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Monte Populi

Aquello iba lento. Todas las carreteras a D. C. estaban atascadas con vehículos averiados, y todos los cruces bloqueados con choques en cadena y ennegrecidos con marcas de neumático quemado. El gran Ed Albemarle usó el camión a modo de buldócer, echando a un lado a los coches y despejando el camino para los autobuses. Yo iba como guardia armada, con un mapa de carreteras en la mano y rastreando el camino en busca de huecos. Avanzábamos libremente por el arcén, a través de parques y patios traseros, o nos llevábamos vallas por delante (la ruta más rápida solía discurrir por fuera de las carreteras), pero la congestión urbana aumentó hasta el punto de que conducir se hizo, sencillamente, imposible.

En un lugar llamado Indian Head atravesamos por unas instalaciones valladas de la Marina, cambiamos nuestros maltrechos vehículos por una flota de esquifes policiales de poco calado y nos aventuramos con ellos en el caudaloso Potomac. El sol, que ya se ponía, era de un rojo cada vez más intenso y teñía todo el cielo y el paisaje del mismo color. El río estaba cubierto por varias capas de una bruma que se arremolinaba al paso del barco.

El agua estaba llena de desperdicios, pero el primer indicio claro de daños fue el arco derrumbado del puente de la autopista I-95 (el enlace más meridional del cinturón que rodeaba la capital), que yacía sobre un costado como si lo hubiese empujado una mano gigante. Había coches y camiones esparcidos como juguetes en la bañera, tanto hundidos como asomando a la superficie, lo que suponía un obstáculo para nuestras embarcaciones. Más adelante estaban los pedazos del propio puente, plagados de refuerzos metálicos expuestos. Uno de ellos provocó un corte en dos de nuestros cascos de aluminio e inutilizó una hélice, pero algunos de los hombres se arrojaron al agua, sin importarles los cangrejos (de los que no parecía haber rastro alguno) y, tras varias horas de reparación y cuidadosas maniobras en la oscuridad, dejamos atrás las ruinas y proseguimos río arriba.

El canal se estrechó, el aire se volvió denso y húmedo y la bruma espesó. Un oscuro amanecer naranja empezó a asomar. A través de la neblina, de vez en cuando divisábamos la pantanosa orilla y los montones de escombros abandonados. Aquello no parecía una ciudad, sino una jungla, con enormes pilas de desechos engullidos por una vegetación amazónica. La profusión de vida hacía difícil saber si había auras humanas por allí. Desde luego, no parecía que hubiese quedado ni un solo edificio en pie.

—¿Dónde está? —le pregunté a Coombs.

—¿Dónde está el qué?

—La ciudad. Washington.

—La estás viendo. Acabamos de pasar el barrio de Anacostia y nos aproximamos a la laguna Tidal Basin y al monumento a Thomas Jefferson.

—Washington D. C. no se parece en nada a esto.

—Ahora sí.

—Pero aquí no hay nada.

—Eso es porque la han bombardeado. Arrasado.

—Imposible. Entonces sería un páramo, no una selva tropical. Esto se parece más a unas ruinas mayas, o algo así.

—He leído que después de Hiroshima ocurrió algo similar: la radiación estimuló el crecimiento de las plantas, así que entre la destrucción crecieron hermosas flores. Estas plantas han tenido toda la primavera y todo el verano para crecer libres sobre los pastos. No necesitan demasiado tiempo.

—Pero ¿por qué una bomba, por el amor de Dios?

—¿Quién sabe? La gente es capaz de cualquier cosa, por eso necesitan que los salven de sí mismos.

La embarcación atravesó una densa pared de follaje y, al salir, avanzamos por las pantanosas aguas hasta alcanzar unos matorrales más ralos. Los restos pulverizados de la Oficina de Grabado e Impresión14 bloqueaban nuestro paso hacia el este, pero después de unos cientos de metros, los esqueletos metálicos y las colinas de mármol roto daban paso a una zona despejada en tierra firme. Justo a continuación, los muros de piedra del edificio del Ministerio de Agricultura, más resistentes, seguían aún en pie, Pero la mayor parte de los edificios se habían quedado en meros cimientos de los que solamente sobresalían tuberías destrozadas.

14 N. de la t.: Agencia gubernamental del Departamento del Tesoro estadounidense que se encarga de emitir una serie de bonos del Estado y papel moneda para la Reserva Federal.

Haciendo uso de la antena dirigida como si fuese una varita de zahorí, apuré el paso mientras observaba el indicador. Estaba cerca. La niebla se había más densa y nos abrimos camino entre charcas cenagosas que en su día habían sido sótanos. Unos espléndidos escalones de piedra conducían a unas ruinas. Aquello era como estar contemplando Éfeso o Pérgamo. Durante un pequeño tramo había lo que casi parecía un camino, pero un poco más adelante el paso estaba bloqueado por una gran maraña de escombros, un oxidado matorral de acero formado por edificios, coches, huesos humanos calcinados y destrozados que yacían todos juntos como una inmensa planta rodadora.

—Esperad aquí —dije.

Cogí el receptor de radio y me encaminé hacia el montañoso amasijo. El aire era cálido y denso debido a la descomposición. Conteniendo la respiración, me interné en la pila de basura y empecé a trepar. Resultaba complicado no lastimarse; me hice una serie de cortes, me clavé varias cosas y me quedé parcialmente ensartada en un momento en que el suelo cedió bajo mis pies.

El pequeño Bobby Rubio me alcanzó, tras haberme seguido discretamente. No pude reprochárselo. Mi vestido estaba arruinado. Me liberé de mi empalamiento y por fin alcanzamos la cima, donde Bobby y yo conseguimos mantenernos en pie sobre un bloque escorado de hormigón reforzado de acero para escudriñar a través de la niebla.

Allí estaba.

Más allá de aquel caldero de vapor, pude ver actividad, mucha actividad. Y no era humana.

Aquello era Xanadú.

Los xombis estaban ocupados trabajando. Bullían entre la vaga neblina desfiles de hormigas azules que se movían en espiral en torno a un extraño hormiguero: un enorme montículo de escombros que se alzaba en el centro de un cráter inundado, parcialmente dividido en dos lóbulos y abierto a la mitad en el extremo más grueso como una fruta demasiado madura. La cúpula tenía, al menos, treinta metros de altura, y una columna de borroso calor se alzaba desde un hoyo en la cumbre. Los laterales estaban repletos de hierros y alambres retorcidos, lo cual hacía que la colina artificial se pareciese aún más a una fruta o vaina exótica, algo de aspecto espinoso y subtropical.

Una carretera elevada de gravilla compacta emergía de la abertura, atravesaba el agua y se dividía en varios ramales que se extendían en todas direcciones como rizomas. Toda aquella cosa daba la impresión de tener una función orgánica; la arquitectura fractal de la naturaleza.

Por encima de todo aquello flotaba un extraño globo viviente, un xepelín de treinta metros de largo que se mecía y palpitaba como una larva gigante. Unido a la cúpula por un grueso ombligo, se elevaba lentamente en un extremo de su cordón a medida que se llenaba de calor y, a continuación, descendía al enfriarse, y así una y otra vez.

La bolsa de carne inflada era translúcida como un feto y la recorrían venas y un tejido conector de un azul purpúreo. Una masa de filamentos, similar a una barba, pendía de su borde inferior como tentáculos. En sus ciclos de ascenso y descenso, de expansión y contracción, el xepelín parecía extrañamente vivo, como si se alimentase de los gases de la cúpula.

Todo lo demás estaba aún en construcción, en plena expansión vertical y horizontal. Los xombis estaban construyendo su templo ladrillo a ladrillo, piedra a piedra, hueso a hueso, a partir de los escombros que los rodeaban. Solamente unos obreros que no dormían ni necesitaban descansar podían haber construido tanto y tan deprisa. No utilizaban hormigón, simplemente hacían encajar las piezas a mano y vertían alquitrán caliente en las grietas. De algún modo, aquello se sostenía.

Los muros de la entrada, en forma de uve, desafiaban a la gravedad; sus constructores no parecían preocuparse demasiado por las leyes de la física, ni siquiera por la geometría básica. Para ser una bulliciosa obra de construcción, estaba sorprendentemente tranquila. No había motores de ningún tipo, y los xombis desnudos trabajaban en silencio, incansables.

Yo me quedé paralizada por un extraño sentimiento que no comprendía, pero Bobby no se lo pensó dos veces y, sin pronunciar palabra, salió corriendo. Lo observé bajar la pendiente y seguí su progreso con curiosidad mientras él se plantaba de un salto en el cenagoso campo. El borde exterior de la zona de trabajo estaba a solo unos cien metros, una planicie de marismas que rodeaban un foso de agua estancada. Autopistas elevadas de escombros prensados atravesaban el foso, y largas filas de carros tirados por xombis entraban y salían del lugar. Bobby transformó su piel en azul y se unió a los rezagados del convoy. Nadie de entre la afanosa multitud percibió su presencia.

Lo seguí hasta abajo, sin saber cómo proceder, solo convencida de que tenía que hacer algo. Me acerqué con cautela a una de las carreteras elevadas e inmediatamente caí en la cuenta de que los obreros que pasaban por encima no tenían interés alguno en mí, ni en otra cosa que no fuese su ardua tarea. Su trabajo era egipcio, bíblico. Filas interminables de esclavos tirando de carros tambaleantes repletos de materia prima, fundamentalmente huesos carbonizados y momias recubiertas de resina, duras como la piedra.

Sin duda aquello habría supuesto una labor infernal para los seres humanos; caerían como moscas ya solamente por el calor, pero los xombis no mostraban indicio alguno de tensión, ni siquiera les asomaba una gota de sudor. No llevaban botas, ni casco, ni guantes, nada; eran impermeables al dolor.

Al observarlos más de cerca, pude ver que los carros eran extrañas aglomeraciones de acero y carne, estaban hechos de extremidades y huesos entrelazados y avanzaban con rígida marcha sobre piernas amputadas. Parecían bichos gigantes. Hasta para mi hastiada sensibilidad, la versatilidad de los cuerpos xombis se me antojaba maravillosa y terrible a la vez.

Mi caravana se mezcló con las demás en el punto en el que varias carreteras convergían en la rampa principal de entrada. Aquella ancha avenida cruzaba el foso y describía una parábola sobre un dique de contención para descender a través del enorme agujero, un desfiladero con forma de cuña reforzado con arcos de huesos humanos. Era como entrar en la garganta de un río, con solo un pequeño fragmento de cielo iluminando el camino. Arriba pude ver los tentáculos del xepelín levantando baldes de negros residuos líquidos. La humedad del aire se volvió aún más densa y apestaba a algo que reconocí perfectamente: icor; sangre de xombi. Mi sangre. Toda la estructura estaba empapada y enlucida con ella, sus paredes rezumaban extracto negro purpúreo. No era alquitrán, sino sangre. Era, literalmente, el pegamento que mantenía aquello unido.

En intervalos largos y regulares, toda la estructura parecía asentarse; resollaba con una profunda y grave vibración al comprimirse como un enorme fuelle... o un corazón gigantesco... antes de expandirse una vez más. Tuve que detenerme, sobrecogida. No solo los albañiles, la propia construcción estaba no muerta, era un golem de un millón de toneladas que yacía impotente como una ballena varada.

Entonces las espeluznantes recuas empezaron a dispersarse portando sus cargas por ondulados salientes que trepaban por las paredes internas. Después de aquello, desaparecían el campo de visión y todo el tráfico pasaba a ser interno; no había ruta de salida por lo que yo podía ver, ni rastro de una cola de carros vacíos.

Proseguí por el camino principal, hacia el bajo arco que se veía al final con una titilante luz. El aire estaba siendo succionado hacia allí, y corría como un río que descendía a las profundidades. Todos los ángulos estaban combados, todos los bordes redondeados, todas las líneas retorcidas formando sinuosas curvas y figuras. Los patrones aleatorios se convertían en grotescos relieves: fauces abiertas, ojos, rostros completos que se contorsionaban y se disolvían al mirarlos. Fragmentos de palabras y sinsentidos emanaban de las paredes, tantas que se mezclaban en un rugido, como si estuviese emergiendo de un túnel a un estadio lleno hasta la bandera. Había incluso luz al final del túnel.

Lo atravesé.

De repente, ya no estaba en aquella retumbante caverna, sino caminando por una pacífica y soleada calle. Había palmeras, coches aparcados, arbustos de hibisco e hileras de casas, muchas de las cuales eran residencias de estilo español con tejados de teja. La acera de hormigón blanco brillaba bajo mis pies, sembrada de destellos de mica. No muy lejos se divisaba una cordillera de colinas marrones. Llevaba zapatillas de deporte, y la mano que sujetaba la mía no quemaba porque ambas estábamos vivas. Miré atrás y el túnel había desaparecido.

—¡Lulú, mira! ¡Este es nuestro nuevo hogar!

Miré a la mujer hermosa y sonriente que me cogía la mano, y se me hizo familiar. No de la vida, sino de algunas de las fotografías que Fred Cowper me había dado una vez. La había odiado en aquellas fotos por lo perfecta, ordenada y, sobre todo, normal que parecía su vida. Todo lo que la mía no era.

—Tú eres Brenda —le dije—. Eres mi hermana.

Ella asintió sorprendida, pero con simpatía.

—¿Cómo lo has adivinado?

—Fred y mi madre, es decir, nuestra madre. Me contaron algunas cosas, y acabo de atar cabos.

—¿Por qué no vienes dentro? Hay alguien que tiene muchas ganas de verte. —Abrió una verja baja de hierro forjado y me condujo por un patio de baldosas lleno de vegetación hasta una puerta que parecía el arco de entrada de un castillo en miniatura, hecha de tablones de madera con pesados tornillos y remaches de hierro. Había un felpudo que decía: «Mi casa es su casa».15

15 N. de la t.: En español en el original.

Entramos.

—Aguarda aquí un segundo —dijo antes de desaparecer por otra puerta arqueada.

La sala de estar era fría y ventilada, con las paredes desnudas y blancas y muebles rústicos de madera oscura y cuero rojo sangre. Había eco. La única decoración la formaban unas cuantas piezas de cerámica y un pequeño crucifijo. Oí pasos y levanté la cabeza. Un chico corpulento de ojos oscuros me miraba y, por un segundo, no supe por qué mi templado corazón se estaba fundiendo de repente.

—Hola, Lulú —dijo tímidamente.

—He-Hector —dije.

—Qué hay.

Era Hector Albemarle, el chico que me había salvado la vida. El chico que me amaba. Pero Hector había muerto ante mis ojos, había volado en pedazos en el infierno helado de Thule.

—Hector, ¿qué estás haciendo aquí? —pregunté.

—Lo mismo que tú. Vinimos aquí juntos, Lulú.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que soy parte de ti. —Se adelantó y me tocó suavemente el estómago—. Justo aquí.

Yo retrocedí.

—¿De qué estás hablando?

—¿No lo recuerdas? Me metiste dentro de ti, Lulú. Y desde entonces he estado ahí dentro, creciendo cada vez más.

Negando con la cabeza, iba a argumentar «Pero nosotros nunca hicimos eso» cuando caí en la cuenta de algo. Algo que iba más allá hasta de mi entendimiento xombi, hasta tal punto que me hizo chillar.

—¡Hector! ¿Quieres decir...? ¡No!

Él asintió con tristeza, con dulzura, exactamente del mismo modo en que lo hacía siempre en vida.

—Sí.

Entonces recordé la locura que había sentido al presenciar su muerte en aquel campo cenagoso. El dolor y el terror que me habían hecho perder la cabeza y arrojarme sobre sus restos desperdigados, tratando de mantenerlos juntos, de salvarlo como él me había salvado a mí, y como no era posible... como no era posible...

Me lo había comido.

No demasiado. Solo un trocito pequeño antes de que Jake y Julian me sacaran a rastras de allí. ¿Pero acaso había sido suficiente para que echase raíces en el interior de mi cuerpo, para que yaciese dormido hasta que me convertí en xombi? Definitivamente, podía sentir algo inusual ahí dentro, una masa dura, como un tumor. Solo que los xombis no desarrollaban tumores. Los xombis no desarrollaban nada. ¿O lo hacían? ¿Iba a dar a luz a un clon de Hector Albemarle?

—Lo siento, Lulú —dijo—. Sé que es muy raro.

—No —respondí, sintiéndome extrañamente etérea. Lo miré, miré su rostro triste, y no pude evitar sonreír—. No, Hector, creo que es maravilloso.

Él sonrió esperanzado y sus ojos castaños se llenaron de lágrimas.

—¿De verdad?

—Sí. —Ahora lloraba yo también—. Ven aquí, tonto.

Bobby me arrancó de mi estupor.

—¡Lulú, despierta! ¡Lulú, Lulú, Lulú, Lulú! ¡Despierta, despierta, despierta!

Bobby me estaba zarandeando, pinchándome, tirándome del pelo. No estaba en la soleada California. Estaba en una cavernosa estancia abovedada, tal vez de unos treinta metros de profundidad y del doble de ancho. Suspendido en su interior como un kraken de acero, había una especie de alto horno, un artefacto de aspecto infernal alimentado por numerosas rampas serpenteantes por las que marchaban filas de xombis hacia su candente recompensa. Eran su combustible, su alma, y el horno era su dios caníbal.

Debajo había una laguna negra, como un pozo de alquitrán, que se alimentaba de las paredes y el techo, que se derretían lentamente. Bobby me indicó apresuradamente que me volviese y, al hacerlo, vi a una criatura de alquitrán que se inclinaba sobre mí. Una Medusa bañada de negro, con labios negros, dientes negros, brillantes ojos de araña y la piel tan enfermizamente irisada como el crudo. Con sus uñas excesivamente largas y su cabello enmarañado, resultaba una presencia intimidante... incluso para mí. En comparación con ella, yo parecía una muñequita azul. Pero aun así la reconocí.

—Brenda —dije.