38
Quedé con Mel en un restaurante de carretera llamado Clown’s Carnival, a cuatro manzanas de la clínica semisecreta. Pasaban unos minutos de las ocho. Me había puesto el vello facial postizo por si había alguna cámara de vigilancia errante al acecho.
Mel iba vestido de negro de la cabeza a los pies. Yo también, debajo de mi voluminoso abrigo pardo oscuro.
—Los planos del lugar están un poco desfasados —me dijo después de que nos saludáramos y pidiéramos cafés.
—Ah, ¿sí? ¿Cómo lo has averiguado?
—Permisos de obras. La ciudad tiene un sitio web para todas las obras que se emprenden. No se ocultaban porque los polis velan por su seguridad, como dijiste. Instalaron toda clase de sistemas de seguridad para que nadie acceda por delante, pero la trasera del edificio está como siempre.
—No hay trasera del edificio —señalé—. El Consultorio Treacher comparte la pared de atrás con Kershaw y Asociados.
—Au contraire —dijo el sofisticado demonio—. Hay un espacio de unos sesenta centímetros entre la clínica y Kershaw, a partir de la sexta planta. Y la mayoría de las elaboradas actualizaciones de seguridad están en la novena planta. Solo hay una cama de hospital en esa planta. Basta con que subamos, accedamos a la planta y esperemos hasta que ingresen a nuestro hombre. Una vez lo hagan, y veamos cómo sitúan a los vigilantes, decidiremos cómo sacarlo. Lo único que quiero saber es si estás dispuesto a usar fuerza letal.
—¿Te refieres a matar a un poli?
Mel ni siquiera asintió.
—No, hombre —dije—. No se trata de asesinar a nadie.
—Vale. Lo pillo. Ya sé cómo plantearlo. Pero, teniendo en cuenta el cariz que pueden tomar las cosas, nos resultará mucho más complicado abrirnos paso.
Kershaw y Asociados tenía una puerta lateral. Mel había entrado y salido del edificio a lo largo de los últimos días y trazado un plan para que accediéramos sin que nos detectaran. En la puerta lateral particular no había cámara, y había manipulado la cerradura de modo que solo pareciera funcionar como era debido.
Entramos y subimos a la octava planta. Allí abrimos con palanqueta las cerraduras de las oficinas de Myer, Myer y Goldfarb. No hubiera sabido decir por las paredes o las mesas a qué se dedicaban MM&G, pero no tenía mayor importancia. El octavo piso del edificio Kershaw quedaba a media altura entre las plantas octava y novena del edificio que albergaba el Consultorio Treacher.
Yo había llevado una mochila con todas las herramientas que podía necesitar un ladrón. Tuvimos que sacar de cuajo la ventana sin utilizar que daba a la estrecha separación entre los dos edificios. Tenía dos palanquetas para ese fin. Encajamos una silla de metal entre nuestra ventana y la pared de Treacher. Desde allí, primero uno y luego el otro, trepamos lo bastante para entrar por la ventana que daba a la habitación de la clínica. Nos vimos obligados a forzar la cerradura, pero Mel volvió a colocarla de modo que no pareciera dañada si nadie ponía demasiada atención.
Luego usamos un chicle a medio masticar para pegar un diminuto transmisor bajo la cama de hospital y descendimos de nuevo a MM&G.
Había llegado la hora de esperar.
Teníamos un diminuto altavoz por el que recibíamos señal continua del transmisor en la habitación. Cuando ocurriera algo allí, lo oiríamos.
Así pues, durante las tres horas siguientes estuvimos en silencio en la oscuridad.
Era un plan bastante sencillo. La nota oculta en el tampón, impresa en letras mayúsculas sacadas de Internet, le decía a A Free Man que si quería quedar libre debía ingerir el polvillo del interior de una bolsita de celofán que acompañaba la nota, en algún momento entre las once de la noche y las dos de la madrugada. Eso le provocaría dolores abdominales y fiebre. Debía avisar a un guardia cuando notara los primeros síntomas, y nada más.
Aguardamos. No creo que ninguno de nosotros pronunciara una sola palabra en todo el rato.
Pero, aunque no charlara, notaba la cabeza rebosante de entusiasmo, miedo e incluso cierto remordimiento.
Aunque sí había mantenido relaciones sexuales con la mujer que se hacía llamar Nathali Malcolm, no era un violador-extorsionador. A Free Man no era un asesino, aunque había matado a tiros a los dos policías que infringieron sus juramentos e intentaron asesinarlo. Los dos éramos sobre todo hombres inocentes escogidos para cargar con las culpas de auténticos delincuentes. Nunca nos harían justicia los organismos policiales ni los tribunales, de modo que lo único que podíamos hacer era tomarnos la justicia por nuestra mano.
Esa decisión me asustaba. Dar esos pasos me había llevado a un lugar en el que no había estado, un lugar que siempre me había parecido que estaba mal. Y estaba mal. Mi amigo demoniaco y yo estábamos llevando a cabo una fuga de prisión con todas las de la ley.
En el caso de un hombre con mis antecedentes, no se podía cometer nada mucho más grave.
Notaba mariposas por todo el cuerpo. Me sentía como si estuviera abocado al desastre. Pero aun así sabía que era el único camino que me quedaba.
—¡Tráiganlo aquí! —ordenó una mujer por el pequeño altavoz colocado encima de la mesa que había entre nosotros.
Era la 1: 57 de la madrugada.
Se oyó el ruido de las ruedecillas de goma contra el suelo de linóleo, el chirrido de las estructuras de metal moviéndose y a veces topetazos contra otros objetos.
—Pónganlo en la cama —indicó la mujer.
—¡Arriba! —dijo un hombre.
Entonces oímos los sonidos menos definibles de un cuerpo al ser levantado y desplazado, probablemente de una camilla a la cama.
—No hace falta ponerle correas —renegó la mujer—. Está a más de treinta y nueve de fiebre.
—Señora, es un asesino de polis condenado. Por lo que a mí respecta, podríamos haber dejado que se muriera en su celda. Pero, mientras esté aquí, permanecerá encadenado a esta cama.
Se oyeron más ruidos y algo de conversación. Mel y yo estábamos en alerta máxima. Ya no me preocupaban el bien y el mal porque había llegado el momento de pasar a la acción.
—Tiene todos los síntomas de apendicitis, pero no es eso lo que se aprecia —observó la mujer.
—¿Nos lo llevamos? —preguntó un hombre al que no había oído hasta el momento.
—No —respondió la médica—. Quiero tenerlo en observación por lo menos veinticuatro horas. Si es alguna clase de infección contagiosa, me gustaría aislarlo antes de que se propague por la cárcel.
—¿Quiere decir que podemos cogerlo nosotros?
—No lo sé. Pero quiero ver qué ocurre.
—Arkady —dijo el primero que había hablado.
—Sí, señor.
—Quédate delante de la puerta de la habitación y sobre todo no te duermas.
—¿Y si es contagioso, sargento? —preguntó Arkady.
—Para eso inventó Dios el seguro médico.
La médica y los polis siguieron hablando un rato. Se fue la mayor parte de los policías. Durante los veinte o treinta minutos siguientes oímos a alguien, probablemente la médica, desplazándose por la habitación. Y luego, durante treinta y cuatro minutos, hubo silencio.
Con sumo sigilo, Mel subió por nuestra silla a modo de escalera y se encaramó para mirar por la ventana de la habitación de la clínica. Luego abrió la ventana y entró. Yo lo seguí en el mayor silencio posible y trepé hasta la habitación.
Llevábamos guantes desde que habíamos entrado en el edificio Kershaw. Antes de cruzar hasta la clínica por primera vez, nos habíamos puesto máscaras de esquí oscuras.
Free Man, demacrado e inconsciente, estaba encadenado a su cama de hospital. Tenía las rastas enredadas y los labios fruncidos.
Llevaba una cizalla que usé contra las sujeciones que mantenían a Man atado al armazón de la cama. Mientras tanto, Mel estaba confeccionando un arnés para los hombros de cuerda bien gruesa con el que tenía intención de descolgar al señor Man, inconsciente, de ese edificio al contiguo.
Incorporé a Man, con el pelo enmarañado, hasta que quedó sentado, y Mel empezó a pasarle el arnés improvisado por el hombro izquierdo.
Fue entonces cuando se abrió la puerta de repente y se encendió la luz.
El tiempo se detuvo un momento. El agente Arkady había asumido un gran reto al abrir la puerta y encender la luz. Seguramente había oído algo y pensado que era Man intentando librarse de sus esposas, de modo que no había desenfundado el arma. Sin embargo, echó la mano a la pistola en cuanto nos vio.
Mel fue más rápido. El delincuente habitual giró hacia la derecha sobre los talones y efectuó cinco disparos, que apenas fueron pequeños estallidos. Arkady resultó alcanzado en ambas piernas y ambos brazos. Luego, Mel se abalanzó sobre el poli tambaleante y le golpeó en medio de la frente con la culata de la pistola.
El policía, de constitución corpulenta, se vino abajo como un toro muerto y Mel se apresuró a utilizar las esposas del agente para inmovilizarlo. Me pareció que el asunto se nos estaba yendo de las manos, pero entonces vi que no le salía sangre de las extremidades a Arkady.
Mel me vio mirar y dijo:
—Balas de goma.
Luego sacó una jeringuilla de metal de una riñonera y le administró lo que supuse que era algún mejunje para dejarlo noqueado.
Mientras lo hacía, salí al pasillo a toda prisa y busqué una silla de ruedas.
Cuando volví a entrar, mi compañero preguntó:
—¿Qué piensas hacer con eso?
—No hay vigilante. Podemos bajar en ascensor.
—¿Y si tienen cámaras de seguridad?
—Este sitio es para clientes VIP que no quieren tener ojos electrónicos vigilándolos.
Lo cierto es que la sonrisa de Mel me enorgulleció.
—Voy a volver al edificio Kershaw para sacar de allí nuestros bártulos —dijo—. Tú tienes puestas esas patillas, así que no te hace falta máscara. Una vez salgas a la calle, dirígete al oeste hacia Broadway. Yo voy a por la camioneta y os recojo por el camino.
Era el plan correcto, pero me sentí como una rata en una trampa mientras esperaba aquel ascensor y luego iba hasta abajo. Incluso cuando llegué a la salida de mercancías de la planta baja, el corazón me iba el triple de rápido. Mel me había dado su pistola, pero eso no me tranquilizaba en absoluto. Pasaría el resto de mi vida en la cárcel si me atrapaban. Dicho todo eso, notaba una euforia en el corazón acelerado que no había sentido nunca, ni he sentido desde entonces.
En la acera de la bocacalle empecé a empujar la silla de ruedas. Toda la seguridad de la clínica estaba destinada a impedir que entrasen visitas inoportunas. No esperaban que nadie intentara escapar.
Aunque Man estaba sedado cuando lo encontramos, Melquarth le había inyectado una dosis de su tranquilizante.
—¿Llevabas dos jeringuillas? —pregunté.
—También tengo una pistola con balas de verdad. Por el mismo motivo que tú has traído esas palanquetas: para cumplir nuestro cometido.
Habíamos asegurado a Man, delgado y con el pelo largo, con los cinturones que tenía la propia silla de ruedas. Lo miré a través de las rastas. Su piel marrón oscuro podría haber sido la mía. El sesgo bien parecido de su cara podría haber pertenecido a un profesor de historia universitario radical.
Fuera hacía frío; me di cuenta por el vaho que formaba mi aliento. Pero no lo sentía. Más adelante vi los destellos rojos y azules de un coche de policía que atravesaba la intersección de Broadway y Maiden Lane.
—¡Eh! —gritó Mel.
Había aparcado junto al bordillo justo detrás de mí. La camioneta era de un tono verde intermedio y llevaba un rótulo en los laterales que decía: CONSTRUCTORA HOBART E HIJOS.
Dejamos la silla de ruedas en la acera y tendimos el cuerpo inerte de Man en un colchón en el suelo de la camioneta.
Yo me quedé allí atrás mientras Mel conducía.
Cruzamos el túnel de Holland hacia Jersey City y luego tomamos la Noventa y cinco hasta la Setenta y ocho, dejamos atrás el Newark International y después, unos treinta kilómetros más allá de Elizabeth, llegamos a un aeropuerto privado. Pasé la mayor parte del trayecto cerciorándome de que Man no se bamboleara demasiado.
Sentía llamear el alborozo en mi interior. Había hecho algo, algo real. Eso tenía más importancia para mí que cualquier otra cosa, aparte del nacimiento de mi hija.
Un guardia de seguridad a la entrada del aeropuerto nos franqueó el paso. Era un tipo blanco y bajo con la cara inmensa.
—¿Quién es usted? —le preguntó a Mel, que iba al volante.
—Lansman —dijo mi amigo. Era el nombre en clave que le había dado yo al novio multimillonario de mi abuela.
—Su piloto ya está aquí.
El piloto era una hispano alto y muy guapo que nos dijo que le llamáramos Jack. Entre los tres trasladamos a Man al pequeño reactor y lo aseguramos a otro asiento.
La única interacción que tuve con A Free Man fue con su cuerpo inconsciente. Supongo que fue algo así como si yo fuera su sueño; una aparición que nunca recordaría pero que cambió su vida.
—Ya conozco a Jack —comentó Mel mientras el piloto se ocupaba de los preparativos del vuelo—. Iré con él a Panamá y me aseguraré de que tu hombre quede en buenas manos.
—Debería acompañarte.
—Tú has estado hablando de este tipo con otras personas, ¿verdad?
—Sí.
—Eso significa que más vale que sigas con tu vida cotidiana por si alguien quiere vigilarte. También tenemos que alejar la camioneta del lugar donde aterriza el avión de tu amigo para no involucrarte. Me refiero a que no sabemos si alguien nos ha visto cuando nos marchábamos. No te preocupes, Joe. No he pasado por todo esto para jugarte una mala pasada ahora.
Tenía razón. Y lo cierto es que no quería irme en ese preciso momento.
—¿Has cogido mi mochila de esas oficinas? —pregunté.
—Sí. —Hurgó en la trasera del vehículo y me la tendió.
Saqué el maletín de cuero que me había dado Teegs.
—Aquí hay ciento cincuenta mil dólares. Veinticinco mil son para cubrir tus costes. Después de que le pagues al piloto, el resto es para Man.
Mel cogió el maletín y sonrió.
—¿Has visto, Joe? Un hombre como el señor Man es uno de los míos. Y aquí estás tú, al otro lado del muro, haciendo lo correcto.
—Más vale que te largues antes de que empecemos a besuquearnos o algo.
Dejé la camioneta en la zona de estacionamiento prolongado de un aparcamiento subterráneo automatizado. Llevaba sombrero y las patillas y albergaba la esperanza de que no hubiera ninguna cámara que captase mi disfraz. Luego cogí el cercanías en Newark de regreso a Manhattan y el tren A, que después de las diez de la noche realizaba trayectos locales, hasta High Street, en Brooklyn.