24
Mientras la doctora y yo hacíamos lo posible por reanimar a Cowper, entraron unas cuantas personas. Todas vestían los sencillos uniformes de oficiales de las Fuerzas Aéreas, y sus implantes guardaban una extraña armonía con las otras medallas. No iban armados.
—Coronel Lowenthal —dijo la doctora Stevens, con voz tensa.
—Hola, doctora —respondió el oficial. Era el hombre que había recibido al comandante Coombs el día de nuestra llegada, pero yo no había podido verlo demasiado bien. Al verlo de cerca, pensé que parecía muy joven para ser coronel (tendría veinticinco años como mucho) y era demasiado menudo para ocupar cualquier rango del escalafón militar. Tenía más aspecto de un simple cargador de bolsas de supermercado—. ¿Aún no ha habido suerte? —preguntó.
—Yo no diría eso. Ella ha podido obtener más información en cinco minutos que nosotros en tres días.
—Sí, lo he oído, pero yo no la consideraría información importante, ¿no es cierto?
—Sin revisarla en condiciones, no sabría decirlo.
Lowenthal hizo una mueca. Me miró y dijo:
—Así que esta es nuestra pequeña Lulú. No nos estarás retrasando a propósito, ¿verdad?
—No, señor.
—¡Señor! —repitió, divertido, para luego volverse hacia el hombre que tenía al lado y bromear con él—: ¿Has visto eso, Rusty? Algunas personas respetan mi autoridad por aquí.
De repente caí en la cuenta de dónde había oído antes aquella afeminada forma de hablar: era el imbécil de la cabina que nos había recibido al entrar en el complejo.
Serenándose, dijo:
—Muy bien, démosle otra oportunidad. Lulú, estás en una situación muy complicada. Me doy cuenta de que probablemente no tengas ni idea de lo que hizo tu padre con nuestra propiedad, pero me han ordenado averiguar cualquier cosa que sepas y que pueda servirnos de ayuda. No importa lo que sea, ni lo insignificante que creas que es. Algo que tu padre te haya dicho, algo que hayas oído y pensado: «Ummm, eso es extraño». Lo que sea.
Negué con la cabeza.
—Me dio un kit de supervivencia cuando nos subimos al barco —dije—. Después de aquello, no volví a verlo hasta que nos sacaron de allí y, en realidad, en aquel momento él no estaba consciente. Debería preguntarles a Kranuski y Webb, ellos lo torturaron.
—Ah, ya estamos «hablando» con ellos, no te preocupes. Y también hemos examinado tus pertenencias. El problema es que se trata de una embarcación muy grande, y hay montones de rincones ocultos, sobre todo para alguien con tanta experiencia como Cowper. Lo que dificulta las cosas es que no contamos con demasiados expertos en submarinos disponibles para ayudarnos en nuestra búsqueda. No nos atrevemos a dejar a tu tripulación suelta en el submarino y, si empezamos a desmontarlo nosotros, es probable que lo acabemos hundiendo. No está exactamente amarrado a un embarcadero, ahí fuera podría pasarle cualquier cosa. Sin tu ayuda, no tenemos demasiadas opciones.
—Yo mantengo la esperanza de que podamos llegar a Cowper otra vez —propuso la doctora Stevens.
—¿Estaba hablando contigo? —replicó Lowenthal con insidia. Volviéndose de nuevo hacia mí, me dijo—: Estos «médicos» te dirá cualquier cosa, pero la verdad es que no tienen ni idea sobre lo que mueve a estas criaturas. Las furias tienen su propio programa, y no puedes apartarlas ni un centímetro de él. Cowper está vacío. Lo he visto muchas veces.
—¿Qué le va a ocurrir? —pregunté ansiosamente.
—Debería preocuparte más lo que te va a ocurrir a ti. Entiendo que tienes conocimiento de todos los secretos que tenemos por aquí y, a menos que puedas demostrar que te mereces esa confianza, eso te pone en la cuerda floja. Mira, mi problema, Lulú, es que no creo que estés siendo totalmente honesta conmigo.
—¡Sí que lo soy!
—Ya, tal vez creas que lo eres, pero yo opino que no eres totalmente honesta con nadie. Tienes un instinto natural de espía. De hecho, eres la espía perfecta, porque te ocultas secretos incluso a ti misma. Coombs lo supo ver, y lo utilizó. Creo que tu padre puede haberlo hecho también. Pero, en última instancia, tu espía interior existe para servirte a ti y, tal vez, con el incentivo adecuado podamos llegar a la verdad.
—¿De qué está hablando?
—Te lo enseñaré. Vamos.
Me llevaron al exterior del edificio entre un grupo considerable de personas. Los caminos del complejo de investigación se llenaron de repente de hombres mayores bien vestidos que caminaban torpemente por el barro con ropa a la última moda y botas de agua, como si fuesen a una partida de caza. Ni uno solo llevaba el implante. Me miraban fijamente en un fascinado silencio, y yo les devolví la mirada.
—Tú sigue caminando —dijo el coronel, indicándome un camino que discurría entre la multitud—. Sal por la verja. Si se te ocurre alguna idea que quieras compartir, cruza los brazos así. —Hizo una gran equis sobre su cabeza.
Busqué a la doctora Stevens, pero ya no estaba. No había ni rastro de ninguno de los médicos. Algo de color rojo se reflejó en mí y me percaté de que aquellos hombres me estaban apuntando con punteros láser. No les importaba que los estuviera viendo hacerlo.
Con un indescriptible sentimiento de pavor, salí del complejo en dirección al fango que lo rodeaba. Y ahora, ¿qué? La verja se cerró a mis espaldas y me dejó sola bajo aquel acolchado cielo plateado repleto de aire caliente. Sin saber qué más hacer, dirigí mis pasos hacia el embarcadero metálico que daba al puente levadizo. Tenía la esperanza de que hubiesen decidido prescindir de mí por el momento. Justo entonces, se activó el torno eléctrico y bajó el puente para mí. No, para mí no, para un pequeño grupo de gente que esperaba al otro lado.
El corazón me dio un vuelco al verlos. Era mi grupo, todos ellos, los seis: Hector, Julian, Jake, Shawn, Lemuel y Cole. Cruzaron corriendo y nos encontramos en la pasarela con gran alegría.
—¡Ay Dios, ay Dios, ay Dios! —chillé.
Los chicos también estaban más emocionados de lo que nunca los había visto. Todos llorábamos, delirantes y aliviados, aunque todavía impresionados con esos artilugios que llevábamos en la cabeza.
—¿Dónde habéis estado, chicos? —grité.
—No tenemos tiempo para hablar —dijo Julian, repentinamente consciente de la multitud de curiosos que se agolpaba tras la valla. Bajando la voz y haciendo un gesto de advertencia a los demás, dijo—: Nos largamos.
—Nos vamos pitando —dijo Jake.
Eso solo consiguió hacerme llorar más aún.
—¿Quieres decir ahora mismo? ¿Cómo?
Shawn dijo:
—Iban a follarnos. Y yo en plan: «Ni de coña, tío. ¡Hasta la vista!».
—¿Qué?
—Es cierto —dijo Hector—. No hay suficientes mujeres, así que existe una especie de esclavitud sexual, como en una cárcel. ¡Así es como esperan que nos ganemos la comida y el techo! Tienen a unos viejos verdes ya escogidos para nosotros, y se supone que tenemos que mostrarnos agradecidos con ellos o nadie nos querrá. Es eso o hacer de conejillos de indias para investigaciones médicas.
—Que le jodan a esa mierda —dijo Cole—. Yo no vine aquí para casarme con ningún millonario.
—¿Cómo pretendéis escapar?
Julian dijo:
—Aquí dentro no hay seguridad, ni armas; todo está en el código de honor. ¡Nadie ha tratado de detenernos siquiera! —Estaba alterado—. ¡Nos dejaron solos en esa carpa enorme, y nos fuimos sin más!
—No deberíamos tener ningún problema para salir —dijo Hector—. Mantener a la gente dentro es secundario. Dejan que el clima ártico se ocupe de eso.
Y con mucha razón, pensé, pero no iba ser yo la que le buscase cinco pies al gato. Si había un motivo para encaminarse hacia el gélido vacío, era aquel.
—¿Cómo me habéis encontrado?
—¡Esa fue la parte más fácil! Nos enseñaron el programa que tienen aquí, que controla los movimientos de todo el mundo. Cualquiera puede encontrar a cualquiera. Es de coña.
—¿Dónde está el señor Albemarle?
Hector respondió con brusquedad.
—Él no aparece en el sistema, no lo hemos encontrado. Tampoco pudimos encontrar al señor Cowper. Lo siento, Lulú. Esperábamos que tú supieras algo.
Negué con la cabeza, reacia a hablar. Ya no había rescate posible para Cowper.
—El resto de la tripulación está en el barco —dijo Julian—. Los tienen allí retenidos para que lo mantengan en funcionamiento, así que vamos a intentar liberarlos y volver a tomar el submarino. Sé que suena muy básico pero, si podemos llegar a los garajes, tal vez seamos capaces de afanarnos un coche y cargarnos la verja antes de que nadie sepa lo que está ocurriendo. Por lo que he oído, puede que haya algunas personas que quieran venirse con nosotros.
Cole lo corrigió:
—Un montón de personas, G. Ya oíste cuánto odian Mogul… ¡Maldita sea!
—Casi tanto como odian a ese tal coronel por haber vendido las Fuerzas Aéreas y luego actuar como el puto George Washington —dijo Shawn.
—¿Al coronel Lowenthal? —pregunté.
—Sí, ese es el tío. Ni siquiera era coronel, hasta que se enganchó a Mogul. El verdadero coronel está muerto. Es algo parecido a lo que ocurrió con Coombs: Lowenthal solo era alférez, pero estaba dispuesto a seguirles el juego, así que lo pusieron a cargo de todo.
—Hincharon una estatua en su honor —dijo Jake.
—Definitivamente, tenemos problemas aquí dentro —admitió Julian—, pero no podemos perder el tiempo tratando de provocar una revuelta. Lo importante es liberar a nuestra gente y tomar el barco. —Estaba cada vez más preocupado por los espectadores—. Saquemos nuestros culos de aquí.
Habíamos ido avanzando hacia el puente. De repente, lo subieron en nuestras narices.
Susurré:
—Cuánto lo siento, chicos.
Nadie me oía. Todos maldecían y atacaban el mecanismo del puente.
Aquello tenía que ser de lo que hablaba Lowenthal; aquel era el «incentivo». Casi había conseguido engañarme a mí misma al creer que podríamos huir. Cuando se me cayó la venda de los ojos, miré hacia atrás, a los hombres que había tras la valla. Nos observaban como apostadores embelesados en el derbi de Kentucky, aguardando el pistoletazo de salida. Había incluso una cámara con teleobjetivo sobre un trípode que capturaba un vídeo en directo de nuestra situación. La revolución será televisada, pensé.
—Necesitamos herramientas —dijo Julian, retrocediendo disgustado ante el grasiento e inflexible cabestrante. Se había hecho daño en la mano.
—Tenemos que ir por otro camino —dijo Lemuel.
Ausente, respondí:
—No hay otro camino. El foso lo rodea todo.
—Entonces nadaremos.
Shawn saltó:
—¡Ni de coña! ¡Mira ahí abajo! —Parecía haber cosas moviéndose bajo la viscosa agua. Formas glutinosas, en estado embrionario.
—Tiene razón —admitió Julian—. Es una trampa mortal.
—Vale, ¿y qué coño vamos a hacer? —preguntó Cole.
—Yo sé lo que voy a hacer —dijo Jake, mirando hacia el otro lado del campo.
—¿Qué?
—Rezar.
Alarmados por su tono, nos volvimos para ver qué estaba mirando. Algo se acercaba a nosotros. Algo azul.
—Oh, no, tío —dijo Hector—. Venga ya.
Era Ed Albemarle.
Avanzaba embistiendo como un rinoceronte y supimos que nada lo detendría. No nos quedaba otra opción que esquivar la arremetida.
—Tú corre delante —me dijo Hector—. Nosotros intentaremos detenerlo.
—¿Que corra hacia dónde?
—¡Hacia aquella verja! —dijo Cole, gesticulando en dirección a los hombres que nos observaban—. ¡Tienen que dejarnos entrar!
—No lo harán —respondí—. Solo están aquí para mirar.
Julian bramó:
—¡Entonces correremos en círculos! ¡Vete!
Corrí. Las sandalias se me salieron de los pies y, a continuación, mis botines cubiertos de barro. A pesar de estar descalza, corrí aún más; el barro se me deslizaba entre los dedos de los pies e iba dejando un rastro de huellas perfectas. Los cinco chicos me seguían en formación y, tras ellos, el gigante. A pesar de su magnitud, el señor Albemarle apenas parecía pisar el suelo; sus piernas eran un borrón y, a su paso, se levantaban terrones de barro. Lo que se acercaba era un torpedo de carne y hueso.
—¡Podemos abatirlo si es necesario! —gritó Julian—. ¡Dos en cada pierna, dos en cada brazo, uno en el medio y otro alrededor de su cuello! ¡Preparaos!
Sin miedo o discusión alguna, se situaron en una holgada formación dispuesta a atacar, respirando agitadamente. Albemarle se acercaba cada vez más. Sus aplastantes pisadas iban al ritmo de los latidos de mi corazón desbocado; me pareció sentir que el suelo temblaba. En cuestión de unos pocos segundos, de ser una amenaza en la distancia apenas creíble pasó a ser el espectro de un ahogado que nos pisaba los talones, y nos dispersaba como si fuéramos ovejas. Hector me adelantó, perseguido por su padrastro y desesperado por mantenerse a la cabeza, mientras el resto de nosotros nos desplegábamos a ambos lados y cerrábamos la formación tras ellos.
Se estaban alejando de nosotros; era ahora o nunca.
—¡Vamos! —gritó Julian.
Cole y Lemuel salieron disparados en un sprint final y se aproximaron a Albemarle tratando de aferrarse a sus piernas. Al mismo tiempo, Julian, Jake y Shawn se abalanzaron por ambos lados. Yo retrocedí, no quería que me aplastaran en su forcejeo pero, a decir verdad, no hubo forcejeo alguno; ni siquiera llegaron a tocarlo. El hombretón se zafó de ellos con una agilidad animal, apenas consciente de sus torpes maniobras para atraparlo. Al intentar correr tras él, los chicos tropezaron unos contra otros y cayeron en el barro.
Hector supo que no tenía opción. Como último recurso, intentó amagar y volver sobre sus pasos como una liebre, pero Albemarle fue más rápido. Con la misma facilidad que si estuviese cogiendo fruta de una parra, alzó al chico y cortó su grito con un aplastante abrazo, con el afecto entusiasta de una anaconda cuando está comiendo. Los suplicantes ojos de Hector perdieron su brillo.
—¡No! —grité—. ¡No puede hacerlo!
Ed Albemarle abrió sus labios color ciruela y envolvió la nariz y la boca de Hector. Mientras nos poníamos de pie, nos volvió la espalda y se apartó, acaparando el cuerpo de su hijastro del modo en que un perro acapara un hueso. No es que se sintiera intimidado por nosotros, sino que estaba en medio de algo y no podíamos molestarlo. Hector ya parecía muerto, pero yo no estaba preparada para creerlo.
Leyéndome el pensamiento, Julian chilló:
—¡Tenemos que atraparlo! ¡Acorralarlo en el foso! ¡Vamos!
Los otros chicos, embarrados y con los ojos desencajados, se desplegaron. Albemarle alcanzó el borde del foso y giró a la derecha. Nos fuimos acercando a él, y él trotaba directo hacia nosotros con Hector inerte entre sus brazos. Recordé un dibujo de uno de los libros de arte de mi madre que me provocaba pesadillas cuando era pequeña, una espantosa pintura de Goya titulada Saturno devorando a un hijo y, de repente, supe lo que debía hacer.
—¡Empujadlos al foso! —grité mientras corría—. ¡Hector se ha ido! ¡Tenemos que empujarlos a ambos ahora mismo, antes de que sea demasiado tarde!
Los chicos, Dios los proteja, estaban conmigo. Lo habría intentado sola, pero estaban a mi lado y todos sentíamos la misma vergüenza y horror ante lo que estábamos a punto de hacer. Albemarle vaciló cuando nos acercamos, dejó caer de repente el cuerpo de Hector y se abalanzó sobre nosotros, más bien sobre mí. Su enorme mano me agarró como si fuese un pollo, y me alzó ante aquel oscuro rostro. Se percibía inteligencia en él, tras la inescrutable mueca de un ídolo caníbal y, en mi imaginación, oí una voz que decía: «Todo va a ir bien». Entonces, Lemuel le propinó un cabezazo a toda velocidad.
Lemuel había perdido algo de peso en el barco, pero seguía siendo un chico fornido, y la fuerza de su golpe probablemente habría dejado fría a una persona normal. El único efecto que surtió en Albemarle fue que le hizo perder el equilibrio, por lo que el impulso coordinado de los demás chicos bastó para arrojarlo en la profunda zanja.
Mientras caía, Ed Albemarle tuvo la sensatez de soltarme a mí para coger a los dos chicos de mayor tamaño, ambos atletas, Lemuel y Cole, como un escalador que cambia de lugar al que agarrarse, pero ni siquiera ellos bastaban para aguantar su peso; la dinámica favoreció a la gravedad de forma abrumadora y los tres se desvanecieron bajo una burbujeante superficie de mugre. Julian me apartó del borde de un tirón.
—¡Lulú! ¿Estás bien? ¿Estás bien? —Estaba desesperado, las lágrimas le corrían por su rostro embarrado y los otros dos, Jake y Shawn, se apartaban del borde totalmente traumatizados.
Con la tráquea magullada, tosí y traté de coger el suficiente aire para decir «Hector», pero antes de que pudiera hacerlo, se produjo un movimiento explosivo a mi izquierda. Shawn salió despedido hacia arriba, con el cuello arqueado en una salva de crujidos de cartílagos, y empezó a deslizarse como si estuviese sobre una plataforma con ruedas. ¡Sus pies no tocaban el suelo! Pero pude ver huellas y un segundo par de pies debajo de él; era Hector. Este llevaba a Shawn a la espalda como si fuese media res, y lo ahogaba desde atrás mientras se alejaba dando brincos.
A ninguno de nosotros le quedaban fuerzas, pero nos lanzamos en su persecución.
—Albemarle era una cosa, pero con Hector sí que puedo —murmuraba Julian con poco entusiasmo—. Puedo con él…
Pero resultaba obvio que nunca los alcanzaríamos. Era agotador correr sobre el barro, y ya estábamos destrozados. El rostro de Jake estaba lleno de manchas rojas, Julian parecía delirar y la tensión estaba haciendo que mi implante empeorase visiblemente; era como si me clavasen un cincel en la cabeza. El efecto de los calmantes se me estaba pasando. Si los suyos dolían como el mío, todos estaríamos fuera de juego enseguida. Y cada segundo que pasaba, el pobre Shawn se alejaba cada vez más hasta estar fuera de nuestro alcance.
Observando cómo se iban, finalmente me di por vencida:
—Ya es suficiente… No podemos. —Sonaba como si tuviese laringitis.
—¡No! —gritó Jake, sin desistir—. ¡Tenemos que alcanzarlos! ¡Vamos!
Julian se desplomó sobre el barro.
—Se ha acabado, tío. Déjalo.
—¡No! —Pero las fuerzas parecían abandonarlo, y redujo su paso a un ritmo irregular y sin rumbo—. ¿Es que no lo veis? —gimoteó—. Somos los siguientes.
Se me hacía difícil pensar con todo lo que me dolía la cabeza. Intenté ver todo aquello de una forma metódica, racional, de ese modo que siempre había enfurecido a mi madre. «¡Yo no soy un robot como tú!», me gritaba durante nuestras discusiones. «¡Soy un ser humano! ¡Tengo sentimientos!». Pensé en Cowper diciendo: «Lulú, ¿has mirado en mi corazón?» y en Lowenthal llamándome espía.
Tal vez tuviesen razón. Tal vez en lugar de una inocente víctima de las circunstancias, como yo siempre me imaginaba a mí misma, fuese una asquerosa egoísta y una maquinadora. ¿Era aquella la única razón por la que había llegado tan lejos? ¿Engatusando a todo el mundo, incluida yo misma? Si así era, entonces a lo mejor era justo que acabase en aquel preciso lugar y momento. Yo había metido a los chicos en aquello, lo correcto era compartir su destino.
Llorando un poco, saqué el relicario dorado de debajo de mi camiseta y contemplé mi foto de bebé. ¿Cuándo había dejado de ser aquella niña? ¿Cuándo me había vuelto mala?
—Aquí vienen —dijo Jake.
«Te di mi corazón, y ni siquiera le echaste un segundo vistazo.»
Frunciendo el ceño, lo abrí y saqué la foto para mirar de nuevo los pequeños garabatos del reverso: «1 ABL S FR 13». Me recorrió un escalofrío. Reconocí aquello. No había podido entenderlo la primera vez que lo leí, pero lo entendía ahora. «1 ABL» era un metro sobre la línea base,[31] la parte más baja del submarino; «S» era estribor, starboard en inglés; «FR 13» era frame 13, marco trece, como en una de las nervaduras numeradas del submarino, cerca de la proa, tal vez dentro de uno de los tanques de lastre. Eran abreviaturas de ingeniería en inglés que se utilizaban en los diagramas que había estado estudiando. Coordenadas. Cualquiera que supiera de submarinos sabría algo así. Lo que llevaba encima era un conjunto de indicaciones.
Levanté la cabeza. Hector y Shawn se nos venían encima, desbordantes de luz demoníaca; estaban tan cerca que pude ver cómo la hinchazón que rodeaba sus implantes se había vuelto azul. En cuestión de segundos, nos cogerían y nos harían las cosas que solían hacer. Jake y Julian no se movían, los observaban acercarse impasibles. Los hombres también observaban desde detrás de la valla.
Me puse en pie, hice gestos con los brazos y chillé con todas mis fuerzas:
—¡Ya lo tengo! ¡Por Dios, ayúdennos! ¡Por favor! —De repente supe que aquella desesperanzada súplica sería el último sonido que emitiría en mi vida. Ya era demasiado tarde. Hector venía a por mí, y no había nada que nadie pudiera hacer con la rapidez suficiente para detener aquello. Me dejé caer de rodillas ante él y vi puntos rojos danzando por todo su cuerpo.
Con un cegador destello, se desintegró. Simplemente se deshizo en pedazos en pleno avance, mientras las postimágenes de aquella luz abrasadora jugueteaban en el aire como garabatos infantiles. Tanto él como Shawn.
La verja se abrió.