35
Me fui de Staten Island en dirección al Carnegie Hall. Mel había prometido dejar al maleante inconsciente en un lugar donde lo encontraran antes los polis.
—Y le dejaré la confesión prendida a la camiseta —añadió—. Encontrarán a la niña y darán también con el cementerio.
—Pero no irá a la cárcel —señalé.
—Si todo lo que oigo sobre Antrobus es verdad, no tienes por qué preocuparte de que el chaval viva hasta primavera.
El concierto fue muy bueno. Mi abuela llevaba un vestido rojo que relucía por efecto del tejido brillante y unas lentejuelas de plástico claro.
—No sabía que tuvieras un vestido así —comenté.
—Roger cree que con sus regalos caros va a poder llevarme a la cama —contestó sin asomo de vergüenza.
Después de que terminara el concierto, fuimos a una reunión privada en una sala oval con una enorme vidriera de colores intensos a guisa de techo. Cuando mi abuela se excusó para ir al servicio, Ferris me llevó aparte y dijo:
—El asunto está en espera para que lo pongas en marcha a partir del lunes por la mañana. ¿Tienes alguien que pueda ocuparse?
—Sí. Tengo un amigo que tiene un amigo.
A pesar de sus quejas, mi abuela se dejó convencer por las atenciones del blanco rico. Aunque no creo que tuviera nada que ver con su dinero. Ya sea un vestido rojo o un lazo rojo, en cierto modo las manifestaciones de afecto son todas iguales.
—Hola, cariño —le dije por teléfono a mi hija a la mañana siguiente.
—Hola, papá. ¿Cómo estás? ¿Estás bien?
—Tengo la impresión de que igual no me he encontrado tan bien en toda mi vida.
—¿De verdad? ¿Se ha acabado el problema?
—Para ti sí. Para mí acaba de empezar.
—¿Estarás bien?
—Como decía, nunca había estado tan bien. Diles a tu madre y a Coleman que he dicho que no hay peligro para que regresen a casa cuando quieran.
—Pero ¿tú, qué, papá?
—Todo irá bien, cielo. He pensado lo que tengo que hacer para no seguir mirando por esa ventana, lamentándome por el tiempo que pasé en la cárcel.
—¿Les has demostrado que se equivocaban? —preguntó. AjaDenise se negaba a aceptar que yo pudiera ser culpable de nada.
—Eso no ocurrirá nunca. Pero sé cómo dejar todo eso atrás.
—¿Cómo?
—Te lo diré el día que te licencies en la universidad.
—Para eso falta mucho.
—Después de todo lo que hemos pasado, no será más que un abrir y cerrar de ojos.
—¿Puedo ir a trabajar el lunes? —preguntó.
—Dentro de una semana a partir del lunes.
—¿Por qué no hasta entonces?
—Tengo trabajo.
—¿Puedo verte?
—Llamaré en cuanto pueda. ¿Te parece?
—Supongo.
—Te quiero, Aja-Denise.
—Yo también te quiero, papá.
—Adiós.
Estaba tumbado boca arriba sin sábanas en la cama de mi apartamento de la tercera planta en Montague Street. A lo largo de mi vida me habían rajado, acuchillado y disparado. Me había partido huesos y sufrido magulladuras tan profundas que no acabaron de desaparecer del todo. Pero me sentía igual de joven y esperanzado que mi abuela con su vestido rojo.
La siguiente llamada sonó ocho veces antes de que ella contestara.
—¿Diga?
—Willa.
—¿Señor Oliver? ¿Va todo bien?
—A la perfección.
—¿Tiene alguna noticia?
—Necesito que venga a mi despacho a la una de esta tarde.
—¿Tiene algo que ver con lo que le ocurrió al señor Braun?
—Tangencialmente.
—De acuerdo, supongo. ¿Son buenas noticias?
—Más bien un reto que podría desencadenar esas noticias.
—Allí estaré.
Ya había hablado con Mel, así que la siguiente llamada sería la más delicada.
—Diga. —El abogado había vuelto a adoptar su tono de fanfarroneo persistente.
—Señor Braun.
—Señor Boll.
—Es cosa mía.
Me refería a los titulares de la mayoría de los periódicos salvo el New York Times. El descubrimiento del cuerpo inconsciente de William James Marmot en la puerta de la Jefatura de Policía de Nueva York era demasiado sórdido para aparecer en la cabecera de «todas las noticias que merece la pena imprimir», como reza el lema de ese periódico, aunque se le reservó el ángulo inferior derecho de la primera plana.
—Me devolvieron a mi hija anoche. Está ilesa, aunque un poco asustada.
—Lo sé. Encontraron a su amigo Marmot con una nota prendida al pecho que los llevó hasta la casa de dos mujeres en Yonkers. ¿Hizo lo que le pedí?
—Antes me gustaría saber qué planes tiene para el señor Man.
—No.
—¿Cómo que no?
—La policía sabe que Marmot intentaba presionarle, pero no tienen pruebas de que usted fuera a abandonar a su cliente. No saben lo de Johanna Mudd.
—No tenía ni idea de lo que planeaban hacer —aseguró—. Cuando me di cuenta de lo que había ocurrido, sentí náuseas.
—Ella sintió que perdía la vida.
Eso puso fin al lloriqueo del abogado.
—Tengo pruebas suficientes para meterlo en un lío de mucho cuidado, pero si va a hacer lo que le digo no es por eso.
—Ah, ¿no?
—No.
—A ver.
—Marmot era un pececillo en las aguas que dominaban Valence y Pratt. Si le insinúo al hombre que lo contrató que usted sabe quién es, cambiarán las tornas y Chrissie echará de menos a su padre.
—No cedo a las amenazas —dijo con una certidumbre que no poseía.
—Asegúrese de que esté en una celda de detención del centro y haga planes para que reciba cinco visitas el lunes por la mañana y por la tarde.
—¿Qué visitas?
Enumeré a las personas que tenía en mente. Una o dos lo sorprendieron. Me preguntó por ellas, pero no le di ninguna respuesta.
—Haga lo que le digo —concluí— y Chrissie crecerá creyendo que fue a visitar a sus primas de Yonkers y que usted es el hombre más maravilloso del mundo.
Bajé por la escalera plegable a mi despacho después de bañarme en la bañera grande de hierro. Había dormido once horas y el mundo se había desplazado levísimamente de su eje. La gente se arremolinaba allá abajo en la avenida, ajena a las maquinaciones delirantes que yo tramaba por encima de sus cabezas.
Ya no me atenazaba el alma el tiempo que pasé en la cárcel, ni las traiciones de Gladstone Palmer, ni siquiera haber perdido la placa.
Cogí Sin novedad en el frente y leí sin pausa hasta que sonó el timbre de la puerta de la oficina.
Willa llevaba un vestido azul que me recordó a la femme fatale de una de mis novelas preferidas. Tenía el pelo recogido, y, al ver sus labios rojos, caí en la cuenta de que en nuestro primer encuentro no iba maquillada.
—Señor Oliver.
—Está preciosa.
—Gracias.
—Adelante.
Me senté a la mesa de Aja y Willa tomó asiento delante. Tenía un aspecto estupendo y me pregunté por qué. ¿Querría cerciorarse de que yo ayudara a su amante de una sola noche?
—He leído el exhaustivo artículo sobre el señor Braun en el periódico esta mañana —dijo—. No tenía idea de que habían secuestrado a su hija.
—Por eso estaba echándose atrás.
—Me llamó y dijo que quería que me reuniera con Manny el lunes a mediodía.
—Es lo que quiero yo. Él no era más que el portavoz.
Willa captó mi intención y sonrió.
—Voy a pedirle que transgreda ciertos límites —dije.
—¿Y eso qué significa?
—Dentro de poco vendrá aquí un hombre y le dará una nota que queremos que le lleve al señor Man. En la nota hay algo que es vital para este caso.
—¿Vital en qué sentido?
—No puedo contestar por…, ¿cómo lo llaman ustedes los abogados? Ah, sí, negación plausible. Usted limítese a llevarle lo que le dé mi amigo.
—Registran muy a fondo esa clase de cosas.
—Mi amigo lleva toda la vida pasando mercancías de contrabando.
—¿En la cárcel?
Asentí y asomó a sus ojos un indicio de preocupación.
—Le quiero —dijo, relacionando el miedo con esta revelación—. No quiero que salga perjudicado.
Sonreí.
—¿Le parece gracioso? —preguntó; la mujer en que se había convertido resonó en su entonación.
—Hay un hombre a la mayoría de cuyos compañeros asesinaron y que fue a parar al corredor de la muerte por el asesinato de dos polis. Su abogado lo ha traicionado. Los jueces del Tribunal Supremo comentan entre susurros que con toda seguridad será ejecutado. Y aquí está usted, pensando que igual es la que más dolor le causa.
—¿Y qué hay de…, qué hay de su mujer y su hijo?
—¿Qué pasa con ellos?
—¿No deberían estar al tanto de sus planes?
—No pienso compartir mis planes con usted ni con nadie más, pero, si todo sale como es debido, el señor Man podrá tomar sus propias decisiones.
Vi que estaba a punto de hacer otra pregunta y muchas más después de esa, pero entonces sonó el timbre.
Ni siquiera miré por la mirilla.
Mel estaba ahí plantado con un traje de color maíz y camisa negra debajo.
No hablamos. Lo acompañé hasta la mesa y Willa se puso en pie. El hombre la fascinaba y al mismo tiempo la atemorizaba. La miró igual que hubiera hecho un tigre evolucionado, a través de unos barrotes autoimpuestos.
Mel acercó una silla.
Después de sus habituales titubeos, Willa también tomó asiento.
Esos pocos días abarcaban las experiencias más intensas de mi vida hasta ese momento. Era como si todos y cada uno de mis nervios tuvieran el volumen al máximo y hasta la última percepción poseyera una docena de significados, todos los cuales entendía y aprovechaba.
—Va a ser una reunión breve —dije. Luego, volviéndome hacia Willa—: Mi amigo aquí presente va a darle una cosa y usted la llevará a esa sala para encuentros en privado con abogados. Le dará el paquete y dirá que se lo dio un amigo. No mencione ningún nombre. No indique nada sobre nosotros, ni siquiera el género, la información que podamos tener o nuestra relación con investigación alguna. Él aceptará el artículo y decidirá por sí mismo.
—¿Qué dirá la nota? —preguntó Willa.
—Eso debe quedar entre él y nosotros —respondió Mel con voz sorprendentemente tranquilizadora—. Así todos estaremos a salvo.
—Cuando vas a visitar a un preso al corredor de la muerte te registran hasta la ropa interior.
Mel metió la mano en el bolsillo y la sacó con una cajita que llevaba la marca UN DÍA DE VERANO impresa sobre un campo de hierba mecida por el viento. Era un producto muy vendido de higiene femenina: un paquetito con tres tampones. Le dio la cajita a la joven abogada y ella la aceptó.
—Los precintos están intactos y lleva la etiqueta con el precio debajo —observó él.
—Pero el lunes no voy a tener el periodo.
—Entonces debe de estar al caer —dijo él en un tono inconteniblemente lobuno.
—Usted dele el paquetito —tercié—. La nota está dentro.
—Dígale que lo oculte y lo abra cuando vuelva a estar en la celda —añadió Mel—. Si sigue estas instrucciones al pie de la letra, tendrá un cincuenta por ciento de posibilidades de salvarse.
—¿Qué significa eso? —preguntó, mirando directamente a los ojos inertes de mi amigo.
—Si se lo dijera, tendría que matarla.
A la chica se le dilataron las aletas de la nariz y me pregunté si el poder que palpitaba tras esas palabras la había excitado.
—De acuerdo —me dijo Willa—. ¿Eso es todo?
—Eso es todo.
Después de que se fuera saqué un oporto muy añejo y lo serví.
—¿Crees que hará lo que le hemos dicho? —preguntó Mel.
—Estoy casi convencido. Quiere a ese hombre y nosotros somos los únicos que podemos ayudarle.
—Los únicos —convino Mel—. Bueno, ¿qué hay de ese sitio?
—Se llama Consultorio Treacher, en Maiden Lane, un par de manzanas al este de Broadway.
—No lo he visto nunca.
—No se anuncia. Atienden sobre todo a pacientes ricos de Wall Street, pero tienen un acuerdo con las fuerzas policiales: atención médica gratuita a cambio de cierta protección. —Hice una pausa y luego pregunté—: ¿Y ese polvillo?
—Es lo que denominan un derivado de la bacteria Shigella —explicó Mel—. Actúa sobre el apéndice, pero tiene un tiempo de vida limitado, el suficiente para nuestros objetivos.
—No es que me queje —dije—. Pero ¿cómo logra un atracador autodidacta metido a relojero conseguir algo así?
—Cada vez que me enchironan procuro que la sentencia se imponga en una cárcel donde haya muchos rusos. Siempre cuentan con las bandas más organizadas y tienen contactos con gente de su país de origen y Europa del Este en general; esos suelen tener vínculos con la inteligencia. Este pequeño veneno procede de los desaparecidos laboratorios del KGB.
—Coño. —Me dejó impresionado—. Te facilitaré los planos de la clínica. Confían en los polis y en que nadie sabe que están ahí, o sea que no tienen una seguridad muy férrea. Como hay tantos policías, es preferible que yo me acerque lo menos posible.
—De eso me ocupo yo.
Terminamos las copas de vino y nos servimos otras dos.