30
Era horrible tardar tanto en morir. No es que estuviese incómoda, pero me preocupaba el profundo dolor que estaba por venir. ¡Muerte por ahogamiento, dos veces en una semana! Pero, en esta ocasión, era distinto. Para empezar, parecía aclimatarme más rápido a la temperatura. El agua estaba fría, sí, pero el efecto no era tan torturador como vívidamente sensual… y no era tan horrible. Estaba rodeada por una corona flotante de calidez, con pequeñas corrientes frías que se entretejían a mi alrededor y me atravesaban como en un plano secuencia acelerado de raíces creciendo. El frío tenía un efecto calmante sobre mí que agradecía enormemente.
Mis ojos recorrían despreocupadamente el interior del tanque volcado. Era como una burbuja de nieve, llena de partículas a la deriva. Todo estaba completamente destrozado y yo me sentía asombrada por seguir de una pieza. El artillero, Schneider, estaba inextricablemente enredado entre las piezas del cañón, encajado en la torreta por la fuerza de la explosión. No veía a Lowenthal ni a ninguno de los demás hombres; toda la zona de la cabina se había perdido tras la maquinaria y el suelo destrozados.
Una suave luz se filtraba a través del agujero en el hielo. Obligando a mis oxidadas articulaciones a doblarse, me estiré y me agarré con cuidado a una plancha de acero combada, recelosa de los bordes picudos, y me asomé parcialmente a la abertura.
El mar. Estaba enterrada en las profundidades de un limoso y verde anochecer, mirando hacia una membrana similar a una telaraña arriba, en lo alto. Serpentinas de burbujas y manchas como de lámparas de lava se elevaban hacia aquel círculo de luz, pero la sensación de mi cuerpo no era precisamente de flotar; estaba rígido y era pesado como el de un hombre de hojalata oxidado.
En medio de un densísimo desconcierto, caí en la cuenta de que no había cogido aire durante… ¿cuánto tiempo? Minutos. Diez minutos como mínimo. Más de lo que había aguantado la respiración en toda mi vida, eso seguro, y no sentía absolutamente nada. Pensándolo bien, en realidad no estaba aguantando la respiración: mi boca y mi nariz estaban bajo el agua absorbiendo y expulsando agua gélida, salada y manchada de fuel. ¿Estaba respirando agua? Conscientemente, dejé de hacerlo, pero no parecía haber diferencia alguna.
Allí, suspendida en el fondo del océano, con medio cuerpo dentro del tanque y medio cuerpo fuera, sentí una punzada de profunda soledad. Estaba muerta, pero vivía. Era una xombi. Genial.
Dejé que mi cuerpo se sumergiera lánguidamente en el interior del vehículo, reflexionando sobre el cambio, preguntándome qué me ocurriría en aquella agua tan, tan fría. Las cosas se iban ralentizando poco a poco hasta llegar a una especie de pausa: no la muerte, pero sí un cese del movimiento en el que permanecían las brasas ardientes de mi consciencia; soñando, mientras mis tejidos y fluidos corporales alcanzaban su punto de congelación. Era lo que había leído acerca de los agujeros negros en el espacio: que ser absorbido por uno significaba que el tiempo se estiraba hasta el infinito en el «horizonte final». Aquello parecía ser lo que ocurría: acercarse al horizonte final y nunca escapar.
Y no estaba sola. Alguien más se había despertado en los confines del vehículo: el artillero que estaba cabeza abajo, Schneider. A diferencia de mí, él no paraba de retorcerse, sus manos enguantadas apretaban y se aflojaban lentamente, de su ropa salían burbujas de sangre y su cabeza y su tronco estaban comprimidos contra la cúpula del tanque a causa de la presión que la plataforma del asiento ejercía hacia arriba.
Mientras lo miraba fascinada, sus extremidades se estiraron como sagaces antenas; cada una de ellas parecía tener una inquisitiva vida propia. La mano derecha localizó una herramienta, un cuchillo de bolsillo de un tamaño mayor de lo normal en una funda de cuero, y ambas manos se apresuraron a abrir la hoja con rapidez. Con golpes rápidos y violentos, Schneider utilizó el cuchillo, en primer lugar, para cortar el arnés del asiento y, a continuación, cualquier hueso o articulación que le impidiese moverse. Se desmembró hasta poder escurrirse de donde estaba. Me recordó a los animales atrapados que roen sus propias extremidades hasta arrancárselas, pero Schneider lo hizo de un modo totalmente mecánico, con la fría serenidad de un cirujano.
A pesar de todo, el frío también le afectaba; estaba decayendo. Cuando por fin logró soltarse, se quedó allí retorciéndose, con sus ojos negros fijos en algún punto y la boca moviéndose en silencio. Al mirarlo no sentí nada. Él no era nada. La nada era la impresión fundamental que tenía de todo, un infinito inmutable en cuatro dimensiones que se extendía ante mí sin posibilidad alguna de alivio, porque yo tampoco era nada.
Entonces algo largo, blanco y delgado, un enorme dedo esquelético, lo alcanzó desde la cabina bloqueada. Tras palpar con golpecitos toda la superficie de la montaña de trastos, encontró una abertura y comenzó a emerger, un dedo enorme tras otro, hasta que la monstruosa mano se hizo visible por completo. Era mayor que mi cuerpo, un cangrejo araña gigante. Se desplazó sobre la figura retorcida de Schneider, se agarró a ella con sus pinzas y picoteó los maltrechos bordes de las heridas. Mientras comía, sus ojos móviles permanecían clavados en mí, no con disimulo sino con auténtico descaro. Entonces entró un segundo crustáceo para unirse al festín. Enseguida la abertura estaba llena de patas puntiagudas y el angosto espacio era invadido por aquellos animales. Yo era un cebo en una trampa para crustáceos.
Schneider todavía no estaba acabado. Mientras las criaturas lo cubrían, él forcejeaba con ellas, esquivaba sus pinzas, trataba de salir de debajo de sus cuerpos, pero ellas eran fuertes y tenían la clara determinación de aprisionar y escarbar. Enseguida dejé de verlo. Cuando ya no quedaba nada en la mesa, el siguiente animal vino a por mí.
Moverse era todo un reto, ya que estaba casi inerte, por lo que podía entender que aquellos cangrejos me confundiesen con un cadáver hundido. Rígidamente apoyada contra el extremo opuesto del compartimento, con el cabello ondulando como si fuesen algas marinas, tenía hasta la postura semifetal de los muertos.
Sus tenazas extraordinariamente largas y huesudas, rematadas en unas pinzas de dos metros de largo y más gruesas que mi brazo, se estiraron hasta coger mi cabello y mi mano izquierda. Pellizcaban tan fuerte como unas tijeras de podar, pero yo no sentía dolor alguno. Tampoco estaba entumecida, ya que mi cuerpo registraba cada matiz de aquella herida, aunque se trataba de un análisis clínico e imparcial. No me «hacía daño». No existe modo alguno de describirlo excepto, tal vez, diciendo que mi cuerpo era un país bajo estado de sitio, y yo su reina. El crustáceo de rostro imperturbable se dispuso a llevarme hacia su boca para comerme. Mientras, otros se acercaban.
Empecé a moverme con gran velocidad. Mucho más ágil que yo, el animal ancló sus patas y afianzó su agarre. No me iba a ningún lado. Buscando un lugar al que aferrarme con mi inútil mano derecha, me tope con una de las botellas de agua caliente y me la pegué al cuerpo como un bebé a su mantita. Seguía caliente, el elemento químico que la activaba aún circulaba. Al cogerla, me rendí al crustáceo, que me dirigió directamente a sus pinchudas mandíbulas.
Abrí la válvula de la bolsa con los dientes y la apreté con todas las fuerzas que fui capaz de reunir, mientras inhalaba el agua caliente. Aquello no lo había planeado conscientemente, sino que más bien se trataba de una especie de compulsión física, como un bebé que mama. Lo que había sido mi mente, ahora estaba subsumida en una inteligencia mayor pero menos civilizada que se extendía por todo mi cuerpo. Aunque el agua estaba hirviendo, lo poco de mí que quedaba no tenía poder de veto sobre aquella nueva fuerza que me dominaba y que lo asumía como algo bueno. No dejé de beber ni siquiera cuando noté que mis órganos reventaban en mi interior.
Era un dibujo animado. De eso trataba todo aquello. Aquel extraño mundo era mi país de los juguetes y mi carne era plastilina moldeable. Si no dolía, ¿por qué no jugar?
Mientras bebía, notaba cómo el calor circulaba por mi cuerpo. Mi estómago se infló de un modo que podría resultar agonizante para una persona viva, pero yo sentía como me ablandaba, me hacía cada vez más flexible. Mi mente de ménade se agilizó.
El crustáceo mordisqueaba remilgadamente un mechón arrancado de mi cabello con un poco de cuero cabelludo pegado. Con aquello yo no había sentido más que un tirón y un punto frío detrás de mi oreja. Con una abrupta sacudida, me liberé, y me llevé sin querer una de sus zarpas conmigo. El animal no pareció inmutarse en absoluto por el daño, ni por mi huida, y sentí una oleada de comprensión mutua: ambos éramos conocedores de una paz perfecta desconocida para las formas de vida superiores.
Plenamente consciente de que el frío no tardaría en inmovilizarme de nuevo, salí del vehículo trepando como una artrítica y me situé sobre él. Un montón de crustáceos se interpusieron en mi camino, pero yo los disuadí con la pata amputada y los hice retroceder.
De pie sobre el tanque volcado, me detuve y observé el lecho marino que me rodeaba. Mi fuga estaba bloqueada.
Los crustáceos cubrían cada centímetro cuadrado de suelo marino, legiones que se perdían en la oscuridad. Había capas, montones de ellos rodeando el tanque, hasta un total de diez unos encima de los otros. Alrededor de la parte frontal, dos montones parecían especialmente ocupados. Al dirigir mi mirada hacia ellos, un rostro surgió de la masa viva, con patas aferradas a los labios y los párpados que le concedían los rasgos de una exagerada expresión de inmenso terror. Era Lowenthal. El ojo que le quedaba me miró, y experimenté una sensación eléctrica de contacto, de su voz que me decía: «Vete». Entonces, una garra le atravesó la boca y le desgarró la lengua. Y desapareció en medio de la masa.
Me quité el pesado chaleco antibalas y comencé a patalear hacia la superficie.
Allí arriba había fuegos encendidos que reflejaban colores fluorescentes en el hielo roto, pero el calor no se transmitía a través del agua. Cuando alcancé la superficie, me encontré con que el hielo se había vuelto a solidificar. No flotaba con facilidad, no me quedaba aire en los pulmones y tenía que seguir pataleando en el agua sin parar si no quería hundirme hasta el fondo. Sabía que los crustáceos me estarían esperando encantados.
Abriéndome camino entre un revoltijo de bloques, di un puñetazo que atravesó una capa de hielo recién formada y me destrocé los nudillos, pero abrí un agujero de bordes afilados por el que me pude asomar a la superficie. Mi cabello y mi rostro se helaron al instante nada más entrar en contacto con el aire; un aire que estaba a veinte o veinticinco grados menos que el agua. No muy lejos, pude ver llamas y humo que se elevaban hacia el cielo nocturno. Me encaramé a la superficie de hielo y corrí hacia allí.
Caía agua de todos mis orificios y se congelaba a medida que yo me movía, así que despedía carámbanos a cada paso. Mi piel se estaba cristalizando, crujía y se quebraba en las articulaciones. Mientras corría, me topé con trozos de chatarra y un torso carbonizado y, finalmente, me llegó el calor del fuego. Procedía de la carcasa ennegrecida de un aerodeslizador, un crisol enorme que ardía con luz parpadeante en una piscina de nieve derretida, y caminé chapoteando hasta ella con los brazos extendidos.
No sé cuánto tiempo me quedé allí. Pudieron ser minutos o tal vez horas. Con los ojos cerrados ante el calor que se iba desvaneciendo, pude sentir cómo la capa de hielo que me cubría se iba derritiendo y mis tejidos corporales recuperaban la flexibilidad, la vida. No la vida en el sentido habitual de la palabra, que era una entidad misteriosa independiente de mi mente, con su anatomía oculta y sus procesos poco reconocidos, sino la vida como un paisaje muy familiar cuyos elementos, cada uno de ellos, me eran conocidos y cuyas pequeñas partes podía no solo examinar desde lejos, sino habitarlas a voluntad con el ojo de mi mente.
Podía surcar los ríos y afluentes de mi nueva estructura xombi y explorar las profundas y serpenteantes heridas causadas por la metralla. Podía cerrar las heridas y sellarlas, con la misma facilidad que podía sellar mis labios. Podía incluso apretar la piel que rodeaba los trozos de chatarra clavados en mi costado, apretar con unos músculos y otros hasta que emergiesen de los cortes sin derramamiento de sangre alguno y cayesen al agua.
Levanté el brazo y me toqué el implante, hundido en el rígido hueso. Realmente podía saborear los tornillos de metal y poner a prueba lo apretados que estaban a mi cráneo. El eco distante de mi vieja capacidad para maravillarme se fue por el aire como la música de un coche que pasa a toda velocidad. Entonces fruncí la frente. Con un crujido, el implante se soltó y cayó en mi mano. Brillaba bajo la luz del fuego, y lo dejé caer.
El mar estaba lleno de escombros. Aquí y allá, los xombis vagaban como niños perdidos en una feria, sucumbiendo al frío con rapidez. No sentía miedo ni empatía, y ellos se comportaban con la misma indiferencia con respecto a mí. Pero hubo algo que sí que me conmocionó, un ruido descontrolado a lo lejos. Sonaba en mi cabeza como las voces casi olvidadas de los seres queridos que llevan mucho tiempo muertos. Era insoportablemente dulce y triste. Atrayente.
Eran personas. A kilómetros de distancia, la gente de Utik se estaba marchando de Thule; una caravana de autobuses, motos de nieve y trineos tirados por perros se dirigían hacia el norte mientras Valhalla ardía. Los que se habían quedado atrás estaban demasiado ocupados luchando por detenerlos, y pude sentir tanto la impaciente huida de los esquimales como el odio y la miseria de los ocupantes de las cúpulas. Esta sensación se filtró por todos mis poros, como si todo mi cuerpo se hubiese convertido en una antena sintonizada para recibir las señales de la frágil humanidad. Podía sentirlas, y era lo único que podía sentir: una sinfonía descorazonadora en el vacío, un concierto caleidoscópico de destrucción, y ansiaba liberar a cada una de aquellas personas de la espantosa amenaza que pendía sobre ellas: el parásito del tiempo. No tenía alternativa: eran todo lo que quedaba de mí, cada una de ellas era una vívida luz discordante en el vasto vacío de la eternidad, aunque estaban a merced de la funesta mortalidad como velas que flotan en el mar de la noche para hundirse y apagarse. No. Tenían que salvarse. Yo tenía el poder de salvarlas. Para conservarlas, del mismo modo que solía conservar delicadas flores en mi álbum de recortes.
Lulú.
Me detuve.
Lulú. Deprisa.
Era el sonido del viento, que jugaba con mi nombre. No sabría decir si era una voz o muchas, pero resonaba en los tendones de mi inerte corazón azul como un dios benevolente. Me conocía, me conocía de un modo en el que yo ya no me conocía a mí misma, me recordaba lo que yo quería recordar con más desesperación: quién era yo. La voz no me llamaba hacia Thule, sino en la dirección del barco.
El barco. Casi me había olvidado de él. Por no hablar de los chicos de su interior. Las cosas ahora funcionaban según el criterio de «ojos que no ven, corazón que no siente». Recordar a aquellos hombres era impactante, como encontrar objetos de valor que se creían perdidos hace tiempo, reliquias vivas que habían sido empeñadas. ¡Eran mías!
Indecisa, miré hacia el fulgurante caos de Valhalla, a kilómetros de distancia. Una parte de mí sabía que no sería capaz de llegar tan lejos, que me solidificaría como el cemento antes de alcanzar incluso la mitad del camino, pero resultaba muy difícil apartar mi atención de aquellas multitudes enfrentadas y correr en dirección opuesta. La evasiva era ajena a mi nueva naturaleza. Solo quería irme. Decidí actuar contracorriente y me dirigí al submarino.
Mientras seguía los cables eléctricos que serpenteaban por el hielo, sentí que volvía a congelarme, pero me di cuenta de que podía acaparar más calor que antes: mi piel se había endurecido muchísimo y había creado una capa aislante, y las plantas de mis pies estaban cubiertas de callos. También mis órganos internos se estaba reestructurando y optimizando. Incluso así, no tenía demasiado tiempo, pero el submarino no estaba lejos y yo podía avanzar a gran velocidad. Seguía sin respirar o, más bien, respiraba a través de todo mi cuerpo. Absorbía. Filtraba. Me sentía incansable y ligera, como si el mundo girase bajo mis pies mientras que yo estaba colgada de un arnés en un punto fijo del cielo.
Había hogueras esparcidas sobre la superficie del mar. Al acercarme a la cúpula esperaba encontrármela ardiendo también, o plana como una medusa que ha sido arrastrada hasta la playa por la corriente, pero solamente estaba parcialmente desinflada, como un suflé torcido. Las luces estaban apagadas y parecía desierta. No me pareció que hubiese vida humana, ni dentro ni fuera. La voz guardaba silencio. Aparte de mí, no había ni un solo xombi a la vista, y sentí un abrumador deseo de tenderme en el suelo y pasar a formar parte de aquel panorama. Ya se me había olvidado por qué estaba allí.
Con los pies congelados como garrotes, aminoré el paso hasta reducirlo a una cojera y entré por la imponente brecha abierta por el tanque. El palio se resquebrajaba ruidosamente a causa del viento. Dentro estaba oscuro y la hierba crujía al pisarla. Había cuerpos por todas partes, rígidos por el frío igual que lo estaría yo enseguida, esperando la primavera. Pero algo enorme irrumpía en el vacío, causaba que aquella verde tundra se revolviese como un leviatán que se está despertando. Era el submarino. El submarino se estaba moviendo.
No alcanzaba a ver nada en aquella oscuridad casi total, pero lo encontré con bastante facilidad gracias a la creciente cacofonía bíblica del hielo al resquebrajarse y a los chorros volcánicos de aire que emergían de cada una de las fisuras, así como al agua que desbordaba y que subía como la marea para extenderse en olas acristaladas por todo el terreno. Podía sentir cómo ocurrían todas esas cosas como si, de algún modo, fuesen una extensión de mi propio ser.
Con el agua lamiéndome los pies, la voz dijo: Síguelo. Y yo avancé en aquel baño de hielo luchando contra la atrofia. ¿Qué quería de mí?
Entonces me detuve al notar que algo se alzaba en la oscuridad, brillante como una antorcha en mi conciencia, todo dientes y furia. Pero no una «furia». Mis agonizantes reflejos eran demasiado lentos para protegerme de aquello. Un cuerpo ágil, cubierto de grueso cabello chocó contra el mío, y hundió sus fauces en mi cuello. Me agité como una muñeca de trapo por el impacto, pero me mantuve en pie, forcejeando con la criatura. Su fuerza era mucho mayor que la mía.
Era Don, el mandril. Y en algún lugar cercano pude oír un exhausto susurro que lo azuzaba:
—Cógelos, viejo Don. Ve a por ellos. Buen chico. —Era Sandoval, que yacía casi muerto. Don había estado protegiéndolo.
El simio iba a partirme en dos. Sencillamente, no había modo alguno de detenerlo. Me haría pedazos y nunca llegaría hasta el submarino. Traté animosamente de seguir adelante con la esperanza de que el animal desistiese, pero me mordía con más voracidad aún, una máquina de pura cólera. No me hacía sentir nada, salvo por la atroz sensación onírica de no poder avanzar, de no poder alcanzar mi único objetivo vital.
Entonces, de repente, se produjo una violenta agitación y me liberé. Aquella voz, dolorosamente familiar, me habló de nuevo: Ve, Lulú. Deprisa. Mientras aún puedas.
Era él, el señor Cowper, resucitado para luchar con Don.
El babuino y él se enzarzaron en un combate brutal, adornado con la espuma del mar que los iba cubriendo como si fueran escamas y que estallaba con cada golpe. Yo apenas fui consciente de la pelea; era Cowper el que copaba toda mi atención, no como mi padre, pues era inmune a tal sentimiento, sino como una contradicción andante. Él no era una presencia neutral como yo, ni tampoco mortal como Sandoval. Ambos estados coexistían en él. Era fascinante y perverso, lo que Langhorne había llamado Homo perrenius. Solo entonces capté la absoluta paradoja de todo aquello. La fugaz aura de la vida, tan delicada que tan solo podía contenerse en fragmentos de la memoria, se aferraba a él junto con su túnica hecha jirones, y lo enaltecía y lo elevaba hasta un exaltado «algo» a lo que yo no tenía acceso. Aun muerto, no tenía motivos para añorar la humanidad. Estaba completo.
Deprisa…
El babuino empezaba a vencerlo, Cowper estaba casi tan congelado como yo, no podía competir contra el endemoniado mono de sangre caliente. Le rompió sus agarrotados dedos, le rajó la garganta, hasta le arrancó la cabeza, pero él seguía conteniéndolo, lo que me concedía tiempo para escapar. Avancé lo más rápido que pude, seguida por los sonidos de la carne y los huesos desgarrados, atravesando el agua tal y como solía hacer cuando era pequeña y la lluvia convertía los campos en lagos y era posible caminar sobre el agua si corrías lo bastante rápido.
Entonces hice algo muy humano: volví a por él.
En unas cuantas zancadas largas los alcancé, tomé la cabeza del animal bajo mi brazo y la doblé hacia atrás mientras Cowper y yo inmovilizábamos su cuerpo entre los nuestros. Por un momento, me sentí parte de aquella criatura, cálida, viva y llena de sentimiento, mientras la apretaba cada vez más fuerte en un extático deseo de fundirme con él. Unas zarpas correosas y negras me despellejaron el rostro cuando la tensión alcanzó su punto más alto; entonces su cuello emitió un chasquido y la bestia se quedó sin fuerzas. Todos aquellos abrumadores sentimientos murieron con él y dejaron un inmenso y profundo abismo en el centro de todas las cosas, desde cuyos extremos Cowper y yo nos contemplábamos mutuamente.
Con aquella mirada, me dejó claro el precio de ser real: las penas de los mortales mueren felizmente con ellos y un xombi no siente ni padece. Cowper no sentía alivio por nada. La felicidad es un rasgo efímero de la juventud y la determinación; es el dolor lo que se acumula con el tiempo, únicamente atenuado por el refugio definitivo de la muerte. Lo que me había hecho en vida no era más que uno de los incontables pecados que lo perseguirían a la eternidad, acompañados y complementados por la futilidad de su existencia. Cowper estaba condenado: nunca podría escapar de sí mismo. Lo único que quería era caer en el olvido. Me acerqué a él y tomé su destrozada cabeza entre mis manos.
El barco se estaba sumergiendo, la cama de flores se abría y los escombros se colaban por las fisuras entre los gigantescos bloques que flotaban en vertical mientras se deshacían de su fina piel de césped. Los grandes planeadores, orientados verticalmente, se hundieron lentamente en aquel hervidero hasta que en la superficie no quedó más que el puente, la parte más alta de la vela, donde yo había pasado tantas horas tranquilas. Columnas de aire emergían al exterior como el chorro de una ballena mientras las secciones de inundación libre coronaban la maniobra. Casi se había ido.
Arranqué del todo la cabeza del señor Cowper.
Con ella bajo el brazo como si fuese un balón de fútbol, trepé y descendí a duras penas por los agitados fragmentos de hielo hasta alcanzar el extremo del último iceberg justo cuando el punto más alto del submarino se desvanecía entre remolinos. La voz extinta de mi madre me habló al oído: Vamos, tonta, el agua está buena. El hielo se cerraba de nuevo con un tumultuoso jaleo y, en cualquier momento, me tragaría o me reduciría a una pasta entre las paredes de porcelana. Lejos, en la oscuridad, pude oír los gritos de Sandoval cuando el cuerpo de Cowper lo encontró. Serena, me quedé allí de pie y me dejé envolver por la amenazadora ola.
Se había ido. El barco se había ido. Mi cuerpo se deslizó hacia abajo entre agitadas burbujas. Hacia la oscuridad del fondo, hacia donde algo me decía que pertenecía. Entonces, mi mano libre se topó con el borde del puente de mando y se agarró a él. El submarino había dejado de descender, no podía sumergirse más sin tocar en el fondo. De repente, la gigantesca hélice empezó a girar. Aunque a decenas de metros de distancia, pude oír su débil chapoteo mientras comenzaba a mover la mole a la que mi mano se aferraba. El submarino comenzó a avanzar, y yo con él.
Sintiendo la corriente como si fuese una brisa, deslicé mis rígidas piernas por el puente de mando y me instalé en aquel pequeño espacio (como un rajá en la silla de su elefante) con la cabeza de Cowper en mi regazo. Si alargaba la mano podía alcanzar y acariciar el techo de hielo que pasaba lentamente sobre mi cabeza, mientras montaba sobre aquel enorme tubo de aire cálido, luz y humanos confiados. Soñaba con verme allí dentro, entre todos ellos, la Lulú viva, ajena al tiempo, simplemente celebrando nuestra huida. Era un fantasma, pero no creía tanto en mi existencia como para sentirme injustamente tratada. En ese sentido, estaba contenta de desaparecer…
Lulú.
De nuevo aquella voz. Esta vez no era Cowper o, al menos, no era él solo. Por fin, al inclinarme sobre el borde del puente, comprendí del todo la voz y el deseo colectivo que representaba.
Allí, en la penumbra del océano, en la base de la vela, los vi: muchos de los chicos a los que había conocido en vida, excepto unos pocos, y muchos más a los que no conocía. Todos ellos envolvían la torre de mando con el cordón con el que habían unido sus cuerpos, como si fuesen marineros novatos azotados por una tormenta. Hasta Julian estaba allí, aferrándose como una estrella de mar. Todos mis xombis.
Recordé que Utik me había hablado de los viejos chamanes de Netsilik, que se habían zambullido sin miedo hasta el fondo del mar para lograr los favores de la diosa Nuliajuk. Solo que no creía que aquella diosa fuese a cooperar, y el agitado mar nos arrancaría de allí, uno por uno, hasta reducirnos al último elemento: simples microbios de ménade, dispersos por las corrientes. Aquello era lo más cerca que podíamos estar de morir. Sí, en la práctica, aquello era la muerte. Mis compañeros habían escogido sabiamente.
Cerré mis endurecidos párpados y me dejé llevar.