8
Allí fuera, en mar abierto, hacía mucho frío y mucho viento. El único abrigo del que disponíamos éramos nosotros mismos. Sonidos lastimeros surcaban la noche. Mucha gente tenía que ir al baño pero, a diferencia de los demás, yo no podía sencillamente hacer pis por un lateral del buque. Albemarle, Cowper y el resto de los adultos fueron a ver qué se podía hacer para entrar al submarino, que no era mucho. No había nadie de la tripulación del submarino a quien pudiéramos recurrir, salvo que estuviesen ocultos en lo alto de la torre de mando y no respondiesen a nuestros gritos. Habían apagado el reflector. Cuando vi pasar el uniforme de Cowper en la oscuridad, lo agarré por la manga.
—Ahora no, cariño, ¿vale? —dijo él, soltándose—. Quédate ahí sentada.
Afligida, viendo la costa alejarse en la oscuridad, mi oleada inicial de gratitud se desvaneció enseguida y empecé a sentir ansiedad. ¿Cuánto tiempo pretendía la tripulación dejarnos allí? Se organizó un recuento superficial: éramos unas cuatrocientas personas en la cubierta, de las cuales menos de cincuenta eran adultos. Al menos la mitad de los hombres mayores con los que habíamos empezado ya no estaban. La gran mayoría eran chicos, fundamentalmente adolescentes como yo (bueno, no exactamente como yo; eran más bien pandilleros de los suburbios) que parecían tener casualmente los mismos conocimientos acerca de submarinos que otros chicos tenían sobre la Nintendo. Lobos de mar. Escuchándolos, enseguida aprendí que el submarino era el «barco», la torre de mando se llamaba «torreta» o «vela» y la áspera cubierta negra era una «playa de acero». Se habían preparado para aquel orfanato nuclear. Pero era obvio que algo había ido mal… Y yo, la única mujer, era la culpable.
—Esto es una mierda, tío —dijo el de la redecilla. Volviéndose de nuevo hacia mí, gruñó—: Todo esto es culpa tuya. Si tú no hubieras venido, las cosas serían diferentes. Traes mala suerte.
Con la visión empañada de patéticas lágrimas, dije:
—¿Cuál es tu problema, niñato? Hablo en serio. ¿No te has tomado la medicación, o qué? Porque hasta el tarado más imbécil vería que no es el momento ni el lugar para soltar esta mierda.
—Vaya, ahora sí que estás haciendo méritos para ser mi puta.
Una voz detrás de mí dijo:
—Cállate, Mitch. —Era el chico con el disfraz de ardilla. Le sacaba una cabeza al otro, pero por algún motivo resultaba menos amenazador: Barrio Sésamo contra Crenshaw.[6] Mirándonos a mí y al otro, añadió—: Dale un respiro, tío. Ya ha sufrido bastante.
—¿Qué dices? —estalló Mitch, empujándolo a la altura de su peludo hombro—. ¿Eh? ¿Tienes algo que decir, so payaso? Ah, ya ha sufrido bastante, ¿es eso? ¿Quieres hacer algo al respecto? ¿Qué vas a hacer? —El chico del disfraz no reaccionó, sino que se limitó a mirar al otro con resignada paciencia—. Eso creía —dijo Mitch por fin, escupiéndole a los pies y pasando junto a nosotros para mezclarse con la multitud.
Un instante después, el chico más alto dijo en voz baja:
—Perdió a toda su familia, o sea, todos los demás tenemos a alguien, ya sabes…
Asentí, comprendiéndolo a la perfección. Tras un breve interludio, pregunté:
—¿Por qué vas disfrazado de ardilla?
—No soy una ardilla cualquiera. Soy la ardilla de la seguridad.
—Pero ¿no se supone que las ardillas tienen una cola larga y suave?
—Se me enganchó en la maquinaria. Esa es la tragedia de la ardilla de la seguridad.
Bajo la torre se empezó a oír una brusca discusión. Los hombres gritaban:
—Tira a ese hijo de puta por la borda.
Y una voz asustada imploraba:
—¡Soy un PYMP! ¡Soy un PYMP! ¡Preguntadle a Coombs!
Al acercarme, prácticamente me tropecé con un hombre sentado sobre la cubierta. Era el tipo calvo (Sandoval) que había saltado desde el Sallie. Parecía aturdido y se abrazaba a su rodilla izquierda como si le doliera. Los otros hombres lo rodeaban.
—Tranquila, Lulú —dijo Cowper con brusquedad cuando lo encontré. Entonces se dirigió al hombre herido—: Hemos tenido que luchar por lo que se nos prometió. Hemos perdido a muchos hombres a los que yo conocía desde hacía años. Como eres el que hizo las promesas, Jim, estás en el punto de mira.
El otro, con voz vacilante, respondió:
—No tuve otra opción, Fred. Dios, me alegro de verte.
—Apuesto a que sí. Nosotros estamos felices como perdices de verte a ti también.
—Espera un momento. No dependía de mí. Cuando os hice aquella oferta a todos vosotros, no creía que en Washington quedase nadie a quien le importase un barco retirado del servicio y desmantelado. El STRATCOM[7] tenía a sus chicos en Kings Bay,[8] ya no les interesaba. Pensé que a nosotros nos vendría como caído del cielo. ¿Puedes culparme? ¿Con todas las comunicaciones cortadas y las estupideces que decía Cutler (que si íbamos a bombardear Canadá, o que llegaba el Apocalipsis, chorradas así)? No volví a saber nada del Grupo 10, y mucho menos de la Revisión de la Postura Nuclear, así que decidimos reactivarlo como SSGN[9] bajo el mando de Coombs. No te rías, era la persona con más experiencia que teníamos. Nunca recibimos noticia alguna del ComSubLant.[10] Entonces, de repente, aparece una propuesta que implica ascensos, órdenes selladas para toda la gente del NavSea…
—Por no hablar de los PYMP —le espetó Albemarle.
—Sí, los PYMP, toneladas de PYMP. Yo me sentí tan decepcionado como todos los demás. De repente, los PYMP tenían prioridad sobre todo lo demás. En ausencia de otro tipo de órdenes, Coombs podría haberse mostrado dispuesto a contemplar la idea de transportar a los empleados por mar, pero después de aquello su deber era ejecutar esa operación PYMP. Yo perdí mi voto.
—Pero tú gobernabas la empresa —dijo Cowper—. Tú eres un contratista civil, no su subordinado. Tú eres el presidente, por el amor de Dios, el director general. Podrías haberle hecho frente, y Reynolds te habría apoyado.
—¿Eso crees? ¿Y ser un traidor a su país? Tal vez. Yo no lo vi de ese modo, Fred. Según mi experiencia, algunos exmarines son bastante patrióticos.
Decir aquello no fue una buena idea. Albemarle saltó:
—Somos la hostia de patrióticos, gilipollas. Se trata de salvar a estadounidenses. Me he dado cuenta de que tú has sido bastante rápido a la hora de salvar tu propio culo hace un momento.
—Eso es porque soy un «protegido».
—¡Pues tú no protegiste a Bob Martino cuando lo eliminaron!
—No, yo soy «personal protegido». Soy PYMP, eso es lo que estaba tratando de deciros. Ese es el motivo por el que estoy aquí. De lo contrario, me habrían enviado en barco con el resto del pasaje hace una semana.
—¿Qué quieres decir con que eres PYMP? —rezongó Cowper.
—Quiero decir que he sido considerado esencial para las misiones. Coombs tiene que entregarme a toda costa.
—¿Entregarte dónde? ¿Por qué?
—Eso no lo sé. Pero eso os da una buena baza con la que negociar, ¿no es cierto?
—Está mintiendo —dijo uno de los otros hombres de forma amenazante—. Solo está tratando de salvar su puto culo.
—Dadme un poco de crédito, ¿no? No mentiría sobre algo que podéis verificar tan fácilmente. Preguntad al almirante Coombs.
—«Almirante Coombs» —se burló Cowper—. Eso estaría bien si hablase con nosotros. La guardia de maniobra no atenderá nuestras llamadas.
Albemarle dijo:
—Está ahí arriba, y nosotros estamos aquí abajo. Ese es el problema.
—Solo porque no hable no significa que no escuche, Ed. —Sandoval señaló a lo alto de la vela—. ¿Y si le hago saber que estoy aquí?
Cowper se frotó la barbilla y dijo:
—Adelante.
—¡Torre de observación! —gritó tímidamente—. ¡Esto es para el comandante Coombs! ¡Harvey, soy James Sandoval, permiso para subir a bordo! ¡Lo he hecho! ¡Harvey! ¡Almirante Coombs!
No hubo respuesta. Lo intentó varias veces más, cada vez más agobiado por el esfuerzo, pero la torre parecía desierta. Entre los presentes surgió un murmullo de preocupación.
—No creo que haya nadie allí arriba —dijo por fin Sandoval, desanimado.
—¿Cómo puede no haber nadie allí arriba? —quiso saber Cowper—. ¡Estamos en el maldito canal! ¡Alguien tiene que estar pilotando esta cosa!
Sandoval se encogió de hombros con gesto de impotencia.
—Lo sé. No lo comprendo.
—A lo mejor están pilotando por el periscopio —apuntó un chico.
—Y a lo mejor no necesitamos opiniones disparatadas de la grada infantil —ladró Albemarle—. Mira, este cabrón solamente está haciendo tiempo. Dirá cualquier cosa con tal de mantenernos fuera hasta que Coombs tenga las cosas bajo control —le dijo a Cowper—. Los PYMP me pueden besar el culo. Por lo que sabemos…
Su discurso fue interrumpido por un cuerpo que cayó del cielo y lo derribó sobre la cubierta. Otros dos cayeron en una rápida sucesión y se sumergieron en el mar.
—¡Cuidado, arriba! —gritó Cowper, empujándome contra la torre. Otros hombres lo imitaron para mantenernos apartados, pero no parecía haber más saltadores, y un instante después todo el mundo se apresuró a ayudar a Albemarle y al hombre que le había caído encima.
Albemarle estaba aturdido, pero el recién llegado estaba perfectamente despierto. Vestía un mono azul oscuro con delfines dorados bordados sobre el bolsillo izquierdo a la altura del pecho. Sobre el derecho figuraba su nombre: Coombs.
—Xombis —dijo jadeando—. Xombis a bordo.
—Se están extendiendo allí abajo como ratas. Se están apoderando de mis hombres por todos los rincones —balbució el comandante. Era un hombre delgado y de tez morena con nariz aguileña y el cabello corto, negro y denso como el velcro—. Tan deprisa, tan sumamente deprisa que no tienes tiempo para pensar. Te succionan la vida, ¿sabíais? Ponen su asquerosa boca en la tuya y… —Se estremeció con violencia—. Y entonces eres uno de ellos.
—Tranquilo, Skipper —dijo Cowper—. ¿Qué parte del barco han invadido? ¿Dónde están?
—En la sala de oficiales. Debe de haber empezado todo en la sala de oficiales, con los heridos. Sí, tuvo que ser uno de esos marines que se rompió la cabeza. —Tenía los ojos vidriosos, febriles—. Yo estoy en el puente y todo se va a la mierda: Montoya está chillando por teléfono pidiendo refuerzos armados, la alarma general empieza a sonar y yo no sé qué coño está ocurriendo. Bajo a la sala de control y ¡allí no hay nadie! Kranuski está en la sala de comunicaciones gritando para asegurar el mamparo de proa y, de repente, Stanaman llega corriendo de Operaciones como si no pudiera respirar, con la cara azul y, justo antes de alcanzarme, Baker y Lee pasan volando por encima de la consola y lo derriban, ¡bum! Creí que lo habían matado, pero él se defiende como un puto gato salvaje y Lee chilla: «¡Salga, capitán! ¡Arriba!». Justo cuando estoy pensando: «¡Xombis!», aparecen Tim Shaye y Cready detrás de mí persiguiéndome como un par de malditos demonios necrófagos, y no hay adónde ir excepto arriba. Los llevo pegados al culo todo el camino; nunca he trepado más rápido en mi vida. —Miró alrededor asustado—. ¿Adónde coño han ido?
—Al agua.
—Gracias a Dios. —Coombs se puso alerta de repente, escuchó y todos lo notamos también: un brusco cambio de velocidad. Estábamos aminorando. Eso pareció devolverlo a su cordura.
—¡Oh, señor! —exclamó—. ¡Cowper! ¡Tengo que bajar allí!
Cowper se quedó quieto, asqueado. La horrible noticia de que había ex en el submarino lo echaba todo por tierra: después de todo lo que habíamos pasado, aquello ya era el colmo, el remate final. Nuestra gran huida arruinada. No hubo llantos ni lamentos, tan solo sentimientos de impotencia e incomprensión. Limbo. Entonces, Albemarle se echó a reír. Por un largo instante, sus solitarias carcajadas llenaron el vacío.
Por fin, dijo:
—Bienvenido al club.
—¿Cuántos hombres hay ahí abajo? —preguntó Cowper.
Coombs dudó, y Sandoval dijo:
—Cuarenta y dos. Únicamente el equipo del NavSea.
Eso causó un susurro de asombro. Deduje que era un número sorprendentemente bajo. Más tarde me enteré de que era menos de un tercio de la tripulación completa.
—Eso es información privilegiada —replicó Coombs. Escudriñó en la oscuridad y vio por primera vez a Sandoval, que sacudió la cabeza como diciendo: «no preguntes».
—¿Y no podíais acomodar a estos chicos ahí dentro? Dios del cielo.
Coombs se dispuso a responder:
—¿Desde cuándo tengo que justificar mis órdenes…? —Pero un chillido procedente de la popa lo interrumpió. Pude oír: «¡Apartaos, apartaos!», además de un nervioso murmullo. Se oyó un fuerte golpe.
Coombs dijo:
—A la escotilla del compartimento de misiles. —Y se encaminó a través de la multitud, seguido por Cowper y los demás.
Mientras tanto, alguien nuevo se acercó preguntando:
—¿Quién está al mando aquí? ¿Dónde está Fred Cowper?
Los grupos se reunieron en el centro, y el recién llegado (un militar con aspecto diligente) pareció aliviado de encontrar a Coombs.
—¡Comandante! ¡Está usted a salvo! Creíamos que todos los que ocupaban la parte delantera habían desaparecido. —Sacó un walkie-talkie y dijo—: Encontrado el comandante, ileso. Corto. —La respuesta fue una confusa interferencia.
—¿Cuál es la situación, Rich? —preguntó Coombs con impaciencia. Parecía avergonzado de que lo hubiesen encontrado.
—Sí, señor. Bueno… Aseguramos el mamparo de proa, y parece que todo está despejado desde el módulo de comando y control hacia popa. He ordenado parar máquinas y mantener el rumbo y los hombres están instalando un control auxiliar ahora mismo. Es un milagro que no hayamos encallado, pero eso podría cambiar cuando baje la marea. No creo que nadie de popa haya conseguido salvarse excepto el señor Robles y yo, y de momento no hay informe alguno de nadie de la sección de proa. Nadie lo consiguió con usted, ¿no es cierto?
—No.
El otro hombre bajó la voz, visiblemente incómodo por compartir aquella información con nosotros.
—Entonces nos faltan doce oficiales —informó.
—De acuerdo —dijo Coombs, asintiendo furiosamente—. Bueno, tendremos que regresar ahí abajo. Reúne un equipo y haremos una batida armada.
—Pero ese es el problema. Es que… —Se contuvo, mirándonos con suspicacia mientras rectificaba—. Hablaré con usted abajo.
—Hable, teniente —dijo Coombs con resignación—. También debería olvidar el OPSEC.[11] Estamos todos en el mismo barco, así que hable.
—De acuerdo, entonces. Están demasiado extendidos como para recorrer el buque y luchar al mismo tiempo, y tenga por seguro que no nos podemos permitir perder a nadie más.
—Ojalá tuviéramos opción.
Cowper dio un paso adelante:
—Déjese de ceremonias, señor Kranuski —dijo, tendiéndole la mano a aquel hombre, gesto que fue ignorado.
—Tú, sucio traidor —dijo Kranuski con suavidad y con un brillo de odio en los ojos—. Espero que estés contento.
—Estaré contento cuando todos estos niños estén ahí abajo bebiendo refrescos. Hasta entonces, solo intento sobrevivir, Rich. Pero no hay razón para que nuestra supervivencia sea incompatible con tu misión. De hecho, creo que es seguro decir que, llegados a este punto, nos necesitáis tanto como nosotros a vosotros.
—Eres una desgracia para ese uniforme.
Coombs intervino:
—Ya es suficiente. No tenemos tiempo para esto. Fred, si nos estás ofreciendo más manos, acepto. Escoge a tus mejores chicos y haz que se reúnan con nosotros abajo. Responderán ante el señor Robles. El resto quedaos aquí arriba hasta que tengáis vía libre. ¡Nada de tonterías!
«A la escotilla». Nunca antes me había parado a pensar en esa expresión. Resultaba más bien imponente, ese agujero brillante en el mar, como una chimenea volcánica. De repente, la fría cubierta no me parecía tan mala. Otros sentían lo mismo que yo: el entusiasmo que había visto en aquellos chicos antes, en el hangar, parecía haber sido acallado por los acontecimientos recientes.
Se acordó que irían veinte de nuestros chicos: diez técnicos y diez corpulentos para hacer bulto. Se consideró que aquel era el mayor número de personas que se podía manejar sin montar un atolladero allí abajo.
—Habrá que disponer de espacio suficiente para luchar y no perder de vista a los demás —explicó Cowper.
Los técnicos eran todos veteranos que habían servido a bordo de submarinos en algún momento de su vida (entre ellos, Cowper y Ed Albemarle), y se apresuraron a ofrecerse. Los chicos eran otro tema, ya que los únicos que realmente querían ir eran los parientes de los hombres que bajarían, y estos se negaban a llevarlos. Aquel punto muerto se terminó cuando Cowper anunció que me llevaría a mí, «solo para cerrarle la boca a todo el mundo».
—Si no lo conseguimos —dijo—, estaremos muertos en cualquier caso.
La gente me miró para observar mi reacción, pero mis opciones eran pegarme a Cowper o quedarme en cubierta como chivo expiatorio de todo el mundo, así que no me iba a quejar. Se zanjó la polémica y se escogió a un décimo chico (seguramente para compensar lo inadecuado de mi presencia), lo que hacía un total de veintiuno. Blackjack.
Al escudriñar a través del agujero de aquella madriguera, creo que hasta los más curtidos debieron de pensárselo dos veces. No porque estuviese oscuro o fuese espeluznante; era una chimenea brillante, lo que denominaban «escotilla de escape», un vestíbulo color crema con una reluciente escalerilla que conducía a una segunda escotilla que estaba justo debajo. ¿Y si abrías esa escotilla interior? Todos nosotros habíamos visto lo suficiente para entonces como para imaginarnos una indescriptible caja de Pandora.
—Con todas las veces que he hecho tachonados, y lo único de lo que tenía miedo era de un gasecillo inerte —dijo un hombre de barba poblada mientras descendía.
—El argón mata tan rápido como esas cosas —respondió Albemarle—. Piénsalo de ese modo.
—Pero ellos no te matan. Ese es el problema.
Yo ya no alcanzaba a ver más allá del círculo de espectadores concentrados alrededor de la luz como cavernícolas en torno a un fuego, pero pude oír cómo se abría la escotilla inferior. Un segundo hombre bajó. Luego un tercero. El barco se movía con suavidad mientras las olas lamían sus costados. Nadie emitía ni un sonido.
Algunos de los adolescentes empezaron a descender, y me alegró saber que el chico ardilla estaba entre ellos. Debería haber sabido que se ofrecería, pensé. Entonces fue el turno de Cowper, y yo lo seguí pegada a sus talones, abriéndome paso entre todos ellos. Alguien me propinó un empujón y no pude evitar la caída. Aterricé contra las piernas de varios adultos. Albemarle se volvió con una expresión de dolorida sorpresa: le había golpeado en su espalda herida.
—Lo siento —dije, muerta de vergüenza—. He tropezado.
—Este no es lugar para juegos —dijo con rotundidad.
—Lo sé, lo siento, perdóneme.
Cowper estaba concentrado en mantener el equilibrio mientras bajaba por la escalinata. Abajo pude ver a un hombre con bigote y pantalones de color caqui que nos hacía señas. Albemarle me dijo al oído:
—Si él no vuelve, tú no vuelves. —Me entregó un martillo grande y pegajoso.
Asentí y bajé lo más rápido que pude.
Era como entrar en una piscina. Cuando la luz y la calidez me envolvieron, experimenté una fugaz y primaria oleada de alivio; mi instinto animal decía: «Aaah, refugio». Me ayudaron a bajar los últimos travesaños hasta pisar un suelo de formica de aspecto institucional, en una estancia que parecía un sótano bien iluminado. Me recordaba a una sala de calderas. Aunque poco exótico, las tuberías aisladas y el azulejo acústico perforado suponían un cambio radical con respecto al océano que teníamos encima. ¡Estábamos bajo el agua! Los chicos que ya estaban allí me dieron de lado, y yo me situé junto a Cowper, contra la pared. Albemarle bajó el último, quejándose de dolor.
Una vez que todo el mundo estuvo presente, el hombre que nos había ayudado a bajar dijo:
—Bienvenidos a bordo. Hola, Ed. Soy el teniente comandante Dan Robles, entre otras cosas, y hoy seré su guía.
Era un hombre regordete de aspecto pulcro, con un ligero acento español y un aire de afectado desdén, aunque no necesariamente por nosotros. Diría que me aceptó simplemente como un desastre más de todos los que el destino le tenía preparado y, como tal, no era merecedora de una atención especial. Me gustó inmediatamente. Blandiendo una pistola, preguntó:
—¿Alguna pregunta antes de empezar?
—¿Cuál es el plan? —preguntó Cowper con cierta brusquedad.
—El capitán y el señor Kranuski van a darles instrucciones.
—¿Alguna arma más? —preguntó Albemarle.
Robles se encogió de hombros como disculpándose.
—Por motivos de seguridad, el capitán reserva las armas de fuego únicamente para personal en activo —dijo—. No es que sean mucho mejores que sus armas. Personalmente, yo preferiría una sierra mecánica. ¿Listos? Cuidado con las cabezas.
Seguimos a Robles; cruzamos la estancia y atravesamos una pesada puerta estanca que daba a un escenario tan inesperado que me dio un vuelco el estómago.
Estábamos a una altura de al menos cuatro pisos en lo alto de un enorme túnel que se asemejaba a un bloque de celdas en grada… o a la tumba del rey Tutankamón. Se extendía a lo largo de más de treinta metros y estaba lleno de mercancía envuelta en plástico apilada en altos montones. Había cosas de todas las formas y tamaños: cajas, barriles, maletas, cajones, todo ello bajo un techo abovedado con dos hileras de cúpulas blancas numeradas. Había cables enrollados por todas partes como si fuesen lianas que conferían al lugar un aspecto abandonado, apocalíptico. Se balanceaban con el movimiento del barco.
Al oír mi grito ahogado, algunos de los chicos hicieron muecas en dirección a los veteranos, hastiados, pero Cowper asintió mientras silbaba contemplando el panorama.
—A esto solíamos llamarlo el bosque de Sherwood, pero sin los silos de misiles se parece más a una zona de carga y descarga. Habéis estado muy ocupados trabajando como hormiguitas. —Señalando la mercancía amontonada, preguntó—: ¿Qué es toda esta mierda? ¿PYMP?
—PYMP —admitió Albemarle, sacudiendo la cabeza.
—Ya veo. Eso pondría las cosas un poco más tensas. —Suspiró.
Robles nos condujo por una pasarela de acero hasta el otro extremo, donde pudimos ver al capitán Coombs y al señor Kranuski, que nos estaban esperando armados hasta los dientes junto a otra puerta estanca. Cuando llegamos, me miraron como si no pudiesen creer lo que veían.
—¿Qué coño está ocurriendo? —quiso saber Coombs—. ¿Qué hace aquí esta chiquilla?
—Sácala de aquí —ordenó Kranuski a Robles con brusquedad.
—¡Esperad! —dijo Cowper—. Antes de que hagáis nada, deberíais saber que esta niña tal vez sea inmune al agente X. Tiene un problema genético… Lulú, ¿cómo se llama?
—Amenorrea cromosómica —dije yo.
—Exacto, y ha sobrevivido por sí sola desde que esto empezó; casi un mes entero con estos bastardos. ¿Sabéis dónde la encontré? ¡Llamó a mi puerta! Yo parapetado allí durante tres semanas y media, y ella llama a la puerta sin más. Te digo, Harvey, que puede que tenga una ventaja que ninguno de nosotros tiene, por no mencionar la posibilidad de una cura.
Me moría de ganas de ver cómo sentaría aquello. Tantos años con mamá me habían enseñado a mantener la compostura ante los embustes más galopantes, pero ni siquiera ella habría intentado colar una historia tan endeble. Entonces se me ocurrió que tal vez Cowper lo creyese realmente.
Kranuski hizo un gesto de burla sin apenas escucharlo, pero Coombs dijo:
—Espera, ¿estás diciendo que no la tocarán?
—No. Estoy diciendo que ella y yo pasamos por lo que viste allí arriba, y no creo que sea por nuestro excelente carácter. Si quieres mi opinión, ella debería ser PYMP.
—Capitán… —intervino Kranuski.
Coombs me miró con dureza y preguntó.
—¿Tú qué opinas?
—No lo sé, señor —respondí honestamente.
—¿Eres un hueso duro de roer?
—Bueno… No lo sé.
—¿Qué le ocurrió a tu otro zapato? —Antes de que me diera tiempo a responder, le dijo a Cowper—: Que venga, qué demonios. No hay tiempo. Pero ocúpate de mantenerla apartada; no estamos aquí para hacer de canguros. ¡Dios todopoderoso! —Sacudió la cabeza con incredulidad—. De acuerdo, esto es lo que hay: vosotros, chicos, vais a hacer un barrido hacia el centro de control, y el resto de nosotros avanzaremos por la retaguardia. Seguid al señor Robles. Si algo azul se interpone en vuestro camino, lo golpeáis y seguís avanzando. ¡No os detengáis para rematar el trabajo! Cada miembro de la fila tendrá su turno, pero la velocidad es más importante que cualquier otra cosa. Seguid moviéndoos, pase lo que pase. Una vez estemos todos en la sala de control, tenemos que sellarla bien. Luego partiremos desde ahí. ¿Listos?
Nunca podríamos estar listos, pero no esperaban una respuesta. Kranuski abrió la puerta.
—¡Vamos! —susurró—. ¡Vamos, vamos, vamos!
Sosteniendo su pistola con ambas manos, Robles entró agachado. Coombs y Kranuski lo cubrían desde la puerta con sus rifles. El camino estaba despejado y los chicos comenzaron a seguirlo a paso rápido con los martillos en alto. Esperaba oír complicaciones en cualquier momento, algo que interrumpiese aquella locura, pero Cowper empezó a moverse, y yo con él. Kranuski y el capitán iban los últimos para asegurar la puerta que dejábamos atrás.
Estábamos en un pasillo verde pastel; el techo era una masa barroca de conductos y cables. Una escalinata metálica descendía a alguna parte y a ambos lados había puertas de ventilación de aluminio. Algunas de ellas estaban abiertas, y en su interior alcancé a ver sillas vacías ante tableros electrónicos. Sin embargo, las dos últimas estancias eran acogedoras cabinas con camas, televisores y un pequeño baño compartido. Unas pequeñas placas en las puertas rezaban: «Comandante H. Coombs» y «Segundo comandante R. Kranuski».
Subimos un tramo de escaleras y el pasadizo desembocó en un gran compartimento que reconocí a la primera por su glamoroso elemento central: un periscopio. No, dos periscopios. No recordaba haber visto un submarino con dos periscopios en las películas. Cuando entré en la habitación, nuestros chicos ya se habían puesto manos a la obra en distintas consolas y se habían colocado los auriculares para contactar con otras partes del submarino. Robles daba órdenes junto a la plataforma elevada que había en el centro, mientras que Albemarle y los chicos comprobaban varios compartimentos laterales y aseguraban la zona. Sintiéndome enormemente inútil, me quedé junto a Cowper mientras él extraía lecturas de indicadores y se las comunicaba a Coombs. En aquella habitación llena de gente atareada y gritona, creo que olvidé por un segundo que los xombis existían. Hasta que vi uno.
Tardé un segundo en asimilar lo que estaba viendo, y otro en reaccionar. No sé si fui la primera en divisarlo, pero desde luego así me sentí al ver a aquella cosa de rostro morado colgada boca abajo de una abertura en el techo. Con su cabello colgando y su cara con los ojos desorbitados, casi tenía un aire infantil, de un modo demoníaco. Aquella maldita cosa se alegraba un mundo de habernos encontrado.
Uno de los chicos acababa de pasar bajo el agujero. Era un muchacho alto con un diente de oro y tuvo que agacharse para evitar golpearse en la cabeza. No llegó a ver al xombi ni a emitir ni un sonido antes de que este lo agarrase por el cuello. Entonces desapareció. El golpe de su martillo contra la cubierta alertó a todo el mundo, y unos cuantos profirieron involuntarias exclamaciones de sorpresa.
—¡Cuidado! —grité demasiado tarde.
—¡Maldita sea! —gritó Albemarle—. ¡Cogedlo!
—¡No! —ordenó Kranuski, arrodillándose con una idea mejor—. ¡Asegurad la escotilla!
Cowper chilló:
—¡McGill! ¿Dónde está McGill?
—¡Se lo ha llevado por la vela! —gruñó Kranuski con impaciencia.
—¡Él no, mierda! ¡George McGill! ¡El chico grande de la barba! ¡Estaba justo aquí!
Era verdad: de repente teníamos otro hombre menos. Dos desaparecidos.
Kranuski gritó:
—¡Averiguad de dónde ha salido esa maldita cosa! ¡Asegurad esa escotilla!
Cowper ya lo había averiguado: un panel de acceso había sido movido del suelo de un pequeño cubículo y la abertura estaba oculta por un montante y un montón de cables. Apartando la tapa metálica con un fuerte ruido, gritó:
—¡Lo tengo!
Coombs, mientras tanto, estaba junto a la escotilla superior, subiendo por la escalinata para asegurarla. En esas estaba cuando todo el mundo contempló con horror cómo un par de brazos azules surgían del agujero y tiraban de él. Pero Albemarle estaba justo allí, sujetándole las piernas para evitar que se lo llevasen. Por un instante, pareció que el gran hombre iba a ser absorbido también, pero entonces Robles lo agarró y entre los dos tiraron de Coombs luchando contra aquella cosa.
—¡Eh! —gritó Albemarle—. ¡Eh! ¡Eh!
Entonces los chicos se amontonaron. Coombs emitía un sonido como si estuviera haciendo gárgaras, y yo estaba viendo que las articulaciones se le iban a salir por la tensión. La única parte visible del ex era su brazo, que tenía enganchado a Coombs por la cabeza, pero el propio brazo del capitán estaba también enmarañado tratando de liberar algo de presión de su cuello. Aun así, no tenía buen aspecto. No había modo alguno de derribar a la criatura sin pulverizar a Coombs en el proceso, y dos chicos juntos no eran capaces de aflojar el brazo que lo asfixiaba. Era imposible, como diez tíos peleándose por cambiar una bombilla.
La miserable futilidad de todo aquello empezaba a hacerse evidente (Está muerto) cuando Cowper irrumpió con el rifle de Coombs, se abrió paso y arremetió contra el brazo del xombi a quemarropa. Coombs quedó libre, con el brazo sacudiéndose aún encima de él. Kranuski se acercó como una exhalación y comenzó a disparar al hueco. La asombrosa explosión de ruido, chispas y cartuchos calientes sobre sus hombros hizo que los chicos se apartasen maldiciendo, mientras Albemarle y Robles se apresuraban a coger al capitán y a quitarle aquello de encima. Pero el xombi aún no estaba acabado. Se asomó desde su escondite como el payaso de una caja sorpresa soltando un líquido negruzco por el muñón y dispuesto a embestir a Cowper.
No pensé; no había tiempo. Simplemente salté y golpeé a aquella cosa con toda la fuerza que pude, sorprendida por lo ligero que de repente se me antojaba el enorme martillo. El golpe aterrizó en la sien de la criatura y pareció hacer girar su cabeza, lo cual lo desorientó por un segundo y le hizo perder el equilibrio. Antes de que tuviera tiempo de recuperarse, una docena de martillos se echaron sobre él, una lluvia de hierro que convirtió huesos y tendones en una lánguida y retorcida masa.
—Toma bocadillo de palos, mamón —dijo alguien mientras lo machacaba. El sonido era lo peor; al menos, el olor a azufre del tiroteo enmascaraba el hedor de la sangre. Para los chicos aquello fue una especie de catarsis: estaban vengando a sus parientes, a su mundo, con aquella criatura. Yo tuve que girarme para no mirar.
—¡Sellad esa escotilla! —bramó Kranuski por tercera vez, recargando su rifle. Pero la gente dudaba, comprensiblemente reacia a acercarse. Me miraban a mí, y entonces me di cuenta: ¡esperaban que yo lo hiciera! Porque era inmune, sin duda. Miré a Cowper con exasperación, él levantó las cejas como diciendo «¿Y bien?», y me empujó hacia el hueco.
—No te eternices —dijo.
A través del angosto hueco pude ver el interior de la vela y oler a agua de mar. Alcancé la brillante válvula y empecé a tirar de la pesada tapa de la escotilla, pero me la arrancaron de la mano. Lo que ocurrió a continuación me resulta borroso, pero de repente yo estaba en el suelo inconsciente y había una especie de pelea.
El chico del diente de oro estaba en el centro de ella, forcejeando desesperadamente mientras todos se colgaban de su espalda y le inmovilizaban todas las extremidades. No lo tenían fácil: tenía modos imprevisibles de soltarse, contorsiones imposibles propias de un acróbata chino. La expresión de su rostro gris era de pura intensidad, no de miedo. Quería hacerles daño.
—¡No lo tengo a tiro! —gritaba Kranuski.
Los de los martillos estaban prácticamente igual de frustrados mientras trataban de golpear sin romperles la crisma a los que aguantaban para salvar su vida. Además, se sentían indecisos, pues nadie quería ser el que matase a alguien conocido.
—Vamos, Jerry —sollozaba el tío que parecía un forzudo de feria mientras sujetaba al chico por detrás—. Tienes que irte con Dios, ya hemos hablado de esto. No te resistas.
Otros gritos de «¡Sujétalo bien!» y «¡Lo tienes!» iban y venían mientras la batalla se iba desplazando hacia un rincón, donde creo que esperaban acorralarlo. Pero justo cuando lo soltaron, el exadolescente se desvaneció como por arte de magia. Todos se quedaron allí de pie, con los martillos en alto, contemplando confusos el lugar en el que había estado.
—Mierda —dijo alguien.
—Ah, coño —dijo Albemarle. Escudriñaba con cautela entre los gruesos montones de cable negro que atestaban el rincón—. ¡Hay una ranura!
Kranuski comprobó el estrecho agujero con el cañón de su pistola.
—¿Cómo puede caber algo por ahí?
—¿Quién demonios lo sabe? Tú lo has visto igual que yo. Será mejor que lo tapemos antes de que aparezcan más.
Kranuski retrocedió.
—¡Y comprobad cada centímetro de este lugar! —rugió, con la cara roja.
Albemarle miró a Kranuski; luego a Coombs, inconsciente.
—Será mejor que vea a su capitán, señor Kranuski —dijo. Entonces se volvió hacia Cowper y le dijo—: ¿Cuáles son sus órdenes, comandante?
Dejando el rifle sobre una mesa, Cowper suspiró.
—Aseguraos tú y los chicos de que no haya más sorpresas, Ed. Todos los demás, reasumid vuestros puestos. Hagámonos con el control de esta nave enseguida.
Kranuski no podía creer lo que oía.
—¿Qué crees que estás haciendo? No eres tú quien da las órdenes —dijo, amenazador.
Cowper estaba totalmente sereno.
—Como único hombre a bordo con experiencia de mando, actuaré como capitán hasta que el señor Coombs esté en condiciones.
—Claro que sí, joder. Eres un maldito traidor que ha puesto en peligro este buque y comprometido su misión y ahora crees que vas a formar tu pequeño ejército privado. Bueno, pues eso no va a ocurrir. Yo estoy al mando aquí.
—Señor Kranuski, no ha sido segundo comandante durante el tiempo suficiente como para ser ascendido, pero necesitaré que continúe cumpliendo con sus deberes, empezando por fijar nuestra posición. Lulú cuidará del señor Coombs. Señor Robles, ¿puede ocuparse del periscopio uno y controlar el tráfico?
—Quédese donde está, señor Robles —le ordenó Kranuski.
Robles miró a Kranuski, a Coombs y otra vez a Kranuski. Entonces se dirigió al periscopio y se puso manos a la obra. Kranuski echó un furioso vistazo y se dio cuenta de que ni una sola persona le prestaba atención. Estaba solo. Yo tenía miedo de que montase un escándalo y enfadase a todo el mundo, pero algo pareció reaccionar en su cabeza y se tranquilizó por completo. Sin pronunciar palabra, se encaminó hacia el otro periscopio y tiró de las asas.
Su elegancia en la derrota resultaba asombrosa. Le habría dado un beso por tomárselo de un modo tan racional. Normalmente no se puede contar con que la gente sea digna, y para mí no hay nada más importante en el mundo, porque ¿acaso no es la dignidad el alma de la razón? Eso es lo que nos hace humanos.
Noté que Coombs me agarraba el tobillo y miré hacia abajo con la esperanza de ver que había recuperado la consciencia. Habría sonreído aliviada. Pero Coombs seguía inconsciente, con los brazos inertes a ambos lados de su cuerpo. Aquel brazo que se aferraba a mi pierna como un calamar depredador no tenía cuerpo. Parecía querer el mío.
Incluso después de conseguir arrancarme aquella cosa asquerosa, y de golpearla, pisarla y aplastarla hasta que pareció un animal atropellado, pasó un rato hasta que dejé de flipar. La gente me dejó un montón de espacio.