando un vistazo—. Es hora de dormir, y probablemente estén bajo restricciones energéticas. Pero ese alumbrado público es bueno; hará más difícil que nos vean desde la costa. Asegura el periscopio, vamos a subir.
Cuando la cuenta atrás dio comienzo de nuevo, Vic Noteiro se situó en los controles del lastre diciendo:
—Diez metros…, nueve metros…, ocho metros…, seis metros…, cinco metros…, tres metros…, un metro…, vela fuera.
Los chicos empezaron a aplaudir y a chocarla hasta que arriba se oyó un fuerte y chirriante golpe. Todos nos agachamos instintivamente.
—No olvidéis —explicó Kranuski— que por el simple hecho de que la vela salga por un agujero no significa que lo haga el resto de la cubierta. Hemos dado con un poco de hielo, eso es todo. Nada por lo que tengáis que mearos en las bragas —dijo con una sonrisita mirando hacia mí.
El comandante Coombs echó un vistazo alrededor con el periscopio y dijo:
—La cubierta de vuelo parece lo bastante despejada. Rich, ¿estará Webbs preparado con un traje de neopreno para ayudar a los pasajeros que desembarquen? Bien. —Le echó un vistazo a mi lista—. Irán jugando a la rayuela hasta llegar a tierra, aunque el hielo está bastante duro; no creo que una balsa los ayude demasiado. Simplemente asegúrate de que tengan un chaleco salvavidas y algo de cuerda por si alguien se resbala.
Por el sistema de megafonía, anunció:
—Todo aquel que pretenda desembarcar, que forme una fila de a uno bajo la escotilla de logística, comenzando por el número uno hasta el veinte. Del veintiuno al cuarenta, que estén preparados para seguirlos inmediatamente. En función de las circunstancias, tal vez cerremos la escotilla y nos sumerjamos en algún momento, así que el mejor modo de marcharse es estar preparado cuando os llamen por vuestro número. Quienquiera que interrumpa o se cuele, será enviado al final de la fila.
Dejó el micro, me miró y dijo:
—Louise, necesitaré de tu elocuencia en el puente. Supervisa la operación e informa de cualquier cosa que se salga de lo normal. ¡Has de estar alerta! El peligro puede provenir de cualquier lugar y en cualquier momento. Por eso el señor Robles estará pendiente de que vayas adecuadamente equipada para vigilar, pero él no está para hacer de canguro; lo necesito aquí para eso. En cuanto llegues allí, estarás sola.
Yo estaba aturdida:
—¿Por qué yo? —pregunté.
—Porque no puedo prescindir de nadie más, y creo que tú puedes manejar la situación. Tienes ya un historial salvando el barco. Ahora ve con Dan, él te enseñará qué hacer.
¿Informar de cualquier cosa que se saliese de lo normal? Mientras regresaba al pequeño pedestal en lo alto de la vela, sospechaba que tal vez la orden fuese un poco amplia.
El panorama era propio de Salvador Dalí: un agitado mosaico elástico de fragmentos rotos, blancos sobre el agua negra, y el submarino alzándose entre ellos como un hito. La costa estaba cerca, y el mar embaldosado se internaba en tierra entre altas colinas boscosas formando un malecón. Detrás de mí, el combado tablero de ajedrez se extendía hasta el infinito. Con la inmensidad del cielo nocturno, me sentí como si estuviese en la superficie de Plutón, salvo porque la ladera de la colina más cercana estaba cubierta de edificios y luces; una constelación amarilla amiga en el espacio.
—Estoy aquí —mascullé al auricular.
Los guantes que me habían dado me quedaban enormes, al igual que las botas de agua y la parka con capucha, que para mí era como llevar puesto un tipi. Los pantalones también se suponía que tenían que ser consistentes y aislantes, pero había sido como meterse en un zepelín (Robles se había conformado con darme unos pantalones de neopreno para ponerme por debajo de mi traje náutico). Me sentía como Nanuk el esquimal.
—Eh… La ciudad está justo a la izquierda, a babor, y definitivamente se ven luces. La mayoría farolas, por lo que veo.
Eso ya lo saben, idiota.
—¿Algún movimiento? —preguntó alguien.
—No, pero es difícil saberlo… Está bastante lejos. Un momento. —Me hubiera gustado darme cabezazos contra la pared al recordar los enormes prismáticos que colgaban de mi cuello. Estúpida. Ajustando el enfoque apresuradamente, escudriñé los muelles. Inmediatamente aparecieron calles cubiertas de nieve y casas coronadas de nata montada, pintorescas y cerradas como si no estuviésemos en temporada. En el puerto había unos cuantos barcos y lanchas más pequeñas, todos congelados y casi enterrados bajo dunas blancas. Las farolas descubrían instantáneas de desolación invernal—. No sé —dije—. Son las tres menos cuarto de la madrugada, supongo que podrían estar todos en la cama.
Hombres y muchachos empezaron a emerger de la segunda escotilla, situada a media altura de la nave. No podía verlos bien desde mi posición en la parte frontal de la vela, pero los oía quejarse del frío, como haría cualquiera en su sano juicio estando a doce grados bajo cero. A mí me dolía la cara. Con lo inadecuado de sus atuendos, me preguntaba si aguantarían en aquel imponente campo de hielo, algunas de cuyas piezas estaban esparcidas por la cubierta como gruesas losas de mármol. Más cerca de la costa, el hielo se fundía en una sólida masa pero, para llegar allí, todo el mundo tenía que sortear primero el agua saltando de piedra en piedra. Parecía imposible.
Tal vez lo fuese menos desde su perspectiva, o puede que la capacidad de persuasión del señor Webbs los convenciese, porque no tardé mucho en divisar una fila de gente agarrada que se extendía como tanteando el terreno por encima de los témpanos.
—Se están marchando de verdad —informé—. Esto es una locura.
Llevaban capas y extrañas y voluminosas armaduras fabricadas con materiales de embalaje (conquistadores de cartón tratando de encontrar su Cíbola congelada). Contuve la respiración mientras avanzaban, pero sus pasos parecían sorprendentemente estables y las grandes placas apenas se movían cuando los chicos pasaban de unas a otras o sorteaban los huecos más amplios con tablas de madera. No tardé demasiado en volver a respirar: aquello no era nada. Era pan comido.
De repente deseé estar con ellos. ¡Dios! Se estaban marchando y yo estaría allí prisionera por Dios sabía cuánto tiempo. Las luces amarillas de Saint John parecían acogedoras y cálidas, mucho más reales que la pesadilla que había estado viviendo hasta entonces. La fuerza de mi ansia me abrumó: la idea de alfombras, sofás y camas mullidas; ventanas y puertas de madera; salir al exterior. Lo que más anhelaba era ver a otras mujeres.
La cadena humana era cada vez más larga y serpenteaba sorteando las zonas difíciles, retrocediendo en alguna ocasión, hasta que conectó por fin con la gruesa capa de hielo que cubría la costa.
—¡Lo han conseguido! —grité—. ¡Lo han conseguido!
Enseguida se formó una fila que unía el submarino con la helada costa, y había gente situada en todos los pasos difíciles para echar una mano. A medida que el recorrido se hacía más ordenadamente, el paso se agilizaba. Todos empezaron a moverse con más confianza y dejó de parecer que atravesaban un campo de minas para dar la sensación de que eran un grupo de senderistas. Sacudí la cabeza maravillada y sintiendo envidia al ver que los últimos acortaban distancias.
Mientras tanto, los primeros que llegaban al embarcadero se abrían camino a través de la densa nieve. Sus movimientos parecían apresurados (tuve la impresión de que se estaban congelando). Para cuando el último de los que ayudaban a cruzar alcanzó la costa, la mayoría del grupo había desaparecido ya de mi campo de visión. Asomaban de vez en cuando entre los edificios del puerto, bamboleándose sobre la gruesa capa de nieve como si siguieran la pista de algo, y esperé la bengala que nos comunicaría que estaban a salvo.
—Parece como si supieran adónde van —dije—. Todos van en la misma dirección, hacia la derecha. Tal vez hayan visto algo.
Justo entonces, divisé un brillante parpadeo, como si se encendiesen un montón de bombillas. En realidad, mi primer pensamiento fue que nuestra gente estaba siendo recibida a lo grande. Con él me invadió una oleada de enfado y desesperación. ¡Me estaba perdiendo el gran recibimiento! El proceso mental derivado de aquello se vio interrumpido por una erupción metálica de ruido retardado, como martillos neumáticos que aporreaban el asfalto en la lejanía. Entonces pude ver nubes de humo. Descartando mis primeras impresiones, balbuceé:
—¡Fuego! ¡Están disparando!
La radio crepitó:
—Despeja el puente.
—¡Alguien les está disparando! ¿No han oído lo que he dicho? ¡Ordénenles que vuelvan, Dios mío!
Estaba desesperada. Las diminutas figuras parecían atrapadas en un horrible fuego cruzado, tratando de dispersarse pero obstaculizadas por el difícil terreno y el pánico cegador. Desde mi angosta posición los pude ver cayendo como fardos.
Algo me tocó la pierna y casi me hizo saltar por la borda. Era Robles, desde el pie de la escalinata.
—¡Baja! —dijo apremiante—. Nos sumergimos.
—¡No podemos! ¡Ahí fuera están disparando! ¿Es que no lo oyen? —El ruido mecánico no era lo único; se oía algo más, agudo como el viento: gritos.
—¡Órdenes del capitán! ¡Vamos! —Me agarró de la ropa y prácticamente me tiró al suelo. Se hizo a un lado en la cámara superior de la vela para que yo pudiera pasar y, a continuación, cerró de golpe la escotilla cuadrada que daba al puente.
Entre lágrimas, supliqué:
—¿Por qué? ¿Por qué?
Él no dijo nada, solo me metió en la sala de control y cerró la segunda escotilla tras de sí.
—¡Puente asegurado! —gritó, lo cual causó una desordenada oleada de actividad.
Nadie se percató siquiera de mi trauma. El rostro de cada uno de aquellos hombres era una máscara de desesperación; manejaban los instrumentos como obligados en contra de su voluntad, no por Coombs, sino por un mando más alto. La miseria que transmitían sus caras lo decía todo: «No hay otra posibilidad».
Durante mi ausencia, los chicos habían sido enviados a popa, así que no sabía qué sentían con respecto a lo que estaba ocurriendo, pero para mí era irreal, inconmensurable. Mi reacción debió de parecer un reproche, porque Albemarle y algunos de los otros me dedicaron miradas de odio, como diciendo «Cállate. ¿Crees que eres la única?». Sabían lo que estaba ocurriendo y aceptaban el sacrificio con culpabilidad, como Abraham. Se habían estado preparando para aquella posibilidad.
—¿Cómo pueden hacer esto? —gimoteé, mientras la alarma de inmersión me taladraba la cabeza—. ¡Somos su única esperanza! ¡No podemos irnos sin más!
Robles dijo suavemente:
—Chssst, ve a la sala de equipos y cámbiate. Se ha acabado. No hay nada que podamos hacer. —Tenía los ojos acuosos y rojos, y la mirada de un caballo asustado.
—¡Sí, sí que podemos! ¿Y si algunos de ellos consiguen volver?
—Nos han delatado. Aquí somos un blanco seguro.
—Pero…
Me cogió por los hombros y dijo con suavidad:
—Cálmate. Nadie puede ayudarlos. Fue su elección. Ya no hay apuestas seguras, lo único que queda son elecciones difíciles. Tú también hiciste una, quedándote, aunque no lo sepas. Déjalo estar.
—Pero…
—Ya está, Lulú. —Me miró fijamente—. Ahora tienes que decidir qué vas a contarles a los demás.
Me estremecí.
—¿Qué? ¿Qué quiere decir?
—Los chicos no saben esto. Depende de ti decírselo o no. Órdenes del capitán.
Me derrumbé.
—No… ¿Por qué yo?
—Ellos son tu responsabilidad.
—No… No puedo. No puedo decirles eso. ¿Cómo voy a decírselo? ¿No podemos simplemente esperar y ver si alguien regresa? ¡Por favor!
Robles negó con la cabeza con verdadero pesar y dijo:
—Venga, Lulú. Se acabó.
Me sacó de allí mientras nos sumergíamos bajo el hielo.