8
Todd Holmes
Tal vez fue la visión de aquellas mujeres la que provocó que Todd soñase con su madre. Cuando estaba consciente, bloqueaba por completo el recuerdo de ella en su cabeza. Conocía el término para aquello: «síndrome de estrés postraumático», pero siempre había pensado que eso era algo que solo les ocurría a los soldados en tiempos de guerra. Ahora, en su ensueño, lo recordaba todo.
—Realmente debes de pensar que soy tonta. ¡Vaya, realmente debes de tomarme por estúpida!
—¿Eh?
—Escucha, si me odias tanto, ¿por qué no te vas a vivir con él, y punto? Te diré por qué: porque él no cargaría contigo. ¿Crees que él quiere esa responsabilidad? No apuestes por ello.
—¿De qué estás hablando, mamá?
—¿Que de qué estoy hablando? Esa es buena. Sí, esa tiene gracia, mucha gracia. —Su voz se combó como una hoja de cristal justo antes de romperse—. No te hagas el tonto conmigo. Has estado viéndote con él a mis espaldas. Dios mío, ¿cómo has podido? ¿Cómo has podido?
—¿Viéndome con quién?
—¡Con tu padre!
—¿Y por qué no iba a hacerlo?
—¿Por qué? —Se echó a reír—. Todos me preguntáis por qué. Ah, qué gracia, después de todo lo que hemos pasado juntos por culpa de ese hombre. ¿Quién crees que mantiene un techo bajo el que podamos vivir? ¿Quién crees que ha trabajado como una esclava para que no acabemos debajo de un puente? ¡Él no! ¡A él no podría importarle menos! ¡Y tú me apuñalas por la espalda! ¡Mi propio hijo! No puedo creerlo, de verdad que no puedo creerlo. ¡Ay, Dios mío! —De repente parecía estar lejos, perdida y llorando, absorta por el dolor—. ¿Qué he hecho yo para merecer esto? —gimoteaba—. ¿Qué he hecho?
—Nada —dijo Todd—. Nunca se trata de ti.
Se volvió hacia él, con los ojos arrasados en lágrimas.
—¿Quieres saber cómo me enteré? Ah, esto te encantará. Se pasó por aquí ayer, el muy cerdo, con intención de que lo perdonase. ¡De hecho, tuvo el descaro de preguntarme si podía llevarte con él a la fábrica! ¡No podía creerlo!
Incapaz de escucharla más, Todd se dirigió hacia la puerta, pero su madre lo agarró de las rastas. Eso no era lo peor; cuando estaba realmente furiosa, le retorcía los pírsines.
—¡Au! ¡Mamá!
—¿Adónde crees que vas?
—¡Fuera!
—Ah, no, no señor. Sé lo que pretendes. Crees que puedes ir a llorarle a él, y que así los dos os compadezcáis de la horrible zorra que soy, vaya una arpía controladora y miserable. Pues bien: ya me he hartado de ser el poli malo. Adelante. —Soltó a Todd, y le dio un empujón en la cabeza—. ¡Vete! Vete ahora mismo, colega. Pero no creas que vas a volver aquí, ah-ah. Si te marchas ahora, será mejor que entre en tus planes quedarte con él para siempre. Ya es hora de que le toque a él ser el padre. Adelante. Verás qué poco tarda en engañarte. Vete, por mí estupendo.
Todd vaciló, dio varios pasos hacia la puerta y flaqueó.
—No puedo creer que me estés haciendo esto, mamá.
—Bienvenido al club.
Mirando a su madre, tan decidida y alterada, Todd se alarmó de repente. Aquello no era un farol, lo decía en serio. Estaba dispuesta a dejarlo ir y a correr el riesgo de que, tal vez, nunca regresase.
De pronto supo que no podía dar un paso más: las cosas ya habían ido demasiado lejos. Aunque odiaba a su madre por el ultimátum y la humillación, en el fondo de su corazón comprendió que la culpa realmente no era de ella, sino de su padre, por todas sus mentiras y promesas vacías. Si Todd confiase realmente en su padre, habría podido salir por aquella puerta sin mirar atrás siquiera. Se habría ido tan rápido que la cabeza le daría vueltas. Por mucho que desease que fuera así, la verdad era que su viejo seguía siendo una incógnita. Y no tanto una incógnita como, sencillamente, alguien en quien no se podía confiar.
Todd se encerró en su habitación y se tiró bocabajo sobre la cama, sollozando, vertiendo improperios y golpeando las almohadas con los puños.
Sacudiendo la cabeza, su madre terminó de vestirse y salió.
Todd se quedó en la cama toda la tarde, enroscado como un oso hormiguero contra el dolor que lo invadía, atrapado por una quietud febril que de vez en cuando se veía interrumpida por histéricos arranques de rabia. Fantaseó durante un largo rato con el suicidio, trazó planes elaborados y específicos y compuso varias versiones de la nota que dejaría. Era difícil acertar con el tono. ¿De disculpa? ¿Acusatorio? ¿Triste y profundo? ¿Insidioso e iracundo? ¿Breve y sucinto, o un manifiesto detallado? No era capaz de decidirse. Finalmente, con el caer de la noche y el apartamento sumergido en la penumbra, se quedó dormido.
A medianoche se despertó de un profundo sueño con el ruido de gente corriendo por los rellanos, chillando de forma incoherente y dando portazos. Un montón de voces y gritos absurdos. Abajo, en las calles, se oían los estallidos de fuegos artificiales y una frenética profusión de cláxones y sirenas. Sonaba como si la ciudad entera estuviese sumida en el caos.
Tardó un segundo en poner sus ideas en orden, pero entonces cayó en la cuenta: Ah, sí, es Nochevieja. La idea de estar perdiéndose la diversión lo deprimió todavía más, así que, disgustado, se cubrió la cabeza con un cojín del sofá y se volvió a quedar dormido.
Unas horas más tarde, pasadas las cuatro de la madrugada, algo lo despertó de nuevo.
Al principio no estaba seguro de qué era lo que lo había sacado de su sueño. Estaba totalmente despierto y despejado, y miraba fijamente los dibujos que formaba la luz reflejada en el techo. Ahora reinaba el silencio, los ruidos de la ciudad se habían apagado hasta que no quedó más que un lejano rumor.
Entonces volvió a oírlo: un ruido metálico en la puerta del piso. Era el pomo; alguien en el rellano lo estaba girando para intentar entrar. No solo giraba el pomo, sino que tiraba de él y lo forzaba, como negándose a aceptar que la puerta estaba cerrada con llave. Todd pudo ver la sombra de los pies de aquella persona bajo la rendija de la puerta.
Se incorporó alarmado. ¿Alguien intentaba entrar? ¿Tal vez su padre venía para llevárselo a escondidas? Dirigió la mirada hacia el otro lado de la habitación, donde estaba la cama de su madre, con intención de despertarla. Pero la cama aún estaba hecha; ella no había llegado a casa. Aquello era desconcertante, nada propio de ella, pero Todd se recordó a sí mismo que era Nochevieja. A lo mejor la habían invitado a una fiesta después del trabajo. Seguía siendo muy improbable, pero Todd sintió una fugaz esperanza de que fuese ella la que estaba en la puerta, cansada (desde luego, borracha no) y buscando sus llaves.
Vacilante, la llamó:
—¿Mamá?
En respuesta a su llamada, algo similar a un montón de ladrillos golpeó la puerta, resquebrajó el marco y sacudió el apartamento entero. Entonces se oyó un chillido frenético y rechinante, una estridente erupción de sílabas sin sentido que hicieron que Todd se estremeciera. La extraña voz, mucho peor que el sonido de las uñas arrastrándose sobre una pizarra, convirtió cada folículo capilar y cada terminación nerviosa de Todd en un alambre vivo y arqueado. A punto estuvo de mearse en los pantalones.
Entonces hubo una pausa.
Todd se puso en pie lentamente, temblando con violencia. Escuchando. Ya no veía la sombra de los pies bajo la puerta.
¡¿Qué era eso?!
Nunca había oído una voz similar en su vida; ni lograba imaginar qué podría causar que una persona sonase de aquel modo. Ni siquiera podía distinguir si se trataba de un hombre o una mujer. Le aterraba pensar que fuese alguien que necesitase ayuda, que estuviese gravemente herido, agonizante o desangrándose en su puerta. Eso era lo que aquella voz evocaba: un dolor de dimensiones catastróficas... ¿O eran risas? No, era algo más salvaje; algo que exigía, no suplicaba, un lamento animal que a Todd le pareció que resonaba en la parte más primitiva de su ser y que provocaba una reacción igual de primaria: huir.
Pero no tenía adónde ir. Cuando la cosa que estaba fuera empezó a forzar y a tratar de romper el pomo de nuevo, los confines del pequeño apartamento adquirieron las dimensiones de una jaula, de una trampa mortal. Todd descolgó el teléfono y marcó el número de emergencias. La línea estaba ocupada... ¿podían hacer eso? Colgó con cuidado, tratando de no golpear el teléfono con su mano temblorosa.
Vale... Esperaré a que se vaya. Alguien más en el edificio debe de haber oído ese estruendo infernal. Lo normal era que un alboroto como aquel lograse que su casera filipina se pusiese hecha una furia. Nunca antes Todd había esperado con tanta ansia una de las diatribas de la señora Mazola. Pero no venía. Nadie vino. El edificio estaba inmerso en un silencio sepulcral.
De repente oyó un sonido que sí que reconoció: ¡el familiar tintineo del llavero de su madre! Ay, Dios mío... ¿Era ella la que estaba en la puerta? Pero... ¿ese grito? La idea resultaba demasiado desconcertante como para contemplarla siquiera. Todd no pudo evitar el impulso de correr hacia la puerta y escuchar, con el corazón desbocado. Sí, aquellas eran sus llaves, definitivamente... Pero ¿por qué tardaba tanto tiempo? Empezó a llorar de puro pánico y desesperación, incapaz de comprender cómo podía ser ella la que hubiese proferido aquel estruendo. ¿Qué le ocurría? No estaba seguro de si podría soportar saber de qué se trataba.
—¿Mamá? —susurró, con los labios pegados a la pintura agrietada.
No hubo respuesta, salvo aquel estúpido tintineo. Estaba tardando mucho más de lo que debería en abrir la puerta, como si la persona que permanecía fuera estuviese profunda y absurdamente absorta con aquellas llaves. Ya era suficiente: tenía que hacer algo. Todd enganchó la cadena de seguridad, giró el pomo con cautela y abrió la puerta una rendija...
Y la volvió a cerrar de golpe.
Y gritó.
La cosa que estaba allí fuera, aquella bruja demoníaca que se parecía un poco a su madre, embistió la puerta unas décimas de segundo tarde. Chilló furiosa, y esta vez Todd pudo descifrar algunas de sus confusas palabras:
—EhToddyToddymiToddymipequeñoaymipequeñoooo...
—¡Mamá, no! —gritó él, cuando aquella cosa volvió a golpear la puerta y resquebrajó el marco. Una embestida más y cedería.
Con el corazón saliéndosele por la boca, corrió al cuarto de baño y se encerró dentro. Se quedó allí de pie, escuchando, con la mirada fija en su propio reflejo en el espejo: un chico enjuto, con los ojos desorbitados, fantasmagóricamente pálido y con la piel tatuada con negras enredaderas de caracteres rúnicos, cuyos ojos azules le devolvían la mirada bajo una mata de rastas rubias, como esperando alguna respuesta.
Sus ojos se dirigieron entonces hacia la rejilla de ventilación que había junto al retrete. Aquel era un viejo edificio, un hotel reconvertido en apartamentos, y en lugar de ventana en el baño había un conducto de ventilación cubierto con una asquerosa rejilla metálica. Sentado en el retrete, Todd solía oír los ruidos íntimos de otros inquilinos mientras usaban el baño: un cierto voyerismo que se le antojaba infinita y asquerosamente fascinante. También había algo claramente espeluznante en aquel conducto apenas visible en el que alguien podría esconderse y espiarlo a él. A veces, cuando iba al baño de madrugada, visualizaba a un hombre extraño y de aspecto arácnido que vivía tras la rejilla y se deslizaba arriba y abajo por el conducto o se agazapaba a tan solo unos centímetros de Todd mientras él estaba sentado en el retrete. El señor Green.
Oyó cómo se rompía la puerta de fuera. Aquella cosa aterradora que había sido su madre entró en el apartamento como una furiosa ráfaga de viento, tirando los muebles y rompiendo cuanto encontraba a su paso mientras registraba el lugar en su busca.
Todd abrió el botiquín. En la parte inferior había un envase de margarina lleno de pinzas y cortaúñas, y también había una pequeña herramienta multifunción con alicates y un destornillador. Se arrodilló sobre el retrete y, con ayuda del destornillador, se dispuso a aflojar los tornillos que aseguraban la rejilla de ventilación. Un aire mohoso y recalentado le golpeó el rostro. Al principio estuvo a punto de abandonar; los tornillos eran viejos, estaban muy apretados y tenían una gruesa capa de pintura por encima, pero siguió adelante y, de repente, el esmalte amarillo se resquebrajó como una cobertura de caramelo. El primer tornillo cedió.
La cosa que estaba fuera agarró la manilla y arremetió contra la puerta del baño.
Todd se estremeció, giró el destornillador con torpeza y retiró el primer tornillo. El segundo fue más fácil, y el tercero y el cuarto no tuvo ni que quitarlos; resultó que pudo levantar la rejilla sin siquiera tocarlos. Asomó la cabeza al conducto, totalmente oscuro e imponente. Por no mencionar su profundidad; el apartamento se encontraba en el tercer piso.
La puerta del baño estaba cediendo, agrietándose, arrojando astillas de madera que rebotaban en las paredes. En cualquier momento se abriría y aquello sería el fin: no quedaba lugar alguno donde esconderse. Un brazo azul aterradoramente destrozado se coló por un agujero del contrachapado y se agitó en aquel reducido espacio, palpando en su busca. Llegaba justo a tocarlo; las puntas de sus dedos rozaban su camisa.
Todd se agachó, lo esquivó, cogió un montón de toallas de la estantería y las metió en el conducto. Hizo lo mismo con las toallas del toallero, y luego con la gruesa y peluda alfombrilla. Finalmente se subió a la tapa del retrete y metió primero los pies en el angosto hueco hasta que estuvo totalmente dentro, colgando dolorosamente por las axilas.
La puerta del baño se abrió de golpe hacia dentro.
Todd se dejó caer.
Todo sucedió muy deprisa: una breve caída en picado por una sucia chimenea, y entonces su cuerpo se golpeó contra algo con un violento estruendo: eran las toallas sobre un panel metálico que se hundió bajo su peso y lo dejó caer al sótano.
Cuando Todd volvió en sí estaba sobre un montón de latas de aceite usado. Se había quedado sin respiración, y estaba cubierto de una pelusa negra y pegajosa, pero no le dolía nada. Más tarde sentiría el dolor. Había aterrizado en el conducto principal de calefacción que suministraba calor a todo el edificio. La fuerza del impacto había hecho saltar todos los remaches metálicos y hundido el conducto como si fuese de cartón. Junto a él, la vieja caldera temblaba y chirriaba como si la hubiesen herido de muerte, y su llama se apagó. El hedor del gas empezaba a invadir el sótano.
Aún aturdido, Todd se obligó a moverse; no quería ver lo que podía seguirle a través de aquel conducto. Ya estaba casi en lo alto de la escalera cuando se produjo la explosión de gas.
La fuerza de la detonación lo sacó del sótano en volandas, de un poderoso empujón. Todd se puso en pie:
—¡Ayuda! ¡Ayuda! —chillaba mientras corría por el pasillo trasero del edificio. Se encontró frente a una serie de puertas: la de la cocina del restaurante, la de la lavandería, la de la escalera que conducía a los apartamentos y la de la salida de incendios. Se sorprendió al ver la puerta de salida abierta de par en par, y un rastro de desperdicios extraños (zapatos y ropa rota) que conducía al callejón trasero. Aquella puerta no debía dejarse abierta nunca; la señora Mazola se ponía histérica con ese tema, igual que con cualquier tipo de molestia en el edificio. Pero Todd no tenía tiempo de pensar en la señora Mazola. Lo único que veía era la puerta abierta al exterior.
Cuando echó a correr hacia ella, algo salió volando del hueco de la escalera y lo derribó. Unos brazos de pana enloquecidos, más delgados incluso que los suyos, se aferraron a su cuello y una boca de pescado, negra y voraz, absorbió la suya. Bajo los horribles fluorescentes, Todd reconoció el embriagador perfume de su flacucha casera, la señora Mazola.
Si lo hubiera cogido totalmente desprevenido, Todd no habría tenido opción alguna contra el rápido ataque, pero la adrenalina le desbordaba la sangre hasta tal punto que sus reflejos rayaban en lo sobrenatural.
Gritando, arremetió con su atacante colgada contra el afilado borde de acero de la jamba de la puerta y la utilizó como cuña para separarse de ella. Empezaba a notar que se le nublaba la consciencia por la falta de oxígeno. Intentó decir «¡Señora, suélteme!», pero no le salieron las palabras. La mujer no mostraba signo alguno de flaqueza, y Todd siguió empujándola frenéticamente contra el borde de la puerta, como si intentase separar con una sierra a un gemelo siamés. El afilado borde provocó un corte en el rostro morado y en el brazo de la señora Mazola que le llegó hasta el hueso. Un chorro de sangre negra como la tinta cubrió a Todd y a la pared... pero ella seguía sin soltarse.
En un acto final y extremo de desesperación, Todd la arrastró hasta el gran extintor de incendios industrial. Todd y sus amigos a menudo se retaban unos a otros a vaciar aquella cosa en el callejón, pero nunca habían llegado a hacerlo. Temían demasiado la ira de aquella casera loca. ¡Qué poco sabían entonces!
A punto de perder el conocimiento, apenas capaz de pensar durante un solo segundo más, Todd arrancó el pasador de seguridad del extintor, agarró la manguera de goma y metió el pitorro en el negro gaznate abierto de la señora Mazola. Entonces apretó la manilla.
El resultado fue instantáneo... y espectacular. Salió despedida hacia atrás describiendo una voltereta y vomitando increíbles olas de polvo químico blanco por toda la habitación hasta que desapareció en medio de la nube.
Sin mirar atrás, Todd se espabiló y salió desbocado por la puerta roja hacia el callejón.