25

El señor Dixon se va a Washington

—¡Hemos llegado, señor! ¡Bienvenido a Xanadú!

Mirando al exterior a través de las ventanillas del gran helicóptero, el Air Force 2, James Sandoval pudo ver a los miles de personas que lo esperaban para darle la bienvenida. Un cartel gigante rezaba: «¡Bienvenido, presidente Sandoval!». Ondeaban banderas, sonaba música, los niños saludaban con la mano y una formación de cientos de soldados lo aguardaban firmes. Las tropas vestían flamantes uniformes de gala con sombreros altos, charreteras con borlas y filas de botones dorados. Sus rifles parecían de juguete.

—¿De dónde ha salido toda esta gente? —preguntó Sandoval.

—La mayoría son nuevos conversos —respondió su piloto, un jovial aviador de la Marina llamado Hapgood Bragg.

—¿Quiere decir xombis convertidos?

—Eso es.

—Pero parecen tan... normales...

—¡Por supuesto! Hemos optimizado el proceso de acondicionamiento. De lo contrario, no tendría sentido.

El helicóptero aterrizó con suavidad y aparecieron hombres corriendo con una escalerilla rodante. Al borde de la pista de aterrizaje aguardaba un grupo de dignatarios cubiertos de medallas y otras condecoraciones, el más alto de los cuales sostenía una llave dorada gigante, y también una fila de mujeres ataviadas con vaporosos vestidos en tonos pastel y con collares de flores en las manos. Todos llevaban guantes, pañuelos, bastones, sombreros de copa y otras galas anacrónicas similares que se agitaban con violencia bajo la corriente provocada por el helicóptero. Resultaba ridículo.

—¿Qué es esto? ¿La investidura de Grover Cleveland?¹²

12 N. de la t.: Fue el vigésimo segundo y vigésimo cuarto presidente de Estados Unidos, en las legislaturas de 1885-1889 y 1893-1897.

Sandoval se asomó al exterior del helicóptero como si estuviese comprobando la temperatura de un baño caliente e inmediatamente se vio rodeado de gente que acudía a darle la bienvenida. Una de aquellas personas era un hombre con cuya presencia ya contaba, pues le habían asegurado que iría: Kasim Bendis, el soldado mercenario conocido como tío Pymp, que había sido consejero de los Segadores y había saltado en pedazos mientras intentaba atrapar a Uri Miska. Sandoval había oído que Bendis había llegado a Washington como un xombi desgarbado, poco más que un maltrecho armazón de huesos; pero obviamente sus informes estaban anticuados. El hombre volvía a estar completamente intacto y tenía aspecto de un caballero guerrero en plena posesión de sus facultades y al mando de su brigada. También había ascendido varios rangos, de mayor a mayor general.

—Bienvenido a Xanadú, señor Sandoval —dijo Bendis.

—Gracias, Kasim. Enhorabuena por tu ascenso.

—Sí, señor. Lo mismo digo.

Sandoval y Bendis se conocían desde hacía mucho tiempo. Mucho antes del agente X, ellos y Chace Dixon habían fundado una empresa de seguridad privada que al calor del 11-S se había embolsado un contrato de mil millones de dólares para proporcionar fuerzas de protección al ejército estadounidense... entre otras cosas. Sandoval era el socio capitalista, proporcionaba capital y contactos en todo el mundo; Bendis aportaba la experiencia militar, y Chace Dixon se ocupaba de las relaciones públicas. Lo llamaban la Escuela de Buenas Maneras, e incluía un retiro cristiano para hombres, una iglesia, un campo de entrenamiento en supervivencia, un aeródromo y un campo de tiro frecuentado por individuos a los que no les gustaba que los fotografiasen. La Escuela de Buenas Maneras trabajaba estrechamente con diversas agencias de inteligencia a modo de centro no oficial de reclutamiento, igual que el seminario reclutaba gente de las filas de los exmilitares. Era una simbiosis muy útil, ya que el seminario era un lugar en el que se formaba a los hombres para someter su voluntad a Dios, pero no era precisamente un lugar de adoración pasiva. En opinión de Chace Dixon, el ataque a los valores tradicionales había empezado mucho antes del agente X, y los hombres como aquellos se habían estado preparando durante toda su vida para luchar contra aquello. La llegada del apocalipsis no supuso una sorpresa para ellos. Acostumbrados a clamar contra el control de natalidad financiado por el gobierno, el aborto legal, los inmigrantes ilegales y la elección como presidente de un socialista musulmán nacido en el extranjero, su asombro venía desde muy atrás. Sin embargo, aun cuando las más salvajes convicciones de Dixon fueron confirmadas, la mayoría de sus hombres no habían sabido enfrentarse a ello. Con la plaga de xombis invadiendo el país, en la Escuela de Buenas Maneras acabó reinando la desorganización; dos mil rigurosos guerreros sagrados se escondieron como conejos asustados en su campo de entrenamiento. Convencidos de que tenían encima el segundo advenimiento, se derrumbaron por completo. Algunos desaparecieron en el caos, otros abandonaron las armas y dedicaron sus horas finales a la oración. Habrían muerto así, de rodillas, de no haber sido porque Kasim Bendis los conminó a volver a la acción. Había sido Bendis el fundador de los Sagrados Vengadores de Adán, los adamitas. Incluso había creado su lema: «Devuélveme mi costilla». Después fue despachado al sur de inmediato para movilizar un ejército de convictos: los Segadores.

Bendis obsequió a Sandoval con la llave de la ciudad mientras una banda de música tocaba My Country ‘Tis of Thee,¹³ y juntos salieron para recibir una enorme ovación.

13 N. de la t.: Canción patriótica estadounidense que se utilizaba como himno nacional antes de la adopción del actual.

Al emerger a la zona verde de la Elipse, cerca del kilómetro cero, Sandoval se quedó maravillado. La ciudad de Washington estaba aparentemente intacta y espectacular; de hecho, parecía haber regresado a una época anterior, más refinada. No había tráfico rodado, tan solo la pintoresca imagen de los trolebuses eléctricos, los carruajes tirados por caballos y las calesas a pedales que transportaban a un montón de burgueses bien vestidos por el National Mall.

Paseando sobre la hierba con Bendis y un séquito de autoridades de la ciudad, llevaron a Sandoval al pie del monumento a Washington, que habían convertido en un inmenso adorno encapuchado, un coloso alado que representaba al primer hombre. La estatua era un marco de barras de hierro con unas llamas de gas ardiendo a modo de ojos. A la sombra del mismo había una carpa lo bastante grande para albergar un circo de tres pistas, llena de luces, sillas y mesas repletas de comida. Allí ofrecieron a Sandoval docenas de brindis y una gran cantidad de muestras de cortesía por parte de los píos. Él se unió a los brindis, pero no tocó la comida ni la bebida, lo que achacó a una gripe intestinal. Más tarde lo llevaron a realizar una ruta de un día por la ciudad que culminó en un desfile celebrado en su honor.

Las carrozas del desfile eran inusuales, con patrocinadores como Ex-It y Red-It; ambos productos tenían aspecto de desodorantes en aerosol. También había bailarines, malabaristas, acróbatas, soldados y más bandas de música. Cada grupo portaba la bandera de Xanadú: una gran X azul sobre fondo rojo con estrellas blancas en la parte azul.

Sandoval preguntó:

—¿Qué es Red-It? Parece alguna especie de bebida energética.

—Podría decirse. Es lo que hace posible todo esto. Es en lo que se basa toda nuestra economía. Creo que en Providence lo llaman el «sacramento». Es, simplemente, suero inmunizador en un práctico formato de aerosol. Lo hemos comercializado un poco más, pero básicamente sigue siendo lo mismo. Pronto comenzaremos con las exportaciones a gran escala y el problema xombi será eliminado de la faz de la Tierra.

—¿Tienen previsto regalarlo? ¿Gratis?

Esto causó una fuerte oleada de hilaridad entre todos los que lo oyeron. La gente lloraba de la risa.

Molesto, Sandoval preguntó:

—¿Y qué es el Ex-It?

—Ah, el Ex-It es algo por lo que estamos muy emocionados, un cóctel de liberación prolongada que combina el factor inmune con un inhibidor de oxígeno y una cepa especial del agente ménade. Con un solo tratamiento, podemos básicamente reiniciar toda una estructura de ADN en cuestión de minutos, borrar toda una vida de creciente daño celular, así como cualquier enfermedad o daño. Todo se restaura hasta su estado ideal, lo que significa que se tenga la edad que se tenga, desde un punto de vista funcional se regresa al punto cero, de modo que se tiene una vida entera por delante. ¡Y puede utilizarse una y otra vez! Pero usted ya sabe todo esto, ¿no es cierto, Jim? Resulta que sé que es usted uno de los mayores inversores de nuestros maravillosos productos, además de un cliente.

—Sí. Sí, desde luego. Solamente me aseguraba de que adoran el producto tanto como yo.

—¡Lo adoramos, creáme! La enfermedad y la muerte son cosa del pasado en Xanadú, igual que los conflictos de personalidad que han desembocado en luchas armadas en todas las demás sociedades humanas. El Ex-It elimina más del noventa por ciento de los factores del subconsciente que causan el estrés, todo ese bagaje personal que portamos desde niños, para lograr un tipo de personalidad más homogéneo y receptivo. El hombre por fin es capaz de hacer uso de todo su potencial.

—Y la mujer —apuntó Sandoval.

—Y la mujer, por supuesto.

La Casa Blanca relucía como una bombilla en la creciente oscuridad, un civilizado faro de aire helador y luz eléctrica. La expedición de Sandoval fue conducida al interior por un pasillo enmoquetado, pasando por elegantes salones llenos de bustos y retratos de expresidentes y, posteriormente, atravesando un montón de despachos. Por fin les mostraron una estancia repleta de cámaras de televisión y focos, en la que un hombre con traje y corbata firmaba papeles sentado ante una mesa. No hubo nadie que no reconociese tanto al hombre en cuestión como la habitación en la que se encontraba. Era el despacho oval.

—Dios mío —murmuró Sandoval.

Alarmado, Bendis preguntó:

—¿Qué?

—¡Es el presidente!

—Ah, sí. Está bastante digno, ¿verdad?

—Vi cómo se pegaba un tiro en la cabeza. Durante un boletín urgente.

—Señor Sandoval, ninguno de los mejores presidentes ha necesitado nunca cerebro. Tan solo un bolígrafo para firmar.

Jim Sandoval se aproximó a la mesa del presidente. Tenía al lado a varios agentes del servicio secreto de aspecto imponente, pero nadie intentó detenerlo, de hecho ni siquiera se percataron. Toda una brigada de hombres mayores cogía afanosamente papeles de un enorme montón, les estampaban la fecha, se los pasaban al presidente para que los firmara y les colocaban un sello oficial antes de apilarlos en un montón todavía más enorme. Allí entraban y salían carros a rebosar de aquellos documentos. Las cámaras de televisión observaban el procedimiento.

Sandoval se situó detrás del presidente y atisbó por encima de su hombro mientras le entregaban un documento. Se titulaba «Enmienda a la Ley Federal de Antimonopolio - Cláusula Mogul 3381C». Sin leerlo siquiera, el presidente garabateó automáticamente una gran X y lo pasó. Enseguida otro documento cayó sobre la mesa, algo acerca de un proyecto de ley mogul para reinstaurar los Artículos de la Confederación, básicamente abolir todos los impuestos. El presidente firmó aquel papel también, y el siguiente, y el siguiente, como si formase parte de una cadena de montaje.

Así que era eso. Sandoval cayó en la cuenta de que todos aquellos moguls resucitados estaban reescribiendo proyectos de ley para que el presidente los firmase. Aquel hombre era un zángano, como todos los que estaban allí. Eran xombis convertidos, demonios descerebrados resucitados y amaestrados como monos para transformar en leyes la lista de deseos de CoMo. La Casa Blanca se había convertido en una fábrica para reescribir la historia, para manipular el futuro borrando el pasado. Un organismo gigante de propaganda. El presidente muerto no era más que una marioneta que hacía del país un sitio seguro para la dominación permanente de los moguls.

Mientras se iban, Sandoval preguntó:

—Señor Bendis, ¿quién está al cargo de todo esto? ¿Usted?

Bendis sonrió y, de repente, se parecía a la calavera que había sido hacía tan poco tiempo.

—Ah, no, señor presidente.

—Entonces ¿quién lo está?

—Nadie. Ahí está el quid de la cuestión.

La gran ceremonia tuvo lugar aquella noche ante el monumento a Lincoln.

Había decenas de miles de espectadores, todos ellos recién convertidos. El ambiente del parque West Potomac, de bote en bote, era solemne como el de una catedral, y estaba iluminado por hogueras que parecían velas votivas sobre un altar repleto. En lo alto del montículo del monumento se habían dispuesto dos camiones de plataforma para formar un estrado para el prisionero.

Mientras Sandoval y su séquito observaban desde sus emplazamientos privilegiados junto al escenario, un hombre era conducido hasta allí, atado, con los ojos vendados, amordazado y encadenado de pies y manos. Era Chace Dixon. Estaba notablemente sereno, como si no esperase otra cosa que lo que iba a sucederle.

El guardia que tiraba de Dixon llevaba una capucha negra que le confería el aspecto de un verdugo medieval. Una vez que el prisionero fue asegurado a un poste de acero, el guarda le retiró la venda de los ojos y la mordaza para que Dixon pudiese ver a la multitud que lo contemplaba.

Kasim Bendis se subió al escenario entre aplausos.

—Buenas noches, ciudadanos de Xanadú —dijo—. Estamos aquí esta noche para honrar a James Bernard Sandoval, cuya advertencia de la inminente amenaza encarnada por agentes de la intolerancia y la discordia nos ha permitido evitar lo que seguro habría sido un catastrófico ataque sobre nuestra justa ciudad. Juntemos nuestras manos por este héroe de nuestro pueblo. ¡Gracias, Jim!

Inclinándose entre ovaciones, Sandoval se puso en pie y se dirigió al podio.

—Todos vosotros conocéis los peligros a los que os enfrentáis. La amenaza inmediata ha desaparecido, pero el peligro oculto permanece y acecha aquí mismo, entre vosotros. De cada uno de vosotros depende evitar que los moguls sigan esclavizando a la raza humana tan solo para satisfacer su sed de poder. Ellos han destruido la civilización en su búsqueda del control supremo sobre la vida y la muerte, y ahora quieren sustituirla con una sociedad de vasallos descerebrados y serviles. Conozco a los moguls porque yo fui un mogul, y lo único que les interesa es la dominación total. No quieren rendir culto a Dios, ¡quieren que se les rinda culto como a dioses! ¡No debéis contribuir a esto!

La multitud guardaba silencio.

Dixon se liberó de sus cadenas y preguntó a Kasim Bendis:

—¿Puedo?

—Por favor —respondió Bendis.

Era una elaborada trampa. De repente, Sandoval fue plenamente consciente de los cañones de pistola que presionaban contra su espalda. Chace Dixon se dirigió a la asamblea.

—Jim Sandoval, estos son todos —bromeó, aplaudiendo con entusiasmo—. Jim, ese pequeño discurso ha sido interesante, pero todos los que estamos aquí hemos trabajado demasiado duro y sacrificado demasiadas cosas como para detener lo que hemos empezado. ¿Solo porque no comulga con tus creencias morales? ¿Y lo dice un hombre que traicionó su sagrado juramento y vendió a sus hermanos? No creo. Esta gente no lo permitirá. Dios no lo permitirá. Y yo no lo permitiré.

»No, vamos a regresar a las viejas formas, a los viejos y buenos tiempos en los que los hombres eran hombres y las mujeres sabían cuál era su lugar: cuidando a los niños y ocupándose de la casa. Pensad en el Génesis. ¿Fue un accidente que el agente X atacase a las mujeres primero, y que ellas lo contagiasen a los hombres? ¿Fue un accidente que la mayor parte de los hombres que sobrevivieron lo hicieran en escondrijos protegidos que tradicionalmente rechazaban a las mujeres? La policía y el ejército desaparecieron; ni una sola organización mixta sobre la Tierra sobrevivió a la Caravana de Mujeres, un indicio claro de que Dios ha terminado con lo políticamente correcto. Esos a los que tú llamas moguls con tanto desdén no son más que los protectores de la tradición antigua, una tradición que forma los mismísimos cimientos de la civilización occidental. Xanadú representa un nuevo génesis. Aunque amamos y honramos a las mujeres, nunca más debemos permitir que Satán nos convenza de que ambos sexos son iguales. La igualdad de derechos está descartada. Citando al inmortal James Brown, es un mundo de hombres.

»Hasta hace poco, no habíamos tenido demasiado éxito intentando conectar con el sur, seguramente debido a las condiciones meteorológicas más cálidas. El invierno extremo del noroeste supuso una gran ayuda en la supresión de la actividad de los infernales. Este «factor frío» fue otra señal más del favor de Dios. Ahora, desde luego, solo deseo que ojalá hubiésemos sabido antes que ibais a venir aquí.

»Este es un día histórico. Hoy pisamos la hierba verde, pero esto no ha sido un pícnic. Ha sido una guerra, la prueba más amarga de nuestra fe. No permitamos que la historia olvide nunca las batallas que luchamos y perdimos antes de alcanzar la gracia. Obviamente, las normas estándar de combate no se aplican a los demonios, así que intentamos otros medios, medios basados en la fe, como la oración y el exorcismo... y la quema. Los científicos, claro, tenían otras idas. Cuando se produjo el brote, descubrieron que el oxígeno puro tenía un efecto limitado sobre el agente X, así que se desperdició una gran cantidad de tiempo y energía en eso. Pero sin un suministro constante era menos que inútil, y no inspiró más que falsas esperanzas, ya que no había suficiente disponible como para tratar a los miles de millones de infernales que vagaban por la Tierra. ¡Bien por la ciencia!

»Finalmente, la respuesta vino del más improbable de los lugares: las mujeres. La raíz de todo mal resultó ser la fuente de nuestra salvación. Sí, nunca debemos olvidar que las mujeres no solo nos maldijeron, sino que también nos salvaron... y haciéndolo, se salvaron a sí mismas. Las mujeres pías admitieron su culpa, aceptaron su responsabilidad, y por este acto de sagrada contrición, se ganaron la bendición de Dios sobre todos nosotros. Él nos otorgó a las inmunes, y así fuimos capaces de volver a caminar sin miedo. Finalmente, todo está yendo según la intención del señor.

—Dios bendito —dijo Sandoval.

—¡Culpable! Blasfemo, declaro tu culpabilidad de los cargos que se te imputan. —Señalando a Sandoval con el dedo, bramó—: ¡Culpable, culpable, culpable, culpable!

—Seré yo quien juzgue eso —dijo una voz amortiguada.

Era el guardia enmascarado que había conducido a Dixon hasta allí arriba. Se quitó la capucha y dejó al descubierto un intenso rostro barbudo... y una corona de espinas. Los espectadores ahogaron un grito y, a continuación, se quedaron en el más absoluto silencio. El viento le agitaba el cabello.

Tras la sorpresa inicial, Dixon preguntó furioso:

—¿Quién eres tú? ¿Quién es este hombre?

—¿No me conoces, Chace? —preguntó el extraño. Parecía sacado de una pintura en terciopelo, con ondulados tirabuzones castaños y reflejos dorados en la barba. Los ojos le brillaban extrañamente y tenían un blanco muy luminoso. Pequeñas gotas de sangre le recorrían la frente.

—Sé quién finges ser, pero te vas a enterar de que aquí no nos gustan los impostores, y muchos menos los espías y los vándalos. ¡Arrestad a este blasfemo!

Cuando los guardias se acercaron cautelosamente por ambos flancos, el desconocido alzó las manos en un afable gesto de súplica y dejó ver las heridas abiertas que tenía en ambas palmas. Eran profundas hendiduras verticales, truculentas pero que no sangraban. Una luz rosada brillaba a través de ellas.

Los soldados se detuvieron como si se hubieran golpeado contra un muro. Algunos cayeron de rodillas y otros se amontonaron tras ellos, confusos.

—Por favor, que alguien le dispare —imploró Dixon, atravesando el escenario hasta el lado opuesto. Kasim Bendis sacó la pistola que había sido utilizada por Teddy Roosevelt para administrar el golpe de gracia a los soldados enemigos en la colina de San Juan. Bendis era un gran tirador, y las balas atravesaron al desconocido barbudo y fueron a parar a la gran estatua de Lincoln que estaba más allá. Lincoln no se estremeció... ni tampoco el desconocido.

—Hombres de poca fe —dijo el individuo, abriéndose la toga para dejar al descubierto su corazón expuesto y latente.

—¡Es un milagro! —gritó alguien.

—¡Es él! —chilló alguien más.

—¡Aleluya! ¡Alabado sea Jesús! Los ecos de las súplicas de perdón resonaron en todo el lugar. Los hombres tiraban sus armas y se arrojaban al suelo llorando y babeando sobre el barro.

Impaciente, Dixon atravesó el escenario y le clavó su cetro ahorquillado al desconocido en el costado. Estaba hecho con una picana eléctrica para el ganado. Era un eficaz dispositivo de control de masas que propinaba una descarga de cien voltios al contacto.

Se produjo una brillante chispa azul y, de repente, el desconocido sufrió una extraña transformación. La piel de su rostro se alisó y borró sus rasgos como un castillo de arena barrido por las olas. Los ojos, la nariz, la boca, la barba, las espinas... todo desapareció de forma abrupta, se disolvió, y luego se transformó en otro rostro completamente distinto, el rostro de un hombre mayor, afeitado y anguloso, con ojos profundos y una mata de cabello plateado. Dixon pensó que se parecía a Jimmy Carter. Sus manos perforadas también envejecieron y sus heridas se cerraron milagrosamente.

No muy seguro de lo que aquello significaba, pero sintiéndose justificado por su evidente poder, Dixon le propinó varias descargas consecutivas con su báculo mientras chillaba:

—¡Mirad, mirad! ¡Es un farsante! ¡Un impostor! ¡Está poseído por los demonios, un lobo con piel de cordero! ¡Dejad de postraros como perros y cogedle!

Con un fuerte chasquido, se cortó la corriente. Alguien había apagado los plomos. Antes de que nadie pudiese reaccionar, un feo chucho salió corriendo de debajo del escenario y desapareció alrededor del monumento.

La muchedumbre murmuraba confusa. Aun con su cetro desactivado, Chace siguió clavándoselo hasta que el desconocido agarró el arma y dijo:

—Basta. —El sagrado rostro se recompuso, con heridas y todo, sonriendo con tristeza hacia la congregación—. Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen.

—¡Cállate! ¡No sé quién eres, pero no te vas a librar de esto!

Dixon se abalanzó sobre el desconocido para placarlo, confiando en su inmunidad. Quería humillarlo y demostrar su falsedad. La idea de rendir pleitesía a aquel jipi de voz suave era inconcebible; era imposible, absolutamente ridículo pensar que aquel tipo podía ser el señor y salvador. Jesús, si realmente existía, era un hombre. Un hombre-hombre, que podía levantar ciento cincuenta kilos e inmovilizar a Chace Dixon en el suelo con sus muslos increíblemente musculados. Ese era un Jesús al que merecía la pena entregarse.

El desconocido no esquivó el ataque, sino que fue al encuentro de su atacante, frente a frente, se agachó bajo los brazos extendidos de Chace y se echó a la espalda a su adversario, más grande que él. Dixon estaba asombrado: ¡ningún xombi podía tocarlo! Pero tras la alarma inicial, se dio cuenta de que estaba cabreado. Dixon había sido campeón de lucha en la universidad y un aficionado a las artes marciales mixtas, así que no iba a dejarse vencer sin luchar. Con un impulso, consiguió rodear con sus brazos las piernas de su saltarín oponente, de modo que ambos hombres se convirtieron en las dos mitades de una rueda de carro, un yin y yang rodante que cayó de la plataforma.

Aterrizaron con brusquedad y se levantaron sin dejar de luchar, cada uno de ellos agarrando la camisa del otro con una mano y golpeando furiosamente con la otra. Enganchados en un tango brutal, forcejearon ante la sobrecogida mirada de la asamblea.

Se empezaron a oír gritos:

—¡Pártele la cara! ¡Dale una patada en los huevos! ¡Un golpe de izquierda, de izquierda! ¡Patéale el culo!

Para romper las tablas, los luchadores empezaron a dar patadas, tratando de hacer tropezar al otro. Pero a pesar de su diferencia de tamaño, parecían muy igualados. Bendis dudaba si intervenir sin una orden directa.

El desconocido gruñó:

—El karma es una putada, ¿no es cierto?

—¿Quién coño eres? —preguntó Chace.

—Un hombre... un plan... un canal... Panamá.

—¡Farsante! —gritó Dixon.

—¡Hipócrita!

—¡Tú no eres el salvador!

—¡Y tú tampoco!

—¡Pero yo he sido ungido por Dios!

—¿De verdad? ¿Entonces cómo es que puedo hacer esto? —El desconocido le propinó una patada en la ingle—. ¿O esto? —Le dio un cabezazo en la boca y le partió el labio. La multitud se volvió loca—. ¿Sabes lo que creo? —dijo el barbudo desconocido—. Creo que te salió una hornada mala. Creo que le sacaste sangre a un chico... a un chico vestido de mujer.

—¡Cállate! ¡Cállate ya! ¡Cierra tu asquerosa boca!

Enloquecido de ira, Dixon lanzó un puñetazo fulminante, un duro gancho que tumbó a su oponente. El recién llegado se derrumbó como una tonelada de ladrillos.

Tratando de recuperar el aliento, ensangrentado pero incólume, Chace regresó a escena y se volvió hacia su público, esperando sus vítores. Entonces se dio cuenta de que nadie lo miraba a él. Todos los ojos estaban puestos en lo alto del monumento a Washington. Dixon siguió sus miradas y, también él, descubrió el origen del alboroto.

Era el coloso alado del obelisco; se estaba moviendo. Alguien estaba agazapado en lo alto de la torre utilizando un soplete para cortar los cables de suspensión. Llovían chispas y los cables vibraban, lo que causaba que las alas de acero rugoso se bamboleasen. De repente el cable cedió y aquella cosa cayó por el lateral de la construcción y se estrelló contra el suelo.

La multitud ahogó un grito. Consternado, Dixon chilló:

—¡Encontrad a quienquiera que lo haya hecho y atrapadlos! ¡Azotadlos! ¡No dejéis que escapen! —Bendis se apresuró a obedecer.

Chace seguía mirando hacia arriba, temeroso de pestañear por si perdía de vista a su fantasma.

—¡Iluminadlo! —Con tono febril, murmuró—: Ahí estás, ahí estás...

En la cúspide del obelisco, una figura olímpica con una lanza dorada brillaba heroicamente bajo los focos. Era la estatua del Hombre Independiente, ¡la misma estatua que Dixon había retirado del edificio de la Legislatura Estatal de Rhode Island!

Solo que no era una estatua. Estaba vivo. Y el desconocido había desaparecido, se había desvanecido del escenario.

—¡Aleluya! —gritó alguien—. ¡Alabado sea el señor! —Un furioso murmullo recorrió la multitud. Mucha gente susurraba—: ¡Es él! ¡Es nuestro señor y salvador! —Otros se hacían cruces y gritaban—: ¡Es Satán, es Satán!

—No es ni Dios ni Satán —chilló Dixon—. ¡No es más que un bicho raro pintado de dorado! ¡Que alguien le dispare y lo comprobaréis!

Se oyeron disparos que acribillaron el monumento. El objetivo estaba demasiado lejos, así que no causó efecto alguno en el hombre dorado, que miraba hacia abajo como un óscar decepcionado contemplando cómo la munición alcanzaba a la multitud y causaba heridos en masa. Entonces levantó la lanza muy alto y la arrojó como si fuera un rayo.

Kasim Bendis estaba a medio camino de la torre con un pelotón de tiradores. Vio venir la lanza, pero no intentó correr ni esquivarla porque, sencillamente, era demasiado absurdo pensar que una lanza pudiese alcanzarlo a él entre tanta gente desde una altura tan grande, incluso aunque fuese dirigida a él, que seguro que no.

Arropado por la confianza de su incredulidad, Bendis se mantuvo firme mientras sus soldados se dispersaban.

—¡Manteneos firmes, perros sarnosos! —ladró mientras disparaba por la espalda a un hombre que huía, medio segundo antes de ser alcanzado y ensartado diagonalmente al suelo por una pértiga de tres metros y medio bañada en oro que le atravesó el pecho.

Al principio no entendía lo que ocurría, intentó caminar y no avanzaba hacia ninguna parte, pero entonces sus manos encontraron el asta fría como el hielo que lo atravesaba por las costillas y pensó: Maldita sea. Por si no fuera lo bastante raro, no había sangre ni sentía dolor alguno, tan solo una mínima dificultad al respirar, como si tuviera un punto en el costado, así que su turbación se debía fundamentalmente al desafío práctico que suponía liberarse de aquello. Los hombres que lo rodeaban lo miraban horrorizados, temerosos de tocarlo. Retorciéndose como un gusano enganchado a un anzuelo, quiso decir: «He estado muerto antes; no pasa nada».

Desde lo alto del escenario, Chace Dixon oyó sonidos lejanos de disparos y gritos roncos de hombres adultos. Los chillidos se convirtieron en un coro y, en un instante, pudo ver que la mayor parte de su cordón de seguridad salía pitando, se dispersaban como gallinas despavoridas. Rápidamente vio de qué huían exactamente:

¡Allí! Procedente de la avenida Constitution, apareció una horda de mujeres que se movían extrañamente a gran velocidad. Extrañamente extraño. No eran mujeres, sino infernales, terribles ménades azules. Enseguida se hizo evidente que incluso las que tenían un aspecto más humano no lo eran. Corrían de un modo tan errático que los francotiradores no eran capaces de tenerlas a tiro. La descarga de munición abría huecos aleatorios en la multitud, la gente caía como piezas de dominó mientras corría para ponerse a cubierto o saltaba a la piscina reflectante. Los disparos caían como fuegos artificiales haciendo pedazos a unos pocos xombis mientras otros se les venían encima, apuñalando a diestro y siniestro con las bayonetas de sus rifles.

¿Rifles?, pensó Chace. ¿Desde cuándo los xombis llevaban rifle?

Eran tan rápidas que ya era demasiado tarde; la mayoría de los centinelas ni siquiera vieron qué los atacaba. Cuando Chace se dispuso a dar la orden de replegarse, divisó a más criaturas inhumanas que corrían tras el monumento y cortaban su ruta de escape. Parecían cientos. Atravesaron el escenario volando como una ráfaga de viento, arramplaron con sus hombres y los hicieron desaparecer en la oscuridad. Aparentemente ninguno era inmune.

Chace ordenó que alguien le pasase el micrófono. Cuando empezó a hablar, la banda arrancó a tocar una pieza lenta, y se dio cuenta de que los músicos habían sido sustituidos por una banda de ménades desnudas.

—Si me engañas una vez, la culpa es tuya; si me engañas dos, la culpa es mía. Hemos sido unos peleles y Dios solo nos está castigando por nuestra debilidad. Las mujeres fingieron ser débiles para lograr nuestra compasión, pero existe una diferencia entre ser débil y ser servicial. Desean ser seducidas; está en su naturaleza. Vamos, no hay ninguna sorpresa. Sus entrañas impías son instrumentos de la voluntad de Satán, siempre lo han sido. Las mujeres son poseídas con demasiada facilidad... y también nos poseen a nosotros con demasiada facilidad, y nos convierten en sus esbirros. Y Satán se carcajea mientras colecciona nuestras almas. ¡Mirad a vuestro alrededor! ¿Cuántos millones de hombres se han unido al enemigo porque dudaron ante una madre, una hija, una hermana, una esposa? ¡Por eso Satán adora a las mujeres! Son su dream team de las relaciones públicas, sus portavoces. Como hombres de pureza que somos, debemos ser inmunes a su brujería. Porque eso es lo que es, seamos realistas. La fe ya no es necesaria para creer. Estamos en la época de la revelación, no es un cuento de hadas, y no podemos ocultarnos más de la incómoda verdad: el único calentamiento global por el que debemos preocuparnos es el fuego que arde bajo nuestros pies. Brujas y demonios vagan por la Tierra. El mismísimo Anticristo se ha puesto en marcha, alzando a su ejército para la última batalla. Como soldados de Dios, hemos heredado una misión, purificar esta tierra y hacer de ella un reino digno del regreso del salvador, para que él nos pueda guiar en la batalla final entre el Cielo y el Infierno. La mayor misión jamás conocida. La segunda mayor historia jamás contada, pero la mayor misión que se ha conocido nunca... y el alma que salvéis puede ser la vuestra. Si bien nos gustaría a todos practicar la compasión con estas miserables criaturas, simplemente no tenemos ese derecho. Esos días han pasado. Ha habido hombres sagrados, sí, pero la mayoría de ellos os dirían que fue la inclinación por el pecado de la mujer la que ha vuelto a destruirnos. ¡De ahora en adelante, su apetito por nuestras diligentes almas debe ser igualado por nuestro apetito por su sangre!

Mientras hablaba, sus guardaespaldas comenzaron a marcharse. Mientras intentaba detenerlos, Dixon sintió una mano helada en el hombro.

—No te vayas ahora, tío —dijo la figura de Elvis Presley—. El espectáculo acaba de comenzar.

Desquiciado de rabia, Chace respondió:

—Vuelve a Graceland. —Y clavó un cuchillo de comando en el corazón de Elvis. Lo apuñaló una y otra vez, dando rienda suelta a toda su frustración y terror sobre aquel charlatán y siguiendo al Rey hasta el suelo para asegurarse de que estuviese muerto del todo.

Sentaba bien quedarse allí tumbado un momento y tomar aire. Ahora sentía dolor, un profundo pesar por lo que ya no estaba, pero también alivio. Chace sollozó un poco por su madre, a la que había perdido tiempo atrás. Había sido un alma de lo más decente y trabajadora, la sal de la tierra. De niño, siempre había tenido la esperanza de hacer que se sintiera orgullosa. Pero supo lo envenenada que tenía el alma cuando la sorprendió con otro hombre, y eso no era algo que pudiese perdonar u olvidar. Nunca más volvió a hablarle.

—¡Venga, señor! ¡Por aquí!

Era uno de los soldados de plomo de Kasim Bendis, un joven atractivo que estaba un poco fuera de sus casillas por el miedo. Dixon se dejó resguardar bajo el monumento a Lincoln, donde una serie de tropas verdes construían un último reducto contra el enemigo invasor azul.

Mientras los francotiradores disparaban y recargaban, disparaban y recargaban, se encontraron con que estaban en la línea de fuego. Algunos de aquellos hombres se habían acostumbrado a luchar contras los xombis, incluso contra las hábiles ménades... pero esos seres siempre habían estado desarmados. Por primera vez en su vida, ¡las infernales se defendían a tiros! Era un desarrollo de los acontecimientos de lo más desalentador, ya que todo el mundo sabía que los ex no podían morir, solo se les podía herir lo bastante como para reducirlos temporalmente. Entonces, con suerte, se les podía desmembrar a placer; aplastarlos, congelarlos, quemarlos hasta convertirlos en un charco de negro alquitrán. Pero si tenían pistolas... bueno, entonces sencillamente un hombre no tenía oportunidad alguna.

—¡Esto no puede estar sucediendo! —gritaban los hombres—. ¡Somos inmunes, somos inmunes!

Los xombis disparaban, golpeaban o apuñalaban por sorpresa a los hombres por todas partes. Algunos de ellos se disparaban a sí mismos, al presenciar aquella desesperanzadora escena en la que los xombis empuñaban armas de fuego. Los xombis montaban motocicletas, conducían camiones. Uno incluso portaba un lanzallamas.

Cuando Chace vio cómo sus últimos efectivos caían y las ménades se hacían con sus posiciones, se le acercó la última persona a la que necesitaba ver en aquel momento. Era Jim Sandoval. Los guardias de Sandoval habían desaparecido y el hombre parecía sereno y absolutamente feliz entre el pánico generalizado.

—Algo es algo, ¿no? —dijo alegremente—. ¡Mira cómo se van!

Chace cogió un arma del suelo.

—Jim, tú no crees en nada, ¿verdad? Nunca lo has hecho.

—Dix, me has entendido totalmente al revés. —La piel de Sandoval se erizó de repente en una oleada que comenzó en la nuca y le recorrió todo el cuerpo, como si le arrancase la capa superior de la piel y la ropa para revelar a una persona totalmente distinta: una mujer. No una grotesca ménade azul sino, aparentemente, una mujer viva. Y con una voz de mujer de lo más normal, dijo:

—No soy Jim. —Se inclinó y se echó al hombro un lanzallamas abandonado por sus hombres—. Me llamo Brenda.

Dixon intentó disparar, pero la pistola no tenía balas. Le arrojó el arma, se sacó del bolsillo una radio barata de emisión y recepción y pulsó la señal de emergencia. Tenía que hacer una última cosa antes de que lo atrapasen.

—Aquí Chace Dixon —graznó—. ¡Hacedlo!

—¿Que lo hagamos? —respondió la radio—. ¿Nos da luz verde?

—¡Sí, luz verde! ¡Ahora!

La mujer se detuvo sobre Dixon. El piloto de su lanzallamas se reflejaba en sus ojos e iluminaba levemente su expresión de inescrutable fascinación. Chace se dio cuenta de que no era ella la que lo miraba, sino que era alguien más quien miraba a través de sus ojos. Ella no era más que una ventana... pero ¿quién estaba al otro lado? Entonces Brenda apretó el gatillo y todo se volvió brillante como el día, y el calor hizo volar su melena hacia atrás.

En aquel preciso instante, Washington D. C. se paralizó bajo el brillo de un sol recién nacido.