33
La resaca volvió cuando recuperé el conocimiento, pero no era tan mala como podría haber sido. Las únicas secuelas eran los temblores en las extremidades.
Me levanté de la cama, usé el retrete y me senté en la silla que mi viejo amigo y casi asesino había ocupado para rociarme con agua.
Todo empezó con una carta del Medio Oeste. Mi vida estaba hecha pedazos, pero a veces había que destrozar las cosas para ver qué iba mal.
Sabía qué hacer y la mitad de cómo hacerlo. No era tanto un plan como una misión suicida dirigida contra el corazón del territorio enemigo. Ahora era un terrorista iluminado que planeaba demostrarle al enemigo todopoderoso que podía hacerle daño, que podía arrebatarle sus lustrosos caprichos y sus falsos juicios.
—¿Mel? —dije cuando contestó al teléfono.
—Mi señor.
Eran las 10: 16 y estaba otra vez en aquel emporio del café. Esta vez me tomé el que había pedido.
—¿Acierto al creer que dedicas el día entero a arreglar relojes; a eso y a pensar cómo jugársela a la ley?
—Todas las horas de todos los días —dijo—. Llueva o truene. Dormido como un tronco o despierto.
Hablamos más de una hora, y durante los primeros treinta minutos mi nuevo mejor amigo se mostró bastante cauteloso. Pero para el final había conseguido llevarlo a mi terreno. Hacia las once y media expresó un entusiasmo que solo podía indicar que estaba a punto de ocurrir algo malo.
Esa mañana hacía fresco, pero aún tenía mi abrigo acolchado de disfraz, así que fui caminando hasta una calle de Times Square que el anterior alcalde había cortado para que los turistas que iban a pie pasearan con toda libertad y se sentaran en bancos dispuestos aquí y allá.
Contestó al primer tono.
—¿Sí? —Su voz sonó cualquier cosa menos confiada.
—Señor Braun —dije—. Soy Tom Boll.
—¿Boll? —gimoteó—. Y ahora ¿qué quiere?
—Me temo que le induje a engaño al principio, señor Braun. No me contrataron para buscar a Johanna Mudd sino para demostrar que A Free Man era inocente. Mis clientes habían oído que usted iba a retirarse y querían que la locomotora siguiera en marcha.
—¿Man?
—Sí. Encontré a Johanna, además. Está muerta encima de un montón de cadáveres asesinados por los polis que mató su cliente.
—Yo no tuve nada que ver con eso.
—Envió a unos hombres a matarme.
—Marmot me dijo que iba a amenazarle, eso es todo.
—¿Y usted le creyó?
—No entiende lo que está haciendo.
—Nada de eso, señor, sí que lo entiendo. Es posible que no le haga gracia que le pasara la mota negra al decirle al jefe de Marmot que usted me contrató para conseguir que lo acusaran a él, pero eso no quiere decir que sea un ignorante. Lo único que hice fue dirigir la atención hacia usted.
—Hacia mí no, idiota, hacia mi hija.
—¿Qué pasa con su hija?
—El motivo por el que me retiré del caso de Man fue que secuestraron a mi hija. La tienen en alguna parte y dijeron que, a menos que siguiera sus instrucciones, le harían daño y luego la matarían.
—¿Eso lo dijo Marmot?
—Sí.
—¿Y Antrobus?
—Ese nombre no me suena. Pero, ahora que les ha dicho que está investigando a Marmot para facilitarme información, dicen que van a matar a mi pequeña.
El azote de los policías a la hora de cumplir con su deber son los daños colaterales. Uno se esfuerza al máximo, pero los acontecimientos que pasan inadvertidos, las balas que rebotan y las detenciones en falso son gajes del oficio.
—Lamento oírlo, señor Braun. Bueno, lo único que sabía era que usted iba a lanzar por la borda el caso de Man, y luego me concertó una cita con dos asesinos. Si hubiera estado al tanto de lo de su hija, habría tomado otras medidas.
Guardó silencio al otro lado de la línea.
—Tengo unas preguntas —dije en tono templado.
—¿Por qué habría de contestarlas?
—Porque probablemente soy la única esperanza que tiene de recuperar a su hija.
Tomó aire tres veces y lo expulsó otras tantas, y luego dijo:
—¿Qué quiere saber?
—¿Qué edad tiene su hija?
—Siete —dijo, y luego lloró un poco.
—Se la traeré de vuelta si organiza una audiencia para Man en Manhattan. Tendrá que ser a lo largo de la semana que viene.
—¿Cómo va a rescatar a mi hija?
—¿Cómo lo encontré a usted?
—Haré lo que dice si accede a lograr que mi hija quede libre antes.
—No, señor Braun. El trato es este: usted concierta un encuentro entre un grupo de personas de mi elección y Man. Después de eso le llevaré a su hija.
—¿Con quién trabaja?
—Con talentos ocultos, señor Braun, talentos ocultos.
—Puedo fijar una fecha en los tribunales —admitió—, pero gente que sabe de lo que habla me ha dicho que será imposible cambiar el veredicto a menos que demuestre que él no apretó el gatillo. Y por mucho que investigue, señor Boll, no conseguirá demostrarlo. Lamento mucho lo de la señora Mudd, pero a ella tampoco la puede salvar ya.
—Agradezco su sinceridad, señor Braun. Si estoy a punto de asociarme con alguien, espero que se comporte con honor. Pero no se preocupe. Lo único que necesitamos es que A Free Man vaya a un calabozo del centro. No tendrá que demostrar lo imposible ni resucitar a los muertos.
—Intentaré fijar la audiencia para el lunes. Conozco a un juez que me debe un par de favores.
—Seguimos en contacto.
—Lo único que me importa es Chrissie, señor Boll.
—Lo entiendo. Yo también tengo una hija. No puedo ni imaginar cómo debe de sentirse. Pero manténgase fiel a mí y para el miércoles por la noche estarán los dos comiendo copas de helado.
En el banco al aire libre empezaba a hacer fresco, conque fui hacia Grand Central solo para entrar en calor. Subí al asador y pedí un buen solomillo, al punto, con patatas fritas de las gruesas y judías verdes.
—¿Sí? —respondió una voz desenfadada a mi tercera y última llamada de teléfono.
—¿Eras tú anoche o solo fue un sueño? —pregunté.
—¿Era atractivo e ingenioso?
—Supongo.
—Entonces era yo. ¿En qué puedo ayudarte, Joe?
—¿Qué sabes acerca de Augustine Antrobus y William James Marmot?
—Esto tiene que ver con Free Man, ¿verdad? —dedujo Gladstone Palmer—. Joe, no puedes lograr que exoneren a un hombre que mató a dos polis. Eso no lo conseguiría ni el mismísimo Sherlock Holmes.
—Lo sé —dije—. Y lo acepto. Pero ya sabes que le toqué las narices a unas cuantas personas antes de que me hicieras ver la luz, y ahora tengo que arreglar el desaguisado.
—¿Renunciarás a lograr que Man sea exonerado?
—Si Convert deja de tocarme los cojones.
—Te enviaré por correo electrónico los expedientes que tenemos. Pero Joe…
—¿Qué?
—No puedo salvarte el cuello cada vez que te pases de la raya.
Los expedientes llegaron antes que el solomillo. No podía leerlos en el móvil cutre, pero eso daba igual. Se los remití a Mel con una nota e hinqué el diente a la carne.
Me habían dado mesa junto a la pared exterior del comedor. Desde allí se veía pasar por la rotonda a miles de trabajadores, civiles, polis y algún que otro maleante. Mientras comía la carne roja y maquinaba contra el Estado, llegaba desde allí abajo una algarabía sin sentido de lo más humana.
—Ferris —contestó al tercer tono.
—Hola, señor Ferris. Soy Joe Oliver.
—Hola, muchacho. ¿Qué tal estás?
—Voy por el decimoquinto asalto de un combate de boxeo de los de antes —dije—. He ido perdiendo hasta el último minuto de todos los asaltos hasta ahora, pero creo que por fin veo la manera de sortear las defensas de mi rival y meterle un buen gancho.
—Es difícil sacar fuerzas a esas alturas del combate para hacerle daño de verdad al oponente —opinó el sabio multimillonario.
—Si lo sabré yo.
—¿Qué puedo hacer por ti, hijo?
—¿Se celebra hoy algún concierto al que le gustaría asistir con mi abuela?
—Tengo una invitación para escuchar tres de las sonatas a cuatro manos de Mozart en la cámara del piso superior del Carnegie Hall.
—Si quiere, estaría encantado de acompañarle y llevar a mi abuela.
—Eso sería maravilloso.
—Entonces, hecho —dije.
—¿Y qué puedo hacer yo por ti?
—Un inmenso favor —repuse—. Aunque quizá no le resulte tan entretenido.
Hablamos de un encargo imposible durante cuatro minutos seguidos, al final de los cuales Roger Ferris dijo:
—He sido un ladrón toda mi vida, Joe. Me alegra saber que puedo usar ese talento para hacer algo bueno.
—¿Puedo ir al concierto con ropa informal? —pregunté—. He de hacer un par de cosas antes y es posible que no tenga tiempo de pasar por Brooklyn para cambiarme. —Mientras lo decía, oí tres minúsculos pitidos por el auricular.
—Haz lo que puedas.
Después de colgar, vi que los pitidos eran un mensaje de texto de Mel.
—«¡Listo!». Supongo que eso significa que está haciendo algo por ti, ¿no? —dedujo mi abuela, que en otros tiempos había sido aparcera.
—Sí, señora.
—Ya sabes que si voy a ese concierto tengo que arreglarme el pelo.
—Y ya sé lo mucho que te encanta sentarte en la silla de Lulu.
—Roger la llamó después de hablar contigo, y Lulu va a venir aquí.
—Supongo que tiene ganas de verdad de salir contigo.
Ella rezongó y luego dijo:
—Supongo. ¿Vas a tener cuidado, Joey?
—Mejor que eso, abuela… Voy a hacer lo correcto.