24
Atardecía antes de las cinco en esa época del año. El ferry avanzaba tranquilamente a través del crepúsculo en dirección al puerto de Saint George. Estaba en la proa del barco con mi disfraz abultado y bulboso, disfrutando de la brisa tenaz y pensando que había hecho un buen trabajo pasando la tarde sin dejar el menor rastro.
Había matado a un hombre ese día, y me rodeaba el hedor amoral de ese acto. Llevaba sesenta y seis billetes de cien dólares en el bolsillo anterior derecho, una prueba de que Stuart Braun iba a tener que vérselas conmigo tarde o temprano, si es que este sobrevivía.
Un hombre bajo y ancho de pecho salió a la cubierta prácticamente desierta y me miró de hito en hito durante cuarenta y cinco segundos seguidos; luego se dio la vuelta.
Quizá me parecía a alguien que conocía.
En Saint George hice una llamada desde una cabina y luego me monté en el cercanías y me senté en el extremo sur del vagón central, mirando hacia la parte de atrás y preguntándome cómo es que estaba tan tranquilo. La vida se me estaba viniendo encima igual que el grano llenando un silo vacío, pero allí estaba, sentado en sentido contrario a la marcha en una maravilla de la tecnología moderna. La vida era como el milagro de un tigre al acecho, solo que nadie a mi alrededor parecía darse cuenta.
Entonces se abrió la puerta en el otro extremo del vagón y entró el blanco bajo y ancho de pecho que me había estado observando en el ferry. Llevaba vaqueros y zapatillas de deporte, un jersey de lana granate bajo una holgada sudadera verde pálido, con la capucha a la espalda.
Me vio y avanzó con decisión hacia el trono donde estaba yo cavilando sobre toda suerte de maravillas.
—Eres ese negrata al que llaman Cueball —dijo cuando estaba quizás a tres pasos de mí.
Las demás personas a mi alrededor se apartaron. Todos salvo un caballero entrado en años justo enfrente de mí. También era blanco, con un chaquetón azul oscuro y botas, y pantalones de trabajo negros.
Un poco sorprendido por el lenguaje del desconocido de baja estatura, me fijé en el valiente anciano.
Intenté recordar la última vez que alguien me había llamado «negrata». Hasta mis amigos negros habían dejado de usar esa palabra casi por completo.
Metí la mano derecha con cautela en un bolsillo y me quedé mirándole.
—¿Me has oído? —preguntó mi antagonista. Venía pisando fuerte, eso estaba claro. Y estaba cabreado de la hostia por algo; seguramente lo había estado casi toda su vida. Lo único que me quedaba por saber era si era un idiota o no. Yo llevaba un arma en el bolsillo, y ya me había demostrado que no me daba ningún miedo usarla.
Por lo general, cuando un hombre mete la mano en el bolsillo para amenazar a un posible agresor, va de farol. Pero he comprobado que, si no dices nada, la amenaza parece más real.
—¿Qué? —insistió el tipo bajo.
No dije nada.
Dio un paso adelante.
—Junior —dijo el anciano.
El racista giró la cabeza y vio al hombre entrado en años; quizá por primera vez, ese día.
—Ernesto —dijo intentando sin éxito que su voz expresara ira y respeto al mismo tiempo.
—Ya ves que este hombre no te conoce —explicó el valiente tirando a viejo—. Ya ves que está a punto de matarte. Déjalo en paz. No es Cueball.
Las palabras del hombre llevaban peso y, tras un momento de contemplación, Junior decidió desandar sus pasos de regreso a algún otro vagón.
Cuando hubo desaparecido, le pregunté a Ernesto:
—¿A qué ha venido eso?
—Perdió a su chica por un hombre llamado Cueball —dijo—. Un tipo calvo, ya sabes. Junior cree que él se la arrebató. No se da cuenta de que la última vez que la mandó al hospital fue el día en que ella dejó de tenerle cariño.
—Bueno —dije—, gracias por quitármelo de encima.
—A mí tú me importas una mierda, tío. Junior es tan estúpido que no se ha dado cuenta de que llevas una pistola de verdad ahí dentro. He visto su muerte en el rabillo de tu ojo.
Pleasant Plains estaba a diecisiete paradas de Saint George. Ernesto fue hasta el final de la línea y más allá. No volvimos a abrir la boca y me mantuve alerta por si aparecía algún otro de esos tipos tan poco partidarios del ferrocarril subterráneo de Staten Island.
Mel estaba esperando en la estación. Las cabinas de teléfono aún servían de algo.
Nos acercamos y nos estrechamos la mano.
—Casi no te reconozco con ese disfraz —observó.
—A mí me parece que tienes un amigo. Hoy en día toda cautela es poca.
Le hice a Mel un relato abreviado de lo que había ocurrido.
—Espera aquí —dijo, y luego se fue hacia Junior.
Cruzaron unas pocas frases, y Mel sacó un móvil. Tecleó algo, dijo algo y después le pasó el teléfono a Junior. El más joven de los dos mantuvo una breve conversación al final de la que negó con la cabeza como para indicar a su interlocutor, fuera quien fuese, que no estaba interesado en lo que había sugerido. Luego le devolvió el móvil a Mel, dio media vuelta y se fue camino del bar donde acostumbraba a calmar sus sentimientos de inferioridad y pérdida.
Anduvimos catorce manzanas desde la estación de tren hasta la iglesia y no hablamos hasta que los dos estuvimos sentados en una cocina construida detrás de donde en otros tiempos el coro elevaba himnos de alabanza a Dios.
—Sí, a veces la cosa va así. —Esas fueron las primeras palabras de Mel.
—Así, ¿cómo?
—A veces hay un nubarrón negro suspendido encima de ti. Si hay algún marrón en las inmediaciones, te cae a ti fijo.
—Como tu pájaro rojo.
Mel sonrió.
—¿Qué le has dicho a Junior? —pregunté, solo por seguir hablando.
—He llamado a un tal Genaro. Es uno de los tipos con contactos en la isla. Le ha dicho a Junior que volviera a meterse en su agujero.
—¿Genaro sabe que estás aquí?
—En la isla. Tengo un apartamento a la orilla del río en Saint George.
—En el tren iba un tipo —comenté—. Junior le ha llamado Ernesto.
—Antes era matón a sueldo, en las décadas de los cincuenta y los sesenta —explicó Mel, asintiendo.
—¿Y ahora se dedica a ir en tren sin más?
—Por aquí reina la tranquilidad —contestó, y los dos nos echamos a reír.
Mel preparó una salsa de tomate con muslos de pollo y chiles y la vertió sobre unos vermicelli, que comimos acompañados de chianti dulce y una ensalada de la que hubiera estado orgulloso cualquier chef francés.
Le conté a Mel lo del secuestro y Antrobus, y también lo del inspector Dennis Natches y cómo quizá tuviera algo que ver con la incriminación de resultas de la cual acabé expulsado de mi profesión.
—Sigues siendo detective —señaló.
—Pero no soy poli.
—Sí —reconoció Mel—. Cuando las chicas bonitas de secundaria crecen ya no son animadoras, pero siguen siendo chicas bonitas.
Me sirvió un poco más de vino y consideré la curiosa comparación.
—Pero dime una cosa, King.
—¿Qué?
—¿Tiene Braun algo que ver con Natches?
Fue entonces cuando le hablé de los dos casos que estaba investigando. Escuchó con mucha atención, asintiendo de vez en cuando.
—Bueno, a ver si lo entiendo bien —dijo una vez hube terminado—. ¿Intentas demostrar que hubo una conspiración contra ese Free Man?
—Sí. Contra él y contra mí también.
—¿Tienen alguna relación?
—Aparte de que hay polis implicados en las dos…, no creo.
—¿Así que intentas demostrar que Man es inocente?
—Sí. Pero no puedo esperar que me apoyes hasta el final en esto. Bueno, agradezco lo que has hecho, pero ahora soy un fugitivo.
—Es posible que no —opinó Mel—. En la radio no han dicho nada de un tiroteo en Queens. Y, de todos modos, a mí no me importa. No hay nada que me guste más que librar a un hombre de la horca. Joder, es un momento de esos definitivos en la vida. Es como Errol Flynn en Robin Hood.
A partir de ahí me preguntó por los detalles de mis indagaciones. Le enumeré la mayoría de los nombres y su implicación; le hablé de los Hermanos de Sangre de Broadway y de Johanna Mudd, Little Exeter y el tráfico de heroína en los antiguos muelles de Brooklyn. No le mencioné el nombre de Willa Portman.
Cuando acabábamos la segunda jarra de vino, dijo:
—Vale, vale, ya entiendo lo que quieres de Man. Quieres demostrar que lo estaban siguiendo y que sus amigos fueron asesinados y los polis que iban tras él lo incriminaron. De acuerdo. Pero ¿qué es ese asunto de tu trabajo?
—Quiero que el sindicato se ocupe de mi caso y me restituyan a mi puesto.
—Pero ¿quieres recuperar tu trabajo?
—Quiero quedar exonerado. —Decir esas palabras me recordó otra obligación—. ¿Tienes algún móvil que pueda usar unos días?
El móvil de prepago que me dio estaba todavía en su envoltorio de plástico.
Activé el teléfono y envié un texto a mi hija basado en un sencillo código que ella había desarrollado unos años antes. Nuestra clave era la transposición de números, según la cual 1 = 4, 2 = 9, 3 = 1, 4 = 7, 5 = 2, 6 = 0, 7 = 3, 8 = 5, 9 = 8 y 0 = 9. Envié el número de mi nuevo móvil a su padrastro, y después ella se agenciaría otro móvil de usar y tirar y podríamos hablar.
—Bueno, ¿qué quieres hacer ahora, King? —me preguntó Mel cuando dejé de enredar con el móvil.
—Tengo que conseguir que Natches reconozca que se conchabó con Convert para poner fin a mi carrera.
—¿Vas a entrar en su despacho sin más y decirle eso? Bueno, acabas de huir del edificio donde esos expolis intentaron asesinarte.
—Creo que igual puedo obtener información que me dé cierta ventaja sobre el inspector. Es posible que hasta consiga que venga él a verme.
—¿Necesitas ayuda?
—Qué coño. Necesito la ayuda de toda la puñetera Legión Extranjera Francesa.
El diablo se echó a reír y mi teléfono sonó al mismo tiempo.
—¿A. D.? —dije al contestar.
—No. Soy Monica.
—Ah. —Me di cuenta por su tono de que me esperaba una buena—. Hola.
—¿Qué demonios es eso de que teníamos que irnos de la ciudad por algo que has hecho tú?
A pesar de mi profesión, no me gusta mentirle a la gente. No me gusta hacer que se sientan mal tampoco. Un buen poli es un profesional que sabe cómo mentir y causar dolor, pero no disfruta con ello. Yo era un buen poli, pero necesitaba a Aja en mi vida, y Monica era al menos parte de la razón por la que estaba metido en semejante lío. Así pues, me había montado una película que las protegería a la vez que me evitaría a mí cargar con las culpas.
—No es por algo que hice yo —repuse—, sino por algo que hiciste tú.
—¿Yo?
—Cuando llamaste al congresista Acres pusiste en marcha un juego que me llevó a aparecer en el radar de unos tipos muy pero que muy peligrosos. Hombres del gobierno. Acres dedujo quién me había contratado cuando no lo sabía ni yo mismo. Lo puso en conocimiento de unos personajes muy poco recomendables que necesitan mantener sus asuntos en secreto. Ahora van a por mí y estoy de mierda hasta el cuello, igual que cuando tú permitiste que los polis me dejaran en aquel agujero.
Después de una breve pausa, dijo:
—Estás mintiendo.
—¿Llamaste a Acres?
—¿Y qué?
—Le llamaste y conseguiste que vinieran a por mí tipos armados. Me importáis una mierda tú o tu noviete, pero con el lío que hay ahora montado necesito saber que Aja está a salvo. Os habéis ido, ¿no?
—Sí. Pero no pienso decirte adónde.
—Siempre y cuando hayáis abandonado el estado, me da igual. Ahora déjame hablar con A. D.
—¡Se llama Denise!
—Hola, papá —dijo Aja instantes después.
—No le cuentes a tu madre nada de lo que hago en mi trabajo, ¿de acuerdo?
—¿He provocado yo este problema?
—No. Pero eso tampoco se lo digas a tu madre.
—Vale. ¿Estás bien?
—Sí, sí. Estoy bien. No has utilizado tu móvil para llamar, ¿verdad?
—Claro que no. Compré este móvil de prepago en una tienda.
—Qué lista eres.
—Te quiero, papá.
—Yo también —dije—. Hablaremos pronto.
En el antiguo lugar de culto había un piso superior con pequeñas celdas para los devotos sacerdotes y pastores, de la denominación que fueran. Los pies me colgaban por la parte inferior de la cama, pero me daba igual. La puerta no estaba cerrada y por el ventanuco se veía una media luna radiante.
No dormía. Estaba tumbado boca arriba con una rodilla en alto y la luz de la luna sobre mi rostro. La cabeza recién afeitada me picaba y mi pequeña estaba a salvo. Había sobrevivido a una carnicería y asesinado a un hombre. Y a pesar de todo eso no hubiera podido esperar una vida mejor.
Me levanté de la cama hacia las cuatro y media y bajé a la cocina, donde Mel estaba tomando café sentado a la mesa.
—¿Tienes un coche que pueda llevarme? —le pregunté.
—Un Copper Lexus, en el establo.
—¿El establo?
—Detrás de la iglesia. Ya sabes que es una institución antigua.
—¿Vas a ir a trabajar? —pregunté.
—Si no me necesitas luego, sí.
—¿Tienes una máquina de escribir por ahí?
—Un procesador de texto y una impresora.
—Supongo que tendré que apañarme con eso.
Conduje por Brooklyn hasta el Upper West Side de Manhattan antes de que el tráfico se complicara. Allí, en la Ochenta y tres, encontré una cafetería en la que preparaban tortillas de beicon y pimientos, pero se habían quedado sin beicon. Así que me sirvieron los huevos con lonchas de pavo prensadas, saladas y teñidas de modo que tuvieran un aspecto y un sabor parecidos a los del beicon.
En la acera de enfrente había un local alquilado temporalmente. Me entretuve con la comida mala y el café aguado hasta que entró en la oficina provisional de campaña electoral un hombre al que reconocí.
—¿En qué puedo ayudarle? —me preguntó una mujer joven. Tenía la piel bastante oscura. En la pechera de su blusa color arándano llevaba un enorme pin cuadrado que proclamaba: ¡ACRES ES NUESTRO HOMBRE!
Me gustaba conocer a jóvenes republicanos negros. Eso quería decir que parte de la generación más joven tenía algo en la cabeza. ¿Qué importaba que estuvieran equivocados?
—Quiero ver al señor Acres, por favor.
—El congresista no ha llegado todavía.
La recepcionista de la oficina de campaña había celebrado una fiesta por sus cuarenta años uno o dos años antes. La suya era una de aquellas caras no muy atractivas que prometían algo más profundo que la belleza pasajera. La blusa camisera azul era de seda, y de la cadena de oro fina como un hilo que llevaba al cuello pendía un diamante amarillo de por lo menos dos quilates y medio.
—Creía que los republicanos no necesitaban mentir —espeté.
—¿Cómo dice? —respondió en un tono que podría haberse convertido fácilmente en ira.
—Venía por la acera cuando he visto a Bobby entrar por la puerta. Ha tenido que pasar por aquí mismo. Bueno, supongo que igual estaba usted en otra parte, pero me cuesta creer que la primera persona que ve uno en una oficina de campaña electoral no sepa cuándo está allí el candidato.
—¿De qué asunto quiere tratar con el congresista? —preguntó con frialdad.
—Dígale que el hombre con el que casi tropezó en Jersey la otra noche quiere tener unas palabras con él.
—Tendrá que decirme su nombre.
—Hermana, créame si le digo que eso es lo último que querría el congresista.
Cinco minutos después entraba en un despacho del tamaño de un escobero del que se había apropiado el candidato. Había oficinas más grandes, pero eran para los voluntarios que tenían que dispersarse y trabajar con ahínco. Lo único que necesitaba Acres era una silla para sentarse y un teléfono para darle a la lengua.
Me hizo pasar y le cerró la puerta a la mujer de la blusa azul.
Me senté en una sencilla silla de roble y el rodeó la mesa para ocupar su asiento.
—No esperaba volver a verle —dijo mientras se acomodaba.
—No he venido a causarle problemas —aseguré.
—Bien. Entonces ¿de qué se trata?
—Necesito que llame a un inspector de la Policía de Nueva York y le diga que se reúna conmigo en el English Teacup junto a Broadway, en una manzana a la altura de las calles Noventa, en torno a las, esto…, digamos, tres menos cuarto.
—¿Y por qué?
Saqué un sobre cerrado de mi bolsillo y se lo entregué al candidato.
—Mimi Lord me explicó que usted se puso en contacto con ella.
—Sí.
—Quiero que le diga al inspector Dennis Natches que le di un sobre sellado para que lo deposite en la Biblioteca del Congreso.
—¿Debo leerlo?
—No se lo aconsejaría. En su situación, su mejor opción es la ignorancia.
—¿Y con quién debo decirle al señor Natches que va a reunirse?
—Con un tal Nigel Beard. Puede decir que no tiene idea del contenido de la carta, pero que yo le dije que lo ponga al tanto de que está relacionado con el inspector de segunda clase Adamo Cortez.
—¿Y no me meteré en ningún lío?
—No. Y tiene mi dirección de correo electrónico, congresista. Si alguna vez necesita la clase de ayuda que yo presto, envíeme un mensaje y acudiré.