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Tempestad

Tirado en la cubierta de popa como un cadáver, Ray se despertó con un estallido. Su consciencia explotó mientras las agonizantes células de su cerebro eran resucitadas por el morfocito ménade invasor. Estaba deslumbrado por la rareza y la hermosura de su nuevo mundo: el camarote de contrachapado se transformó en una cueva de cuento de hadas, el mar relucía como un diamante y bullía con energía, el cielo estaba inundado de oleadas de luz cósmica y las nubes brillaban con colores etéreos. Incluso a la luz del día, podía ver las huellas invisibles del tiempo y el espacio, las órbitas fantasmagóricas de las partículas y los planetas, los anillos que rodeaban el Sol. Y entre todo aquel tráfico de materia inanimada, la fútil señal luminosa de la consciencia humana.

Se puso de pie.

Todd. Pobre Todd, condenado. Al haber estado en la misma situación que él, Ray se sintió abrumado por la pena... y la comprensión. Mira esto, pensó, sintiendo cómo su cuerpo roto se renovaba. No era nada. La muerte no era nada, ya no. Tampoco lo eran el dolor, ni el hambre, ni ningún otro anhelo de la carne. Ya no tenía que tolerar nunca más la desesperanza de la existencia humana; tenía alternativa, podía hacer algo al respecto. No solo por Todd, sino por todos los seres humanos miserables que seguían tambaleándose al borde de la muerte. ¡No tenían que morir! El terror que acechaba a toda criatura viviente sería derrotado. Y al darse cuenta de eso, lo inundó una oleada eléctrica de alegría, una exultación formada por partes iguales de amor, lujuria y éxtasis evangélico. Volvió adentro para salvar a su amigo.

Como si hubiese leído la mente de Ray, aquella mujer llamada Chandra Stevens lo estaba esperando, mirándolo fijamente, como incitándolo con descaro con su propia llama interna que convertía su ropa en un farolillo de papel. Incapaz de resistirse a aquella calidez, Ray trató de hablar, de hacerla comprender, pero las palabras le salieron embrolladas, como el discurso de un borracho. Como el ruido que proferiría un idiota... o un animal.

Desdeñando su defectuoso aparato fonador, saltó como un animal salvaje, estrechó a Chandra en un abrazo de acero y empujó su cuerpo contra el mamparo de proa, doblándole el cuello hasta casi romperlo. Ella no se resistió, se rindió completamente al beso, y solamente cuando Ray absorbió el aire de sus pulmones cayó en la cuenta de que lo había engañado.

¡No!

La mujer estaba llena de oxígeno puro, su sangre y sus tejidos estaban saturados. Había tomado aire profundamente de un tanque de oxígeno, hiperventilado como hacían los submarinistas antes del descenso y, finalmente, lo había inhalado una vez más y aguantado la respiración. Aquello no era un experimento; sabía exactamente lo que estaba haciendo. Tras ella, el cuerpo de Sandoval yacía despatarrado en el camarote de proa, víctima también de sus conocimientos médicos.

Ray trató de apartarse, pero el gas hizo efecto con demasiada rapidez, marchitó su piel no muerta desde dentro hacia fuera y transformó instantáneamente su sensible sangre azul negruzco en sangre roja. Aquella sangre roja puso en marcha su corazón y golpeó su cerebro como una locomotora, lo cual lo dejó inconsciente en el acto.

Cuando Ray volvió en sí, pudo oír cómo la gente hablaba de él.

—¿Va a sufrir algún daño cerebral permanente?

—No debería. Lo purgamos antes de que estuviese totalmente saturado. Solamente estuvo muerto durante un par de minutos; eso no es tiempo suficiente para que la falta de oxígeno mate demasiadas células cerebrales.

—Ay, Dios mío. ¿Cómo es ser xombi?

—No duele.

—¿Pero aun así no...?

—¡Cállate, hijo! Ya estoy bastante tenso, ¿de acuerdo? Sea lo que sea, sigo siendo yo, no precisamente gracias a este niño estúpido. De no haber sido por la rapidez mental de Chandra, estaríais jodidos. No tenemos tiempo para esto; tenemos que reforzarlo todo abajo para ese frente que se acerca.

—Sí, señor.

—Y asegúrate de tomar tu dosis. No quiero más accidentes.

—No, señor.

Mientras los demás se marchaban, Ray oyó una voz que se había quedado atrás y que le hablaba al oído:

—Por favor, ponte bien, Ray. Por mí.

Era Deena.

El huracán se desató.

No era un verdadero huracán, apenas una ligera tempestad, pero ninguno de ellos había estado nunca en un barco pequeño en mares embravecidos. Sandoval y Chandra Stevens parecían imperturbables, fingían no estar alarmados por las olas que se alzaban de repente por encima de sus cabezas, o por las sacudidas que agitaban el barco entero, o porque la cubierta se escorase hasta el punto de parecer una empinada pendiente.

Pero Ray sabía que los mayores no estaban tan tranquilos como fingían estar: la mirada asustada en los ojos de Chandra cuando el yate se estremecía bajo toneladas de agua, o el ansioso silencio de Sandoval mientras el barco luchaba por enderezarse. El rostro verdoso de Jim asustaba a Ray más que la propia tormenta.

Era imposible avanzar sin que entrase una avalancha de agua en la cabina. Todo bajo la cubierta estaba inundado, y la bomba del pantoque no daba abasto. Todos estaban calados hasta los huesos y congelados, soñando con una bebida o una comida caliente. Más que nada Ray estaba desesperado por ir al baño (aguas mayores), pero la letrina era un cubo de plástico que había que vaciar por la borda, una operación difícil en aquellas circunstancias. Abrir el pozo de inmersión no era una opción. Se aguantó tanto tiempo como pudo, sudando por los espasmos intestinales mientras trataba de dormir, hasta que por fin le llegó el turno de hacer guardia.

Era más de medianoche. Las olas eran tan grandes que el barco entraba y salía de ellas sin agitarse demasiado, pero la lluvia y el viento seguían siendo intensos. Antes de que Sandoval se retirase a dormir, habían apagado el motor y desplegado el ancla de mar. El yate la arrastraba como si fuese un enorme perro ansioso tirando de un hombrecillo.

Del modo más furtivo posible, Ray dejó la cabina de mando y trepó por encima de la barandilla de estribor. Se agachó allí, agarrándose con una mano para no caerse, se bajó los pantalones y puso el trasero hacia fuera.

Antes de poder descargar, algo detrás de él rompió las olas a muy poca distancia. Algo gigantesco: un enorme monolito negro que partió el mar en dos y se alzó extendiendo sus alas y arrojando un cegador ojo blanco sobre su culo desnudo. Era un submarino.

Oh, mierda, pensó.